6- TERRENOS DE LABOR Y DE OCIO

El trayecto del conductor sería mínimo, doblar media calle y detenerse en uno de los hoteles del eje ambiental. Esperamos a que Tamura entrara a otro garaje con su botín y escuchamos decir a Erasmo que, ¡por fin!, la noche tenía futuro. De allí salimos a una discoteca de moda, La Serena, improvisada en los altos de una calle de estacionamientos públicos y a pocas cuadras de la avenida diecinueve, en donde los clientes eran dueños del espectáculo. Los camareros anunciaban de mesa en mesa que allí todo estaba permitido, desnudarse o ser desnudado, arrastrarse por el escenario, hacer el amor con amigos o extraños, aunque nadie parecía interesado en moverse o abandonar la penumbra sofocada de olores acres. Hugo dijo que de éter y hachís. Tanto la fiesta de Celín como La Serena violaban las normas de la Alcaldía Mayor que, a causa del exceso de armas en manos de los ciudadanos, la delincuencia, la subversión, y la violencia originada por el licor, había ordenado el cierre de los bares y discotecas a la media noche. El cumplimiento de la medida, que se aplicaba de tiempo en tiempo, multiplicaba las llamadas zonas de candela, los bares clandestinos, las “after parties” multitudinarias y de pago, en galpones y autobuses. Igual la instauración de los jueves culturales y la apertura de numerosas cervecerías desde las tres de la tarde. A partir de esa hora tenían permitido vender licor. Bogotá no estaba dispuesta a convertirse en la cenicienta de las capitales. Ni a perder su ruidoso jolgorio nocturno adquirido a brazo partido y en contra de unas convenciones asfixiantes derrotadas hacia los años sesenta.

Hugo quiso marcharse a los quince minutos, sin ninguna posibilidad. Erasmo Sales, en una de sus rachas insomnes, detestaba quedarse solo. Los restaurantes de La Macarena estaban cerrados, la Zona Rosa y la Zona T demasiado lejos, no valía la pena cruzar la ciudad azotada por el frío y la niebla para encontrar bares cerrados. Las consultas por el celular resultaron negativas, no había mesa libre en ninguna de las tabernas cercanas, y no tenía la menor intención de terminar en un casino.

—A mi mujer le encantan las sorpresas. No importa la hora, es incapaz de resistirse a una amorosa invitación a cenar.

Hugo me miró irritado, mientras Erasmo se comunicaba con un restaurante casero y que atendía domicilios a partir de la media noche.

—No tiene pierde. A ella le encanta el arroz chino, sobre todo en la madrugada.

Hugo estaba cansado, pero le intrigaba la reacción y el aspecto matutino de Dinah Lake. ¿Cuándo se había inclinado por el arroz chino una fanática del jugo de tomate y el pan integral? A mí me daba lo mismo, presentía y anticipaba un desastre: ansiaba e imaginaba el regreso de Maya Barrera. Maya, que se había amoldado con rapidez a la afición de los bogotanos por la fiesta repetitiva e interminable, y recibía a los amigos de Erasmo a cualquier hora del día o de la noche. Su actitud tenía una cualidad inagotable, serena, que no desaparecía ni al amanecer; las quejas y el cansancio que turban a otras esposas no la rozaban. En lidiar a Erasmo Sales desde niña descansaba su afinidad y su influencia sobre él; sabía oponerse a sus caprichos sin contrariar su ego, mimarlo y atajar sus extravagancias, puesto que tenerle junto a ella era lo único que le interesaba. La devoción resultaba conmovedora, no cargante. También la resuelta indiferencia que desplegaba al sospechar el interés de Erasmo por otras mujeres. No solía competir, ni pretendía redoblar su encanto. Cedía su espacio, no importaba la clase de rival, carisma, inteligencia o belleza. Sin embargo, a la larga se las arreglaba para opacarla o espantarla, hacerle comprender que todas las relaciones de Erasmo Sales, con su excepción, eran transitorias y no tenían ningún futuro. Era un asunto de tiempo. Había regresado a ocupar su lugar. Maya Barrera dominaba su hombre, su relación, su familia y su hogar.

