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Catherine tenía tantas esperanzas depositadas en su visita a los Tilney, que tuvo una desilusión no sólo lógica, sino inevitable. A pesar de que el general la recibió muy cortésmente, de que Eleanor se mostró sumamente atenta con ella, de que Henry estuvo en casa todo el tiempo que ella permaneció en ésta y en el transcurso de aquellas horas no se presentó ningún extraño, la muchacha no pudo por menos de reconocer, al volver a Pulteney Street, que no había disfrutado todo lo que esperaba. Su amistad con Miss Tilney, lejos de acrecentarse, parecía haberse enfriado. En cuanto a la conversación de Henry, éste se mostró menos amable que otras veces. Hasta tal punto esto fue así, que no obstante la afabilidad del general y sus frases galantes la muchacha celebró marcharse de la casa. Lo ocurrido era, en verdad, muy extraño. Al general Tilney, hombre encantador por su trato y digno padre de Henry, no cabía atribuir la evidente tristeza de los hermanos y la falta de animación de Catherine. Quiso atribuir la muchacha lo primero a la casualidad, y lo segundo a su propia estupidez, pero conocedora Isabella de todos los detalles de aquella visita, interpretó lo sucedido de manera muy distinta.

—Es orgullo —dijo—. Nada más que orgullo y soberbia. Ya me parecía a mí que esa familia se daba muchos aires, y ahora no me cabe la menor duda. Jamás he visto comportamiento más insolente que el de Miss Tilney para contigo. ¿A quién se le ocurre dejar de hacer los honores debidos a un invitado? ¿Dónde se ha visto tratar a éste con superioridad y no dirigirle apenas la palabra?

—No, Isabella, no me has comprendido; Miss Tilney no se ha comportado tan mal como supones, ni me ha tratado con aires de superioridad, ni ha cesado de atenderme.

—No trates de defenderla. ¿Y el hermano…? ¡Después de fingir tanto afecto hacia ti…! La verdad es que no acaba una de comprender a la gente. ¿Dices que apenas te miró?

—No he dicho eso, pero admito que no estaba tan animado como otras veces.

—¡Qué vileza! Para mí no existe nada más despreciable que la inconstancia. Te suplico, querida Catherine, que no vuelvas a pensar en un hombre tan indigno de tu amor.

—¿Indigno? Pero ¡si creo que no piensa en mí siquiera!

—Eso es precisamente lo que estoy diciendo, que no piensa en ti. ¡Qué volubilidad! ¡Cuán diferente de tu hermano y el mío! Porque creo firmemente que John tiene un corazón muy constante.

—En cuanto al general Tilney, dudo que nadie pudiera comportarse con mayor delicadeza y finura. Al parecer, no deseaba más que distraerme y hacer que me sintiese cómoda.

—Del general no digo nada. Ni siquiera considero que sea orgulloso. Parece todo un caballero. John lo tiene en gran estima, y ya sabes que John…

—Bueno, ya veremos cómo se comportan esta noche, en el baile.

—¿Quieres que vaya?

—¿No pensabas ir? Creí que estaba decidido que iríamos todos juntos.

—Desde luego; si tú lo quieres, iré, pero no pretendas que me muestre contenta. Mi corazón se halla a más de cuarenta millas de distancia. Tampoco exijas de mí que baile. Sé que Charles Hodges me perseguirá a muerte para que lo haga, pero ya sabré librarme. Apuesto cualquier cosa a que sospecha el motivo que me lo impide, y eso es precisamente lo que quiero evitar. Procuraré no darle ocasión de hablar de ello.

La opinión que Isabella se había formado de los Tilney no influyó en el ánimo de Catherine, quien estaba persuadida de que Henry y su hermana habían estado, si no alegres, atentos para con ella, y que el orgullo no anidaba en su corazón. Aquella noche vio recompensada su confianza. Eleanor la saludó con igual cortesía y Henry la colmó de atenciones, tal como hiciera otras veces. Miss Tilney trató de colocarse a su lado y Henry la invitó a bailar.

