8- EN NIDOS AJENOS
Emilia Sales creía que ni la personalidad ni la belleza de Dinah Lake poseían la fuerza y el atractivo para retener y controlar a Erasmo por mucho tiempo. Mientras tanto presentía los efectos disolventes, imaginaba una avalancha de consecuencias. Si bien su hijo rozaba a cada paso el linde de lo prohibido y a veces se permitía traspasarlo, nunca se le consideraba un transeúnte en las vidas ajenas. Les otorgaba color, sobresaltos, motivos de conversación. Desde niño atraía a los demás y los remecía, como si hubiese nacido con el don de transformar vidas y entornos con un chasquido de los dedos. Un sonido concreto que nunca escuché de aquellas manos que vería deformarse con rapidez.
De todo ello hablaba Emilia una y otra vez, mientras recorríamos las salas de un museo o de una galería, ella ciega a las obras de arte y a sus creadores. Tomándose los minutos correctos delante de cada pintura, instalación, escultura o fotografía. Así se me permitió asistir a la primera mañana de Maya y Erasmo, cuando aquella abogada belga detuvo un automóvil en el extremo de la calle y, sin apagar el motor, como si temiera que el matrimonio cancelara el trato, descendió con las llaves en la mano. De la cabina posterior salió una niña pálida y de ojeras ahumadas, con abrigo gris y sombrero rojo, quien aferrada a un conejo de peluche caminaría hacia la puerta de la casa en medio de la nieve. Como dije antes, vivían entonces en Färsta, un barrio rodeado por bosques de pinos, a las afueras de Estocolmo y en las cercanías de una estación elevada del metro.
Erasmo, quien desayunaba en la estancia que servía de sala y comedor, retiró su silla y corrió hacia la puerta. Ayudaría a Maya a quitarse el abrigo, el sombrero que soltaría una melena enredada, las botas y los guantes. Colgó todo en una percha sin decir palabra. La tomó de la mano y la llevó a su sitio en la mesa, cediéndole su plato de avena caliente y el trozo de pan negro untado de mantequilla. Emilia recordaba la expresión, la mirada de la chiquilla, el depósito amoroso en sus ojazos, la pasión que había comenzado a gestarse. Las bases en donde crecerían sentimientos que hubiese podido tronchar enseguida y que, sin embargo, había permitido surgir, crecer. Ella era culpable; ella. Le había dado albergue a la hija de un hombre que, según sospechaba, esparcía a su alrededor el terror y la muerte, amasaba fortunas y acumulaba crímenes, como otros personajes acumulan premios, cargos, distinciones. Había aceptado dinero ensangrentado, alimentado a su núcleo familiar con el dolor y el odio ajenos, cada tres años con un automóvil nuevo y vacaciones en Marbella o Cádiz, a la zaga del mar y del sol y la luz del Mediterráneo. Como si no supiera ni quisiera saber de dónde procedía Maya Barrera Acosta y por qué tenía que vivir camuflada en otra familia. Unas dos veces hasta se refirió al cuento de la María Mulata, ese pájaro ladrón al que le gustan los nidos ajenos.
Ahora la vida repetía la historia. Le pasaba cuenta de cobro, multiplicaba uno a uno sus errores. Erasmo exigía que tratara como hija a otra extraña, una doble de Maya, también de culo dorado y al aire. Igual que Maya la tal Dinah carecía de padres, verdaderos amigos y bulliciosas reuniones familiares. No y no, la nueva esposa no le proporcionaba a su muchacho un hogar estable. Al contrario, amenazaba con destruir el que tenían. ¿Qué sucedería si Dinah quedara embarazada? ¿A quién tenía que respaldar? La confusión y la indecisión abrumaban a Emilia, la anclaban en la inmovilidad, impidiéndole apoyar en forma incondicional a ninguna de las dos mujeres. Si bien la posibilidad de un niño que viviera cerca lo cambiaría todo, el afecto, los recuerdos y el pasado compartido la inclinaban hacia Maya. ¿Pero no sería maravilloso escuchar de nuevo la risa de un bebé?
