17- RASTRO DE CULPAS
Erasmo todavía respiraba cuando los sacaron del edificio en una ambulancia. Nunca despertó. Moriría de neumonía, ardido en fiebre y abrazado a Maya Barrera, unos días más tarde, en la unidad de cuidados intensivos de la Clínica de la Foresta. Celín sufría una bronquitis con fiebre alta, rasguños en las manos y los brazos, una herida en la espalda, aunque nada de gravedad. La cuenta estaría a cargo de la seguridad social y sus excedentes serían pagados por Diego Sales, sin chistar ni hacer preguntas. Nunca supe si agradecido u ofendido con la muchacha.
Al segundo día de su muerte, me telefoneó Emilia, a quien el llanto y la sensación de impotencia ahogaban al hablar. Tenía que explicarle, exigía le diera razones coherentes para no entablar una demanda en mi contra. ¿Por qué, por qué las cenizas de su hijo me estaban destinadas? Así se lo explicaron en la funeraria del norte de Bogotá, en donde desde hacía meses Erasmo había contratado y cancelado su velación y cremación, agregando una cantidad extra para emergencias. Trámite del que estuve informada, aunque no presente. Por lo mismo le supliqué calmarse, asegurándole que resolvería sus inquietudes en tiempo breve. No, no; no estaba interesada en impedir que la familia Sales sepultara a Erasmo, en lugar de cremarlo. Ni en mis sentimientos ni en mi hogar había lugar para entronizar su memoria, sus deseos o despojos.
Tal como supuse, encontré en la caja fuerte de su estudio, tanto en su letra abigarrada, como en los archivos del computador, una petición que correspondía a sus convicciones y a esa visión de sí mismo que le había permitido relacionarse con el mundo desde una perspectiva de permanente construcción, destrucción y renovación. Como tuve que ayudarlo, en su momento, a redactar el borrador de su testamento supuse que no me depararía complicaciones. Otra vez, me equivocaba.
En el documento había un anexo con mi nombre, relacionado con el local de la avenida diecinueve con décima, en donde tenía almacenadas miles de semillas, cada especie clasificada. Tal como había afirmado Emilia, me encargaba sus cenizas, después de explicar en forma minuciosa, cómo introducir una diminuta porción de las mismas entre empaques de papel encerado, con medidas exactas y cierres fáciles de abrir y cerrar. Detallaba los sitios de Bogotá: barrios, esquinas, plazas, calles, avenidas, glorietas, jardines, parques, en donde le agradaría que fueran sembradas o lanzadas al aire y al viento. En la lista estaba el paseo del eje ambiental y las raíces de árboles concretos, dos arbustos del peatonal de la carrera séptima, una rosaleda en el barrio La Bella Suiza, dos prados en el Parque Nacional, un separador en la comuna Simón Bolívar. En la última línea la plaza del Chorro de Quevedo. Nadie, ni siquiera sus padres, estaban autorizados a encerrarlo en una tumba. Odiaba la oscuridad y no le agradaba estar a solas, ni siquiera en el territorio de su propia muerte.
Después de aclarar el embrollo, asistí a la ceremonia de la cremación en una capilla de los Jardines de Paz, en el norte de la ciudad y en medio de una resolana picante. Llegué tarde, debido a que Bogotá es una ciudad nómada que agrega a sus estructuras y a diario nuevas avenidas, edificios y nomenclatura, puentes, alcantarillas destapadas, huecos en las calles. Me sería difícil evadir barrios asolados por excavadoras, grúas y obreros, automovilistas y hordas de motociclistas, peatones enfurecidos o angustiados, conducir entre una neblina espesa cargada de polvo. Había una larga hilera de busetas y camionetas y automóviles que intentaban entrar al parque cementerio y las calzadas, unas quinientas personas afuera de la capilla, y otros miles en las vías de acceso a los jardines: ministros, políticos, actores, familias enteras; grupos sindicales con pancartas, amigos de fiesta, lustrabotas, prostitutas, camareros, funcionarios y empleados públicos; y unos cuantos miembros de la fundación.
