4- EL ÚLTIMO VELO

Sería mi marido Hugo Durán, un graduado en asuntos ambientales, de súbito poderoso y respetable ejecutivo, con demasiadas citas y compromisos sociales en su agenda, quien comenzó a inquietarse. Erasmo Sales —con dos llamadas telefónicas y una carta de presentación— lo había situado en un grupo financiero que tenía a su cargo el mantenimiento y conservación del cuarenta por ciento de los parques de la ciudad y las zonas verdes de áreas contiguas a edificios gubernamentales, permitiéndole ingresar a un cargo que le hubiese costado años de trabajo obtener. Iniciaba una carrera exitosa, a un nivel superado con creces desde el primer semestre de labores y que merecía por su enorme talento. No temía por el curso de su buena suerte, ni presumía. Se inclinaba por transitarla con moderación y respeto:

—Erasmo Sales no es el hombre que suponemos. Detrás de esa fachada de simpatía, inteligencia y desfachatez arrolladora hay una persona más profunda o más oscura. No me gustaría estar presente cuando se abra la primera puerta y el séptimo velo caiga.

Eso dijo entonces Hugo Durán, un buen lector pese a sus ocupaciones. Hugo, quien en la actualidad me ayuda a cumplir un sueño de adolescente fervorosa y estudia conmigo literatura en la universidad de Iowa City. Hugo Durán, convertido ahora en un habitante de Dubuque Street, dedicado en su tiempo libre a escudriñar talentos como los de Ginsbersg, Whitman, Kerouak y Miller. Hugo Durán, quien espera con ansia los veranos en el Midwest de los Estados Unidos para invitar a nuestros hijos a repetir excursiones por el río Mississippi, tuvo razón desde el comienzo. Al menos con respecto a los motivos que incitaban a Maya Barrera a sentarnos a su mesa y, una o dos veces al mes, invitarnos a pasar la noche bajo su techo y con el pretexto de la inseguridad. Éramos confiables, cercanos, podía contar con nosotros sin incomodarnos ni incomodarse; lo último es un decir, no había manera de protestar, yo le había tomado simpatía. No olvido el chispazo ardiente y embelesado que estremecía su expresión al mirar a Erasmo, el brillo inusual esmaltándole los ojos, además la agonía —que intentaba disimular— no menos intensa si intentábamos marcharnos.

Era significativo advertir que el apartamento del matrimonio Sales Barrera, que contaba con amplia zona social, estudio y sala de música, apenas tenía dos habitaciones. Si nosotros ocupábamos la destinada a los huéspedes, Erasmo se veía obligado a dormir con su mujer, impedido para hacer una ronda de bares o terminar en uno de esos restaurantes que se mantienen abiertos las 24 horas. En dichas ocasiones, Maya lo retenía hasta la tarde del día siguiente y me obsequiaba unas horas que podía invertir en mí misma, en mi casa y familia, sin que nadie me pidiese cuentas. Le deseaba felicidad, y me otorgaba un parte de victoria. Sin imaginar que en los momentos cruciales Maya sería incapaz de sujetar a Erasmo o impedir que le pidiera el divorcio al enamorarse de otra mujer. La carga del orgullo, el saberse suplantada, su amor menospreciado y disminuido, le impedirían reaccionar.

El capricho por Dinah Lake no sería la primera de las sorpresas que Erasmo iba a darnos. La relación estremeció la estabilidad de sus allegados y suscitó la ira de Diego Sales, quien no estaba dispuesto a cambiar de entorno o recibir otra nuera. Maya lo quería como a un padre, había demostrado siempre su afecto aun en la época de su rechazo, era la madre de sus nietos. ¿Por qué aceptarle a su hijo otra mujer? Intentó disuadir a Erasmo, unió sus fuerzas a las de su esposa para suplicarle que no destruyera su hogar. ¿Qué lo impulsaba a cambiar de pareja? ¿Acaso no podía conseguir una amante, divertirse un rato, y ya? ¿Cómo y por qué tenía que imponerles a una desconocida? Sin embargo, Erasmo se mantuvo inflexible. Empacó su ropa, se trasladó a otro apartamento y acudió a un abogado para agilizar el papeleo y los términos del acuerdo económico que Maya Barrera aceptaría, con la expresión ausente que solía imprimir a todas sus decisiones. De modo que Diego Sales terminó por claudicar, agobiado por la ausencia de Erasmo.

