9- EL PUÑO A FONDO

Sumio Tamura, uno de los amigos íntimos de Erasmo, se encontraba en Bogotá y le había pedido una fiesta. No quería que se invitara a funcionarios del gobierno, ni ejecutivos de la fundación y menos esposas, quería gente sin títulos o cargos destacados, ante todo unas cuantas rubias. Erasmo aceptaría encantado. Escogió unas veinte parejas entre la muchachada del barrio y encargó a Celín de la organización, con énfasis en la música y las bebidas (me imagino que también la coca, el éxtasis y los pops). Estaba autorizada para salir del marco de las papas fritas y las salchichas, contratar tres camareros, un portero y dos ayudantes para llevar los automóviles a los estacionamientos cercanos o resolver los problemas que, con seguridad, se presentarían en la marcha.

Erasmo le dijo que había que meter el puño a fondo, aquella sería la última escapada y fiesta-fiesta de Tamura durante largo tiempo. Acababa de ser llamado a dirigir el área ambiental de una poderosa empresa multinacional, con sede en Alemania y ramificaciones en toda la Unión Europea. Su nombre figuraba entre una lista de personalidades que poderosos grupos, relacionados con la defensa de los derechos humanos y del medio ambiente, tenían en reserva entre los seguros candidatos a obtener elevadas distinciones como el premio de la Paz y ¿por qué no?, el mismo Nobel. De manera que en adelante su apellido, actividades, entrevistas, renombre social, brazo derecho y compañía biográfica le pertenecerían a la señora Tamura.

El japonés, dijo Celín, deliraba por Bogotá, a quien había bautizado la reina del agua. Decía que era una de las ciudades más vitales y estimulantes del mundo. Adoraba las hermosas calles del norte bordeadas de árboles, los aguaceros torrenciales y los crepúsculos desdibujados por la niebla. Nada le parecía más gratificante que caminar por las amplias aceras de la carrera quince y de la avenida diecinueve, después de la lluvia y con el rostro azotado por el aire helado. Le encantaba alimentar con maíz y migas de pan a las palomas que aleteaban en aceras y plazoletas.

—En Bogotá se escupe en la acera y enseguida crece un árbol —decía admirado.

Era un consentido en los restaurantes de la Zona Rosa, la Zona T y La Macarena. Le atraía el movimiento diario y farragoso del sector céntrico y su avenida peatonal, los cantantes y titiriteros, las parejas con sus niños, los vendedores de libros y películas y resortes para las sábanas y frutas y dulces típicos, fritangas, el colorido astroso y las bandas de ladronzuelos. A la vez le fascinaba (o aterraba) el tumulto y la bulla, el desorden que reinaba a diario y se intensificaba con música de grupos espontáneos los viernes en la noche y convertía a la carrera séptima en una especie de campo de los milagros invadido por los agresivos pregoneros que —la mayoría del tiempo— disputaban las aceras a los transeúntes, muchos de ellos distribuidores de drogas y de prostitutas. La suciedad, la proliferación de la basura, la algarabía en constante crecimiento, aunque las hordas no conseguían atemorizarlo del todo ni inmovilizarlo. Cuando ya estaba saturado de la séptima y de la diecinueve buscaba refugio en un café de esquina, un Juan Valdés, en donde solía sentarse a tomar un café espresso, a mirar el verdor de las montañas. Si era temprano tomaba un taxi a la estación del funicular y subía hasta el santuario de Monserrate para contemplar el parpadeo de las luces del anochecer y las barriadas y avenidas que se animaban con rutilante lentitud. Disfrutaba al máximo del silencio del amanecer extraviado en otras capitales. En cambio, le angustiaba la súbita presencia del esplendoroso verano, breve y quemante, así como la repentina aparición de otras multitudes opuestas a las bacanales humanas del viernes, sábado y domingo en la noche. Multitudes que vociferaban exigencias y reclamos durante las marchas y manifestaciones, también con ropas coloridas, que desdeñaban los tanques y piquetes de militares que, con sus escudos, uniformes de fatiga y trajes antidisturbios robocop, vigilaban hieráticos como incrustados en paredes, muros, vitrinas. A la espera de la provocación, de las voces de mando. Lo que lo aterraba en serio eran los drogadictos mugrientos, dormidos en quicios y en separadores, o rodeados de perros, con manos extendidas y agresivas peticiones de dinero. Temía y temía las amenazas del atraco, de la balacera, de las bombas, del robo con gases tóxicos y en particular el secuestro. No obstante, prefería a Bogotá por sobre otras capitales, la señalaba como la única urbe atestada en donde existía una senda abierta y a la vez secreta hacia la luz, en donde el polvo y las ventiscas y los chaparrones y el aire contaminado no podían derrotar el verde de los árboles ni el azul del cielo, ni el esplendor de las noches de luna. Como premio, solía caminar bajo la cinta arborizada del eje ambiental sin que nadie lo importunara.

