5- OBSEQUIOS DE LA NOCHE
Erasmo Sales repetiría la invitación el viernes siguiente, no sin antes comentar que su mujer estaba excluida del programa. Mis hijos, dos chicos y una niña, estaban de vacaciones y en casa de mi suegra. Disfrutar de una jornada nocturna sin la presencia de Dinah solo era comparable a la alegría que Hugo y yo sentíamos entonces al salir juntos, la diversión como único objetivo. Era como pregonar el estar vivos y a salvo de los problemas que asedian a medio país.
Una noche distinta. La chispa y la animación de Erasmo se afinaron en un punto efervescente; el pretexto, la botella de vino desperdiciada durante la ocasión anterior. También atender a Sumio Tamura, miembro de la fundación y asesor de otras organizaciones ecológicas quien, en una galería del norte, había clausurado una exposición de fotografías y maquetas destinadas a motivar la oxigenación y el florecimiento de las calles céntricas de todas las ciudades del globo. Era amigo de Erasmo Sales desde Wageningen y, en adelante, sin cargos económicos, le apoyaría en todos los proyectos relacionados con el embellecimiento forestal de Bogotá. Gerardo Toro también estaba presente; recién separado de una compañera, con quien no tenía hijos, se había convertido en habitual.
Después de la cena, Erasmo Sales quien no era dado a consultar o pensar en los planes o compromisos de los otros, insistió en que le acompañáramos a una fiesta de aniversario.
—Es en casa de Celín y la casa de Celín es también mi casa —su comentario disiparía cualquier duda de mi parte.
Hugo era la única persona capaz de una negativa, pero todas sus reticencias se esfumaron, seducido e interesado al escuchar el nombre de Celín. Existía, no era tan solo una voz misteriosa al teléfono, merecía atención y obsequios de joyeros cotizados. Sumio Tamura estaba encantado, bastaba con mirar su expresión engolosinada y escuchar sus interrogantes, “¿Tiene Celín una amiga rubia? ¿Rubia verdadera?”. En cambio Gerardo Toro, que parecía un tanto incómodo, se despidió apresurado.
La curiosidad nos encandilaba. Conocer a esa Celín que durante más de cinco años había sido un referente de mensajes y una cuenta bancaria, aportaba una dosis de curiosa emoción. Vivía en un edificio céntrico, en la esquina en donde la avenida Jiménez irradia el eje ambiental, al lado de la afamada Librería Lerner. Al frente de un nuevo centro comercial, surgido de las ruinas de un hotel, abandonado por años desde que una bomba destruyera gran parte de sus instalaciones. A Erasmo le encantaba la zona, en la que veía amplias posibilidades relacionadas con el diseño de jardines escalonados y asomados a los espejos de agua de las vías peatonales. Desde que lo conocí tenía el ojo clavado en una docena de edificios anticuados, que ocupaban amplios espacios, de frentes opacos y feísimas ventanas emplomadas; hablaba de comprarlos a nombre de la fundación, si era preciso de su propio bolsillo. El que por la misma zona circularan los buses de la ruta conocida como TransMilenio no le preocupaba.
Los porteros nos guiaron por un vestíbulo rectangular con muebles de cuero, lámparas colgantes y altos espejos. Con la presencia de Erasmo Sales sobraban las identificaciones. Al dirigirnos al ascensor, de aspecto imponente y con enrejados trabajados en metal, que parecía extraído de una película madrileña y La Gran Vía, en el piso de mármol recién lustrado se reflejaron nuestras sombras. Después llegamos a un segundo vestíbulo dominado por mesas adornadas de flores en macetas, geranios y zarcillos. Seguimos a un salón circular y con pisos encerados, en donde se apretujaba una muchachada: ellos con camisas vistosas y pantalones ajustados, zapatillas, chaquetones. Las chicas de jeans y botas, faldas cortas, los cabellos con mechones rojos y dorados, cintas trenzadas y chaquiras. La mayoría bailaban separados, entre las manos las botellas de agua a medio consumir. Eran como perchas movibles recargados de pearcings y tatuajes, mochilas a la espalda y monederos alrededor de las cinturas. Manipulaban audífonos, iPods, movían brazos, hombros, caderas, cinturones. La música de rock a un volumen desaforado cedía y descendía por momentos controlados que permitían escuchar otros sonidos de fondo, un acompasado ritmo de oleaje, el viento desatado y piar de gaviotas. Las luces poliédricas que descendían del techo e inundaban el piso con un resplandor dorado y blanquecino imitaban el amanecer y eran de una limpidez evanescente. Afirmaban la ilusión de levitación y desprendimiento, un deseo de mover alas en lugar de brazos, flotar por todo el recinto. Muchas parejas utilizaban gafas con minigrabadoras incorporadas en las monturas, sostenían sus teléfonos celulares o se movían frenéticas, pero sin acercarse o tropezar a los otros. Los rostros familiares, como vistos aquí y allá, imitaciones y reflejos vislumbrados en revistas, videos de Internet y comerciales de televisión.
Celín Celín. Alta y con los cabellos rizados en avispero corría hacia nosotros desde el fondo del salón. Ostentaba esa factura de las chicas obsesionadas con la moda. En ese momento ser atractiva y deseable exigía tener senos generosos, caderas estrechas, trasero en ristre, y ella respondía a esas premisas. Daba la impresión de estar lista para iniciar una sesión de fotografías.