Más tarde, cimentada nuestra amistad, me diría:

—Erasmo necesita sentirse vivo a cada instante, templar su atractivo y su masculinidad. Ante todo jugar al hombre saludable, y a ¿quién descubrió América? Es otro valeroso hombre de las cruzadas aficionado a rescatar o violar doncellas, que se parapeta tras una organización destinada a salvar el mundo.

Siempre amable, cortés, sagaz anfitriona, dueña de una creencia firme: Erasmo Sales le pertenecía. Tal certeza tenía el poder de un talismán. Si para afirmarlo tenía que acudir a la hipocresía, al servilismo o al melodrama, daba lo mismo. Esas rivales que despertaban la atención de su marido pertenecían a un limbo intrascendente, no le hacían sombra ni le suscitaban sentimientos perennes. Casi no valía la pena tenerlas en cuenta. Al menos, así parecía hasta que llegó Dinah Lake con su bagaje de dolor, tragedias y atractivos. Maya se cruzó de brazos, como avasallada por el agotamiento, o en plan de reponer energías.

Erasmo había asegurado que sí, a la larga Maya le daría el divorcio. No sería capaz de negarse ni intentaría obtener ventajas adicionales que la favorecieran. Supuso que aceptaría sin protestar, la soberbia le ganaría al amor. Cuando le llevé los borradores del acuerdo, presumo que redactados por él, después de leerlos y releerlos, Maya dijo:

—Volverá, pues ni siquiera se ha ido, pero yo estoy cansada de jugar a la custodia del hombre incomprendido y al amante dedicado a la caza que al final no me abandona. Por mí que haga lo que quiera, me da lo mismo que se case diez veces con diez mujeres o que se ahorque. ¡Estoy harta!

Al hacer el balance, era de presumir que Maya Barrera no hubiese sospechado la existencia de Celín. La muchacha a quien Erasmo Sales había regalado un brazalete de aniversario y con motivos: la había sometido a una cura contra la avitaminosis, la suciedad, las caries y los hongos en las uñas de las manos y los pies, ofrecido una educación fragmentaria cimentada en un bachillerato inconcluso que había cursado en su ciudad natal, que le permitía hablar y escribir con propiedad, así como una aproximación de buenas maneras en la mesa, y un instinto certero para vestirse, tanto de forma sencilla como extravagante. Quizá lo más importante, la muchacha que daba la impresión de ser una mujer independiente, capaz de negociar con las diversiones de los otros sin compartir la culpa o sumarse a la resaca del día siguiente.

Para Erasmo, la relación correspondía a la esencia de su personalidad y reforzaba la intención de controlar su entorno, no soltar nunca las riendas. Celín era un trofeo máximo. La había rescatado de una paliza constante, del trato ofensivo en una institución correccional, de ser rapada y despiojada, bañada con agua helada, reformada a la fuerza. La había salvado, sin duda, de la degradación y violación, el asfalto y la limosna y la droga, la diaria vejación de la miseria. Todo ello bastaba para convertirlo en ídolo y mentor de la muchacha, acaso también en propietario.

Comprendería después que Erasmo no desechaba nada. En mi caso, además del afecto y el papel de confidente, me unía a él la dependencia económica. Hugo Durán podía ser especialista en asuntos ambientales, tener ojo exacto para la evaluación del paisaje, el control de la erosión y el acopio del agua, pero a raíz de las crisis, decía él (y sin ellas, sostengo yo), no existían en el país suficientes programas nacionales o extranjeros relacionados con parques, zonas protegidas, reservas, bosques y páramos, como para justificar la carrera de un experto en reconstruir humedales, ecosistemas y microclimas. Tampoco la burocracia y el papeleo eran lo suyo. Erasmo Sales era la única persona que tenía suficientes influencias para lograr que se utilizaran sus conocimientos y conseguir el pago justo de los mismos.