Tras haber oído el día anterior, en la casa de Milsom Street, que el general Tilney esperaba de un momento a otro la llegada de su primogénito, capitán del ejército, Catherine supuso, y con razón, que un joven muy distinguido a quien no había visto antes, y que acompañaba a Eleanor, era la persona en cuestión. Lo contempló con ingenua admiración; hasta pensó que habría tal vez quien le considerase más apuesto que su hermano, si bien para su gusto no era así. El capitán parecía más orgulloso y menos simpático que Henry, además de ser sus modales muy inferiores a los de éste, declarándose incluso ante Miss Morland enemigo del baile, y hasta el punto de burlarse de quienes, como su hermano, lo encontraban entretenido.

Tras estas declaraciones, fácil es suponer que el efecto que al capitán produjo en nuestra heroína no era de índole peligrosa ni anuncio de futura animosidad entre los hermanos. Como tampoco era creíble que en el porvenir se convirtiera en instigador de los villanos a cuyo cargo debería estar el rapto en silla de posta de la incauta y tímida doncella, epílogo inevitable de toda novela digna de estima. Catherine, ajena a cuanto el destino pudiera fraguar para ella, gozó enormemente con la conversación de Henry, a quien encontraba cada vez más irresistible.

Al finalizar el primer baile el capitán se acercó a ellos y, con gran disgusto de Catherine, se llevó a su hermano. Ambos se marcharon hablando en voz baja, y aun cuando en un principio la muchacha no se alarmó ni supuso que el capitán trataba de separarlos para siempre, comunicando a su hermano alguna malévola sospecha, no dejó de preocuparle profundamente aquella repentina desaparición de su pareja. Su intranquilidad duró cinco minutos, pero a ella le pareció que había pasado un cuarto de hora cuando los hermanos volvieron y Henry le preguntó si creía que Miss Thorpe tendría inconveniente en bailar con el capitán. Catherine respondió sin titubear que Isabella no pensaba bailar con nadie. Al enterarse de tan cruel decisión, el capitán se alejó a toda prisa de allí.

—A su hermano no puede importarle —dijo ella—; porque antes le oí decir que odiaba el baile. Lo que ha ocurrido, sin duda, es que ha visto a Isabella sentada y ha supuesto que era por falta de pareja; pero se ha equivocado, porque ella me aseguró que nada en el mundo la induciría a bailar.

Henry sonrió y dijo:

—¡Qué fácil debe de ser para usted el comprender los motivos que rigen los actos de los demás!

—¿Por qué?

—Porque usted nunca se pregunta qué habrá influido en una persona para que haga determinada cosa ni qué pudo inducirla a hacer tal otra. Sentimientos, edad, situación y costumbres aparte, usted se limita a preguntarse a sí misma qué haría en tales circunstancias, qué la induciría a obrar de tal o cual manera…

—No le comprendo.

—¿No? Entonces hablamos idiomas muy distintos porque yo la comprendo a usted perfectamente.

—¿A quién? ¿A mí? Es posible. Aunque a veces tengo la impresión de no ser lo bastante explícita.

—¡Bravo! Excelente manera de criticar el lenguaje moderno.

—Sin embargo, creo que debería usted explicarse.

—¿Lo cree usted de veras? ¿Lo desea sinceramente? Por lo visto no se ha dado cuenta de las consecuencias que pudieran derivarse de tal explicación. Es casi seguro que usted se sentirá intimidada y los dos nos llevaremos un serio disgusto.

—Le aseguro que no ocurrirá ni lo uno ni lo otro. Yo, por lo menos, no lo temo.

—Pues entonces le diré que su empeño en atribuir a buenos sentimientos de mi hermano su deseo de bailar con Miss Thorpe me ha convencido de que nadie en el mundo tiene mejores sentimientos que usted.