Emilia veía y hablaba con sus nietos por celular y Skype, podía abrazarlos cuando viajaba a Estocolmo con Diego, quien cada año se sometía a la terapia de Sonja Cavallin. A medida que crecían, la distancia y el idioma los separaban cada vez más. Era imposible tenerlos de vacaciones en Colombia; el miedo al secuestro atemorizaba a Maya Barrera. Los niños eran educados en un internado suizo, sin tutores, su madre no quería correr el menor riesgo.
—Solo puedo esperar lo inesperado —decía Emilia.
Es curioso que no sospechara la existencia de Celín.
Cuando la relación con Dinah se cortó abruptamente, Emilia había cesado de hablar de los nietos y de lo inesperado. En cambio, los estados de ánimo de Erasmo oscilaban entre el frenesí y la apatía. Tuve que acudir en su ayuda, por fuera de mis obligaciones, encargarme de los detalles más tediosos de una mudanza: realizar un inventario de cada mueble y obra de arte, empacar libros, discos compactos y electrodomésticos. Cuidar que la cristalería, la pantalla gigante de televisión y los computadores llegasen intactos a un pequeño edificio que la familia Sales tenía cerca de la sede de la fundación, todavía a medio construir. Estaba situado a tres cuadras de la Plazoleta del Rosario y en la misma zona de la Alcaldía Menor, tras la fachada de una casona antigua de interior remodelado y convertida en seis apartamentos, la mitad en obra negra. Era parte de la herencia que Diego Sales había rescatado después de pleitear durante más de cinco años con unos inquilinos que ignoraban a quién pertenecía el inmueble y que se marcharon a otra casa, acondicionada y cedida por la corporación encargada de preservar el patrimonio cultural y los activos del barrio La Candelaria.
Estuve cuatro días en la tarea de repartir los muebles y objetos en el apartamento y establecer una especie de mapa que le permitiera a Erasmo saber en dónde, alacena, clóset, gaveta o estantería se guardaban la ropa, la loza, los víveres o los utensilios de limpieza. Después del garaje y del patio, cerca de la entrada, estaba la alcoba de servicio, la cocina, un depósito y una cava de vinos. Al fondo había un estudio con biblioteca, una sala, el comedor y otra cocina pequeña. El área social, las habitaciones en el segundo piso y en el tercero, en el piso cuarto otro estudio, en el quinto una mansarda y un mirador al nivel de los techos.
Durante el proceso de enfrentar problemas con fontaneros, pintores, cerrajeros, fumigadores y electricistas, yo estaría más cerca de Erasmo Sales que en otras ocasiones. De repente, al fijar su residencia en la zona céntrica, había realizado un movimiento de doble vía que lo alejaba de Dinah y le permitía comportarse como un hombre sociable y cotizado por las mujeres. Su nueva profesión, alardeaba, era la de soltero dueño de su tiempo.
Inmerso en una especie de furor creativo, comenzó a trabajar en la maqueta de restauración y transformación de una zona concreta, vista, tocada y caminada a diario, la misma que rodeaba su casa. Soñaba con inmensos jardines trazados sobre el esqueleto inicial de calles y plazas, calzadas que respetarían el encanto y la esencia del entorno. Jornada tras jornada, armado de trípodes, cámaras, videograbadoras, elaboraba diseños que le permitieran invertir el dinero en plantas nativas, mientras escogía esquinas y terrenos, trazaba canales de orillas florecidas por todo el sector. Para ello sería necesaria la colaboración de los mejores arquitectos del país y por supuesto de un grupo de botánicos y ambientalistas. Bogotá, insistía, era una ciudad capaz de respirar y beber su propia lluvia, de acopiar y limpiar sus ríos, distribuir el agua en fuentes, depósitos, estanques, acueductos sectorizados y de abastecer con ellos a todos los habitantes. La realización de dicho proyecto, al extenderse por barrios reglamentados y de invasión, conjuntos residenciales, comunas y municipios anexos mejoraría la vida de millones de personas y abarataría los servicios públicos.