En la capilla no se derrocharon cánticos ni oraciones, aunque afuera la gente de los barrios hacía sonar pitos de agua y en el aire flotaban millares de pompas de jabón y volaban cometas y avioncitos de papel. El sacerdote que presidiría la despedida no sabía nada acerca de Erasmo Sales. Lo describió como un hombre de trabajo arduo y dedicado a su familia, sin nombrar ni a la fundación ni su entrega apasionada a una causa. Eso sí, tuvo razón al decir que su ausencia nos afectaría a todos más allá del dolor. Palabras confirmadas por la mujer del balcón de Quirama, la luna inexistente y los geranios, quien llegó en taxi con un sombrero color tabaco y un abrigo masculino que le llegaba hasta las espinillas, bajo el cual salían unos pantalones de pijama. Calzaba pantuflas, y la ausencia del maquillaje resaltaba su desolada belleza encanecida. La multitud le abrió paso hasta la capilla en donde comenzó a llorar a los gritos, sin que los presentes ni el sacerdote supieran qué hacer, hasta que se escuchó la sirena de una ambulancia. Dos vigilantes uniformados y un enfermero entraron veloces, saltaron sobre las bancas y la arrancaron del ataúd. Se la llevaron a la fuerza, mientras los murmullos sorbían la intensidad de sus lágrimas, que quizá eran las mías, en marcha hacia la desesperanza en su horizonte atormentado. Otra vez había comenzado a llover, una lluvia delgada y casi invisible, pertinaz. En los jardines, voces implorantes cantaban “agua pa mí, agua pa ti, agua pa todos, agua agua agua agua”, con tanta suavidad que otorgaban categoría de poesía al sentimiento popular y restaban importancia a un grupo de adolescentes que comenzaron a desnudarse, a saltar y a lanzar gritos demenciales bajo la lluvia.
Al finalizar la ceremonia, en medio de los saludos de pésame, el sonido de las voces y el calor de los cuerpos apretujados en la capilla, intenté reconfortar a Emilia, sus ojos tan hinchados que apenas conseguía pestañear. Guiaba la silla de ruedas de Diego Sales, a quien la pena parecía haber convertido en una estatua de carne envuelta en abrigo camel y bufanda de lana a cuadros. Me sentí abrumada cuando Maya Barrera me presentó a sus hijos, dos adolescentes parecidos a Erasmo: el mayor con las señales de la risa y el gesto confiado de su padre multiplicándose; el segundo con los ojos verdes de Emilia, la piel morena y una mirada deslumbrante. En ambos, las facciones de Maya mezcladas con las del abuelo y la nariz con caballete del Erasmo que conocí en la avenida diecinueve. Ninguno había heredado ni la palidez de la madre, ni la forma de caminar cautelosa del padre. Ella dijo que traerlos desde Suecia al cementerio correspondía a una decisión desesperada, era la explicación coherente del por qué iban a vivir sin figura paterna, también sin la pesadilla de un enfermo crónico. Erasmo había querido evitar que copiaran sus gestos, el tono de su voz, sus acciones, ese desaforado deseo de vivir que lo lanzaba a diario por el camino de la destrucción, el frenesí y la irreverencia. Abracé a Dinah Lake a quien encontré al salir de la capilla. Con su aire distante estaba al margen de los desconocidos, sus gritos y sus paraguas, esa gente que corría hacia las hileras de camionetas y automóviles, unos todavía medio desnudos, como si mirara un espectáculo callejero o estuviesen allí de manera accidental. Metida en un saco de paño y pantalones grises, recostada en la puerta de un deportivo rojo, deformada por su imponente embarazo. El rostro afilado y exhausto, los empeines y tobillos hinchados entre zapatos de lona, su expresión como un grito dibujado en piel, el grito de quien ha perdido no una, ni tres ni cuatro, sino todas sus batallas. No me atrevería ni a murmurar ese “lo siento”, que suena tan inocuo y que acompaña situaciones de intenso dolor.
Celín no asistiría ni a la funeraria ni daría pésames. Era demasiado pedir que a su tristeza añadiera el roce con medios sociales que la tenían excluida sin tener siquiera idea de su existencia.
Esa noche hacia las diez respondí el teléfono. Escuché medio dormida una voz femenina que lloraba y tartamudeaba al otro lado de la línea. Tardé en reconocerla:
—Dinah, Dinah Dinah… Soy Dinah.
Supe de inmediato que me esperaba otro drama y no tenía intención de afrontarlo a solas. Me comuniqué con la casa de la familia Sales. Al teléfono Emilia no titubearía al decir que en su nombre y el de su marido, Maya Barrera me acompañaría. De todas maneras llegamos tarde, los gritos prolongados de Dinah alertaron a los vecinos y al administrador del edificio, que la llevaron a la clínica Santa Fe, azotados por una ventisca lluviosa, en donde tuvo un parto difícil, que estuvo a punto de costarle la vida. Maya Barrera sabía todo lo relacionado con Dinah Lake. No era preciso que sus suegros se extendieran en explicaciones. Ni yo tuve la mortificación de tomarme atribuciones innecesarias.
