1- INQUIETUDES

Cuando los nuevos historiadores y dinámicos periodistas repiten el ejercicio de ubicar a Erasmo Sales entre las personalidades que comienzan a moldear las primeras décadas del siglo XXI a escala mundial, tropiezan siempre con los mismos escollos. A la mayoría de ellos les resulta incomprensible esa modalidad del silencio que los amigos y allegados han construido alrededor de su vida útil, éxitos y dificultades, así como las actitudes de la primera y de la segunda esposa, quienes se niegan a evocarlo en público, a relatar anécdotas, facilitar videos o fotografías, conceder entrevistas.

Mi negativa a brindar información, explotar los hechos cotidianos, lo importante de haber compartido trayectos de mi vida con él, me ha hecho blanco de sospechas y comentarios ofensivos: un obstáculo que atentaba contra su memoria e impedía enaltecerla. Después, todos me ignoraron. Ni siquiera las breves reseñas que aparecen en internet sobre Erasmo Sales me tienen en cuenta. Se hace énfasis en su personalidad, descrita como chispeante, poderosa o arrolladora, adjetivos que ahora se aplican a cualquiera que nutra y conserve espacios en los medios de comunicación. Los perfiles del brillo inteligente se desgastan con celeridad. Pero son los acontecimientos a su alrededor los que causan inquietud o irritación, tal vez porque no inducen a la admiración icónica ni aportan nada espectacular. A los futuros biógrafos e investigadores les resultará difícil abordar los canales de su creatividad, no siempre reconocida, y que permite a millares de citadinos emplear los pronombres “mi” y “nuestro” con orgullo ufano y vanidad de propietarios. Decir “mi plaza, mi calle, mi cascada, mi esquina, nuestro parque, mi jardín, mi fuente”. El disfrutar de avenidas y zonas verdes, balcones y terrazas florecidos, reafirma en los capitalinos la sensación de vivir en una de las ciudades más atractivas del mundo. Aunque no siempre salga al paso la armonía y la belleza, nuestras pupilas han adquirido una constante vocación a los deleites visuales, al hedonismo.

Lo que nadie ha podido intuir y me resulta casi imposible explicar, es que no existe desdén ni indiferencia, tampoco una suerte de venganza posterior en el entorno del fallecido Erasmo Sales. En la mayoría de los casos ronda el alivio o el agradecimiento. En el mío se impone el dolor, inmenso y tiránico, además la certeza de haber superado su influencia y los efectos devastadores que, según mi experiencia, Erasmo causaba entre sus familiares, amigos y allegados, aún entre extraños que apenas lo trataron. Es que, de una manera equívoca, los detractores tienen cierta razón. Aunque no se acercan ni por un instante a la verdad y tampoco a la posibilidad de vislumbrar al hombre real, al sujeto mantenido en la sombra y el anonimato tras la edificación del mecenas desprevenido y el personaje sencillo, la víctima o el monstruo, a quien más de una vez sorprendí dedicado a doblar aviones de papel o lamer con gozo infantil helados gigantes. A Erasmo quisiera recordarlo siempre así, decirme y decirles a todos que entre sus cualidades (y en lo que llaman haber) primaba el orden y la solidez, lo mismo en su trabajo que en sus relaciones. Asumir que nunca tuve celos de las mujeres de su vida, ni siquiera del papel que estuve obligada a cumplir y del cual nunca pude liberarme.

En ese capítulo de las mujeres se supone que existieron cuatro: Maya Barrera, la novia adolescente y esposa formal después, tranquila, callada y de maneras amables, sin deseos de figurar. Dinah Lake, la segunda, a quien no le interesa cultivar su memoria. Después sigo yo, candidata a ser la otra en broma y en serio, como se dijo en susurros hace unos años por toda la ciudad, desde Kennedy hasta la zona rosa y Ciudad Bolívar, las Torres del Parque y Santa Isabel; confidente, amiga, asistente, secretaria privada. Agregar a Emilia Sales, su progenitora, a la cabeza o final de la lista, sería mancillar su amor, sus sentimientos. Ella está incrustada en el sitio afectivo que le corresponde.

El inventario un tanto escaso permite espacios y rótulos en blanco. A fuerza de voluntad e instantes adjudicados a la sensatez, agregados a esa nebulosa que llaman olvido, las cuatro nos encargamos de transformar a un hombre generoso, vital, de carisma único, en una persona de inteligencia común, sin mayores puntos de interés que el de sus logros visibles. Sí, sí, lo hicimos y continuaremos en la misma tónica, sin que ninguna lo hubiese consultado con las otras, ni comentado tal decisión a los amigos que creían saber o adivinar quién era en verdad Erasmo Sales, quién pretendía ser. En todo ello no existe animadversión o ingratitud. Al contrario, cada una a su manera lo amó y tuvo que amarlo en la única dimensión en que él aceptaba la invasión de otros sentimientos, a gusto o disgusto, la realidad de alimentar emociones ajenas.

