12- A CAMBIO DEL PLACER

Erasmo recibió impávido el resultado de los exámenes de laboratorio, los discutió con Alcides Noriega y aceptó sus medicamentos e indicaciones, sin comunicarme los resultados. Me dijo, sin embargo, que solo existía un sitio en donde le sería dado estar al margen del trabajo, la rumba y las tentaciones. Todavía Maya Barrera era su esposa, tenían dos hijos, intereses afectivos y económicos, propiedades en común. Ella tenía la obligación de aceptarlo en su casa. Así que había decidido radicarse unos meses en Lidgatu, el pueblo en donde él y Maya disfrutaron de muchos fines de semana, los juegos en la nieve y las horas tendidos junto al fuego: el amor compartido desde niños, la fiesta de Santa Lucía y las Navidades, los merengues en leche, la crianza de sus perros, la decisión de regresar a Colombia, ese extraño país al cual pertenecían según los pasaportes y que durante años los tuvo olvidados.

Erasmo, incapaz de hacer el viaje a solas y para evitar suspicacias o comentarios relacionados con su salud, rastreó por internet todas las posibilidades y se les ingenió para ubicar y obtener tres invitaciones a Estocolmo en donde se efectuaba una conferencia relacionada con las guerras del agua, que ya no eran vaticinios sino que se perfilaban como realidades. Kumoi Akashi, secretaria general del evento, era amiga suya desde la universidad, se encargaría de facilitar todo el papeleo. Hugo Durán, que obtuvo una licencia en su trabajo, y yo lo acompañaríamos como integrantes de su equipo personal, la secretaria y el asistente, no esposa y marido. En el asunto no intervinieron los miembros de la fundación. Erasmo Sales era por sí mismo una antena en los ámbitos e instituciones en donde se trabaja la protección del medio ambiente, la lucha contra el calentamiento global y el exceso de basura tecnológica. Según sus teorías, dicha labor acabará por unificarse, convertirse en el único y real centro de poder, que terminará por competir y disputarle el sitial a la política. Si para cambiar las metas de los gobiernos u oponerse a ellos, no lo decía.

El viaje sería largo, tedioso y sin ningún interés, excepto las requisas y actitudes suspicaces de las autoridades aeroportuarias y los funcionarios de aduana ante la nacionalidad colombiana. A cambio de nuestra compañía, finalizado el evento (similar a otros eventos en el cóctel de inauguración: los personajes, discusiones, el vocerío, los chistes a costa ajena y los licores a rodos) teníamos la oportunidad de independizarnos y realizar nuestra primera excursión por Europa. Tal era el trato. No encontramos motivos válidos para que Hugo se negara a acompañar a Erasmo hasta Lidgatu, que en automóvil dista unas cuatro horas de Estocolmo. Mientras tanto yo permanecía en cama para cortar un incipiente resfriado y disfrutar de un alojamiento cómodo, dado que en adelante sería necesario vigilar cada uno de nuestros euros. Afiebrada y a solas, destetada de los dos hombres que dominaban mis pensamientos y acciones, en una habitación de hotel similar a otras habitaciones de hotel, pero con calefacción excesiva y edredón de plumas, ni siquiera asimilé los pensamientos que ahora la distancia y la muerte de Erasmo me permiten expresar.

Dado que el don de la narración oral no es una de las virtudes de Hugo Durán, apenas si obtuve una descripción escueta de los sucesos que se iniciaron con el alquiler de un automóvil y compras en un mercado cercano al Mornington Stockolhom, en donde nos alojábamos. Un lugar ruidoso y de extremo colorido, en donde Erasmo adquirió un kilo de tomates, ajos, dos cebollas, limones, aceitunas, merengues, una porción de queso azul y otra de caviar gris, salmón ahumado y arenques, pan negro, mientras los tenderos, con mandiles y acostumbrados a regatear como los nuestros, evaluaban las posibilidades económicas y se frenaban cuando Erasmo hablaba en esos extraños sonidos que componen el idioma sueco.