La recién nacida permaneció en una incubadora hasta el día siguiente, cuando Dinah se despertó y tomó la decisión de otorgar la custodia de la niña a sus suegros. Así que Diego y Emilia la registraron en el mismo establecimiento como hija de Erasmo Sales y Maya Barrera, tal vez porque los ciclos se repiten, no en las mismas secuencias y escalas, con frecuencias melódicas cada vez más extrañas. Diego Sales conservaba sus amistades, el nombre de Erasmo se conocía en todos los extremos de Bogotá, todo se hizo bajo la lupa de la corrección y el papeleo notarial exigido por la ley. La niña, bautizada María Emilia Sales Barrera, iniciaría su vida arropada en la blancura de un hermoso traje de bautizo. Continuaría dormida en el regazo de Maya, mientras nos dirigíamos a la casa del matrimonio Sales en medio del tráfico alborotado de una mañana de sol espléndido, el aire de límpido azul, destellos de oro húmedo sobre los altos edificios con ventanas relucientes y conjuntos residenciales de ladrillo rojo, los árboles y los andenes lavados por una prolongada temporada de lluvias que había limpiado el cielo, la calles y avenidas, inundado otra vez barrios populares.
Dinah me visitó unas dos veces antes de mi viaje, aplazado por razones obvias, como si quisiera amarrar y apretar nudos, evitar que las opiniones de un testigo involuntario la alcanzaran a ella o a la niña que nunca la llamaría mamá y sería educada por su rival. Se veía más joven después del parto, sin embargo, menos arrogante. Me contó que pertenecía a una de esas sectas de la nueva era, relacionadas con el culto a la luz, en su credo la maternidad era un acontecimiento sencillo y natural. Había estado a punto de morir, no por desdeñar los controles médicos o alimentarse en forma deficiente. Su relación con Erasmo Sales era la infección que estuvo a punto de destruir toda su reserva de energías. Por dicha razón y necesidad de anular su karma, porque amaba a su hija más que a nadie, prefería que creciera con sus hermanos, tuviera una buena crianza, herencia, una familia concreta y no remedos de la misma. Lo decía con fervor. Ella había perdido a los suyos en una tragedia, conocía las heridas del duelo en soledad y el depender por temporadas de personas que solo querían despojarla de su patrimonio, sus derechos o llevársela a la cama. Estaba endurecida y lo sabía. Muerto Erasmo, ella podría retornar a un mundo de luminosidad y esplendor, e intentaría purificar su alma. Deseaba hijos, muchísimos hijos, pero los quería con un padre sano de vida rutinaria que los viera crecer. Si ella faltaba, ¿qué sería de esa hija...? ¿Qué...? ¿Cuál sería su futuro? Las únicas personas que tenían interés en amarla y cuidarla eran los miembros de la familia Sales.
—Mi niña es la hija de Erasmo. Si la tengo conmigo, nunca conseguiré olvidarlo. Yo tengo mala espalda, toda la gente que amé ha muerto y de manera violenta. Quiero a María Emilia viva, libre de amenazas y de sombras. ¿Tú me entiendes, verdad? Espero que me entiendas.
—Creo que sí.
—Gracias, gracias. Dime, ¿en qué puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer por ti?
Era un alivio escucharla hablar con tanta seguridad, no tener que asistir a otro drama, sentir que nada ni nadie estropearía los sueños y planes que Hugo Durán y yo tardamos tantos años en construir. No tenía que temer por el desamparo de Dinah Lake, su segunda viudez era una liberación, la niña una alegría a la que había renunciado. En definitiva, todavía no era capaz de iniciar la etapa del duelo, del olvido total. Le dije con exactitud lo que deseaba, quizá ella podía ocuparse y darle una mano a Celín, mientras la muchacha reponía su salud y se organizaba. Me respondió con una negativa tajante. Haría muchas cosas en honor a la memoria del padre de María Emilia. Todo menos transigir, ayudar a otra mujer que hubiese merecido su atención o su afecto.
De modo que también Dinah Lake me enseñó lo suficiente para no confiar demasiado en la generosidad irrestricta ni en las intenciones altruistas de los demás, menos de las personas capaces de renunciar a las propias entrañas. Motivo que me permite ejercer una vigilancia permanente sobre mis sentimientos para evitar fallarles a mi marido y a mis hijos. Así que ante Diego y Emilia Sales reclamé la urna que contenía las cenizas de Erasmo en las oficinas del parque cementerio. Después de entregarlas, agradecí que me permitieran encargarme del cumplimiento de sus deseos. Conmigo como testigo y en cierto modo albacea, ellos estarían libres de culpas y de tinieblas, se permitirían licencias para comentar, discutir, explayarse en las motivaciones. La pérdida del hijo se transformaría en una especie de fiesta que los compensaría por el resto de sus vidas. El espíritu de Erasmo obsequiaría a Bogotá unos hermosos oasis del jardín soñado, sus retazos del paraíso creados a gusto y placer.