16- TODA LA MELANCOLÍA
Después de mi encuentro con Celín tuve unos días de tranquilidad en compañía de mi familia, dedicados a empacar y a organizar el traslado definitivo a los Estados Unidos. Referirme a la mudanza no tiene sentido, diré que Hugo nos esperaba en Iowa y en una casa amplia en Dubuque Street, en donde se efectuaban reparaciones. En la pequeña ciudad nuestros hijos terminarían sus estudios, a mí me sería posible iniciar una carrera universitaria apoyada en la tentación de la literatura.
Tanta tranquilidad hogareña sería destruida un sábado en la mañana con el sonido melodioso de mi teléfono celular. Erasmo, lo supe enseguida, se trataba de Erasmo. Me dije ¿y por qué tengo que complicarme el fin de semana?, pero respondí a la llamada. Era el vigilante de la cuadra. Esa mañana advirtió que el patrón no había reclamado los periódicos, ni salido a tomar café. Supuso que lo correcto era utilizar las llaves que Erasmo le había entregado por si se presentaba una emergencia. No era un hombre que se detuviera a examinar los detalles o se hiciera preguntas. Después de revisar todas las habitaciones, sala y cocina, terminó por encontrarlo en el estudio del ático, sin conocimiento. La situación era delicada, él no sabía qué hacer.
—¿Está vivo…?
—Respira con dificultad. No me atreví a llamar al médico, de pronto el patrón está borrado de coca.
Informé de la situación a Emilia Sales y, según sus instrucciones, la esperé a la entrada del edificio. Llegó aferrada al brazo del marido, visiblemente consumida por el dolor y como si Diego Sales creciera en su enfermedad, acopiara vitalidad para cuidar a su esposa. Ni siquiera intercambiamos abrazos o saludos. Entramos al edificio y al zaguán, Emilia y yo subimos con rapidez las escaleras, mientras Diego lo hacía ayudado por su bastón, peldaño a peldaño.
Erasmo estaba en su ático tendido en el sofá, totalmente vestido. Había sufrido una fuerte hemorragia nasal. El cabello apelmazado de sudor le tapaba la mitad del rostro y la sangre de un rojo intenso, coagulada sobre los labios y la mandíbula simulaba la máscara de un cíclope. Tenía las piernas encogidas, la mano derecha aferrada al cuello y la izquierda pegada a los labios como si resistiera la tentación de chupar el dedo pulgar. Sobre el tapete había una botella de ron iniciada, un vaso, el bastón con mango de plata ladeado contra una pared. Me tranquilizó la suavidad y casi beatitud del rostro desfigurado, una agonía sin angustia ni desesperación. Como si la cercanía de la muerte le deparara la visión de la mujer de los vestidos flotantes, que le sonreía desde la pared en un dibujo en blanco y negro. Contra una ventana, en macetas de loza, alrededor de la fotografía de Maya y unos zapatitos de niño, florecían tulipanes, orquídeas amarillas, geranios de un rojo aterciopelado, pensamientos. Erasmo todavía respiraba, no era necesario llamar a la policía sino a una ambulancia.
Acompañé a Diego y a Emilia a la Clínica de La Foresta. Estuve con ellos esa noche en una sala anexa a la unidad de cuidados intensivos, y permanecería con ellos durante los días siguientes, los médicos y nosotros a la espera del colapso. Pero Erasmo Sales había decidido dar la pelea, de pronto, comenzaba a balbucear, daba apretones de mano, pedía de comer a señas, a veces musitaba: “Maya, Maya”. Gastaba el aliento.