Era a mediados de marzo, el invierno había cedido un tanto en Estocolmo. No en Lidgatu, un lugar de grandes edificaciones apartadas y con patios vallados, que se asoma a un hermoso río. La nieve que todavía invadía los flancos de la carretera y un bosque de altos pinos, azulaba el aire brumoso e iluminado por la potente luz de unos faroles, aunque en realidad era un medio día. Erasmo Sales detuvo primero el automóvil a la entrada de un camino, lo más cerca de una casa de madera situada sobre sólidos tocones, el techo, las puertas y marcos de las ventanas pintadas de azul añil. Ni a él ni a Hugo se les había ocurrido conseguir botas para la nieve, y no parecía prudente aventurarse por el sendero. Erasmo decidió sobrepasar la valla que rodeaba la propiedad y condujo hasta el frente del jardín, que lo acogiera en vacaciones de infancia, la hierba marchita y estrujada de salpicaduras de hielo. Cuatro petirrojos jugaban sobre el buzón de correos en donde alguien había apoyado una bicicleta. Las luces en el interior relucían. Se veían siluetas tras las cortinas. De pronto la puerta se abrió y dos perros dálmatas corrieron desaforados, a saltos y ladridos. Maya salió con una gruesa chaqueta y gorro de lana embonado hasta las cejas, seguida por un hombre alto y delgado, también de gorro y chaleco de piel. Al acercarse al automóvil se tomaron de la mano. Maya habló con voz alta, firme y clara, inclinándose hacia la ventanilla del conductor, como quien se dirige a niños pequeños:

—Desde anoche te estoy esperando. Te sentí.

—Aquí estoy —dijo Erasmo.

—¿Quién es este?

—Erasmo querido, this is my husband, Uwe Gustavson. Uwe, dear, this is my ex-husband Erasmo Sales, now a very good friend. And this is Hugo Durán, my very good friend. Uwe no habla español —explicaría enseguida.

—Dou you like a cup of coffee? —preguntó el hombre, un tanto más joven que Maya y con un rostro atezado por el frío. —Come to my home.

—No thanks, we are leaving now.

Maya insistió. Ellos aceptaron un café fuerte con galletas, pan negro y mantequilla, en una cocina de muebles toscos y con amplios ventanales que miraban hacia un cielo grisáceo pespunteado de nubes deshilachadas. Erasmo hubiese querido llevar a Hugo hasta el río, pero el caudal estaba medio congelado. A no ser por el bosque con su fuerte aroma a resina y la carretera despejada, nada entre la áspera blancura hubiese tenido ubicación. Después, se despidieron en medio de los gruñidos de los perros y retornaron a Estocolmo sin hablar ni detenerse en ninguna parte, con excepción de una bomba de gasolina. Ni en la casa ni durante el trayecto Erasmo mencionaría a sus hijos.

Esa noche Erasmo lloró sin contenerse mientras los tres comíamos salmón, queso azul, caviar con pan negro, y tomábamos vino rojo caliente, sin quejarse ni decir palabra. No olvido el olor a pescado y salmuera ni el papel encerado tendido sobre una toalla grande en la mitad de la cama. El mundo estaba derrumbándose a su alrededor, pero Erasmo no estaba dispuesto a desperdiciar nada que lo hiciera menos ingrato. Al desayuno se chuparía hasta la última gota del jugo de los limones y masticaría las cáscaras, había guardado las cebollas y los ajos en una mochila. Horas más tarde en el autobús del hotel, cuando nos dirigíamos al aeropuerto Arlanda, me atreví a forzar las explicaciones que Hugo nunca se atrevería a pedir:

—Creí que Maya Barrera era tu esposa.

—Es mi esposa. Durante dos o tres años le envié seguido la propuesta y los papeles del divorcio y siempre me los devolvía. Cuando por fin ella quiso firmarlos, me negué a complacerla. Seguimos unidos, unidos vamos a seguir, hasta que yo me muera o ella se muera.

—Entiendo que te casaste con Dinah Lake.

