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La mañana siguiente amaneció hermosa, y Catherine temió ser nuevamente objeto de un ataque por parte de sus adversarios. A pesar del valor que la infundía contar con el apoyo de Mr. Allen, temía verse enzarzada otra vez en una lucha en la que resultaba dolorosa hasta la misma victoria. De modo, pues, que grande fue su regocijo cuando comprobó que nadie intentaba convencerla nuevamente. Los Tilney llegaron a buscarla a la hora convenida, y como quiera que ninguna dificultad, ningún incidente imprevisto ni llamada impertinente malogró sus planes, nuestra heroína consiguió cumplir sus compromisos, aun cuando los había contraído con el héroe en persona, desmintiendo con ello la proverbial infortuna de las protagonistas novelescas.

Se decidió que el paseo se hiciera en dirección a Beechen Cliff, hermosa colina cuya espléndida vegetación se admira desde Bath.

—Esto me recuerda el sur de Francia —dijo Catherine.

—¿Ha estado usted en el extranjero? —le preguntó Henry, un poco sorprendido.

—No, pero he leído, y esto se parece al país que recorrieron Emily y su padre en Los misterios de Udolfo. Imagino que usted no debe leer novelas…

—¿Por qué no?

—Porque no es un género que suela agradar a las personas inteligentes. Los caballeros, sobre todo, gustan de lecturas más serias.

—Pues considero que aquella persona, caballero o señora, que no sabe apreciar el valor de una buena novela es completamente necia. He leído todas las obras de Mrs. Radcliffe, y muchas de ellas me han proporcionado verdadero placer. Cuando empecé Los misterios de Udolfo no pude dejar el libro hasta terminarlo. Recuerdo que lo leí en dos días, y con los pelos de punta todo el tiempo.

—Sí —intervino Miss Tilney—, y recuerdo que después que me prometieras que me leerías ese libro en voz alta, me ausenté para escribir una carta y al volver me encontré con que habías desaparecido con él, de modo que no me quedó más remedio para saber el desenlace que esperar a que terminaras de leerlo.

—Gracias, Eleanor, por dar fe de lo que digo. Ya ve usted, Miss Morland, cuán injustas son esas suposiciones. Mi interés por continuar con la lectura del Udolfo fue tan grande que no me permitió esperar a que mi hermana estuviese de regreso y me indujo a faltar a mi promesa negándome a entregar un libro que, como usted habrá podido apreciar, no me pertenecía. Todo esto es, sin embargo, un motivo de orgullo, ya que, por lo visto, no hace sino aumentar la estima que usted pueda profesarme.

—Me alegro de ello, entre otras razones porque me evita el tener que avergonzarme de leerlo yo también; pero, la verdad, siempre creí que los jóvenes tenían por costumbre despreciar las novelas.

—No me explico entonces por qué las leen tanto como puedan hacerlo las señoras.

—De mí puedo asegurarle que he leído cientos de ellas. No crea que me supera en el conocimiento de Julias y Eloísas. Si entráramos a fondo en la cuestión y comenzáramos una investigación acerca de lo que uno y otro hemos leído, seguramente quedaba usted tan a la zaga como… ¿qué le diría yo?, como dejó Emily al pobre Velancourt cuando marchó a Italia con su tía. Considere que le llevo muchos años de ventaja; yo ya estudiaba en Oxford cuando usted, apenas una niñita dócil y buena, empezaba a hacer labores en su casa.

—Temo que en lo de buena se equivoca usted, pero hablando en serio, ¿cree de veras que Udolfo es el libro más bonito del mundo?

—¿El más bonito? Eso depende de la encuadernación.

—Henry —intervino Miss Tilney—, eres un impertinente. No le haga usted caso, Miss Morland; por lo visto mi hermano pretende hacer con usted lo que conmigo. Siempre que hablo tiene algún comentario que hacer sobre las palabras que empleo. Por lo visto no le ha gustado el uso que ha hecho usted de la palabra «bonito», y si no se apresura a emplear otra corremos el peligro de vernos envueltas en citas de Johnson y de Blair todo el paseo.