Dinah Lake, hija de un joyero y corredor de autos, había perdido a sus padres, a dos hermanos y a su esposo, con quien llevaba año y medio de casada, asesinados en una carretera durante el mismo intento de secuestro. Era una belleza que había dado la espalda al medio de las modelos y la televisión, para encargarse de los negocios familiares, que al utilizar las redes se limitaba a la promoción de sus negocios. Se le consideraba una artista en el diseño de joyas que trabajaba en taller propio. Tenía su propia marca, creaba en armonía con personas o acontecimientos, exhibía en boutiques del norte y vitrinas de la carrera sexta con calle doce, y en galerías de arte. Erasmo había entrado en uno de sus locales a encargar una gota de agua de cristal de roca, para el cumpleaños de Maya. Esa misma gota que después se convertiría en el distintivo de la fundación. Como lo atendiera ella misma, supongo que lo subyugaría enseguida con su aspecto de viuda joven y ofendida, sin maquillaje, el cabello larguísimo recogido en la nuca, decidida a cultivar el dolor por toda la eternidad. Lo suficiente para que Erasmo emprendiera una cruzada para hacerla sonreír, vibrar de contento, reconciliarla con la alegría, el sexo y los afectos. Las resonancias de su apellido también contaban.

Adelantándome a los acontecimientos, en relación con el futuro matrimonio, decidí actualizar una lista de invitados, y ensayé a escribir sobres a mano. También acudí a tomar café con Diego y Emilia Sales, quienes deseaban saber lo que se esperaba de ellos. No querían asistir a la ceremonia, fuese religiosa o civil, por solidaridad con Maya, pero temían disgustar a Erasmo. Insistir en que necesitaban consejo era un subterfugio, ya que en el fondo estaban más complacidos que asustados. La decisión de no aceptar a una segunda esposa, era un formulismo enterrado en los temores de siempre. De pronto les rondaba la luz, la liberación. En cuanto a nosotros, Hugo aspiraba a eludir el compromiso. Si llegare a presentarse dijo, lo correcto sería negarse con delicadeza y enviar flores. Detalles que resultaron innecesarios al formalizarse la relación. Dinah Lake había jurado no participar en ningún ritual que bendijera ataduras alusivas al sufrimiento, la pobreza o la separación. A cambio del “hasta que la muerte los separe” prefirió una ceremonia de luz, con la asistencia del grupo de la nueva era que le había permitido superar el asesinato de los suyos, y el lento deterioro de un cuñado, minado por la depresión, que murió poco después de un infarto. Ni a tal ceremonia ni a la recepción fuimos invitados. Tampoco Diego y Emilia Sales.

En la época de dicho acontecimiento yo había cumplido cuatro años de trabajar con Erasmo. A pesar de la unión con Dinah y de los mensajes de distintas mujeres, por toda suerte de medios electrónicos, la fiel e invisible Celín seguía presente. Celín, a quien apenas si había visto de lejos, el rostro apoyado contra la ventanilla de un automóvil, de refilón en la penumbra y a la entrada de bares o restaurantes. Eso en las raras ocasiones en que ella, ansiosa e imprudente, había salido al encuentro y frenado el impulso. Resultaba agradable de mirar, con un rostro de líneas armoniosas y expresión adusta, cabellos negros, de falda corta o jeans, botas de tacón alto. Era como una ráfaga de vitalidad que, en la vida formal de Erasmo Sales no tenía existencia concreta y no obstante demandaba atención.

A cuenta de la separación y el apresurado matrimonio con Dinah Lake, me fue posible dedicar más tiempo a mi familia. Nos vimos libres, al menos por unos meses, de cenas obligatorias y rondas de bares, del dormir a veces en una cama ajena tendida con sábanas nuevas. No se me eximía de organizar los compromisos de Erasmo, ni de enviar a limpiar su camioneta, revisar, imprimir su correo electrónico, descartar citas y peticiones, de modo que la rutina no tardó en imponer el compás de siempre.