Catherine se ruborizó y lo negó. Sin embargo, había en las palabras de Henry algo que compensaba el azoramiento de la muchacha, y ese algo llegó a preocuparla de tal modo que no pudo hablar con él ni prestar atención a lo que decía, hasta que la voz de Isabella, sacándola de su ensimismamiento, la obligó a levantar la cabeza, para descubrir que su amiga se disponía tranquilamente a bailar con el antes desairado capitán.

Miss Thorpe, que por el momento no sabía cómo explicar aquella conducta tan extraordinaria como inesperada, se limitó a encogerse de hombros y esbozar una sonrisa, pero a Catherine no la satisfizo tal explicación, y así se lo confesó a su pareja.

—No entiendo cómo ha podido hacer esto —dijo—. Isabella estaba decidida a no bailar.

—¿Acaso nunca la ha visto cambiar de opinión?

—¡Ah! Pero… ¿y su hermano? ¿Cómo ha podido pensar en invitarla después de lo que le dijo a usted de parte mía?

—¡Eso no me sorprende! Usted podrá ordenar que me asombre de la conducta de su amiga y yo estar dispuesto a complacerla, pero en lo que a mi hermano se refiere, debo reconocer que se ha comportado tal y como yo esperaba. Todos estamos persuadidos de la belleza de Miss Thorpe; en cuanto a la firmeza de su carácter, sin embargo, sólo usted puede responder.

—Se burla usted de mí, pero le aseguro que Isabella suele ser muy tenaz.

—Es lo máximo que puede decirse de una persona, porque el que es tenaz siempre suele degenerar en terco. El cambiar de opinión a tiempo es prueba de buen juicio, y sin que esto sea alabar a mi hermano, creo que Miss Thorpe ha elegido la mejor ocasión posible para demostrar la flexibilidad de su criterio.

Hasta después de terminar el baile no encontraron las dos amigas ocasión de cambiar impresiones.

—No me extraña tu asombro —le dijo Isabella a Catherine tomándola del brazo—. Te aseguro que estoy rendida. ¡Qué hombre más pesado! Y el caso es que hasta resultaría divertido si una no tuviese otras cosas en que pensar. Te aseguro que habría dado lo que no tengo por que me dejase tranquila.

—¿Por qué no se lo dijiste?

—Porque habría llamado la atención sobre mí, y ya sabes lo mucho que me desagrada. Me negué cortésmente cuanto pude, pero él insistió con tanta obstinación en que bailase. Le rogué que me excusara, que buscase otra pareja, pero no hubo manera. Hasta aseguró que después de haber pensado en mí le resultaba imposible bailar con cualquier otra, y no porque tuviese deseos de bailar, sino porque quería… estar conmigo. ¿Has oído tontería semejante? Yo le contesté que no podía haber elegido peor manera de convencerme, que nada me molesta más que las frases de cumplido, y al fin me convencí de que no tendría un momento de sosiego hasta que no accediera a su ruego. Temí, además, que Mrs. Hughes, que nos había presentado, tomase a mal mi negativa, y que tu hermano, pobrecito mío, se preocupara al saber que había pasado la noche entera sentada en un rincón. ¡Cuánto me alegro que haya terminado el baile! Tanta tontería agobia, y luego, como es tan distinguido, todo el mundo nos miraba.

—Sí; realmente es muy apuesto.

—¿Apuesto? Quizá lo crean algunas. Pero no es mi tipo. No me gustan los hombres tan rubicundos ni de ojos tan oscuros. Sin embargo, no se puede decir que sea feo. ¡Lástima que sea tan pretencioso! Varias veces he tenido que llamarle la atención en la forma que suelo hacerlo cuando de tales casos se trata.

