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Al día siguiente no se presentó la ocasión de realizar la proyectada visita a aquellas misteriosas habitaciones. Era domingo, y las horas que dejaban libres los oficios religiosos fueron empleadas, a requerimiento del general, bien para pasear y hacer ejercicio fuera de la casa, bien para comer fiambres dentro de ella. No obstante la profunda curiosidad que Catherine sentía, su valor no llegaba al extremo de inspeccionar tan tétricos lugares después de comer, a la luz tenue del atardecer, ni a los más potentes, pero también más traicioneros, rayos de una lámpara. Aquel día no hubo, pues, detalle alguno de interés que señalar, aparte de la contemplación del elegante monumento elevado en la iglesia parroquial a la memoria de Mrs. Tilney, situado precisamente enfrente del banco que la familia ocupaba durante los oficios. Catherine no podía apartar la mirada de la lápida en que había sido grabado un extenso y laudatorio epitafio en honor de la pobre mujer. La lectura de las virtudes atribuidas a la difunta por el esposo, que, de una forma u otra, había contribuido a su destrucción, afectó a la muchacha hasta el punto de hacerla derramar lágrimas.

Tal vez no debiera parecer extraño que el general, después de erigir aquel monumento, encontrase natural tenerlo ante sí continuamente, pero Catherine encontró sencillamente asombroso que el padre de su amiga tuviera la osadía de mantener su actitud autoritaria, su acostumbrada altivez, frente a tal recuerdo. Cierto que podían aducirse, en explicación de este hecho, muchos casos de seres endurecidos por la iniquidad. Catherine recordaba haber leído acerca de más de una docena de criminales que habían perseverado en el vicio y habían pasado, de crimen en crimen, asesinando a quien se les antojaba, sin sentir el menor remordimiento, hasta que una muerte violenta o una reclusión religiosa ponía fin a su demencial y desenfrenada carrera. Por lo demás, la visión del monumento no podía, en modo alguno, disipar las dudas que sobre la pretendida muerte de Mrs. Tilney sustentaba. Como tampoco habría podido afectarla el que se la hubiese hecho bajar al mausoleo familiar donde se suponía que descansaban las cenizas de la muerta. Catherine había leído demasiado para no estar enterada de la facilidad con que una figura de cera puede ser introducida en un féretro y la apariencia de realidad que puede ofrecer un entierro simulado.

La mañana siguiente se presentó más prometedora. El paseo matutino del general, tan inoportuno desde cierto punto de vista, favorecía, sin embargo, los planes de Catherine, quien una vez que se hubo cerciorado de la ausencia del dueño de la casa, propuso a Miss Tilney la realización de su proyectada visita al resto del edificio. Eleanor se mostró dispuesta a complacerla, y tras recordarle su amiga que además le había hecho otro ofrecimiento, se dispuso a enseñarle, en primer lugar, el retrato de su madre que guardaba en la alcoba. El cuadro representaba a una mujer bellísima, de rostro sereno y pensativo, y justificó en parte la curiosidad y la expectación de Catherine. Ésta, sin embargo, se sintió algo defraudada, pues había dado por seguro que las facciones y el aspecto general de la difunta serían iguales a los de Henry o a los de Eleanor. Todos los retratos que había visto descritos en las novelas señalaban una notable semejanza entre las madres y los hijos.

Una vez hecho el retrato, el mismo rostro seguía repitiéndose de generación en generación. En éste, en cambio, no había posibilidad de encontrar parecido alguno con el resto de la familia. A pesar de ello, Catherine contempló el cuadro con profunda emoción y no se habría marchado de allí de no atraerle otro interés más absorbente que aquél.