Dada la importancia de su nuevo cargo, Sumio Tamura no se atrevía a efectuar una ronda de bares y restaurantes, ni siquiera por la Zona Rosa. No quería pasar cinco o seis años en uno de esos campos de concentración de quiénsabía-quiénes. Unos grupos guerrilleros hacían la paz, otros seguían en plan de guerra. Sumio Tamura quería tomar el riesgo por una sola noche, en la casa de Erasmo, decir Sayonara en materia de farra y rodearse de chicas con minifaldas y botas y bufandas, y ojalá ombligos destapados. Las quería rubias rubias. En fin, que antes de establecer los términos del acuerdo con la multinacional y firmar el contrato se daría un atracón de lúdica sexual.

Celín se lavó el cabello, estuvo de compras durante toda la mañana de supermercado en supermercado. Podía asegurar que hacia las cuatro de la tarde Erasmo estaba sobrio, y antes de las cinco no había consumido ni una cerveza. Hacia las seis, mientras ella ordenaba el apartamento, Erasmo dijo que Sumio Tamura le había hablado por teléfono, quería cambiar la fiesta a reunión formal, su mujer se había empeñado en acompañarlo. Esperaba que Erasmo se portara a la altura y le evitara un contratiempo. Tamura dijo que el cambio de programa se debía a un acontecimiento feliz, en el fondo estaba en luna de miel. Antes de viajar a Bogotá se había casado por lo civil, después lo haría en Yokohama ante las familias y amigos dilectos, con el ceremonial, los kimonos, oraciones y rituales exigidos por la tradición. Tarde, tarde, tarde, se burlaría Erasmo. Las invitaciones eran imposibles de cambiar, hasta ahí llegaría su amistad con Sumio Tamura. ¿Celín qué sugería? Ella dijo que lo correcto no era cancelar, ella se encargaría de la fiesta, que Erasmo invitara a la pareja a una cena a manteles y luego los llevara a una hora razonable al hotel.

—No tengo humor para complacer a nadie, que Tamura aguante el golpe. ¿Hay hielo suficiente? Eso es lo importante.

A la fiesta se presentaría muchísima más gente de la esperada, Celín no iba a permitir que una serie de aparecidos se tomaran el whisky, así que mandaría a comprar y a repartir vino de caja, aguardiente en vasitos, ron con Coca-Cola. También estuvo muy ocupada con los muchachos contratados para mantener limpios los baños y moderar a los bebedores. La rumba pintaba de lo mejor, Erasmo había invitado a todas las rubias que conocía, falsas o naturales. En forma confidencial retado y prometido —a cuatro de ellas— doscientos dólares en billetes nuevos a quien se llevara al japonés a la cama. Le parecía ideal un quinteto, pero los alcances del amigo y su compañía quizá no daban para tanto.

A Sumio Tamura, que participaba en un foro sobre los desastres causados a las fuentes de agua por la fumigación aérea de los cultivos ilícitos, le había sido imposible eludir otra invitación. Llegaría hacia media noche en compañía de su esposa, una muchacha muy joven de cutis transparente y ojos almendrados, sombrero de terciopelo rojo, que prácticamente desaparecía entre el paño azul ceniza de un abrigo de mangas anchas. El ambiente estaba en plena ebullición y la música a todo volumen cuando emergieron del zaguán y entraron en una sala en penumbra. De repente la oscuridad y un haz de luces ultravioletas invadieron el recinto, se escuchaban silbidos y aplausos, la voz dominante de Erasmo Sales amplificada por un micrófono.

—Bienvenidos al Edén.