En su siguiente encuentro las amigas tuvieron asuntos más interesantes de los que discutir. Había llegado la segunda carta de James Morland, en la que éste explicaba detalladamente cuáles eran las intenciones de su padre para con el joven matrimonio. Mr. Morland destinaba a su hijo un curato, del cual él era el beneficiado, que reportaba unas cuatrocientas libras al año, y del que James podía tomar posesión apenas contara con la edad necesaria y la aseguraba una herencia de igual valor para el día en que faltaran sus padres. En la carta, James se mostraba debidamente agradecido, y advertía que, si bien retrasar la boda dos o tres años resultaba algo molesto, tener que hacerlo no le sorprendía ni mortificaba.

Catherine, cuyos conocimientos acerca de las rentas de que disfrutaba su padre eran bastante imperfectos, y que en todo solía dejarse guiar por la opinión de su hermano, también se mostró satisfecha de la solución dada al asunto y felicitó de todo corazón a Isabella.

—Sí, está muy bien, muy bien —dijo Isabella con expresión grave.

—Mr. Morland ha sido muy generoso —dijo Mrs. Thorpe mirando con ansiedad a su hija—. Ojalá yo estuviera en condiciones de hacer otro tanto. No se puede exigir más, y seguramente que con el tiempo os ayudará más aún, pues parece una persona muy bondadosa. Cuatrocientas libras tal vez sea poco para empezar, pero tus necesidades, mi querida Isabella, son escasas; tú misma no te das cuenta de lo modesta que eres.

—Y no deseo tener más por lo que a mí se refiere, pero encuentro insoportable la mera idea de perjudicar a mi querido Morland obligándolo a limitarse a una renta que apenas cubrirá nuestros gastos elementales. Por mí, ya lo he dicho, no me preocupa; sabes muy bien que no suelo pensar en mí misma.

—Lo sé, hija de mi alma, lo sé, y el afecto que todos te profesan es el premio que merece tu abnegación. Jamás ha habido niña más estimada y querida que tú, y no dudo que una vez que Mr. Morland te conozca… Pero no preocupemos a nuestra querida Catherine hablando de estas cosas. Mr. Morland se ha mostrado enormemente generoso. Todos me habían asegurado que era una persona excelente, y no tenemos, hija mía, razón para suponer que se negaría a daros mayor renta si contara con una fortuna mayor. Estoy convencida de que se trata de un hombre bueno y dadivoso.

—Sabes que mi opinión acerca de Mr. Morland es excelente, pero todos tenemos nuestras debilidades, y a todos agrada hacer de lo suyo lo que les place.

Catherine no pudo por menos de lamentar aquellas insinuaciones.

—Estoy convencida —dijo— de que mi padre cumplirá con su palabra de hacer cuanto pueda en este asunto.

—Eso no lo duda nadie, querida Catherine —replicó Isabella, que había caído en la cuenta del disgusto de su amiga—. Además, me conoces lo suficiente para saber que yo me contentaría con una renta inferior a la que se me ofrece. No me entristece la falta de dinero, lo sabes. Odio la riqueza, y si a cambio de no gastar arriba de cincuenta libras al año nos permitiera celebrar nuestra boda ahora mismo, me consideraría completamente feliz.

¡Ah, mi amiga querida!, tú, y únicamente tú, eres capaz de comprenderme… Lo único terrible para mí, lo único que me desconsuela, es pensar que han de transcurrir dos años y medio para que tu hermano pueda entrar en posesión de ese curato.

—Sí, hija mía —intervino Mrs. Thorpe—, te comprendemos perfectamente. No sabes disimular, y es natural que lamentes esa circunstancia. Tu noble y justa contrariedad hará que aumente la estima que te profesan cuantos te conocen.

Las causas que provocaron el disgusto de Catherine fueron desapareciendo lentamente. La muchacha trató de convencerse de que el retraso de su boda era el único motivo del mal humor y la tristeza de Isabella, y cuando en un siguiente encuentro volvió a hallarla tan contenta y amable como de costumbre, procuró olvidar sus anteriores sospechas. Pocos días después James regresó a Bath, donde fue recibido con halagadoras muestras de interés y cariño.