La agitación que experimentó al entrar en la galería fue demasiado intensa para que pudiese hablar con naturalidad. De modo, pues, que se contentó con mirar fijamente a su amiga. El rostro de Eleanor revelaba tristeza y entereza a la vez, lo cual demostraba que estaba acostumbrada a contemplar los tristes objetos en cuya busca iban. Una vez más traspuso Miss Tilney la puerta fatal, una vez más asieron sus manos aquel imponente tirador. Catherine, conteniendo la respiración, se volvió para cerrar la puerta, cuando por el extremo opuesto de la galería vio aparecer la temida figura del general. Casi al mismo tiempo resonó en la galería la voz estentórea de éste: «Eleanor.» Fue la primera señal que la hija tenía de la súbita presencia de su padre, y el terror de Catherine aumentó. El primer impulso instintivo de ésta fue ocultarse, pero era absurdo suponer que el anciano no la había visto. Así, cuando su amiga, lanzándole una mirada de disculpa, se apresuró a ir al encuentro de su padre, Catherine echó a correr hacia su cuarto, y una vez en él se preguntó si llegaría a encontrar el valor suficiente para salir de allí. Presa de una terrible agitación, permaneció encerrada cerca de una hora. Pensó con profunda conmiseración en su amiga, segura de que de un momento a otro recibiría un furioso aviso del general obligándola a comparecer ante él. El aviso no llegó, sin embargo, y al cabo de la hora, tras advertir que un coche se aproximaba a la casa, resolvió bajar y presentarse ante Mr. Tilney, al amparo de quienquiera que hubiese llegado. El saloncito donde habían almorzado estaba lleno de gente, y el general se apresuró a presentar a Catherine a sus amistades como amiga de su hija, disimulando de modo tan perfecto su supuesto enojo, que la muchacha se sintió libre por el momento de todo peligro. Eleanor, con una presencia de espíritu que revelaba lo mucho que le preocupaba el buen nombre de su padre, aprovechó la primera ocasión para disculpar la interrupción de que habían sido objeto, diciéndole:

—Mi padre me llamó porque quería que escribiese una carta.

Catherine deseó profundamente que su presencia en la galería hubiese pasado inadvertida para el general, o que éste quisiera, por algún oculto motivo, que ella lo pensase. Con la confianza puesta en ello, encontró valor para permanecer en la habitación después de que las visitas se hubiesen marchado, y no ocurrió nada que la hiciera arrepentirse de ello. Pensando en los acontecimientos de aquella mañana, decidió hacer el próximo intento de reconocimiento y observación completamente sola. Sería mejor, en todos los sentidos, que Eleanor no supiese nada del asunto. No sería digno de una buena amiga exponer a la hija del general al peligro de una segunda sorpresa u obligarla a visitar una estancia que le producía un profundo pesar. La furia de Mr. Tilney no podía, al fin y al cabo, afectarla a ella de la misma manera que a Miss Tilney. Pensó, además, que sería mejor y más cómodo llevar a cabo su inspección sin testigos, ya que le resultaba imposible explicarle a Eleanor cuáles eran las sospechas que abrigaba. Miss Tilney ignoraba, por lo visto, la existencia de éstas, y Catherine no podía buscar delante de ella las pruebas de la culpabilidad del general, que si hasta entonces habían permanecido ocultas, no tardarían en salir a la luz. Quizá tales pruebas condenatorias consistieran en fragmentos de un diario, último confidente de las impresiones de la desdichada víctima.

Catherine ya conocía el camino que conducía a las habitaciones de Mrs. Tilney, y como quiera que deseaba visitarlas antes de que Henry regresase al día siguiente, no había tiempo que perder. El sol brillaba esplendoroso. Ella se sentía llena de valor; bastaría con que se retirase, con la excusa de cambiarse de ropa, media hora antes que de costumbre.

Así lo hizo, y al fin se encontró sola en la galería antes de que hubieran terminado de dar la hora los relojes de la casa. No había tiempo que perder. A toda prisa, sin hacer ruido ni detenerse para mirar o respirar siquiera, se encontró ante la puerta que buscaba. La cerradura cedió sin hacer, por fortuna, ningún sonido alarmante. De puntillas entró en la habitación, pero pasaron algunos minutos antes de que lograra proseguir su examen. Algo la obligó a detenerse, fija la mirada. Vio un aposento grande, una hermosa cama, cuidadosamente dispuesta, una estufa Bath, armarios de caoba y sillas hermosamente pintadas sobre las que caían los rayos del sol poniente, que se filtraba por las dos ventanas. Catherine había supuesto que al entrar en aquel lugar experimentaría una intensa emoción, y así era, en efecto. La sorpresa primero, luego la duda, embargaron su espíritu. A estas sensaciones siguió una punzada de sentido común que provocó en su ánimo un amargo sentimiento de vergüenza. No se había equivocado respecto a la situación de aquella estancia, pero se había equivocado de medio a medio en lo que de él había supuesto y las palabras de Miss Tilney la habían inducido a imaginar… Aquella habitación, a la que había atribuido una fecha de construcción tan remota y un significado tan espantoso, era un dormitorio moderno y pertenecía al ala del edificio que el padre del general había mandado reedificar. Dentro había dos puertas, las cuales, sin duda, conducían al tocador y al cuarto de vestir, pero Catherine no sintió deseos de abrirlas. ¿Acaso guardaban el velo que por última vez había llevado Mrs. Tilney, el libro cuyas páginas había leído antes de que llegase el final, mudos testigos de lo que nadie se atrevía a revelar?