—Solo cumplí un papel, participé con ella y sus amigos en una ceremonia extravagante. Cambiamos alianzas en una terraza que miraba al mar, jugamos al sexo bajo la luna llena. Le compré un apartamento e invertí dinero en sus joyerías. Ahora las mujeres no te dan sexo gratuito… hay unas que ni siquiera saben de amor y tampoco disfrutan, el cortejo se volvió acoso.

—Espera un hijo tuyo y tú necesitas compañía.

—No la quiero cerca, no después de lo que me hizo.

—No te ha hecho nada, no te consta. Esa pobre muchacha es más una víctima que una agresora.

—¡Víctima su abuela! Dinah abusó de mi generosidad y de la relación, utilizó mis llaves para asaltarme. No puedo, ni quiero probarlo, pero a ella le debo una de las situaciones más humillantes de mi vida.

Erasmo alzaba la voz hasta la proximidad del grito, se esforzaba al hacerlo, perdía el ímpetu hacia la mitad de la frase. Su rostro sin afeitar, castigado por la banda adhesiva sobre la nariz, se veía aplastado por un sombrero rojo punzó de ala gacha y una bufanda del mismo tono. Del lóbulo de la oreja intacta, enrojecida, colgaba un arete con el dije de la gota de agua. El abrigo de paño gris hierro que olía a menta y tabaco, demasiado usado, me hizo recordar esas historias en las que alguien es embutido en cemento antes de ser lanzado al mar o a las profundidades de un acantilado. Como la gente miraba al extranjero llamativo y curioseaba alrededor, no insistí en el tema. Pensé que nunca le había visto las botas, nuevas, de cuero negro. Tampoco era el momento de forzar las explicaciones. Celín, en su versión del asalto y saqueo al apartamento de Erasmo, me había dicho:

—Como dicen en la cana y las comisarías, ese fue un trabajo interno. Erasmo tiene que dar gracias a Dios de estar vivo y que a la puta de la Dinah Lake no se le fuera la mano.

Al momento de pisar el aeropuerto vimos a Kumoi Akashi, la secretaria del evento al que asistimos y quien estuvo demasiado ocupada para atender y fijar la atención en nosotros, simples asistentes. Alta y delgada, de cutis transparente, se movía con aire leve y a la vez radiante, era como una flor de hielo que flotara entre burbujas y no tuviera miedo a quebrarse. Vestía un sastre pantalón azul turquí y abrigo de piel color gris, llevaba un sombrero igual al de Erasmo. Se acercó a besarlo, y nos saludó como a antiguos conocidos:

—My dear girlfriend —la presentaría Erasmo.

—Soy Kumoi Akashi, la novia de Erasmo —dijo ella en español y de forma lenta y cuidadosa, que sonaba a frase aprendida.

—Conocí a Kumoi en la universidad, es la hija de mi profesor de física. Por casualidad, nos tropezamos de nuevo en Bogotá y seguimos comunicándonos por internet. Era la esposa de Sumio Tamura —dijo, como restándole importancia al hecho.

—Mucho gusto, mucho gusto —ella inclinó en forma leve la cabeza, mientras Erasmo la tomaba del brazo:

—Necesito un bar, todos invitados.

Nos sentamos en una mesa esquinera y redonda, que dominaba el espacio sofocado por la calefacción y unos muros vidriados en donde se anunciaban los menús plastificados a todo color, que además de hamburguesas y pizza ofrecían salmón ahumado, albóndigas con papas, carnes frías. Al lado se apretujaba una familia rodeada de maletines. Ella, de piel manchada, con pañuelo anudado al cuello y un ropón de tela basta y oscura que la cubría del cuello a los empeines, el marido de jeans, botas altas y chaqueta de vaquero: bebían un café sorbo a sorbo de la misma taza y sus tres niños compartían un paquete de papas fritas. Alrededor de la barra los integrantes de un grupo de ballet hablaban a voces, las muchachas de faldas cortas y abrigos largos, ellos tan delgados como ellas, dedicados a atajar estornudos y utilizar pañuelos desechables. Flotaba un olor a cosméticos, embutidos, lana mojada, medias sucias.

