18- SEMILLAS

Hugo Durán y yo fuimos invitados a mezclar las cenizas-Erasmo con semillas y esquejes de girasol, diente de león, margaritas, manzanilla, caléndulas y pensamientos, a sembrarlas y lanzarlas en las calles y lugares escogidos por él. Ni Maya Barrera ni sus hijos ni Dinah Lake estarían presentes. Como Hugo estaba ausente, yo acompañaría al matrimonio Sales en una primera salida al Parque Nacional. Allí sembramos cincuenta arbustos en una ladera aledaña al cerro, con permiso de las directivas del lugar, aunque sin explicar que la esencia de Erasmo Sales reposaba en cada una de sus raíces. Luego la familia Sales-Barrera haría una donación de saúcos, arrayanes y magnolios al Distrito Capital, árboles que ahora extienden sus sombras a lo largo de los separadores de las nuevas avenidas y parques en la zona sur. Extensos sectores del norte de Bogotá son como jardines preciosos.

Pero, al solicitar al Ministerio del Ambiente y a las directivas del parque los permisos para cavar en sus terrenos en pleno día, aunque no se había mencionado a Erasmo Sales, la noticia terminaría por difundirse. Así que estuvimos rodeados por docenas de personas que presenciaron el movimiento de manos y palas y rastrillos, unos en silencio y otros entre murmullos mezclados de ¡qué vida tan triste! Nadie es eterno. ¡Hoy somos carne y mañana nada! ¡Qué sofoco! Quiero llorar, necesito un baño. Murmullos que entremezclaban No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal y Santa María llena eres de gracia, el señor es contigo… supuestos o reales amigos de Erasmo que grababan y tomaban fotografías, enviaban mensajes por sus celulares y copaban las redes sociales con sus tuits. La mayoría de los asistentes espontáneos se marcharon a media tarde, mientras —al finalizar la tarea— un grupo pequeño nos acompañaría a transportar a Diego Sales en su silla de ruedas al automóvil.

La distancia entre el Parque Nacional, La Candelaria y la casona del matrimonio Sales no supera los quince o veinte minutos. Sin embargo tardaríamos cerca de una hora en llegar al barrio por la carrera quinta. En las vías circulaban demasiados taxis, automóviles particulares y motociclistas, camioneros con sus radios a todo volumen. Sonaban cláxones, insultos vehementes, música de rock y vallenatos. Así que era media tarde cuando entramos en el amplio estacionamiento, ayudamos a Diego Sales a salir del vehículo y entrar a la sala, escuchamos la voz apagada de Emilia que con forzada cortesía nos invitaba a tomar un café. Suficiente. Me sentía a punto de explotar, no sabía si en llanto o en toses o en desconsuelo, me dolía la garganta. ¡Detengan el mundo! ¡Hasta aquí me soporto y los soporto!

—No, gracias —quise negarme sin encontrar mi voz.

Era obvio que el ambiente de la zona céntrica estaba enrarecido y el alboroto era exagerado. Diego Sales había encendido la televisión de pantalla plana adosado a una pared. En los noticieros se hablaba de calles y calles taponadas por el caos vehicular, en contra de las autoridades y de los funcionarios encargados de la movilidad citadina, de lo ineficientes que resultaban las autoridades del ramo. El tono de las noticias me brindaba un motivo para despedirme enseguida y supuse que Emilia aceptaría con alivio. Diego se veía muy fatigado, la frente húmeda y las mandíbulas apretadas, sus manos temblorosas como a la espera de estallar en llanto. Sin embargo, la voz no le temblaba.

—No quiero descansar, quiero salir a tomar ese café en el Chorro de Quevedo y en la mesa que le gustaba a Erasmo. Decir una oración al frente de la Ermita.

—Tampoco necesito descansar, estoy bien. También yo quiero respirar el aire que respiraba mi hijo —lo secundaría Emilia.

Se me escaparía una sucesión de toses nerviosas ¿Qué o en dónde, qué iba a suceder? Diego Sales había abandonado la silla de ruedas y empuñado el bastón favorito de Erasmo y se dirigía hacia la salida con lentitud exagerada y cierta fiereza. No hice ninguna pregunta al tomar su brazo sino que me acoplaría resignada a su ritmo. Emilia haría lo mismo con la suavidad resignada de una esposa dispuesta a complacer y a comprender.

Tardamos casi una hora en llegar a la plazoleta del Chorro de Quevedo, aunque estábamos a menos de tres cuadras, uno de los sitios favoritos de Erasmo y que visitaba dos o tres veces en la semana.