Un reflector se deslizaría por sobre la ansiedad de los rostros y la curiosidad general. La luz tornó en forma atenuada y con halo lunar. Erasmo estaba en lo alto de la escalera completamente desnudo, con una máscara de la comedia sobre el rostro y una ametralladora terciada al hombro. La actitud y la arrogancia contribuían a la ilusión de un cuerpo perfecto. Los chicos redoblaron los aplausos, las risas, el griterío se elevó. Sumio Tamura soltó una carcajada, y de un salto se plantó en los primeros peldaños con una pose de judo o karate. Celín no sabía nada de tales técnicas, su información procedía de la televisión. Las luces se apagaron y encendieron, se apagaron y encendieron y apagaron. Resonó la voz de Erasmo que, escondido en la oscuridad, saludaba al invitado de honor e instaba a todos a divertirse a morir. Alguien gritó ahogándose en risotadas: “Nos salvamos de una balacera”. Los chicos pateaban, aplaudían, saltaban enloquecidos, movían sus dedos de prisa, filmaban con sus celulares, dispuestos a invadir las redes sociales.

—Todos nos sentíamos como en una película —dijo Celín.

Al iluminarse del todo la sala, Celín se dedicó a tranquilizar a Tamura que transpiraba, olía a colonia y sudor, se tomó dos aguardientes puros, uno tras otro. Intentaba llevar a su esposa hacia la salida cuando Erasmo Sales, vestido, se incorporó a la fiesta:

—A bailar, a bailar y a callar —se movía a sus anchas, daba un beso aquí y otro allá, controlaba el vocerío y los tonos de la euforia desatada.

—Buenas noches —dijo Sumio Tamura.

—Buenas noches, mi tigre —saludó Erasmo con voz tonante e impostada.

Como si la japonesa no se hallara presente hicieron esas bromas de hombres que se llaman papá, bacán y marica, mientras añaden insultos de tono sexual, abrazos a los golpes. Eso deducía Celín, por las palabras en español, también utilizaban inglés. En esas resonó un timbre, luego el aldabón retumbó con agresividad en la puerta de entrada. Era Dinah Lake a quien Celín nunca había visto en persona y que en los primeros momentos tomó por una rubia deslucida y de más. Vestía de negro cerrado, sacón largo, blusa de cuello alto, pantalones bombachos, zapatos planos. Sumio Tamura dijo que estaba mareado y empezó a marcar en el video celular, su conductor estaba aparcado en un garaje cercano. Luego se marchó llevándose a la esposa, impasible y frágil, quien calzaba botas de tacón altísimo, casi a rastras. Celín apenas tuvo tiempo de buscar su bolso y su abrigo: no valía quedarse a escuchar a la enfurecida Dinah maldecir y echar a todo el mundo. Erasmo los instaba a quedarse, a no escuchar a una loca, a una tarada que nadie había invitado.

—¿Qué decía la japonesa? ¿No estaba asustada?

—Nunca abrió la jeta, no se mostró escandalizada y nunca musitó. Ella y Erasmo no cambiaron ni una palabra ni se miraron, aunque se conocen bien, de eso estoy segura.

—¿Se veía celosa? ¿Asustada?

—Eso quisiera. La celosa y asustada soy yo, siento que me he equivocado lo mismo de vida que de hombre. Me metí con un monstruo que enloquece a todas las mujeres. ¿Qué tal que se me pegue la sarna?

—Ni te preocupes. Erasmo nunca ha trastornado a ninguna mujer, es que a él le gustan locas de nacimiento, como a muchos de nuestros hombres.

Celín, a quien yo nunca había visto contenta, estallaría en carcajadas y seguiría riéndose y riéndose durante unos minutos. Cuando se detuvo, estaba a punto de cambiar la risa por el llanto; pero hundió una mano en el escote, sus dedos temblorosos despellejados y con uñas acrílicas, un paquetito de pañuelos desechables al limpiarse los ojos con suavidad.

—No quiero gastar lágrimas en Erasmo Sales, ni estropear el maquillaje.

Celín había regresado a la mañana siguiente, para airear el apartamento, barrer y aspirar, arreglar el desorden que sabía monumental. Las fiestas de Erasmo terminaban en la mañana, a menudo después. Estuvo a su lado el resto del día cuidándole el sueño intermitente, la sed y los caprichos. Como los interrogatorios y explicaciones no formaban parte de la relación, a no ser que él los iniciara, no supo cómo había terminado la noche. Al borde de las cinco sonó el teléfono fijo, una voz masculina dijo que estaba listo su pedido, le enviarían la caja de vino. Erasmo supuso que debía ser un obsequio de Sumio Tamura, aplacado el enojo, si es que estaba enojado, tal vez con deseos de otra fiesta. No le daría el gusto ¡que se fuera al diablo! Celín se despidió hacia las seis.