No, ciertamente. Fueran cuales fueren sus crímenes, el general era demasiado astuto para permitirse el menor descuido que pudiera delatarlo. Catherine estaba cansada de explorar y todo cuanto deseaba era hallarse a salvo en su habitación y ocultar a los ojos del mundo que había cometido un error. A punto estaba de retirarse con la misma cautela con que había entrado, cuando un ruido de pasos la obligó a detenerse, temblorosa. Pensó que sería sumamente desagradable dejarse sorprender por alguien, aunque fuese un criado, en aquel lugar, y si ese alguien era el general —que solía presentarse en los momentos más inoportunos— mucho peor. Aguzó el oído; el ruido había cesado, y Catherine abandonó a toda prisa la habitación cerrando la puerta tras de sí. En aquel momento oyó que en el piso de abajo se abría una puerta y que alguien subía rápidamente por las escaleras. Se sintió sin fuerzas para moverse. Con un sentimiento de temor incontrolable fijó la vista en la escalera, y pocos minutos después apareció en ella Henry.

—¡Mr. Tilney! —exclamó ella con tono de asombro.

Él la miró sorprendido.

—¡Por Dios Santo! —prosiguió Catherine, sin atender a lo que su amigo pretendía decirle—. ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? ¿Por qué ha subido por esas escaleras?

—¿Que por qué he subido por esas escaleras? —replicó Henry, cada vez más azorado—. Pues porque es el camino más corto para llegar a mi habitación desde las cocheras. Además, ¿por qué no había de hacerlo?

Catherine se serenó y, ruborizándose, no supo qué contestar.

Henry la miraba fijamente, a la espera de encontrar en el rostro de la muchacha la explicación que sus labios no sabían formular.

Catherine se encaminó hacia la galería.

—Y… ¿me permite que le pregunté qué hacía usted aquí? —continuó Henry—. Tan extraño es elegir este pasillo para ir desde el comedor a sus habitaciones como pueda serlo subir por esa escalera para pasar desde la cuadra a mis aposentos.

—Vengo —explicó Catherine bajando los ojos— de echar un vistazo al dormitorio de su madre.

—¡El dormitorio de mi madre! Pero ¿hay algo de extraordinario que ver en él?

—No, nada. Yo creí que usted no regresaba hasta mañana…

—Cuando me marché así lo creía, pero hace tres horas me encontré con que no tenía nada que me detuviera. Está usted pálida. Mucho me temo que mi aparición la ha alarmado. Sin duda usted no sabía… que esto comunicaba con las dependencias.

—No, no lo sabía. Ha elegido un día hermoso para regresar.

—Sí, mucho; pero ¿cómo la deja Eleanor recorrer sola las habitaciones de la casa?

—No, no, ella me la mostró el sábado pasado; nos restaba visitar esas habitaciones, pero… su padre de usted estaba con nosotras.

—¿Y se opuso? —preguntó Henry mirándola fijamente, y sin esperar respuesta, añadió—: ¿Ha examinado usted todas las habitaciones de ese pasillo?

—No… Sólo pretendía ver… Pero… debe de ser muy tarde, ¿verdad? Es preciso que vaya a vestirme.

—No son más que las cuatro y cuarto —dijo él enseñando su reloj—, y no está usted en Bath. Aquí no necesita prepararse para ir al teatro o al casino. En Northanger puede usted arreglarse en media hora.

Catherine no podía negar que así era, y hubo de resignarse a detener su marcha, aun cuando el miedo a que Henry insistiera en sus preguntas despertó por primera vez en su alma deseos de separarse de su lado. Juntos echaron a andar por la galería.

—¿Ha recibido usted alguna carta de Bath desde mi partida? —inquirió el joven.

—No, y la verdad es que me sorprende. ¡Isabella me prometió fielmente que lo haría de inmediato!

—¿Que se lo prometió fielmente? ¿Y qué entiende usted por una promesa fiel? Confieso que no lo entiendo. He oído hablar de un hecho realizado con fidelidad, pero ¿una promesa? ¿Fidelidad en el prometer? De todos modos no merece la pena que lo averigüemos, ya que tal promesa no ha hecho más que desilusionarla a usted y apenarla. ¿Le ha gustado la habitación de mi madre? Amplia y alegre, y el tocador bien dispuesto. Para mi gusto, es el mejor aposento de la casa, y me sorprende un poco el que Eleanor no lo aproveche para su uso. Supongo que ella la enviaría a usted a que lo viera.