Sí, tengo que aceptar que entre ciertas personas que trataron a Erasmo de lejos, como líder o amigo social, se ha forjado una leyenda ejemplar. Presumo que en tal espacio se me ubica en la esfera de la lealtad y la admiración; una figura obligada en la novela, el cine, la falsa realidad copiada de la televisión. Una de esas mujeres que exhiben en fragmentos y metamorfosis sus amores, caprichos y antojos o se desnudan ante millones de ojos en las redes sociales. La secretaria cómplice quizá enamorada hasta los tuétanos, sin esperanzas, incapaz de pensar en sí misma, dispuesta a sacrificar tiempo libre y energías. Así su jefe no la mirara como hembra, y por lo mismo no tuviese idea del color de su piel, la forma de los ojos y las manos, el aroma de la colonia diaria. Han dicho, además, que fuimos compañeros de colegio, condiscípulos en la universidad; nuestras familias cercanas, unidos por una amistad iniciada en la infancia. Una de esas relaciones que ni las crisis, ni las desilusiones, ni los defectos exasperantes son capaces de romper. Esa versión retocada de la historia está a tono con el amor y el celo que Diego y Emilia Sales sentían por su hijo, volcados ahora en los nietos. Al trastocar los hechos se hacen un favor a sí mismos, facilitan la curiosidad de los mirones y buceadores de conciencias, reciben gratificaciones espirituales, dueños de una aparente verdad luminosa.

En cuanto a Maya Barrera, al situarme en un estadio armonioso de su vida, recrea una zona de normalidad y de rutina, la ilusión de tener (y retener) a Erasmo con limpidez en su memoria. Maniobra utilizada con efectividad desde su percepción del antes, en vida de un marido esquivo y caprichoso: mi compañía y la de mi esposo, Hugo Durán, le permitían, a veces, una o dos noches de intimidad al mes. Erasmo en su alcoba y cama, dispensándole una atención obligatoria que, sin saberlo, la tornaba menos vulnerable y aportaba a su interior la fuerza necesaria para abandonarlo.

Maya Barrera todavía puede forjar ilusiones, mirarse a diario en el espejo de sus hijos. A mí, tal recurso me ha sido negado. Mi papel al lado de Erasmo Sales, fundador, directivo y consultor de una fundación dedicada a la protección del agua y del medio ambiente, de la cual prefiero omitir el nombre, era ante todo un asunto de forma y compañía. Desde mi primera semana de trabajo comencé a conducir su automóvil, organizar sus citas, reservar mesas en los restaurantes, atender mensajes telefónicos y seleccionar en Twitter las opiniones de políticos, activistas e intelectuales que pudieran interesarle, ordenar chequeras, pagar tarjetas de crédito, filtrar y responder el correo electrónico, postergar reuniones. Mis funciones incluían surtir la nevera y el bar de su oficina, solicitar y cancelar pasajes, enviar flores, adquirir obsequios para los empleados y sus hijos en Navidad. En raras ocasiones tomé notas o respondí una carta, pero tuve que digitar y firmar innumerables cuentas. El computador portátil que llevaba conmigo a todas partes me servía para registrar los gastos diarios, por mínimos que fuesen, desde propinas a limosnas. En la sede de la fundación y su oficina, un asistente se encargaba de organizar sus actividades diarias. Las mismas dependían de brigadas de voluntarios que localizaban terrenos baldíos, muros y paredes que afearan la ciudad y facilitaran el trazado de parques, jardines en tierra o sobre muros, siembra de plantas o arbustos, posibles remodelaciones en el orden del embellecimiento. También de los tratos con ministerios y entidades privadas, convocatorias, citas notariales, firmas y sellos. De modo que Erasmo Sales y su secretaria personal, es decir yo, nos dedicábamos de lunes a viernes, de las nueve de la mañana a las dos de la tarde, al movimiento. Un recorrido por zonas de estacionamiento, despachos, oficinas gubernamentales, alcaldías menores, colegios, bibliotecas e instituciones culturales, que cortábamos de tajo para tomar un aperitivo hacia medio día. Siempre en el primer bar o restaurante que coincidiera con la zona visitada y estuviera relacionado en sus archivos. Después, no interesaba el atractivo del lugar o la clientela, yo conducía hasta el barrio La Candelaria y me detenía frente a una casona de la calle doce con segunda. Erasmo almorzaba hacia las tres, casi todos los días con sus padres. Rutina quebrada solo por los viajes y los chequeos médicos, las impostergables reuniones de negocios. A esa hora terminaban mis obligaciones habituales.