—Le aseguro —dijo Catherine— que lo hice sin pensar; pero si el libro es bonito, ¿por qué no he de decirlo?

—Tiene usted razón —contestó Henry—; también el día es bonito, y el paseo bonito, y ustedes son dos chicas bonitas. Se trata, en fin, de una palabra muy bonita que puede aplicarse a todo. Originalmente se la empleó para expresar que una cosa era agraciada de ciertas proporción y belleza, pero hoy puede ser empleada como término único de alabanza.

—Siendo así, no deberíamos emplearla más que refiriéndonos a ti, que eres más bonito que sabio —dijo Eleanor—. Vamos, Miss Morland, dejémoslo meditar acerca de nuestras faltas de léxico y dediquémonos a enaltecer a Udolfo en la forma que más nos agrade. Se trata, sin duda, de un libro interesantísimo y de un género de literatura que, por lo visto, es muy de su gusto.

—Si he de ser franca, le diré que lo prefiero a todos los demás.

—¿De veras?

—Sí. También me gustan la poesía, las obras dramáticas y, en ocasiones, las narraciones de viajes, pero, en cambio, no siento interés alguno por las obras esencialmente históricas. ¿Y usted?

—Pues yo encuentro muy interesante todo lo relacionado con la historia.

—Quisiera poder decir lo mismo; pero si alguna vez leo obras históricas es por obligación. No encuentro en ellas nada de interés, y acaba por aburrirme la relación de los eternos disgustos entre los papas y los reyes, las guerras y las epidemias y otros males de que están llenas sus páginas. Los hombres me resultan casi siempre estúpidos, y de las mujeres apenas si se hace mención alguna. Francamente: me aburre todo ello, al tiempo que me extraña, porque en la historia debe de haber muchas cosas que son pura invención. Los dichos de los héroes y sus hazañas no deben de ser verdad, sino imaginados, y lo que me interesa precisamente en otros libros es lo irreal.

—Por lo visto —dijo Miss Tilney—, los historiadores no son afortunados en sus descripciones. Muestran imaginación, pero no consiguen despertar interés; claro que eso en lo que a usted se refiere, porque a mí la historia me interesa enormemente. Acepto lo real con lo falso cuando el conjunto es bello. Si los hechos fundamentales son ciertos, y para comprobarlos están otras obras históricas, creo que bien pueden merecernos el mismo crédito que lo que ocurre en nuestros tiempos y sabemos por referencia de otras personas o por propia experiencia. En cuanto a esas pequeñas cosas que embellecen el relato, deben ser consideradas como meros elementos de belleza, y nada más. Cuando un párrafo está bien escrito es un placer leerlo, sea de quien sea y proceda de donde proceda, quizá con mayor placer siendo su verdadero autor Mr. Hume o el doctor Robertson y no Caractus, Agrícola o Alfredo el Grande.

—Veo que, en efecto, le gusta a usted la historia… —dijo Catherine—. Lo mismo le ocurre a Mr. Allen y a mi padre. A dos de mis hermanos tampoco les desagrada. Es extraño que entre la poca gente que integra mi círculo de conocidos tenga este género tantos adictos. En el futuro no volverán a inspirarme lástima los historiadores. Antes me preocupaba mucho la idea de que esos escritores se vieran obligados a llenar tomos y más tomos de asuntos que no interesaban a nadie y que a mi juicio no servían más que para atormentar a los niños, y aun cuando comprendía que tales obras eran necesarias, me extrañaba que hubiera quien tuviese el valor de escribirlas.

—Nadie que en los países civilizados conozca la naturaleza humana —intervino Henry— puede negar que, en efecto, esos libros constituyen un tormento para los niños; sin embargo, debemos reconocer que nuestros historiadores tienen otro fin en la vida, y que tanto los métodos que emplean como el estilo que adoptan los autoriza a atormentar también a las personas mayores. Observará usted que empleo la palabra «atormentar» en el sentido de «instruir», que es indudablemente el que usted pretende darle, suponiendo que puedan ser admitidos como sinónimos.