—Bienvenidos al Edén —Erasmo hizo una inclinación de cabeza a la familia árabe o turca. En respuesta, el mayor de los niños hizo una señal obscena.

—Bienvenidos —dijo un camarero español de figura espléndida y que coqueteaba con las chicas del ballet, sin embargo atento al pedido.

Hugo me dijo que tenía noticias por cuenta de sus amistades de Facebook, Erasmo Sales jamás volvería a ocupar un cargo en la fundación. El íntimo amigo Sumio Tamura había intrigado e insistido en que se le expulsara, declarándole persona no grata. ¿Cómo y cuándo le había quitado la mujer? ¿O Kumoi Akashi se había casado con Tamura, para acercarse a Erasmo? Todavía son preguntas sin verdaderas respuestas, y tal vez sigan así.

Mientras tomábamos una copa de ouzo, del mismo sabor que el Aguardiente Cristal, Erasmo dijo que había decidido efectuar el viaje de regreso a Bogotá con una escala en Madrid e invitado a Kumoi a acompañarlo. Quería darle un vistazo a la plaza Colón, a los jardines de El Retiro y recorrer Malasaña, ese barrio a donde se escapaban con Maya a tomar cerveza y pagaban un hostal para amarse a la carrera antes de que Emilia y Diego entraran en pánico y comenzaran a buscarlos. También quería escoger regalos y semillas de flores en el Corte Inglés, bulbos de tulipanes. Todo el dolor y desconcierto sufrido no lograban apartarlo de su meta. No viajábamos con él, habíamos ido a acompañarlo, así que no tuve oportunidad de prevenir, suplicarle que en Madrid evitara presentarse en la sede de la fundación. La presencia de Kumoi Akashi me lo impediría. Él mismo le había dado nombre, principios, reglamentos, obligaciones; pertenecía a lo más hermoso de sus afectos, la amaba más que a cualquiera de sus mujeres. Me alegro de no haberlo hecho. Erasmo, a quien sus socios y antiguos amigos rechazaban, captaba la adoración absoluta de Kumoi. Ella, atenta a sus palabras, se despidió sonriente; como si nos arrebatara la copa del Santo Grial y la llevara consigo al mismo centro de la dicha.

Hugo Durán y yo nos convertimos de inmediato en turistas. Nuestras actividades planeadas de antemano con la asesoría de una de mis cuñadas que trabaja en una agencia de viajes, se iniciaban con un paseo por Estocolmo, la isla Djurgarden y el Hagaparken, seguían por el palacio real, y las calles comerciales, luego realizaríamos un recorrido por varias islas. En un puerto del Báltico nos embarcamos durante la noche en un buque imponente. Cenamos mariscos, entre los grupos de ruidosos bebedores que ocupaban el comedor, y fuertes olores a tabaco, lana, paño húmedo, sudores, licor. Al llegar a la frontera con Francia seguiríamos en tren hacia otras ciudades. Las incidencias de nuestras vacaciones en Europa sin la tiranía de niños o de jefes, las más bellas de mi vida (y espero que igual le suceda a Hugo) no pertenecen a la historia de Erasmo Sales.

Quince días más tarde, durante el vuelo de regreso a Colombia, que abordamos en Madrid por la aerolínea Avianca, Hugo Durán y yo soportamos por turnos y durante las primeras dos horas, la resaca de Erasmo. Como había tomado suficiente jerez, cañas, vino y ouzo como para inundar una cava, agarró tal dolor de cabeza que al apretar los dientes se le astillaron dos muelas traseras. En su equipaje escondía bulbos de tulipanes, que ningún aduanero pudo detectar, disimulados en una elegante caja de chocolates. Dormiría el resto del viaje. Con respecto a Maya Barrera o Kumoi Akashi no diría una sola palabra.

