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Al siguiente día, una carta de Miss Thorpe, respirando ternura y paz, y requiriendo la presencia de su amiga para un asunto de importancia urgente, hizo que Catherine marchara muy de mañana a la casa de su entrañable amiga. Los dos retoños de la familia Thorpe se encontraban en el salón, y tras salir Anne en busca de Isabella, aprovechó esta ausencia Catherine para preguntar a Maria detalles sobre la excursión del día anterior. Maria no deseaba hablar de otra cosa, y Miss Morland no tardó en saber que ésta jamás había participado en excursión más interesante. El elogio del viaje del día anterior ocupó los primeros cinco minutos de aquella conversación, siendo dedicados otros cinco en informar a Catherine de que los excursionistas se habían dirigido, en primer lugar, al hotel York, donde habían tomado un plato de exquisita sopa y encargado la comida, para dirigirse luego al balneario donde habían probado las aguas e invertido algunas monedas en pequeños recuerdos, tras lo cual fueron a la pastelería en busca de helados. Después siguieron camino hacia el hotel, donde comieron a toda prisa para regresar antes de que se hiciera de noche, lo cual no consiguieron, ya que se retrasaron y, además, les falló la luna. Había llovido bastante, por lo que el caballo que guiaba Mr. Morland estaba tan cansado que había resultado dificilísimo obligarle a andar.

Catherine escuchó el relato con sincera alegría y satisfacción. Al parecer, no se había pensado siquiera en visitar el castillo de Blaize, único aliciente que para ella habría tenido la excursión.

Maria puso fin a sus palabras con una tierna efusión para con su hermana Anne, quien, según ella, se había molestado profundamente al verse excluida de la partida.

—No me lo perdonará jamás —dijo—; de eso puedo estar segura; pero no hubo modo de evitarlo. John quiso que fuera yo y se negó en redondo a llevarla a ella, porque dice que tiene los tobillos exageradamente gruesos. Ya sé que no recobrará su buen humor en lo que resta del mes; pero estoy decidida a no perder la serenidad.

En aquel momento entró Isabella en la habitación, y con tal expresión de alegría y paso tan decidido, que captó por completo la atención de su amiga. Maria fue invitada sin ceremonia alguna a abandonar el salón, y no bien se hubo marchado, Miss Thorpe, abrazando a Catherine, exclamó:

—Sí, mi querida Catherine, es cierto. No te engañó tu percepción. ¡Qué ojos tan pícaros…! Todo lo ven…

Una mirada de profundo asombro fue la única réplica que pudo ofrecer Catherine.

—Mi querida, mi dulce amiga —continuó la otra—. Serénate, te lo ruego; yo estoy muy agitada, como podrás suponer, pero es preciso tener juicio. Sentémonos aquí y charlemos. ¿De modo que lo supusiste en cuanto recibiste mi carta? ¡Ah, pícara! Querida Catherine, tú, que eres la única persona que conoce a fondo mis sentimientos, puedes juzgar cuán feliz me siento. Tu hermano es el más encantador de los hombres, y yo sólo deseo llegar a ser digna de él, pero ¿qué dirán tus padres? Cielos, cuando pienso en ello siento un temor que…

Catherine, que en un principio no acertaba a comprender de qué se trataba, cayó repentinamente en la cuenta, y, sonrojándose a causa de la emoción, exclamó:

—Cielos, mi querida Isabella, ¿significa que te has enamorado de James?

Tal suposición, sin embargo, no abarcaba todos los hechos. Poco a poco su amiga le fue dando a entender que durante el paseo del día anterior aquel afecto que se la acusaba de haber sorprendido en sus miradas y gestos había provocado la confesión de un recíproco amor. El corazón de Miss Thorpe pertenecía por entero a James. Catherine jamás había escuchado una revelación que la emocionase tanto. ¿Novios su hermano y su amiga? Dada su inexperiencia, aquel hecho se le antojaba de una importancia trascendental. Le resultó imposible expresar la intensidad de su emoción, pero la sinceridad de ésta contentó a su amiga. Ambas se felicitaron mutuamente por el nuevo y fraternal parentesco que habría de unirlas, acompañando los deseos de felicidad con cálidos abrazos y con lágrimas de alegría.

El regocijo de Catherine, siendo muy grande, no era comparable al de Isabella, cuyas expresiones de ternura resultaban hasta cierto punto abrumadoras.

—Serás para mí más que mis propias hermanas, Catherine —dijo la feliz muchacha—. Presiento que voy a querer a la familia de mi querido Morland más que a la mía.

Catherine no se creía capaz de llegar a tan alto grado de amistad.