—Celín Celín Celín —dijo Erasmo, su brazo posesivo sobre los hombros estrechos, mientras ella sonreía con deleite. Su nariz era diminuta y tenía perfección de cirugía plástica, el avispero con mechones rojos acentuaba el color amelado de sus ojos y el brillo de unos topacios engastados sobre el arco de la ceja izquierda.
—Divino, me encanta tenerte aquí —y a pesar de la lenta pronunciación y el cuidado al imitar a la chica bogotana, consentida y caprichosa, un acento azotado por la fatiga descansaba en su voz.
—Aquí la tienen, les presento a mi linda Celín.
—¿Qué quieren tomar? —moduló ella.
—Felicidades —dijo él, besándole en la frente.
—Hoy nadie paga, es mi rumba y me prometiste una caja de whisky.
—Que sea una deuda.
—De esta no te escapas, Erasmo Sales. Ni voy a dejar que me tumbes. Es mejor que te comuniques con la licorera —diría triunfante.
Por un instante la sofisticada anfitriona que atendía a los amigos de su amigo estuvo más cercana a la indigente que un día, cubierta de harapos y mugre, había corrido aterrorizada a esconderse en la bodega de la avenida diecinueve en donde yo había conocido a Erasmo Sales. La muchacha que nada tenía en común con aquel espectro hediondo del pasado, parecía digna del brazalete de oro y platino que yo misma había ayudado a diseñar.
Celín se frotó las manos temblorosas, intentaba sonreír, su mirada húmeda de pavor disimulado. En un arranque agarró a Erasmo por la cintura y le bailó alrededor por unos segundos. Su rostro deformado por el color violeta de un reflector, rechazaba sonrisas y risas.
—Necesito ese whisky.
—Las mujeres, en definitiva son unas tiranas —Erasmo no se lo dijo a nadie en particular, ni a la misma Celín.
El comentario no le impidió guiarnos a una sala contigua y con aislante acústico, en donde la música suave alternaba con los sonidos dominantes de una cascada, viento silbante, trote de caballos. Había una mesa con mantel blanco y dos jarrones con rosas de tono anaranjado. En un mesón adosado a la pared dos botellas de ginebra y seis de vino junto a un listón de Reservado.
—Cumplimos años de conocernos. Celín se especializa en organizar fiestas privadas. Felicidades —repitió—. Y por favor, no acepten bocaditos, en general están salpicados con marihuana. Tampoco ningún cóctel, a Celín le gusta congelar el licor y añadirlo después a los tragos que reparte. Por eso hay que marcharse temprano.
Era una manera de aclarar la situación, e indicar su posición dominante, atajar las dudas y conjeturas. La muchacha, sus movimientos y prosperidad le competían, era importante que ninguno de los presentes se hiciese a ideas falsas o románticas. Erasmo se daría el lujo de abrocharle el brazalete ante todos y decirle “Felicidades, mi amor” rechazar la ginebra y el vino, pedir agua mineral, retirarse una hora después con un “nos fuimos” ante el desconcierto de Sumio Tamura, a quien le dijo:
—Si las quieres, aquí sobran las rubias.
—Yo, yo, nunca voy a quedar solo. Voy contigo a rumba, mañana mi vuelo sale tarde a New York.
En el salón se aplaudía la aparición de Los Tatuados un grupo musical cuyos integrantes salmodiaban en lugar de cantar, el estribillo con un ritmo que propiciaba el frenesí entre los bailarines, la mayoría de ellos sedientos y con los ojos cerrados. Una adolescente aindiada, con pantalones cortos, delantal y cofia blancos, ofrecía salchichas, papas fritas, salsas. Olía a incienso, agua de colonia mezclados con un vaho dulzón a zapatos tenis, humo, carne joven y sudor.
—Vamos al hotel.
Acompañamos a Sumio Tamura —quien protestaba en su cuidada pronunciación del español— hasta los garajes subterráneos en donde lo esperaba un automóvil de la fundación. Tamura había disfrutado esos alegres finales de rumba que en años anteriores atestaban los sitios para desayunar y las salidas de Bogotá hacia restaurantes, balnearios y pueblos cercanos. Estaba desconsolado, ni siquiera era la una. Erasmo no se dejó conmover, le explicó que la situación de orden público estaba fuera de control debido al exceso de controles. Como extranjero corría peligro: los ladrones, el asalto, el secuestro, los cuchilleros y drogadictos, la misma policía. Lo más sensato era no llamar la atención.
El vigilante de la garita explicó que había un cambio de automóvil, y el chofer de Tamura se había marchado. Erasmo dijo que el asunto no tenía importancia, él siempre tenía un plan alternativo y había tomado sus precauciones. Tamura no sabía si reír o insultar. Cuando llegamos a la entrada del estacionamiento, hacia la calle se deslizaba una sólida camioneta; de una ventana se asomaba una rubia en traje dorado de cóctel y como para asistir a un festival de cine, que se soltó los tirantes del vestido para enseñar unos senos enormes. El conductor salió con prontitud: otra rubia que vestía un traje masculino, el cabello recogido en coleta y sin maquillaje. Un hombre flaco y de rizos apelmazados por la mugre, la espalda doblada por un cerro de cartones, que hurgaba en la esquina un tacho de basura, después de lanzar un silbido de incredulidad y al suelo un empaque vacío, reclamaría a los gritos:
—¡…Ustedes no dejan nada, a uno no le dan nada! ¡Mierdas!
Comenzó a lloviznar. Erasmo despidió a Sumio Tamura con un gesto victorioso y obsceno. De repente, me pareció que tenía los dedos entumidos. El japonés desapareció, sonriente, en el interior del vehículo blindado y con ventanillas oscuras.