Atrincherado en sus ideas y decidido a no dejar piedra sin remover, en menos de dos años supo capitalizar y acrecentar toda aquella iniciativa que debido a su empuje entusiasmaría a funcionarios de instituciones sin ánimo de lucro y entidades bancarias, empresas privadas y centros culturales. Bogotá tendría la oportunidad de ofrecer al mundo un sector turístico de amplias calles peatonales, frontones, balcones, muros cuajados de flores espléndidas, sin embargo, zona de universidades, bibliotecas y museos, anticuarios, restaurantes. En la noche sería tan atractivo como el centro de Cartagena, el nuevo Head Quarters de Nueva Orleans o el barrio gótico de Barcelona.
No tuve participación en la redacción, ni en el trámite, ni en la entrega de los documentos relacionados con el proceso destinado a declarar a La Candelaria como patrimonio de la humanidad, y a toda edificación del sector histórico un bien protegido e intocable, no susceptible de expropiación; pero sí unido al plan de restauración y recuperación. Los pormenores me son desconocidos. En ello intervinieron una serie de abogados, arquitectos, diseñadores, urbanistas, fotógrafos, políticos, restauradores, expertos del medio ambiente, y no sobra decir que leguleyos y oportunistas, amén de los parásitos que medran alrededor de los bienes culturales, tangibles e intangibles.
Los problemas ignorados adrede, no discutidos o inadvertidos durante las restauraciones y remodelaciones exteriores de numerosas viviendas del centro, fueron múltiples. Como se pretendía prohibir el tráfico automotor, desde la carrera séptima hasta los cerros y desde la avenida Jiménez hasta la carrera sexta, e instaurar la circulación de coches de caballos, las demandas afluían a las oficinas de la fundación. No procedían de los transportadores que recibirían cuantiosas indemnizaciones, sino de los artesanos y propietarios de pequeños negocios, zapaterías, encuadernadoras, tiendas, hoteles populares y peluquerías, ventas de empanadas, billares y cigarrerías, quienes de repente se sentían conminados a cambiar de negocios —o demoler sus locales— y mirar hacia un futuro gobernado por la sofisticación y el incremento del turismo internacional.
Erasmo Sales, que hasta entonces se había movido entre artistas, estudiosos, ambientalistas y gente que, fascinada con él y sus ideas no le demostraba recelo, comenzó a frecuentar cafeterías, cervecerías y restaurantes de menú diario, locales de telefonía e internet, bares y ventas de comida rápida, sitios favoritos de los estudiantes. Aún en el sector se le veía muy poco en los puntos bendecidos por la tradición o la moda. A ratos acudía al bar del Hotel de la Ópera, al Centro Cultural García Márquez y a las cafeterías del Museo del Oro y la Biblioteca Luis Ángel Arango. Supe mucho más tarde que los sábados solía llegar en un taxi a la plazoleta del Chorro de Quevedo, con una tableta o una tabla de dibujo, tomaba asiento afuera si brillaba el sol o se refugiaba en una terraza encristalada. Dibujaba, tomaba notas, invitaba a café a quienes se acercaban a saludarlo, charlaba, regresaba a su casa hacia el anochecer. Le bullían las ideas y quería compartirlas. Su afán de convencer era tal, que los vecinos lo confundían con un pastor dedicado a reclutar jóvenes para renovar el culto de una iglesia o un activista dedicado a crear un movimiento político.