Erasmo había recobrado del todo la lucidez cuando le prometieron darle de alta en una semana. Además de expresar curiosidad, la luz en sus ojos sonreía. Cuando Emilia y Diego preguntaron, dispuestos a escuchar, en dónde quería instalarse, no tuvo ninguna duda. Les dijo que en su casa y en su alcoba, la cama junto a una ventana desde donde pudiese contemplar su jardín y los techos de las casas vecinas, el cielo de La Candelaria. Me permití apoyarle, se contratarían dos o tres enfermeras, lo importante era no dejarlo solo y permitir que sus amigos lo visitaran. Sabía que Celín lo acompañaría el tiempo que fuese necesario. Emilia no estaba de acuerdo, prefería la clínica. Durante el día no había problema, ella podía desplazarse de un sitio a otro, pero en la noche Diego Sales también necesitaba cuidados. Me mantuve firme, le advertí que Erasmo no soportaría otra hospitalización prolongada. Emilia comenzó a llorar, el dolor y la situación la tenían agotada y no sabía cómo resolver el problema.
—Su mujer está obligada a cuidarlo, sea quien sea, Dinah, Maya o la japonesa. Yo no doy más, no tengo alientos.
No pude soportar su llanto, suave y silencioso, dije que me encargaría de Erasmo y de los trámites necesarios para que un médico domiciliario le visitara en casa y a diario.
Maya llegó a la clínica acompañada de una extranjera muy alta, de ojos azules y con el cabello pintado de rojo caoba, que no hablaba español, vestida con un buzo y pantalones bombachos de imitación terciopelo, botines oscuros que desentonaban con una gabardina de marca. Era Greta Nicolaus, una discípula de la curandera sueca Sonja Cavallin, que intentaría ayudar a Erasmo a recobrar la conciencia, tal vez la salud, al menos el control de sí mismo.
—Erasmo necesita ir a casa —dijo Maya.
Tomaría asiento al lado de su almohada, acariciándole la frente y las manos agarrotadas, mientras hablaba con una mezcla de español y sueco. Recitaba poemas, le canturreaba baladas, acariciaba su rostro desfigurado con lentitud, deteniéndose en la frente, los párpados, la mandíbula, las arrugas. Cuando Erasmo abrió los ojos y movió sus labios en un beso entumecido, ella dijo que se lo llevaría consigo. Su única obligación era sanar, recuperar las fuerzas: en Lidgatu las flores de la esperada primavera comenzaban a despuntar, en el aire jugaban los petirrojos, la claridad se volcaba como vidrio y oro derretido sobre el deshielo del río.
—¿Estaba dispuesto a confiar en la curandera? —le preguntaría Maya con insistencia.
Curarse no era su obligación sino su deseo, respondió en susurros Erasmo. Aceptaría la ayuda de cien Gretas Nicolaus siempre y cuando Maya se quedara a su lado, vivieran en adelante en la misma casa y lo hicieran como marido y mujer. Maya murmuraría que sí, lo que él quisiera, nunca volverían a separarse. Lo amaba, siempre lo había amado, estaba loca por él.
Era mi hora de marcharme, le dije a Emilia y a Diego Sales. Erasmo quedaba a cargo de su mujer, un verdadero milagro. Él mismo había dicho, en su momento, que al presentarle un esposo Maya había representado una comedia, ayudada por un amigo o un vecino, o quizá estuvo casada hasta el momento de confrontar sus sentimientos. De pronto, había demasiadas personas a su alrededor y yo estaba de sobra. Mis propias tareas seguían a medio hacer.
El fin de semana hice una venta de muebles, no en el garaje sino en la sala, y el lunes retiraría mis joyas del banco, incluida la pulsera que Erasmo me había regalado. Había obtenido la visa norteamericana y tenía que moverme, desocupar mi casa y consignarla en una agencia inmobiliaria para su venta. En Iowa City, Hugo comenzaba a impacientarse.
Con respecto a Erasmo, a quien telefoneaba y visitaba a veces, la situación era alentadora. De vuelta a su casa respondía a los primeros masajes de la sueca a gritos e insultos, pero desde la quinta sesión quería levantarse, salir de restaurantes. Aceptaba las medicinas sin protestar, irradiaba alegría o ira, su mirada constante tras los movimientos de Maya. Ella se comportaba como si nada hubiese sucedido entre los dos, le cocinaba y servía sopas espesas, albóndigas, papas rellenas de carne molida y salpimentada, cangrejos, arenques y fríjoles blancos, merengues con leche. Le daba de comer cucharada a cucharada, hablándole la mayoría del tiempo en sueco, ese idioma que parece dar vuelta en rodillo a cada palabra y que en sus labios pintados de rosa sonaba pavoroso y seductor. Decía que apenas Erasmo se fortaleciera, caminara o pudiese manipular una silla de ruedas, soportar el viaje, se instalarían en Lidgatu. Emilia y Diego serían bienvenidos cuantas veces quisieran visitarlos.