Todas las consideraciones anteriores no estaban escritas en ninguna parte, ni solíamos discutirlas. Eran intocables grumos de polen o de venenos en el aire, estaban ahí. Mejor tenerlos en la mira cuando Erasmo entraba en la fase del capricho o la imposición, y con voz tajante invitaba a casa de su mujer o de su amiga o de su mascota.

—¿A ella le gusta el arroz chino? ¿Quién puede ser…? Me parece que hasta aquí llegamos por esta noche. —Hugo estaba intranquilo y bastante incómodo.

—Maya, espero que sea Maya —me dije en plan de rechazar la invitación.

Demasiado tarde. Erasmo había estacionado su automóvil frente a los portones de uno de esos multifamiliares de ladrillo que ahora surgen por todas partes y de una semana a otra, con locales comerciales, garitas blindadas, espacios de estacionamiento, ordenadas zonas verdes. El vigilante uniformado corrió a pulsar el control de la puerta del vestíbulo. Maya no pertenecía a aquel lugar. Ocupamos un garaje para visitantes.

—Bienvenidos al Edén —dijo, mientras abría la puerta de un apartamento en el segundo piso del Bloque A. En su voz latía un chasquido de sorna.

En contraste con el edificio en donde vivía Celín la entrada tenía un aspecto recatado. Había un tapete de lana y butacas de imitación cuero con patas cromadas. El ascensor era estrecho, sin espejos. Con su propia llave, Erasmo nos hizo entrar a una sala amplia, en donde nadaban dos sofás forrados de blanco y una mesa de cristal, decoración de muchacha recién casada y pulcra, cada mueble y objeto en su lugar, un aroma a fresas azucaradas en el ambiente. Los cuadros, en juego con el blanco general, imponían el talento arbitrario de pintores de nuevo cuño. Desentonaban con un acuario, junto a una ventana, cuyo fondo era un delicado trabajo artesanal: arcos, castillos, puentes, donde las algas y los peces dorados danzaban sobre piedras del mismo tamaño.

—¿Quién puede ser? Esto está fuera de base —susurró Hugo.

En varias culturas se dice que los acuarios, a no ser que pertenezcan a un niño, traen mala suerte, y en ello pensaba al escuchar los gritos y el forcejeo que salía de la alcoba. Una voz lacrimosa chillaba:

—¡No me respetas, no me quieres, no tienes ni lástima de mí, no me das el sitio que merezco! Estoy harto de ser el bar de media noche y la mesa del desayuno. ¡Ni siquiera me tocas!

—Hora de la verdad. Me parece que estamos de sobra y a punto de ingresar en una trampa. Aquí pasa más de lo que pasa. Nos largamos... —Hugo Durán no estaba dispuesto a escuchar. Según recuerdo ahora, le dije:

—Tengo sueño y suficiente de sorpresas. Quiero dormir el resto del día. No me quedaría ni invitada al juicio final. Vamos, es mejor que arrepentirnos después.

La discusión se deslizaba de los reproches a los murmullos y risas contenidas. Al regresar a la sala Erasmo exclamó:

—Misión cumplida. Conseguí hacerla entrar en razón —estaba junto a la mesa de licores y alineaba las copas, al reiniciarse los gritos.

—¡No quiero, no se me da la puta gana, vete ahora mismo con tus invitados a otra parte!

Cuando la voz dijo “invitados” sentí un latigazo en la cintura, como si el período me llegara a chorros, súbito y a deshora. El tono tenía un dejo conocido. A mi mente acudió una imagen de historieta, aquel apartamento como un laboratorio cerrado, en donde peces y personas estaban a punto de ser sofocados, disecados, sometidos a un experimento en donde primaría la falta del elemento agua.