Dos o tres veces al mes, según el acuerdo que me garantizaba un bono extra, lo acompañaba a sitios elegidos por la moda, las revistas de farándula o las invitaciones recibidas. No interesaba el motivo, ni que al cóctel o exposición o cena asistieran políticos importantes, ejecutivos de multinacionales, entendidos en arte, me estaba permitido invitar a mi esposo, Hugo Durán. Cuando Erasmo Sales ofrecía una recepción en un club y por cuenta de la fundación, su esposa Maya lo acompañaba como una invitada más. De hecho Emilia Sales, una mujer de perfil agudo y ojos garzos, cutis sin arrugas, cabello negro y manos delgadísimas, actuaba como anfitriona. Era la dueña y guía del hijo, la torre del hogar y la satisfacción, el adorno por excelencia, la compañía favorita.

En todos los casos tenía que discutir con él, persuadirlo para que se cambiara los zapatos y la camisa, se afeitara. Imposible que asistiera un sitio en donde tuviese que vestir de esmoquin o traje formal, una corbata se convertía en alegato. Durante años acudió a las citas de jeans, chaqueta y zapatos de cuero marrón. En las reuniones claves vestía el mismo traje de paño color castaño, con una camisa negra o beige de cuello abierto, que terminaría por convertirse en un sello de independencia. La chaqueta con los bolsillos deformados obligaba a sus acompañantes a explicar a otros quién era Erasmo Sales, cuáles sus intereses, por qué todos alrededor lo estimaban, admiraban o rechazaban. Era como un extranjero, pero nacido en Colombia, que ignoraba las reglas y no estaba interesado ni en la imagen ni en las conveniencias. Demasiado ocupado para fijarse en nimiedades.

A veces, Maya Barrera conseguía relegar a Emilia Sales y asumir el papel de esposa. Sucedía cuando Erasmo invitaba a un grupo escogido a tomar una copa en la noche, la reunión se prolongaba, si era fin de semana hasta el amanecer. En tales ocasiones, con el pretexto de la inseguridad y para complacer a Maya, Hugo Duran y yo aceptábamos quedarnos a dormir en su apartamento: la habitación de huéspedes estaba lista, las sábanas eran de seda, una empleada de uniforme se encargaba de llevarnos el desayuno a la cama. Como la pareja se levantaba tarde, la situación que al comienzo encontrábamos mortificante tomó su propia alineación y terminó por ser agradable.

En ese entonces no me hacía a mí misma demasiadas preguntas. Me bastaba con ganar el dinero, disfrutar del amor de mi marido y asistir aliviada al crecimiento saludable de mis hijos. Era evidente que a Erasmo Sales o le fascinaba o le incomodaba su esposa, y en las circunstancias adecuadas no resistía la tentación de hacerle el amor. Ella lo sabía y no estaba dispuesta a desperdiciar ninguna oportunidad de seducirlo. El motivo de tal dualidad, no tuve que adivinarlo, me lo informaron sus citas médicas y exámenes de laboratorio, sufría de una enfermedad hereditaria. Maya deseaba una hija, y Sales consideraba que dos niños sanos eran suficiente obsequio de la vida. En la práctica, se negaba a vivir con ellos y solo los veía en vacaciones. Decía:

—Las personas enfermamos y envejecemos por imitación, porque vemos a nuestros padres, a nuestros amigos y vecinos hacerlo. No quiero que mis hijos me tomen como ejemplo, menos ser visto como un limitado, objeto de piedad o de burla. Me agrada ser el padre que se asocia con la playa, las excursiones, las fiestas, los regalos y navidades, los momentos agradables. No me interesa si me consideran un irresponsable.

Los niños tenían cuatro y seis años cuando lo conocí. De ellos no se veía una sola fotografía en ninguna de las salas o habitaciones de la casa de los abuelos, ni en el apartamento de Erasmo, tampoco se los nombraba a menudo. Eran el motivo que obligaba a Maya Barrera a viajar constantemente a Suecia, España e Italia, que retenía a Erasmo en Bogotá, desde que se había descubierto que el clima le convenía. En dicho aspecto tenía ideas fijas: sus hijos debían crecer lejos de su influencia y su enfermedad, de los peligros de un país en donde se raptaba, secuestraba, maltrataba a los pequeños, quienes estaban expuestos a los peligros de morir asesinados, vejados, mutilados por las balas o las minas. Tanto o más que los adultos. No quería repetir la historia, insistía y volvía a insistir en que la infancia es corta, el máximo de los derechos es vivirla con alegría y sin sobresaltos. Con los años sus hijos le darían la razón. ¿Acaso sus padres no hicieron lo mismo por él? Maya ni siquiera conocía a los suyos, ignoraba de dónde procedía, sin embargo, era una mujer sensible, generosa, dedicada a su familia. Sus hijos, repetía, estaban obligados a comprender y si llegara el caso a perdonar.