No asistí a ninguna de las sesiones de terapia, pero cuando fui a despedirme de él y del barrio de La Candelaria quedé asombrada. No tanto por la recuperación de Erasmo, a quien sabía capaz de renacer y dominar su cuerpo, sino a causa de su poderosa influencia. Se las había ingeniado para convencer a Maya de posponer el viaje en forma indefinida. Le dijo que tenía que finiquitar asuntos relacionados con la fundación, vender unas acciones, terminar las obras del edificio. En ese aspecto quedé maravillada por la transformación efectuada en el jardín. Todas las plantas nativas florecían al mismo tiempo, estallaban como luces de bengala reunidas en apretados islotes de amarillo, azafrán, granates y azules iridiscentes, trepaban en lavanda y morado por las ventanas y las paredes, a veces hasta los techos, se miraban en dos fuentes con surtidores. En los rosales predominaban capullos en distintos tonos, desde el rojo encendido y el corazón de la granada al tono pálido de las almendras. El aire olía y sabía a dulzura, a romero, lavanda, rosas, rosas y más rosas. Se las veía fuertes y descocadas, sin podar, aún al deshojarse; en su avance minimizaban a su paso a los geranios, las violetas y los girasoles. Al fondo del patio, entre la hierbabuena, el eneldo y el toronjil, también apuntaba uno que otro botón, como escapados adrede de la rosaleda principal que crecía y sombreaba un espacio rectangular cubierto por una colorida marquesina. Paralelas a los muros, cascadas de agua susurrantes. Amén de un lecho con distintas variedades de musgo y césped, para ablandar con carne fresca en los días de sol. Lo de la carne dicho por él mismo.
Erasmo Sales de nuevo en sus predios, engallado por el acopio de nuevas fuerzas y la certeza del triunfo, buscaba pretextos que le permitieran quedarse en Bogotá. El más importante, no quería dar a sus hijos un espectáculo ni que lo vieran en una silla de ruedas. Maya podía hacer con su buena voluntad, compasión e ideas, lo que le viniera en gana. El solo deseaba vivir por el momento en su casa, en La Candelaria, en donde quería instalar paneles solares, un molino para utilizar la energía del viento y canales para el abastecimiento de la lluvia. De ser necesario pagaría los honorarios y los pasajes de Greta Nicolaus dos, tres veces al año. Durante el tratamiento se sometió a dos sesiones diarias de masajes, que lo dejaban exhausto, hasta que la sueca tuvo que viajar al Brasil. El inminente nacimiento del hijo con Dinah no parecía preocuparle.
En mi interior, en un recinto intocado en donde no reposa siquiera el amor por mi marido y mis hijos, siempre tuve un escondite destinado al máximo dolor o a la dicha perfecta, un centro mágico ni siquiera movido al abandonar la niñez. Recinto que se estremeció y quedó arrasado a la muerte de Erasmo, debido a la alianza del extremo dolor con el absurdo. Era también la mañana, poco antes de salir a cumplir una cita, en vísperas de mi propio viaje. Había llovido toda la semana con vendavales y tormentas eléctricas, la televisión informaba sobre tempestades, inundaciones, derrumbes y muertes en barrios populares y de invasión. En mi unidad residencial, después de una fuerte granizada, seguía lloviendo, como si Bogotá quisiera despedirme con ese goteo de la melancolía que rueda de sus aleros, de sus techos, de un cielo excavado sobre las montañas y entre el universo sin fondo. Me telefoneó Emilia Sales, con un dejo de llanto en esa voz que recordaba a la de su hijo y en la que residía un leve acento madrileño. No se extendió en palabras, ni se ahogó en explicaciones.