En Bogotá lo llevamos a la casa de sus padres. Allí estuvo unos quince días cuidándose, el mayor tiempo en la cama, aunque acudiría a dos citas con el odontólogo. Sin embargo, para atender las indicaciones de su médico personal, Roberto San Juan y del bioenergético Alcides Noriega, con la esperanza de acelerar la recuperación, se dedicaría a acumular folletos y a buscar informaciones por internet acerca de sitios vacacionales y playas retiradas, hasta escoger un albergue cercano a Medellín y administrado por una pareja que criaba caballos de paso y cultivaba las más bellas orquídeas de la región. Estaba dispuesto a permanecer allí unos dos o tres meses, lo que alcanzara a soportar. Aunque Erasmo Sales se jactaba de sus gustos sencillos y alardeaba del amor por la tierra, la lluvia, las flores, relacionaba todo aquello con el asfalto, los paisajes urbanos y el disfrute visual que nada tenían en común con los campos, las siembras, el trabajo rudo, el estiércol. Tanto el sol como el aire libre constituían elementos disfrutados al ritmo de elaboradas jornadas de trabajo que al final concluían en un bar o un apartamento.

No era sencillo imaginar a Erasmo recluido en un sitio casi monacal que, además, distaba unos cuarenta y cinco minutos del pueblo más cercano, y unas dos horas de Medellín. Lo dominaba la inquietud, el desasosiego, pero no quería estar en manos de enfermeras, tampoco solicitar la compañía de Maya o de Dinah Lake. Así que a última hora Hugo y yo decidimos viajar con él y ayudarle a instalarse. Le debíamos un maravilloso paseo por Europa.

En el fondo era como una despedida. Queríamos estar con él, agradecerle las oportunidades, en cierta forma la excelente educación de nuestros hijos. La mayor cursaba su primer año de ciencias sociales en la Universidad de Iowa City, e insistía en que iniciáramos el papeleo para salir del país que, sumergido en procesos de paz u hostigado por focos de violencia, consideraba de alto riesgo, expresión copiada de los gringos. Durante años habíamos ahorrado para comprar una casa; Hugo la quería en Miami y Cape Coral, con el deseo de tener un jardín y una fuente para dedicarse al cultivo de las rosas, y yo, en Iowa City. En Iowa nos conocimos durante nuestra adolescencia, ambos en una jornada de intercambio estudiantil. Una época de alegría y satisfacciones, cuando nos enamoramos primero de la literatura, al asistir a la lectura de poetas de todo el mundo en el auditorio Van Allen y a donde acudimos la primera vez para escuchar a un grupo de colombianos. Recuerdo los tonos, las voces, a un cantante alto y moreno que desafiaba a todos con su guitarra, hasta la sensación del intenso frío a la salida, y cómo Hugo Durán discutía y se apasionaba. Entonces nos importaba más la poesía que los personajes. En la añoranza creímos haber escuchado a Manuel Mejía, a Darío Ruiz, a Juan Manuel Roca y a Giovanni Quessep, tal vez a Santiago Mutis, después nunca supimos a quiénes. Nos tomamos de la mano en camino a la pizzería más cercana, en donde nos sumergimos en la maravilla y las membranas de la seducción, al mirarnos a los ojos y amarnos por primera vez, mientras lamíamos con besos la melodía y la letra de una canción, que nunca volvimos a escuchar:

Se acabó el vino,
Cesó la música
También el baile
Murió la noche
No quedó nadie

Apoyados en el dinero ahorrado primero, invertido después con aceptable rentabilidad, nos sentíamos en la obligación de agradecer a Erasmo Sales toda su generosidad. Si sus motivos para favorecernos descansaban en el egoísmo o la propia complacencia, carecía de importancia. Le debíamos nuestra seguridad y un capital para afrontar los gastos del viaje a Estados Unidos. No sería una vida tan amable como nos habíamos prometido. Nos esperaban años difíciles, trabajo arduo sin servicio doméstico, pero estaríamos tranquilos. Lejos de un país en conflicto permanente y de una guerra que, al ritmo del desplazamiento forzado, las muertes selectivas y las masacres, y pese a los acuerdos de las facciones en lucha y los intentos de lograr una paz duradera, se acercaba más y más a las ciudades.