La actividad no cesaba en una sala del primer piso de su edificio, habilitada como mi oficina y dominada por tres computadores, desde donde yo enviaba tuits, correos electrónicos, folletos, y contrataba estudiantes para que repartieran las hojas de los archivos del agua. No es que Erasmo Sales dudara de la viabilidad del proyecto, ni que subestimara la desesperación y el desconcierto de los tenderos y propietarios que ya se veían desalojados; pero no estaba dispuesto a desviarse ni por un instante de sus planes. Tenía prisa, dado que en la Alcaldía Mayor residían otros proyectos de reforma urbana. Con o sin su dirección, la Plaza de la Concordia, el Chorro de Quevedo y el eje ambiental estaban destinados a convertirse en una nueva zona rosa. Los antiguos edificios de la avenida Jiménez atestados de billares, cervecerías, oficinas y joyerías, locales de fotocopiado y comidas típicas, serían remplazados por boutiques, videosalas, sofisticados centros comerciales, gimnasios y canchas de tenis, restaurantes y bares con miradores, balcones y terrazas orientados a los cerros de Monserrate, Guadalupe y Cerro Azul.
Las más altas directivas de la fundación hablaban de transigir, ayudar a que los empresarios adaptaran el negocio a las bellezas naturales y por tanto a las conveniencias y bondades del cambio. Por lo pronto, anunciaron que se contentarían con financiar cuatro vías habilitadas para los coches de caballos, una calzada con tablados, escenarios y balcones en donde la música imperara en vivo. Lo mismo debía sonar la música clásica, el jazz, la salsa o el vallenato. El agua, no mencionada como bien primordial, apenas si tenía una funcionalidad moderada en planos y documentos.
Erasmo Sales era más fiel a sus metas que a sus mujeres. Decidió que presentaría batalla. Sus jardines y fuentes tenían que ganarles a la feria de los negociados, las concesiones e indemnizaciones. Sentía que la razón estaba del lado suyo y nada ni nadie iba a detenerlo. Lo que no pudo anticipar fue la paliza que le diera un grupo de muchachos del barrio, cuando entraba a su edificio un poco antes de la media noche. En la calle, su calle, nadie aceptaba haber visto movimientos sospechosos, ni se había movido a auxiliarle. Los ladrones saquearon el apartamento y se llevaron su camioneta.
Celín que me telefonearía a la madrugada, no cesaba de llorar cuando me abrió la puerta del edificio. Dijo que Erasmo tenía contusiones en todo el cuerpo, la nariz desviada y un brazo roto, sufriría un conato de infarto atribuido a la inmovilidad obligada y la deshidratación.
Erasmo había heredado, transformado las enfermedades de su padre, añadido a la tuberculosis y a la anemia fluctuante una arteriosclerosis acelerada. Situación que yo ignoraba entonces. Había que cancelar sus citas y compromisos de la próxima semana, con argumentos válidos; evitar que la noticia del asalto llegara a la fundación, a los noticieros y a los chismes de las redes sociales. Lo demás seria rutina, cumplida sin alardes ni preguntas. Era preciso doblar el servicio de seguridad en casa de sus padres, con el pretexto de un viaje intempestivo relacionado con sus asuntos personales. Yo debía hablar personalmente con Emilia y Diego Sales, restándole importancia a lo sucedido y evitar que Dinah se enterara. El mismo Diego se comunicaría con Maya.
Mientras se recuperaba en la clínica situada a las afueras de Bogotá, que contaba con especialistas en cirugía plástica, Celín y yo nos citamos en el apartamento de Erasmo para hacer un inventario y reponer los objetos robados. Con excepción de los licores, los electrodomésticos, un televisor y los computadores, ni los muebles ni las obras de arte fueron tocados. Los ladrones escribieron en todas las paredes de la sala, el comedor y en el zaguán, letreros con pintura roja, Ahogarse puede ser gratis, Agua pasó por aquí y coño que no la vi, e inclusive uno que imitaba un programa de televisión extranjero, Mientras sí estabas, seguido de unas cuantas obscenidades alusivas a los genitales y preferencias sexuales de varios desconocidos, James tira con Magda y Rita con Aníbal y Lucrecia.