—Tu parecido con tu querido hermano hizo que me sintiese atraída por ti desde el primer momento —prosiguió Isabella—. Pero así me ocurre siempre. El primer impulso, la primera impresión, son invariablemente decisivas. El primer día que Morland fue a casa, las Navidades pasadas, le entregué mi corazón nada más verlo. Recuerdo que yo llevaba puesto un vestido amarillo y el cabello recogido en dos trenzas, y cuando entré en el salón y John me lo presentó, pensé que jamás había visto a un hombre más guapo ni más de mi agrado.

Al oír aquello, Catherine no pudo por menos de reconocer la virtud y poder soberano del amor, pues aun cuando admiraba a su hermano y lo quería mucho, nunca lo había tenido por guapo.

—Recuerdo también que aquella noche tomó con nosotros el té Miss Andrews, que lucía un vestido de tafetán, y estaba tan bonita que no pude conciliar el sueño en toda la noche, tal era mi temor de que tu hermano se hubiese enamorado de ella. ¡Ay, Catherine querida! ¡Cuántas noches de insomnio y desvelo he sufrido a causa de tu hermano…! ¡Así me he quedado de escuálida! Pero no quiero apenarte con la relación de mis sufrimientos ni de mis preocupaciones, de los que imagino que ya te habrás dado cuenta. Yo manifestaba sin querer mi preferencia a cada momento; declaraba por ejemplo que consideraba admirables a los hombres de carrera eclesiástica, y de ese modo creía darte ocasión de averiguar un secreto que, por otra parte, sabía que guardarías escrupulosamente.

Catherine reconoció para sí que, en efecto, le habría sido imposible divulgar aquel secreto, pero no se atrevió a discutir el asunto ni a contradecir a su amiga, más que nada porque le avergonzaba su propia ignorancia. Pensó que al fin y al cabo era preferible pasar a los ojos de Isabella por mujer de extraordinaria perspicacia y bondad. Acto seguido, Catherine se enteró de que su hermano preparaba con toda urgencia un viaje a Fullerton con el objeto de informar de sus planes a sus padres y obtener el consentimiento de éstos para la boda. Esto producía cierta agitación en el ánimo de Isabella. Catherine trató de convencerla de lo que ella misma estaba firmemente persuadida; a saber: que sus padres no se opondrían a la voluntad y los deseos de su hijo.

—No es posible encontrar padres más bondadosos ni que deseen tanto la felicidad de sus hijos —dijo—; yo no tengo la menor duda de que James obtendrá su consentimiento apenas lo solicite.

—Eso mismo asegura él —observó Isabella—. Sin embargo, tengo miedo. Mi fortuna es tan escasa, que estoy segura de que no se avendrán a que se case conmigo un hombre que habría podido elegir a quien hubiese querido.

Catherine tuvo que reconocer de nuevo que la fuerza del amor era omnipotente.

—Te aseguro, Isabella, que eres demasiado modesta y que el monto de tu fortuna no influirá para nada.

—Para ti, que eres tan generosa de corazón, claro que no —la interrumpió Isabella—. Pero no todo el mundo es tan desinteresado. Por lo que a mí respecta, sólo quisiera ser dueña de millones para elegir, como ahora hago, a tu hermano para esposo.

Esta interesante declaración, avalorada tanto por su significado como por la novedad de la idea que la inspiraba, agradó mucho a Catherine, quien recordó al respecto la actitud de algunas heroínas de novelas. Pensó también que jamás había visto a su amiga tan bella como en el momento de pronunciar aquellas hermosas palabras.

—Estoy segura de que no se negarán a dar su consentimiento —repitió la muchacha una y otra vez—, y convencida de que te encontrarán encantadora.

—Por lo que a mí respecta —repuso Isabella—, sólo sé decirte que me basta la renta más insignificante del mundo. Cuando se quiere de verdad, la pobreza misma es bienestar. Detesto todo lo que sea elegancia y pretensión. Por nada del mundo quisiera vivir en Londres; prefiero, en cambio, una casita en un pueblo retirado… Las hay hermosas cerca de Richmond…

—¿Richmond? —exclamó Catherine—. ¿No sería mejor que os instalarais cerca de nosotros, en algún lugar próximo a Fullerton?

—Desde luego, nada me entristecería tanto como estar lejos de vosotros, sobre todo de ti. Pero esto es hablar a tontas y a locas; no quiero pensar en nada mientras no conozcamos la respuesta de tus padres. Morland dice que si escribe esta noche a Salisbury, mañana mismo podrá estar al corriente de aquélla. Mañana… Sé que me faltará valor para abrir la carta. ¡Ah, tantas emociones acabarán por causarme la muerte!

A esta declaración siguió una pausa, y cuando Isabella volvió a hablar fue para tratar del traje de novia.