Erasmo regresó a la alcoba. Mientras nos dirigíamos al ascensor primero, y después corríamos hacia la portería, por el celular Hugo localizaba un taxi. Me sentí obligada a estallar:

—¿Qué? Quiero saber qué piensas.

—Erasmo Sales es un dañado, un hijo de perra. Todavía no entiendo cómo pudimos involucrarnos con semejante ficha. ¿No te parece que es hora de cambiar de jefe?

—Tampoco a mí me agradan las situaciones equívocas, pero necesito el trabajo y no estamos para jugar a la dignidad.

—No me gusta lo que sucede. Toda esta agitación esconde un fondo de peligro.

—Tampoco estoy para morirme de la risa.

Decidimos que me retiraría en julio, con el pretexto de las vacaciones escolares y la necesidad de permanecer en casa. Nuestra hija mayor se acercaba a una edad difícil y los niños necesitaban ayuda con los deberes y otros asuntos escolares. Tal perspectiva me tranquilizaría otorgándome unos meses de gracia. ¿En dónde, y a mi edad iba a conseguir empleo? Los avisos de prensa e internet solicitaban menores de veinticinco años y máximo de treinta, centrándose en vendedores, publicistas y expertos en sistemas. En verdad yo no tenía una profesión formal, mis conocimientos de secretariado necesitaban ser actualizados, no me sentía con ánimos para montar un café internet o repartir hojas de vida. La moda para obtener dinero rápido consistía en inscribirse y hacer méritos, ingresar en las competencias que dominan ciertas franjas en los canales de televisión. A los participantes se les somete a toda clase de pruebas, que van desde cantar y dormir al aire libre, cazar su alimento y comer animales repugnantes. No escapan a saltos y maromas mortales, con los ojos vendados, están obligados hasta a lavarse y jugar al amor ante una cámara, como si las masas fuesen un objetivo y el asedio para despojarlas de todo pudor e individualidad la meta a seguir. Jugar a tal idea me golpeaba el alma, templaba mis nervios.

El sentido del equilibrio calculado era una cualidad innata en Erasmo Sales. Otra vez me fue dado comprobar que no hacía nada a la ligera. Cuando el lunes siguiente lo llevé a primera hora a una reunión en la Alcaldía Mayor de Bogotá, me dictó un aviso para insertar en los clasificados de los diarios El Tiempo, El Espectador y El Nuevo Siglo y en páginas de internet dedicadas a la búsqueda de personal. Erasmo necesitaba una diseñadora y un dibujante, de manera temporal. Tenía la posibilidad de activar con los ministerios de Cultura y Ambiente un proyecto relacionado con la restauración del centro de la ciudad, el aprovechamiento de las lluvias, la aplicación de nuevas disposiciones gubernamentales que declaraban el sector colonial como joya de la capital y del país. Había llegado el momento justo de rescatar del tráfico vehicular a un amplio sector —de oriente a occidente, entre la calle primera y la avenida Jiménez—. Era preciso imponer las calles peatonales y las fuentes, recrear oasis, plantar jardines en donde la armonía y las paredes cubiertas de hierba se multiplicaran.

Por supuesto, Erasmo Sales sería el urbanista experto en paisajes encargado de la protección y transformación del entorno. Además de conservar cada árbol, alcantarilla, hidrante, losas de las calzadas y placas con el nombre de las calles, tenía que multiplicar la siembra de zonas verdes alrededor de las plazas de Bolívar y el Chorro de Quevedo, el Parque de los Periodistas, de cada iglesia y monumento. La reforma debía incluir iluminación, cafeterías al aire libre, estanques, calles peatonales, teatros, bibliotecas, y como en las reminiscencias de Babilonia, multiplicación de jardines colgantes. En todas las calles principales y callejuelas empedradas había suficientes balcones, ventanas enrejadas, cornisas, patios abiertos a la calle, buhardillas, saledizos, elementos que propiciarían un juego permanente a la imaginación y a los artistas destinados a transformar el área en un islote urbano de belleza y florecimiento inigualable.