—Por lo visto cree usted que hago mal en calificar de tormento lo que es instrucción; pero si estuviese usted tan acostumbrado como yo a ver luchar a los niños, primero para aprender a deletrear, y más tarde a escribir, si supiera usted lo torpes que son a veces y lo cansada que está mi pobre madre después de pasarse la mañana enseñándoles, reconocería que hay ocasiones en que las palabras «atormentar» e «instruir» pueden parecernos de significado similar.

—Es muy probable; pero los historiadores no son responsables de las dificultades que rodean a la enseñanza de las primeras letras, y usted, que por lo que veo no es amiga ni defensora de una intensa aplicación, reconocerá, sin embargo, que merece la pena verse atormentado durante dos o tres años a cambio de poder leer el tiempo de vida que nos resta. Considere que, si nadie supiera leer, Mrs. Radcliffe habría escrito en vano o no habría escrito nada, quizá.

Catherine asintió, y a continuación se hizo un elogio entusiasta de dicha autora. Así, los Tilney hallaron muy pronto otro motivo de conversación en el que la muchacha se vio privada de tomar parte.

Los hermanos contemplaban el paisaje con el interés de quienes están acostumbrados a dibujar, discutiendo acerca del atractivo pictórico de aquellos parajes, dando a cada paso nuevas pruebas de su gusto artístico. Catherine no podía tomar parte en la conversación pues, además de no saber dibujar ni pintar, carecía de aficiones en este sentido y, aun cuando escuchaba atentamente lo que decían sus amigos, las frases que éstos empleaban le resultaban poco menos que incomprensibles. Lo poco que entendió sólo le sirvió para sentirse más confusa, pues contradecía por completo sus ideas acerca del asunto, demostrando, por ejemplo, que las mejores vistas no se obtenían desde lo alto de una montaña y que un cielo despejado no era prueba de un día hermoso. Catherine se avergonzó sin razón de su ignorancia, pues no hay nada como ésta para que las personas se atraigan mutuamente. El estar bien informado nos impide alimentar la vanidad ajena, lo cual el buen sentido aconseja evitar. La mujer, sobre todo si tiene la desgracia de poseer algunos conocimientos, hará bien en ocultarlos siempre que le sea posible. Una autora y hermana mía en las letras ha descrito de manera prodigiosa las ventajas que tiene para la mujer el ser bella y tonta a un tiempo, de modo, pues, que sólo resta añadir, en disculpa de los hombres, que si para la mayoría de éstos la imbecilidad femenina constituye un encanto adicional, hay algunos tan bien informados y razonables de por sí que no desean para la mujer nada mejor que la ignorancia. Catherine, sin embargo, desconocía su valor, ignoraba que una joven bella, dueña de un corazón afectuoso y de una mente hueca, se halla en las mejores condiciones posibles, a no ser que las circunstancias le sean contrarias, para atraer a un joven de talento. En la ocasión que nos ocupa, la muchacha confesó y lamentó su falta de conocimientos, y declaró que de buen grado daría cuanto poseía en el mundo por saber dibujar, lo cual le valió una conferencia acerca del arte, tan clara y terminante, que al poco tiempo encontraba bello todo cuanto Henry consideraba admirable, escuchándolo tan atentamente que él quedó encantado del excelente gusto y el talento natural de aquella muchacha, y convencido de que él había contribuido a su desarrollo. Le habló de primeros y segundos planos, de perspectiva, de sombra y de luz, y su discípula aprovechó tan bien la lección, que para cuando llegaron a lo alto del monte, Catherine, apoyando la opinión de su maestro, rechazó la totalidad de la ciudad de Bath como indigna de formar parte de un bello paisaje. Encantado con aquellos progresos, pero temeroso de cansarla con un exceso de saber, Henry trató de cambiar de tema, y así pasó a hablar de árboles en general, de bosques, de terrenos improductivos, de los patrimonios reales, de los gobiernos, y, finalmente, de política, hasta llegar al punto suspensivo de un completo silencio. La pausa que siguió a aquella disquisición acerca del estado de la nación fue interrumpida por Catherine, quien, con tono solemne y un tanto asustada, exclamó:

—He oído decir que en Londres ocurrirá dentro de poco algo muy terrible.