Puso fin a aquella disquisición la presencia del joven y ardiente enamorado, que deseaba despedirse antes de partir para Wiltshire. Catherine habría querido felicitar a su hermano, pero no supo expresar su alegría más que con la mirada, y aun así fue ésta tan elocuente que James no tuvo dificultad alguna en comprender sus sentimientos. Impaciente por asegurar la pronta realización de su dicha, Mr. Morland trató de acelerar la despedida, y lo habría conseguido antes si no lo hubiera retenido con sus recomendaciones la bella enamorada, cuyas ansias por verlo partir lo obligaron a llamarlo por dos veces con el objeto de aconsejarle que se diera prisa.

—No, Morland, no; es preciso que te marches. Considera lo lejos que tienes que ir. No quiero que te entretengas. No pierdas más tiempo, por favor. Vamos, márchate de una vez…

Las dos amigas, más unidas que nunca por aquellas circunstancias, pasaron reunidas el resto del día haciendo, como buenas hermanas, planes para el porvenir. Participaron de la conversación Mrs. Thorpe y su hijo, quienes al parecer sólo esperaban el consentimiento de Mr. Morland para considerar como el acontecimiento más feliz del mundo el noviazgo de su hija y hermana. Sus miradas significativas y sus frases misteriosas colmaron la curiosidad de las dos hermanas más pequeñas, excluidas, por el momento, de aquellos conciliábulos. Tan extraña reserva, cuya finalidad Catherine no atinaba a comprender, habría herido los bondadosos sentimientos de ésta y la habría impulsado a dar una explicación de los hechos a Anne y a Maria, si éstas no se hubieran apresurado a tranquilizar su conciencia tomando el asunto tan a broma y haciendo tal alarde de sagacidad, que al fin sospechó que debían de estar más al corriente de lo que parecía. La velada transcurrió en medio de la misma ingeniosa lucha, procurando los unos mantener su actitud de exagerado misterio y aparentando las otras saber más de lo que se suponía.

A la mañana siguiente Catherine hubo de acudir nuevamente a casa de su amiga y ayudarla a distraerse durante las horas que aún faltaban para la llegada del correo. Sin duda se trataba de una ayuda bien necesaria, pues a medida que se acercaba el momento decisivo Isabella se mostraba cada vez más nerviosa e incluso abatida, hasta tal punto de que para cuando llegó la ansiada carta se hallaba en un estado de verdadera postración y desconsuelo. Felizmente para todos, la lectura de la misiva disipó cualquier duda.

«No he tenido la menor dificultad —decía el amado en las tres primeras líneas— en obtener el consentimiento de mis bondadosos padres, quienes me han prometido que harán cuanto esté a su alcance para lograr mi dicha.»

Una expresión de suprema alegría inundó el rostro de Isabella, la preocupación que embargaba su ánimo desapareció, sus expresiones de júbilo casi superaron los límites de lo convencional y, sin titubear, se declaró la mujer más feliz del mundo.

Mrs. Thorpe, con los ojos arrasados en lágrimas, abrazó a su hija, a su hijo, a Catherine, y de buena gana habría seguido abrazando a todos los habitantes de Bath. Su maternal corazón estaba pletórico de ternura, y, ávida de manifestar su alegría, la mujer se dirigió sin cesar a su «querido John» y a su «querida Maria», proclamando la estima que su hija mayor la merecía el hecho de llamarla «su querida, querida Isabella». Tampoco quedó a la zaga de sus demostraciones de júbilo John, quien manifestó que su buen amigo Mr. Morland era uno de los mejores hombres que podían encontrarse, entre otras frases laudatorias.

La carta portadora de aquella extrema felicidad era breve: se limitaba a anunciar el éxito obtenido y dejaba para una próxima ocasión el relato detallado de los hechos. Pero bastó para devolver la tranquilidad a la novia feliz, ya que la promesa de Morland era lo bastante formal para asegurar su dicha. Al honor del muchacho quedaba confiada la tramitación de cuanto a medios de vida se refería, pues al espíritu generoso y desinteresado de Isabella no le estaba permitido descender a cuestiones de interés, tales como si las rentas del nuevo matrimonio debían asegurarse mediante un traspaso de tierras o un capital acumulado. Le bastaba con saber que contaba con lo necesario para establecerse decorosamente; en cuanto al resto, su imaginación bastaría para proveer de dicha y prosperidad. ¡Cómo la envidiarían todas sus amistades de Fullerton y sus antiguos conocidos de Pulteney Street cuando la vieran, como ya se veía ella en sueños, con un coche a su disposición, un nuevo apellido en sus tarjetas y una brillante colección de sortijas en los dedos!