Media hora después Erasmo sintió la llave de la puerta principal, que no tenía el pasador y creyó que Celín había regresado. Nunca pensó en ladrones ni siquiera cuando sintió pasos fuertes en las escaleras. Tres muchachos y una chica con pasamontañas, camisetas, jeans y tenis, entraron a la alcoba. Le metieron un trapo en la boca y lo golpearon una y otra vez sin decir palabra hasta que se cansaron de su pasividad o de la sangre. Al marcharse le amarraron las muñecas y los tobillos con cinta aislante, dejándolo sobre el piso y al lado de la cama.

Erasmo escuchaba una mezcla de música que pasaba de la salsa al rap, luego al vallenato y la champeta, los ruidos y las voces en la planta baja, los portazos. Sonaban celulares, de repente le llegaba el eco de una voz familiar, el sonido de una discusión, los ruidos de su camioneta al salir del edificio, portazos, inclusive el olor a comida y a hierba.

—¿La de la voz familiar eras tú? —me enfrenté a Celín.

—¿Cómo se te ocurre? No le haría nada semejante a Erasmo Sales. Yo lo destripo de una vez y sin que tenga alientos ni para gañir.

—Te creo. Pero ¿quién puede odiarlo tanto?

—Yo apuesto por la Dinah Lake. Me han dicho que su apellido quiere decir Lago, aunque a mí me suena a mierda. Maya Barrera tiene agallas, pero nunca se atrevería a tocarlo.

—¿Y después qué sucedió?

—Llegué a tiempo el lunes en la mañana, todavía me quedaba mucho por ordenar. El vigilante de turno me ayudaría a limpiarlo, estaba hecho un asco y con la nariz fracturada, pero respiraba. Mientras organizaba un maletín con pijamas, interiores, medicinas, camisas. Erasmo, que no había perdido el conocimiento, tenía el rostro convertido en una masa sanguinolenta, la oreja derecha desgarrada, varias costillas rotas. Tal era su capacidad de mantener el control que no permitió que se le cambiara de ropa, por miedo a nuevos traumas. Prefirió aspirar unas líneas de coca, antes que solicitar una ambulancia, mientras dictaba instrucciones.

—¿Desde cuándo Erasmo aspira coca y quién se la suministra? —le pregunte a Celín. Ella extendió brazos y manos sin responder.

—Lo metimos en un taxi y lo llevamos a la clínica de ese amigo suyo que sabe arreglar el cuero y los huesos, Roberto San Juan. Erasmo no quiere que nadie se entere, ni nadie lo visite. A la madre se le dijo que se había estrellado en la camioneta.

—Si no te cuidas, la próxima vez lo matan, seguro que la policía te cuelga el muerto —le dije.

No quise ser tan dura, ni recordarle a Celín de dónde venía, ni a dónde iría si llegaba a faltar Erasmo. Tenía mis propios problemas e interrogantes.

—¿El apartamento de la avenida Jiménez está a nombre tuyo?

—No lo sé. No lo sé ni tengo maldita idea —gimió—. No es mi apartamento, yo duermo en un cuarto, con derecho a llaves, cocina y baño. El resto se utiliza para fiestas.

Deseaba confortarla, decirle cuenta conmigo, estoy de tu parte, no tengas miedo, Erasmo Sales vivirá muchos años más. No lo hice, no me nacía ni se me daba la gana jugar a la bondad, me asediaba una tremenda angustia. En cambio, decidí escudarme en la eficiencia:

—Ayúdame a disponer su habitación. Es mejor tenerla lista, aunque nos esperan muchos días en la clínica.

—No lo creo. A Erasmo le gusta sorprender, se las arregla para dar la voltereta, hacer de Lázaro resucitado, apuesto a que regresa pronto.

—Tienes razón. No soportará que otros le digan qué hacer, así se encuentre cerca de la muerte. A este apartamento se lo ha comido el desorden y hay que limpiar. Todavía sigo sin saber qué ha pasado aquí, huele a diablos —irritada, me le enfrenté de nuevo.