—No…

—¿Ha venido usted por iniciativa propia, entonces?

Catherine no respondió, y después de un breve silencio, durante el cual Henry la observó atentamente, él añadió:

—Como en esas habitaciones no hay nada capaz de despertar su curiosidad, supongo que la visita ha obedecido a un sentimiento de respeto provocado por el carácter de mi madre, y que, descrito por Eleanor, seguramente hará honor a su memoria. No creo que el mundo haya conocido jamás una mujer más virtuosa, pero no siempre la virtud logra despertar tan profundo interés como el que al parecer ha despertado en usted. Los méritos sencillos y puramente domésticos de una persona a la que jamás se ha visto no suelen crear ternura tan ferviente y venerable como la que evidentemente la ha animado a usted a hacer lo que ha hecho. Está claro que Eleanor le ha hablado a usted mucho de… ella.

—Sí, mucho. Es decir…, mucho no, pero lo que dijo me resultó sumamente interesante. Su muerte repentina —estas palabras fueron pronunciadas muy lentamente y con titubeos—, la ausencia de usted…, de todos en aquellos momentos. El hecho de que su padre, según creí deducir, no la amaba mucho…

—Y de tales circunstancias —contestó él mirándola a los ojos— usted ha inferido que tal vez hubiese existido alguna… negligencia.

Catherine sacudió instintivamente la cabeza.

—O quizá algo más imperdonable aún.

La muchacha levantó los ojos hacia Henry y lo miró como jamás había mirado a nadie.

—La enfermedad de mi madre —prosiguió él— fue, en efecto, repentina. El mal que provocó su fin, una fiebre biliosa motivada por una causa orgánica, hacía tiempo que había hecho presa en ella. Al tercer día, y tan pronto como se la pudo convencer de la necesidad de ponerse en manos de un médico, fue asistida por uno respetabilísimo, digno de nuestra confianza. Al advertir éste la gravedad de mi madre, llamó a consulta para el día siguiente a otros dos doctores, y los tres estuvieron atendiéndola sin separarse de su lado por espacio de veinticuatro horas. A los cinco días de declararse el mal, falleció. Durante el progreso de la enfermedad, Frederick y yo, que estábamos en la casa, la vimos repetidas veces y fuimos testigos de la solicitud y atención de que fue objeto por parte de quienes la rodeaban y querían y de las comodidades que su posición social le permitía. La pobre Eleanor estaba ausente, y tan lejos que no tuvo tiempo de ver a su madre más que en el ataúd.

—Pero ¿y su padre? —preguntó Catherine—. ¿Se mostró afligido?

—Por espacio de un tiempo, mucho. Se ha equivocado usted al suponer que no amaba a mi madre. Le profesaba todo el cariño de que era capaz su corazón… No todos, bien lo sabe usted, tenemos la misma ternura de sentimientos, y no he de negar que durante su vida ella tuvo mucho que sufrir y soportar, pero, aun cuando el carácter de mi padre fue en muchas ocasiones causa de sufrimiento para ella, jamás la ofendió ni molestó a sabiendas. La admiraba sinceramente, y si bien es cierto que el dolor que le produjo su muerte no fue permanente, tampoco puede negarse que ese dolor existiera.

—Lo celebro —dijo Catherine—. Habría sido terrible que…

—Pero por lo que deduzco, usted había supuesto algo tan extraño y horrendo que apenas si encuentro palabras para expresarlo… Querida Miss Morland, considere la naturaleza de las sospechas que ha estado abrigando… ¿Sobre qué hechos se fundan? Piense en qué país y en qué tiempo vivimos. Tenga presente que somos ingleses y cristianos. Recapacite acerca de lo que ocurre en torno a nosotros. ¿Es acaso la educación que recibimos una preparación para cometer atrocidades? ¿Lo permiten nuestras leyes? ¿Podrían ser perpetradas y no descubrirse en un país como éste, en el que es tan general el intercambio social y literario, en el que todos estamos rodeados por espías voluntarios y donde los periódicos sacan todos los acontecimientos a la luz? Querida Miss Morland, ¿qué ideas ha estado usted alimentando?

Habían llegado al final de la galería, y Catherine, confusa y con los ojos llenos de lágrimas, echó a correr hacia su habitación.