Después de que la carta fuese leída, John, que sólo esperaba la llegada de ésta para marchar a Londres, se dispuso a partir.

—Miss Morland —dijo a Catherine al hallarla sola en el salón—, vengo a despedirme de usted.

La muchacha le deseó un feliz viaje, pero él, aparentando no oírla, se dirigió hacia la ventana tarareando y completamente abstraído.

—Me parece que se retrasará usted —dijo Catherine.

Thorpe no contestó; luego, volviéndose de repente, exclamó:

—Bonito proyecto éste de la boda. ¿A usted qué le parece? ¿Verdad que es una idea que no está del todo mal?

—A mí me parece muy bien.

—¿De veras? Bueno, por lo menos es usted sincera y partidaria del matrimonio. Ya sabe lo que dice el refrán: «Una boda trae otra.» ¿Asistirá usted a la de mi hermana?

—Sí; le he prometido a Isabella que estaría con ella ese día, si nada me lo impide, por supuesto.

—Entonces ya lo sabe usted… —Thorpe parecía inquieto y desazonado—. Si lo desea podemos demostrar la verdad de ese refrán.

—Me parece que no lo veo posible. Pero… le repito que le deseo un feliz viaje, y me marcho, porque estoy invitada a comer en casa de Miss Tilney y es tarde.

—No tengo prisa. ¿Quién sabe cuándo volveremos a vernos? Por más que pienso estar de regreso dentro de quince días, y… ¡qué largos me van a parecer!

—Entonces, ¿por qué se ausenta usted durante tanto tiempo? —preguntó Catherine, en vista de que él esperaba que dijese algo.

—Mil gracias; se ha mostrado usted amable y bondadosa, y no lo olvidaré. Por supuesto, no hay mujer en el mundo tan bondadosa como usted. Su bondad no es sólo… bondad sino todas las virtudes juntas… Jamás he conocido a nadie como usted, se lo aseguro.

—¡Qué cosas dice! Hay muchas como yo, y mejores aún. Buenos días…

—Pero óigame antes, Miss Morland. ¿Me permite que vaya a Fullerton a ofrecerle mis respetos?

—¿Y por qué no? Mis padres estarán encantados de verlo.

—Y usted…, señorita, ¿lamentará verme?

—De ninguna manera. Son pocas las personas a quienes no me agrada ver. Además, la vida en el campo resulta más animada cuando se tienen visitas.

—Eso mismo pienso yo. Me basta con que me dejen estar allí donde me encuentre a gusto, en compañía de aquellos a quienes aprecio. ¡Y al diablo lo demás…! Celebro infinitamente que usted piense igual que yo; aun cuando ya me figuraba que sus gustos y los míos eran muy parecidos.

—Tal vez, pero yo no me había dado cuenta de ello. Sin embargo, debo advertirle que en ocasiones no sé qué me agrada o desagrada.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo él—, pero es porque no suelo preocuparme de cosas que no me importan. Lo único que quiero es casarme con una chica que me guste y vivir con ella en una casa cómoda. El que tenga mayor o menor fortuna no me interesa. Yo dispongo de una renta segura y no me hace falta que mi mujer sea rica.

—Yo opino como usted. Con que uno de los dos cuente con medios de subsistencia, basta. Casarse por dinero me parece un acto despreciable y pecaminoso. Ahora, si me perdona, tengo que dejarlo. Nos alegrará mucho verlo a usted por Fullerton cuando tenga ocasión de ir por allí.

Tras pronunciar aquellas palabras, Catherine se marchó. No había poder humano ni frase amable capaz de retenerla, pues la esperaba un interesante almuerzo y ardía en deseos de comunicar las noticias referidas a su hermano y a Isabella. Menos aún podía distraerla de su cita en casa de los Tilney la conversación de un hombre como Thorpe, quien, no obstante, quedó convencido de que su supuesta declaración de amor había sido todo un éxito.

La emoción que la nueva del noviazgo había producido en Catherine le hizo creer que Mr. y Mrs. Allen quedarían igualmente sorprendidos, y se llevó una gran desilusión al comprobar que estos buenos amigos se limitaban a decir que venían esperándolo desde la llegada de James a Bath, y que deseaban la mayor de las dichas a la enamorada pareja. Mr. Allen dedicó además un breve comentario a la belleza, y su mujer otro a la buena suerte de la novia, y eso fue todo. Desilusionada Catherine ante semejante insensibilidad, la consoló un tanto la agitación que en el ánimo de Mrs. Allen produjo la noticia de la marcha de James para Fullerton, no por la causa que motivaba su viaje, sino porque le habría gustado ver al muchacho antes de su partida y rogarle que saludara a Mr. y Mrs. Morland de su parte e hiciera presente a los Skinner su recuerdo y simpatía.