—Erasmo atrae los problemas como un imán. En cierta manera se los busca, con eso de arreglar el mundo y luchar por agua gratis consigue enemigos a rodos. Me ha contado que era un niño perfecto, tocaba el piano y practicaba escalas antes del desayuno, hacía las camas y lavaba los platos en la mañana del domingo para que sus padres descansaran —la voz y expresión de Celín viajaban de la ternura a la desesperanza.

—Por lo visto, a nosotras nos tocó lidiar con el desbarajuste total.

—Muy pronto vamos a recoger los pedazos.

Ante lo dicho nos dedicamos a la limpieza, que iniciamos a partir de la alcoba principal, cada una por su lado. Como la escuchaba aguantar el llanto, sonarse, ir a la cocina, sugerí preparar café, que tomamos sentadas en una mesa del patio cubierta con un parasol color naranja. Fuera del apartamento, el resto del edificio-casa seguía en obra negra, ladrillos y sacos de cemento apilados por todo el corredor del primer patio. El olor a humedad era sofocante. Desde el jardín trasero, alrededor de una fuente todavía sin la mitad de los azulejos, en donde ya crecían plantas aromáticas, llegaba el zumbido de las abejas y otros insectos, otra clase de rumores. Bajo el aleteo y silbidos de los copetones sentía zarpas y mordeduras, el dominio de ratas y cucarachas. Afuera, desde las montañas, comenzaba a soplar el viento.

—Erasmo trabaja los domingos y días festivos en su jardín. Hay menta, hierbabuena, albahaca, manzanilla, reseda y toronjil. Las caléndulas comenzaron a florecer ¿Quieres llevar un poco?

Dije que sí. Al aceptar su obsequio le brindaba consuelo. Celín no temía por sí misma, sino por la suerte de Erasmo y esa vida tan frágil que se destruía a toda velocidad.

El caos que rodeaba a Erasmo Sales desde que vivía solo reinaba con fuerza y raíces. Ladrones o no ladrones, se necesitaba la mano de una mujer práctica. En la sala del segundo piso se acumulaban los papeles, las carpetas apiladas en mesas y sillones, cajas que contenían paquetes de semillas y atados de hierbas secas. Sobre las estanterías de la biblioteca había maquetas de cartulina bajo cúpulas de plástico que representaban distintos sectores de Bogotá. Numeradas de sur a norte, yo las había relacionado en el computador, cada una con sus posibilidades, la construcción de una serie de fuentes y pozos con llave, destinados a la distribución de agua gratis, calles peatonales y muros cubiertos de enredaderas, jardines, puentes, avenidas flanqueadas por saúcos o magnolios.

El primer piso estaba arreglado como una discoteca, con mesas, un bar, una rockola con luces psicodélicas y dos equipos de sonido. Contra las paredes se arrumaban periódicos y revistas. El único sitio con cierto aire convencional era el ático en donde había dos camas, dos sillas, otro bar y una nevera difícil de mover, el hueco del televisor de pantalla plana. Allí cambiamos sábanas y colchas, aspiramos cortinas, limpiamos cuadros y libros. Después salimos al supermercado. Sería necesario telefonear a un servicio de fumigación para expulsar los olores y las moscas, los regueros de licor, los recientes y los mal limpiados, desmanchar pisos y tapetes, retirar escombros apilados en los patios. También a un plomero para destapar una cañería, reemplazar un lavamanos roto y como sacado de cuajo del baño de emergencia.

—Hora de cenar —dije hacia la siete de la noche, después de un día de trabajo sin almuerzo.

—No tengo hambre, no.

—Hay que comer. Le he dicho a Hugo que iba a tardar.

—No quiero.

—O comes o comes, ya tienes suficiente de problemas con Erasmo en una clínica. La cuenta se suma a mis gastos de representación.

Fuimos a un restaurante a la vuelta del edificio, uno popular a donde ninguno de los asociados de Erasmo Sales entraría. Tuve el cuidado de alegar antojos y exagerar en el pedido. Aunque las manos de Celín mostraban la destreza, flacura y rapacidad de quien ha sobrevivido en las calles, tuvo el gesto de contenerse y usar esos guantes transparentes que se utilizan para comer, para no mancharse con la grasa de los muslos de pollo. Masticó los cartílagos y chupó los huesos, cada papa frita y borona. Como había supuesto, y ante mi escaso apetito, pidió que le empacaran las porciones intocadas que se llevó en una caja. Después de pagar, le entregaría una suma igual en billetes, que ella no pudo rechazar. Sentí que tiritaba. Cuando nos dirigíamos hacia la avenida Jiménez, ella a su apartamento y yo a tomar transporte, le pregunté:

—¿Qué crees que le pasa a Erasmo? —tenía miedo de otras opiniones, pero me interesaba conocer la suya.