—¿Es cierto? ¿De qué naturaleza? —preguntó algo preocupada Miss Tilney, a quien iba dirigido el comentario.

—No lo sé, ni tampoco el nombre del autor. Lo único que me han dicho es que jamás se habrá visto nada tan espantoso.

—¡Santo cielo…! Y ¿quién se lo ha dicho?

—Una íntima amiga mía lo sabe por una carta que ayer mismo recibió de Londres. Creo que se trata de algo horroroso. Supongo que habrá asesinatos y otras calamidades por el estilo.

—Habla usted con una tranquilidad pasmosa. Espero que esté exagerando usted y que el gobierno se apresure a tomar las medidas necesarias para impedir que nada de eso ocurra.

—El gobierno… —dijo Henry conteniendo la risa—, ni quiere ni se atreve a intervenir en esos asuntos. Los asesinatos se llevarán a cabo y al gobierno le tendrá absolutamente sin cuidado.

Su hermana y Catherine lo miraron estupefactas, y él, sonriendo abiertamente, añadió:

—Bien, creo que lo mejor será que me explique, así daré pruebas de la nobleza de mi alma y de la clarividencia de mi mente. No tengo paciencia con esos hombres que se prestan a rebajarse al nivel de la comprensión femenina. Creo que la mujer no tiene agudeza, vigor ni sano juicio; que carece de percepción, discernimiento, pasión, genio y fantasía.

—No le haga caso, Miss Morland, y póngame al corriente de esos terribles disturbios.

—¿Disturbios? ¿Qué disturbios?

—Mi querida Eleanor, los disturbios están en tu propio cerebro. Aquí no hay más que una confusión horrorosa. Miss Morland se refería sencillamente a una publicación nueva que está en vísperas de salir a la luz y que consta de tres tomos de doscientas setenta y seis páginas cada uno, cuya cubierta adornará un dibujo representando dos tumbas y una linterna. ¿Comprendes ahora? En cuanto a usted, Miss Morland, habrá advertido que mi poco perspicaz hermana no ha entendido la brillante explicación que usted le hizo, y en lugar de suponer, como habría hecho una criatura racional, que los horrores a que usted se refería estaban relacionados con una biblioteca circulante, los atribuyó a disturbios políticos, y de inmediato imaginó las calles de Londres invadidas por el populacho, miles de hombres aprestándose a la lucha, el Banco Nacional en poder de los rebeldes; la Torre, amenazada; un destacamento de los Dragones (esperanza y apoyo de nuestra nación), llamado con urgencia, y el valiente capitán Frederick Tilney a la cabeza de sus hombres. Ve también que en el momento del ataque dicho oficial cae de su caballo malherido por un ladrillo que le han arrojado desde un balcón. Perdónela; los temores que engendró su cariño de hermana aumentaron su debilidad natural, pues le aseguro que no suele mostrarse tan tonta como ahora.

Catherine se puso muy seria.

—Bueno, Henry —dijo Miss Tilney—, ya que has conseguido que nosotras nos entendamos, trata de que Miss Morland te comprenda a ti; de lo contrario, creerá que eres el mayor impertinente que existe, no sólo para con tu hermana, sino para con las mujeres en general. Debes tener en cuenta que esta señorita no está acostumbrada a tus bromas.

—Estaré encantado de hacer que se acostumbre a mi manera de ser.

—Sin duda, pero antes conviene que busques una solución para ahora mismo.

—Y ¿qué debo hacer?

—No hace falta que te lo diga. Discúlpate y asegúrale que tienes el más alto concepto de la inteligencia femenina.