Dinah Lake, que estaba lejos de ser una anfitriona y tampoco tenía vocación de esposa atenta o agradecida, enseñaba con rapidez signos de fatiga, insatisfacción, aburrimiento. Había desplazado a la hermosa y discreta Maya Barrera, se presentaba como la señora de Erasmo Sales, desempeñaba airosa tales papeles. De resto, el entorno de su marido no suscitaba su entusiasmo ni le despertaba mayor interés. Al parecer había terminado por imponer a su grupo de amistades, gente muy joven, todos a la medida de sus creencias o caprichos, e insistía en integrar a Erasmo al estilo de vida que creía merecer y aspiraba a disfrutar a plenitud.

Otras personas se acercaban mientras tanto a la intimidad de Erasmo, quien se afianzaba como autoridad en los asuntos relacionados con el medio ambiente y el paisaje urbano. Entre ellas, uno de esos ejecutivos especializados en el acopio, canalización y tratamiento de agua lluvia, quien venía de cargos públicos y sentía que sus conocimientos se desperdiciaban: Gerardo Toro había acudido a la fundación a ofrecer colaboración y, gracias a su exitoso trabajo voluntario, en unos cuantos meses era el asistente personal de Erasmo. Un nombramiento que nadie objetaría por ser un asalariado a título personal. Despacio y sin alardes se había convertido en el amigo disponible, fácil de localizar, que no eludía los programas de última hora; invitado por Maya primero, después por Dinah, durante una temporada terminó por disputarnos las rondas nocturnas. Para nosotros, dormir al terminar una noche de rumba en la habitación de invitados y disfrutar suculentos desayunos ya era anécdota, recuerdo. Alguien superaba nuestras posibilidades de agradar y compartir. Sin embargo, como yo atendía los asuntos sociales de Erasmo, comencé a detectar un incremento en su desasosiego, un sentirse a disgusto camino a todo lugar y compromiso. En sus ojos y movimientos se transparentaban inquietudes y reclamos añadidos, que Hugo captó y resumió con rapidez y ninguna benevolencia:

—Erasmo Sales se aburre, pierde seguridad. Ni siquiera le basta la belleza o la tragedia de la nueva mujer. No está contento consigo mismo, ni con los demás, necesita remecer su mundo. Su espalda se ladea cada vez más, como si se le encogieran los huesos. El nuevo amigo amenaza con convertirse en carga.

—No inventes —le respondí en ese momento.

En esos días, Erasmo me había pedido que le ayudara a diseñar un adorno con sus iniciales. Ni él ni yo teníamos idea de hacerlo, pero acudí al computador, aislé colores, hice mezclas, hasta escoger letras simples y reforzadas en cursiva. El segundo paso sería encargar tres brazaletes a un taller de la calle doce con sexta, vecino al de Dinah. El primero de oro de veinte quilates, punteado de diamantes diminutos, con el grabado para Dinah de Erasmo. El segundo formaba un aro doble de oro y platino, decía para Celín, siempre. El tercero de oro macizo tenía grabados los nombres Erasmo y Maya en toda la circunferencia interior. Una gota de agua de jade realzaba cada brazalete.

Como sorpresa y adquirida en una joyería del sector, sin iniciales ni adornos, había una pulsera de turquesas para mí. Era su manera de incluirme en la lista de sus mujeres y a la vez dejarme por fuera. Los cuatro años de trabajo (y complicidad silenciosa) se cumplieron mientras él viajaba por el Caribe durante su luna de miel. De modo que Erasmo fingió confundir las fechas e inventar su ocasión especial. Nos invitaría a cenar a uno de los nuevos restaurantes de las calles conocidas como De las Uvas, un sector que ha crecido detrás de las zonas rosa y t, pleno de bulla e intenso colorido, en donde los diseñadores de modas montan desfiles de pasarela y los grupos de teatro y rock alternativos se presentan al aire libre y ante auditorios que han pagado sus boletos a precios extravagantes.

La reunión que Erasmo había planeado con sumo cuidado se agriaría antes de tomar asiento, sonreír o desdoblar las servilletas. La inconformidad de Dinah vertida en un silencio escalonado de ahhh y sí y no y no, la expresión fastidiada, los bostezos contenidos deformándole el rostro de cutis radiante. Atenta, sin embargo, a los muchachos aglomerados en la barra, las chicas que entraban y salían entre risas, las modelos y actores de moda, los camareros indolentes. Nuestra compañía le hacía sombra, restaba fuerza a su presencia. Ni siquiera se molestó en probar el consomé ni los espárragos con crema que le sirvieron a instancias de Erasmo, puesto que él se había adelantado a sus deseos.