—Le hace falta Maya Barrera, no soporta despertarse sin ella. Nunca le han interesado mujeres que no pueda cuidar. Ella es la eterna indefensa.

—¿Entonces qué pasa contigo?

—No lo sé, no lo sé. Me imagino que le gustan las cosas complicadas.

—Maya es una mujer tranquila. Una dama.

—De otra manera, es igual a él.

—No lo creo.

—Erasmo no sabe de remordimientos ni tampoco de renuncias. Menos de lástima, o de piedad. Ella tampoco.

—¿Qué me quieres decir?

—Que Erasmo Sales es capaz de acabar con todos nosotros si no consigue lo que quiere. Saltará por encima de él mismo, pero a Maya la dejará intacta.

—Puedes marcharte, hacer tu vida. Nadie te obliga a permanecer al lado suyo.

—No tengo a dónde ir. Mi gente no quiere saber de mí, para ellos soy una drogadicta que se ha metido a puta cara.

—Hay otras posibilidades, carreras intermedias.

—Soy la chica exótica de Erasmo Sales y no tengo otros atributos. Yo misma me hundí en la miseria. Me dejé enredar en el cuento de la droga. Mis padres se gastaron un platal pagándome un buen colegio, yo quería estudiar odontología.

—Por la forma de hablar, primero supuse que venías de la calle desde niña. Disculpa.

—Me eché a la vida desde los quince años. En la calle se habla, se tira y se come calle, o te mueres. Con Erasmo hay que estar también alerta, actuar siempre, evitar que se aburra.

—Consigue un verdadero trabajo, todavía estás muy joven —insistí.

—¿En qué? ¿Lavando platos y baños, o como criada o mesera? No, gracias. Con esa tienda de ropa usada voy a salir adelante.

—¿Y tus estudios?

—Erasmo me matriculó en un bachillerato nocturno primero y después en un curso de sistemas. En ninguno de los dos casos conseguí ni para el arranque. Al contrario, me echaron porque llegaba borracha o me dormía en clase. Era su culpa, al principio tuvimos una racha de rumba corrida. La pobre bestia de Erasmo se aburrió mucho durante toda su niñez y adolescencia. Quiso desquitarse al llegar aquí.

—¿Supongo que en el fondo no te interesa hacer esfuerzos, ni aprender nada de nada?

—Ni sé, cuando me toque se verá.

Al detenernos en la esquina de su edificio y esperar el paso del semáforo, me miró con ojos trémulos y despojados de luz.

—No siempre estuve sola, sin piso. Antes de llegar a Bogotá tenía una casa de verdad, cama tendida, platos y cubiertos en la mesa, mis amigos y mis padres me querían. Tuve tiempo de leer y estudiar, sacar buenas calificaciones en el colegio, aprender buenas maneras. Hasta que un compañero de curso me convenció y encandiló con la hierba y la coca. Tuve una vida sin memoria hasta que cumplí los veinte años, conocí a Erasmo y pare de contar.

Quise despedirme sin intentar otros consejos estúpidos. Quizá Celín no tenía remedio ni valía la pena insistir. Estaba derrotada desde mucho atrás, antes de encontrarse con Erasmo Sales y su transformación solo correspondía a una imitación de la vida y los milagros. Ella pareció leer en mi expresión.

—Nada me importaba hasta que Erasmo me pagó un baño público, me compró ropa en el almacén más cercano, se ocupó de mí. Estuve como muerta hasta entonces.

—¿Ahora qué?

—Nada. Quiero estar a su lado hasta el final.

—¿Por qué hasta el final? Erasmo Sales es un hombre joven. No seas melodramática.

—No es cuestión de años. Erasmo es más viejo que todos, ha vivido cada segundo y momento, está al tanto de cada paso y latido del corazón. Quiere ser el centro del universo hasta en sueños y por lo mismo se gasta a toda mecha. No descansará hasta quemarse y quemar a todos los que lo rodean.