—Erasmo, se trata de Erasmo. Por favor, tienes que acompañarnos.
—Voy de inmediato.
No hice preguntas, intuía la gravedad de la situación. El temor y la tristeza me cercaban mientras conducía, sorteaba el tráfico, el ruido y la gente de la mañana rodeada de aire gris y una brisa helada, intermitente. Toda mi atención centrada en sacarle el quite a los buses, taxis y busetas. A no cometer ninguna infracción que me desviara de las rutas al centro, no obstante, atenta a evitar a los vendedores que invaden la ciudad desde temprano y toman por asalto las esquinas; a los ciclistas y peatones que no respetan las señales, a las carretas empujadas por los recicladores. A las hormigas de semáforo listas a limpiar las ventanillas de los automóviles o vender frutas, flores y cargadores de celular. Ni los mendigos profesionales ni los malabaristas se asomaban todavía, pero sí el ruido y el polvo de las construcciones. No faltaban los drogadictos sin redención ni techo, unos errantes y otros dormidos en las aceras, y una nueva cosecha: los desplazados, que desde hace unos años se amontonan frente a los almacenes, en las esquinas o los portales, en el aprendizaje del comercio informal, del dolor, la mendicidad, la búsqueda de dinero o compasión.
Soy buena conductora, pero estuve a punto de chocar dos veces. Tardaría tres cuartos de hora en llegar por la avenida Circunvalar, dar un rodeo para entrar al centro por la carrera quinta, conducir entre las cuerdas de motociclistas convertidos en plaga metálica, estacionarme en un garaje público. Emilia estaba esperándome, de bufanda y gabardina, protegiéndose del frío y de la humedad bajo la garita de la entrada del edificio. Después de estacionar, la escucharía contar y contarse a sí misma, yo estaba excluida del calvario y su tristeza, que había perdido a su hijo, su Erasmo. De repente lo supo, lo sintió en su cuero cabelludo, en su piel dolida, al mirar el súbito avance de la neblina en el cielo capitalino: por primera vez en años Erasmo no telefoneaba temprano o dejaba mensajes en la grabadora. Sí, sí. Lo presentía, tenía que estar muerto. La culpa la tenía Maya, quien después de tantas promesas se había empecinado en asistir a la graduación de uno de sus chicos, marchándose de súbito. ¿Qué sucedía? Emilia no podía comprender ni cómo ni por qué estaban condenados a los suplicios de la incertidumbre, el insomnio, los interrogantes y el desasosiego. Diego no soportaría otra noche sin noticias, estaba a punto del derrumbe. ¿Qué se creían Erasmo y Maya…? Ni ellos, sus padres, ni los hijos ni los amigos parecían interesarles en serio. Solo giraban en torno a esa pasión que los unía y separaba como un tramado de aguaceros, eclosiones e incendios cíclicos. También se refirió a Dinah restándole importancia. Era una buena chica, los respetaba y les informaba acerca de su embarazo que iba por el octavo mes. Estaba loca también ¿quién no, qué mujer tan arriesgada como para amar a Erasmo? Su hijo tenía serios problemas o estaba muerto. ¿Muerto, muerto…? Se necesitaban dos llaves para entrar al edificio, Emilia precisaba de alguien que sostuviera la enorme puerta y justificara la visita sorpresa, yo tenía un juego de repuesto. ¿Qué tal si Erasmo tenía compañía? En esa familia todos eran iguales, nadie desperdiciaba nada, menos la amistad y compañía en momentos difíciles.
En el entorno reinaba un silencio subterráneo, una sensación de soledad e insondable vacío. Los pisos del corredor que rodeaba el patio central seguían a medio embaldosar y el agua se empozaba. Faltaban los cristales de unas ventanas, tramos de pintura y artesonados, zumbaban las moscas. Olía a pintura, tierra mojada y moho, cemento, no a casa en construcción sino abandonada. La puerta que conducía a la escalera y a la habitación que yo había utilizado como oficina, en la primera planta, estaba cerrada. Como nadie respondió a nuestras voces, subimos a la sala y al estudio que encontramos desiertos. En la alcoba principal las camas gemelas estaban tendidas, el televisor apagado. Sobre la mesa del comedor había restos de un desayuno para dos a medio terminar y una botella de vino tinto vacía. Ningún traumatismo que indicara que Erasmo había sido llevado a una clínica o secuestrado.