—Miss Morland —dijo Henry—, tengo un concepto elevadísimo de la inteligencia de todas las mujeres del mundo, y en particular de aquellas con quienes casualmente hablo.

—Eso no es suficiente. Sé más formal.

—Miss Morland, nadie estima la inteligencia de la mujer tanto como yo. Hasta tal punto llega, en mi opinión, la prodigalidad de la naturaleza para con ellas en este terreno, que no necesitan usar más que la mitad de los dones que han recibido de parte de ella.

—No hay manera de obligarlo a ser más formal, Miss Morland —lo interrumpió Miss Tilney—. Por lo visto está decidido a no hablar en serio, pero le aseguro que, a pesar de cuanto ha dicho, es incapaz de pensar injustamente de la mujer en general, ni mucho menos de decir nada que pudiera mortificarme.

A Catherine no le costó trabajo creer que Henry era, en efecto, incapaz de hacer y pensar nada que fuese incorrecto. ¿Qué importaba que sus maneras aparentaran lo que su pensamiento no admitía? Aparte de que la muchacha estaba dispuesta a admirar tanto aquello que le agradaba como lo que no atinaba a comprender. Así pues, el paseo resultó delicioso, y el final de éste igualmente encantador. Ambos hermanos acompañaron a Catherine a su casa, y una vez allí, Miss Tilney solicitó respetuosamente de Mrs. Allen permiso para que Catherine les concediese el honor de comer con ellos al día siguiente. Mrs. Allen no opuso ningún reparo, y en cuanto a la muchacha, si algún esfuerzo hubo de hacer, fue por disimular la alegría que esta invitación producía en ella. La mañana había transcurrido de manera tan grata y divertida que quedó borrado de su mente el recuerdo de otros cariños. En todo el paseo no se acordó de Isabella ni de James. Una vez que los Tilney se hubieron marchado, Catherine quiso dedicar a aquéllos un poco de atención, pero con escaso éxito, pues Mrs. Allen, que no sabía nada de ellos, no pudo informarla al respecto. Al cabo de un rato, sin embargo, y en ocasión de salir Catherine en busca de una cinta, de la que tenía necesidad urgente, topó en Bond Street con la segunda de las hermanas Thorpe, quien se dirigía a Edgar’s entre dos chicas encantadoras, íntimas amigas suyas desde aquella mañana. Por dicha señorita supo que se había llevado a cabo la expedición de Clifton.

—Salieron esta mañana a las ocho —le informó—. Y debo admitir que no los envidio. Creo que hicimos bien en no acompañarlos. No concibo nada más aburrido que ir a Clifton en esta época del año en que no hay un alma. Belle ocupaba un coche con su hermano, Miss Morland, y John otro con Maria.

Catherine expresó su satisfacción de que el asunto se hubiera arreglado a gusto de todos.

—Sí —contestó Anne—. Maria estaba decidida a ir. Creía que se trataba de algo verdaderamente divertido. No admiro su gusto, y por mi parte estaba dispuesta a negarme a acompañarlos, aun cuando todos se hubieran empeñado en convencerme de lo contrario.

Catherine no quedó muy convencida de la sinceridad de aquellas declaraciones y no pudo por menos que decir:

—Pues a mí me parece una lástima que no fuera usted también y que no haya disfrutado con los otros…

—Gracias; pero le aseguro que ese viaje me era por completo indiferente. Es más: no quería ir por nada del mundo. De ello precisamente estaba hablando con Sofia y Emily cuando la encontramos.

A pesar de tales afirmaciones, Catherine no se rectificó, y celebró que Anne contara con dos amigas como Emily y Sofia, en quienes descargar sus penas y desengaños; y sin más, despidiéndose de las tres, regresó a su casa, satisfecha de que el paseo no se hubiese suspendido por su negativa a ir, y esperando que hubiera resultado lo bastante entretenido para que James e Isabella, olvidando su oposición, la perdonaran generosamente y no le guardaran el menor rencor.