—No a mí.

—Tienes hijos. Son como una barrera de protección, o quizá a Erasmo no le interesas. Eres demasiado saludable y educada, nunca te despeinas ni se te descascaran las uñas. Tu esposo es un hombre bien plantado, pero en exceso respetable. Ustedes parecen hermanos.

—Gracias por lo que me toca.

—No quiero ofender, pero a Erasmo le gustan las mujeres más bellas, intensas o llamativas. A ti nadie te puede volver loca.

No cambiamos con exactitud palabras tan elaboradas, pero el contenido es igual. Celín no cuidaba su vocabulario conmigo, utilizaba esa jerga que salpica palabras como paila, coño, hueva, tenga, chupe. Ahora yo tengo espacio mental para recrear mis relaciones con los afectos y las emociones, la pasión, los temores y trampas del recuerdo. Se me facilita espantar la tristeza en lugar de cultivar rencores, contarme a mí misma los sucesos de un pasado que nunca imaginé me afectaría tanto en el futuro. Sus palabras y gestos en ese anochecer nunca se han borrado de mi mente.

En la clínica, Erasmo estuvo de acuerdo con Celín, se opuso en forma terminante a entablar una denuncia en la comisaría del barrio. No deseaba involucrarse en ningún delito, menos en plan de víctima. Estaba como atrapado en una cama mecánica extensible, su brazo izquierdo conectado con un catéter al dispensador de suero, la cabeza vendada y con las cánulas de oxígeno hundidas en los orificios de la nariz mutilada. Aún puedo sentir que escucho el cosquilleo de su voz, la cadencia que todavía no había comenzado a perder fuerza: el movimiento de los labios y párpados amoratados mientras luchaba con el sueño inducido por los calmantes, la lumbre y el maravilloso efecto de sus ojos acerados al mirarme.

El portero del edificio y el vigilante de la cuadra, instruidos por Celín, le restaron importancia al robo. Se les dijo que sería una imprudencia denunciar, Erasmo era miembro activo de una fundación internacional y no podía permitir que sus asuntos personales afectaran el buen nombre de la misma. Los crímenes diarios, los asaltos a casas y apartamentos en Bogotá eran asunto de la rutina y la inseguridad: para interesar y mover a la policía se necesitaría un asesinato, Erasmo ni siquiera tenía un inventario o folletos de sus electrodomésticos. En cuanto a la información de los computadores, casi todas las noches Erasmo copiaba la información en una USB o un disco que guardaba en su caja fuerte. Lo que más parecía dolerle era el saqueo de la cava de licores y la desaparición de su camioneta, como si su cuerpo no le interesara. Ser hospitalizado, cuando se es un enfermo desde niño, no tenía nada de especial.

—¿Qué quieres? ¿Que me mezcle con la policía? Es lo único que esperan en la fundación para darme la patada en el culo. Alguien quiso gastarme una broma pesada, es la clase de idea feliz que se le puede ocurrir a Celín, a la estúpida de Dinah.

—Tú eres miembro con voz y voto.

—No interesa. Hay un tipo de gente experta en obtener cargos, una raza especial de parásitos bien vestidos que aprendieron a medrar en varios idiomas, tienen excelentes contactos en altas esferas y saben ofrecer recepciones elegantes con el dinero destinado a causas humanitarias. Son especialistas en capitalizar el trabajo de los demás, desechar a quienes han rendido lo suficiente y en los momentos indicados, evitar que les hagan sombra. Yo estoy en la mira.

—No seas exagerado.

—Conozco a mi gente. Hoy por hoy el agua es el mayor centro de poder. Sin agua no hay vida ni leche ni gaseosas. No es un tópico de película de ciencia o ficción, sino una realidad diaria. El mundo ya no admite más habitantes depredadores, sino que necesita convivientes respetuosos del medio ambiente. Los parásitos ya detectaron que la fundación hace un trabajo útil a ese respecto y comienzan a tomarla por asalto.

—¿Piensas ensayar un sermón?

—Eres un auditorio cautivo, ¿cómo voy a desperdiciar la ocasión? A mi manera soy un político en ciernes.

Erasmo encontraba la forma de apostar por el camino de la risa. Yo tenía una buena noticia: la camioneta estaba en un estacionamiento del barrio, le faltaban el televisor, la radio y las llantas, pero tenía intactos el motor y la batería.