Regresamos a la planta baja, dispuestas a revisar el patio de atrás, los otros apartamentos. Dimos la vuelta por el corredor en medio del sonido del agua que caía a chorritos de las canales de los techos y fluía por los niveles, losas y escalinatas que formaban una especie de acueducto artesanal.
Erasmo y Celín estaban casi sepultados bajo los vidrios de la marquesina, que se había venido abajo por un mal diseño o la acumulación desmedida de granizo. Ella vestida y encima de él, con los brazos extendidos y las manos protegiéndole el cuerpo desnudo. A nuestro alrededor entre charcos y nudos de ramas y escombros, a causa del aire renovado y la tímida presencia del sol, chocaban intensos aromas a rosales, verbena, albahaca, manzanilla, fermentos de lodo y letrinas.
¿Por qué Erasmo estaba desnudo?, tuve que preguntarle después a Celín.
Era el interrogante que rondaba alrededor de su muerte y que Emilia y Diego Sales deseaban hacer. Como tampoco estaban dispuestos a interesarse por la situación de la muchacha que lo acompañaba, ni a rescatarla de la invisibilidad que no le impedía tener un nombre, papeles de identificación y seguro social, importancia en las disposiciones testamentarias de Erasmo Sales.
—Sabía que iba a morir y quería morir bajo la lluvia. Me dijo que estaba hastiado de su cuerpo, de ser tan cuidado y tan amado que ya no creía ser una persona sino un motivo emocional.
—¿Cómo se lo permitiste? ¡Eres una loca!
—No permití nada, nunca me imaginé nada, solo lo escuchaba hablar y hablar, luchar contra el sueño y la modorra.
Había llovido durante todo el día, las inundaciones y desastres en distintos barrios populares y de invasión copaban las noticias en radio y televisión, las imágenes de internet. Erasmo le había dado la noche libre a la enfermera de turno, que temía por sus hijos y su casa. Tenía mucho frío, no se calentaba con nada, se resistía a tomar licor, quería participar minuto a minuto en su última noche de lluvia.
—Llovía y llovía y llovía y llovía. Erasmo sabía que iba a morir, quería morir, hizo que le buscara la fotocopia de una obra de teatro Tienda de mentiras y recuerdo el nombre del autor, Guillermo Maldonado. Leímos unos parlamentos, aquí y allá hasta encontrar el diálogo entre una niña y un anciano, la frase que buscaba subrayada. Una frase que me hizo llorar y reír, llorar y reír.
—Tú eres la niña, yo el anciano, ahora vivimos en una vida de mentiras, como en esos cuentos donde llueve mucho.
Los ventanales estaban cegados por el aguacero, apenas se vislumbraba un cielo blanquecino y sin fondo, cuando de repente el aire se estremeció y el ruido de una avalancha comenzó a golpear en los techos. Celín no pudo detener a Erasmo que se quitó el pijama, comenzó a encender las luces, descendió a tropezones y sin bastón por las escaleras, corrió hacia el patio en medio de un renovado y amenazante aguacero. Empuñó una pala encontrada al paso, se metió en el templete y comenzó a girar en danza frenética estrellándose contra las paredes de madera lacada mientras el granizo rastrillaba y saltaba con un ruido festivo y a la vez amenazador. Movía la pala, golpeaba muebles y rincones, hasta que Celín pudo agarrarlo por la cintura, golpearlo con una rodilla en las ingles. Tropezaron y cayeron sobre el piso inundado mientras el viento silbaba amenazador y afuera sonaban esas sirenas que anuncian catástrofes. Sobre ellos y el barrio de La Candelaria descendía la absoluta oscuridad, la cólera de la ciudad azotada por el diluvio y que rodaba hacia distintos abismos.
—Sabía que iba a morir y quería sentir la lluvia en todo su cuerpo.