—Voy a escoger por ti.

Ella protestó, en sus labios formándose un gesto de flor:

—Preferiría mi jugo de tomate y mi pan integral.

—Dame gusto y no quiero rechazos.

Una cena mustia y silenciosa en donde la botella de vino se quedó por la mitad. Nosotros, con el pretexto de los niños, nos retiramos sin haber escuchado una frase agradable de Dinah Lake. Erasmo, lo sabíamos de sobra, no era hombre que se resignara a defraudar a sus invitados, menos a que sus iniciativas fuesen malogradas por la torpeza de otras personas. Su mujer no era la excepción.

Dinah tenía el cabello delgado y castaño hasta las pantorrillas, todavía con el plumón de nacimiento rubio, que presumía de cortar ella misma con tijeras diminutas y en cantidades microscópicas, aunque acudía a un profesional para modelar el flequillo que usaba sobre las cejas para destacar las tupidas pestañas maquilladas de negro. Sus ojos almendrados con tonos de miel atenuaban la nariz de niña saludable y voluntariosa, las pecas, los labios regordetes, las encías rosadas con dientes blancos, pequeños. Le gustaba vestir sacones amplios, negros y grises, con falda o pantalón hasta las espinillas, calzaba zapatos deportivos o botas, con medias de colores, como si se empeñara en afirmar una condición de eterna estudiante. Esa noche supimos que diseñaba joyas por gusto, lo suyo era la biología marina que había estudiado en la universidad de Carolina del Norte. Le interesaban más el buceo, los seres de los manglares, los arrecifes y ecosistemas de las profundidades, que las personas. Quizá tal enunciado, así como el desprecio ostensible por la moda y la comida, era lo que atraía a Erasmo Sales. Durante las escasas ocasiones en que cenamos con ellos, ante el asombro de camareros e invitados, Dinah pidió siempre jugo de tomate, pan integral y queso. En casa se transaba por tortillas con arroz, espinacas, champiñones o cebollas, batidas por ella misma para no correr el riesgo de comer un huevo fecundado, un grano corrompido, verduras que no hubiesen sido bien lavadas con agua hervida y bicarbonato. Erasmo no se cansaba de pregonarlo.

Dinah olía a chicles de canela o rosas muertas como si no se bañara a diario. No usaba desodorantes ni colonias, sino que se atenía a las esencias florales, tampoco se pintaba las uñas. Cosía su propia ropa, a mano los interiores de seda blanca. Al negarse a casarse en una notaría, rechazar el matrimonio civil e insistir en una ceremonia pagana, bajo la luna llena, afirmaba su rechazo a los rituales establecidos. Creía que ataban a las personas con cadenas de energía negativa, en contra de la verdadera unión, espiritual y física: unión que la pareja estaba obligada a buscar, como si se tratase de la piedra del destino o la fuente de la eterna juventud. Consideraba el cambio de alianzas y la maternidad como un tributo a la tiranía del sistema, válido ante una sociedad dedicada a oprimir y esclavizar a la mujer, con el pretexto de hacerla compartir y heredar los bienes. Ella no los necesitaba. Eso sí, Dinah iniciaba una vida nueva con un apartamento de cuatro habitaciones escriturado a su nombre y una mesada que quintuplicaba mi sueldo y le permitía separar sus gastos personales del presupuesto familiar. Erasmo se cansaría de llevarla a concesionarios y exhibiciones para escoger un automóvil. Las máquinas y la gasolina se sumaban a sus tabúes; prefería caminar. En caso de urgencia utilizaba el transporte público que, en su sentir, le permitía comunicarse con las personas reales y mantenerse al tanto de las vibraciones y cambios de las masas.

—Del aburrimiento, Erasmo pasará a la cólera muda. Esa relación va por mal camino —dijo Hugo, de regreso a casa el día de la frustrada reunión.

Tuvo razón. La extravagancia y los caprichos de Dinah Lake perdieron efectividad con rapidez, su comportamiento no surtía ningún poder sobre nosotros, ni la frescura de su belleza imponía deslumbramiento. Hicimos bromas y apuestas… ¿Cuánto duraría su influencia sobre Erasmo? Si estaría dispuesta a luchar o se marcharía a tiempo. O si a causa de las firmas, los rituales iluminados, la propiedad privada y las obligaciones, su matrimonio estaba condenado al fracaso.