Cuando dije que sería preciso cancelar el contrato con la agencia de seguridad que vigilaba la manzana, hacer la denuncia en la inspección de policía más cercana, Celín se opuso. Dijo que Erasmo se había descuidado, a su casa no se podía entrar sino con llaves especiales y después de abrir un portón de sólida madera era necesario seguir a otra puerta. Además de permitirse demasiadas confianzas con las galladas del sector, con seguridad se había llevado a la cama a más de una muchacha. Al decirlo, su voz no tenía esa seguridad cantarina que le había permitido alternar en ciertos ambientes y recibir en su apartamento con desparpajo de anfitriona despreocupada, generosa de sus afectos. Se veía flaca, desteñida, el cutis grasiento. Su delicada cabeza ostentaba un corte de última moda, la camisa, los jeans y los zapatos eran una suma de marcas famosas, quizá falsificadas. Transpiraba un aire de terror denso, un nerviosismo aureolado por la derrota anticipada, incrementado al escuchar la tonada de un celular, que se apresuró a buscar en el bolso. Dijo:
—No te preocupes, no me tardo. Voy para allá.
—¿Qué? ¿De qué se trata? ¿Qué le ha pasado en realidad a Erasmo? —pregunté, sin querer me atropellaba.
—Erasmo sigue recuperándose, así lo dicen las enfermeras. Me ha llamado por teléfono una de mis socias en la tienda de ropa, una buena amiga.
—¡Mis felicitaciones! ¿Desde cuándo haces negocios?
—Desde el año pasado en el papel. Inauguramos hace unas tres semanas, por los lados de la cuarta con trece. Desde que la carrera séptima es una vía peatonal el sector promete, por todos lados hay gente que camina y gasta. La tienda es de ropa fina pero usada. A veces salgo los domingos a vender en el mercado de las pulgas de la veinticuatro o en el Chorro de Quevedo
—No tenía idea.
—No hubo ni volantes, ni inauguración. Erasmo no quiso darme el dinero. Conmigo siente que ha quemado sus últimos cartuchos, que conste que estoy firme en el ca tre y no le resto los polvos.
—Está enfermo, tiene muchos gastos.
—Ahora que puedo ser independiente no le intereso. Me he convertido en una especie de pantalla cara y en su sentir el apartamento de la avenida Jiménez ya no tiene ningún atractivo. Las rumbas y los amores de pago no están de moda.
—Se cancelan tus cuentas —advertí.
—Habló la madama.
—Jamás le he conseguido una mujer. Me limito a cumplir funciones laborales. Tú figuras en el rubro de sus asuntos personales aunque la función no está especificada, no eres ni obligación ni diversión.
—Da lo mismo, apenas le intereso. Ahora soy el ama de casa barata, y me tengo que aguantar a una serie de muchachos tatuados, de camisetas que huelen a sol y a tenis hediondos y falta de baño, a chicas que se pintan los cabellos de colores oxidados y parecen chicos, todos con la botella de agua en los morrales, celular a la mano, el éxtasis y la salamandra al buche.
—Suena miedoso.
—Cada vez le gusta la gente más joven y más ambiciosa. No tardarán en arrestarlo por corrupción o violación de menores.
—Nadie te ataja. Te puedes ir cuando quieras.
—¿Para dónde? ¿Con quién?
—Te ha regalado un negocio o quizá una vida. A lo mejor no es que se haga el loco, sino que está loco. Eso sí, la tacañería no es parte de sus defectos.
—Yo me gané lo que tengo, a pulso y a salto de cama. No necesito presumir, ni hablarle de bosques ni de árboles como la Dinah Lake.
—Estuve en la esquina de la décima con diecinueve el día en que te vio por primera vez. Los tres nos conocimos esa mañana, en medio de una explosión. No me faltes al respeto.
Ella no parecía escucharme.
—Tengo que aprender primero a vivir sin él.
—Aprende y rápido. No creo que Erasmo Sales nos dure mucho. Se ha salvado por ahora ¿y qué pasará la próxima vez? Ese cuento del robo a secas yo no me lo creo. Dime qué sucedió.
Celín comenzó a llorar. Tuve que suplicar y sobornar, pero terminó por ceder y contarme primero lo que sabía, lo que creía adivinar y lo que Erasmo le había permitido intuir.