—Bienvenidos, sigan a su casa —desde el Café de Rosita, dos camareros salieron con una mesa en vilo y la situaron junto a una pequeña fuente de corte clásico, diagonal a un árbol raquítico y que durante años estuvo seca, fuente que Erasmo había fotografiado y dibujado miles de veces. Desde su base de mármol el agua ondeaba y fluía en susurros, gracias a sus buenos oficios.

—Café, capuchino o lo que gusten —ofreció Emilia.

Pedí un café negro con amaretto, ellos capuchinos, mientras uno de los camareros depositaba sobre el mantel a cuadros una bandeja con galletas y chocolatines. Estuvimos un rato sin hablar ni mirarnos, yo atenta a la plaza presidida por una ermita con dos torres, una cruz y un arcángel bailarín en su nicho. El sitio en donde se fundara Bogotá. Ahora con casas de dos y tres pisos, pintadas de vivos colores, muros rechinantes de azul plomo y azul añil, grandes macetas con flores en una explosión de otros colores, amarillo, mostaza, rojos tostados y rojos sangrantes, tonos opacos en el suelo de ladrillos marrones en forma de hostias mutiladas. Un frontón que parece inútil, pero que le otorga cierta dignidad al entorno, a los pequeños restaurantes y cafeterías. En un momento dado Emilia abrió su bolso con gesto cuidadoso, entre sus dedos una cajita de música adornada con un ángel plateado que acarició durante unos segundos. Abrió la tapa y soltó al aire un puñado de cenizas mientras murmuraba el padre nuestro.

—Una pizca de su corazón —dijo al terminar, persignarse y tomar asiento.

No supe en qué momento una muchacha se acercó a la fuente. Muy flaca, con la piel brillante del rostro forrada a los pómulos, los cabellos anudados con trenzas acrílicas, una falda muy corta y blusa estampada, chaqueta de jean, medias negras y tenis rojos. Después de colocar sobre el borde un vaso de cristal lleno de agua iniciaría una danza muda de brazos alzados al cielo. Sin decir palabra giraba y giraba con los ojos cerrados como si resucitara un ritual antiquísimo dedicado a la tristeza, si es que en un pasado remoto pudo existir una deidad con ese nombre. A la altura de uno de sus codos titilaba una pulsera brillante. Tardaría en reconocer y aceptar a Celín, me faltaron arrestos para llamarla por su nombre. Sentí miedo, ese miedo que estruja los poros y las sienes, que remece la tierra bajo los talones. No y no, no quería escuchar de nuevo la voz de Celín ni el nombre de Erasmo modulado en sus labios quemados por el frío y la vigilia. ¡Fuera! Quería desterrar de mi futuro la presencia de ese Erasmo Sales que había terminado por integrarse al aire, al agua, al verdor y a la tierra de su amada Bogotá, en una parodia de su propia muerte. Me negaba al recuerdo escuchado de su última danza frenética, quizá abrazado a Celín bajo la lluvia. Cuando quise pagar la cuenta, el dinero no me sería aceptado.

En un extremo de la plaza sonaba música de melancolía, mientras nosotros nos retirábamos con la prisa que nos podía permitir el suelo desnivelado, el paso tardo y el bastón empuñado por Diego Sales. Grupos de adolescentes silenciosos y en tropel salían de una estrecha calle bautizada del embudo y de las cafeterías, almacenes, pasadizos, restaurantes, bocacalles. Se acercaban o miraban o se despedían con timidez, mientras nosotros nos dirigíamos a casa del matrimonio Sales.

—Gracias, gracias por acompañarnos y que dios los bendiga, pero ahora queremos estar solos —decía Diego y tornaría a decir por cerca de una hora, a punto de llegar sin aliento a la misma puerta de la casa, cuando Emilia introducía la llave en la antigua cerradura de bronce y daba vueltas a la cabeza de una rana de bronce pulido.

Mi regreso al norte por la avenida circunvalar sería lento y fatigoso. Encontraría dos accidentes con un Mazda y un Chevrolet destrozados, un motociclista tirado en una curva entre un charco de sangre, embrollos, grupos de policías, ambulancias con sirenas a todo dar, desvíos, otras facetas del caos capitalino. Nadie me esperaba en casa, la angustia y la soledad me asediaban, no tenía hambre y me seguía doliendo la garganta. En mi alcoba, hacia la media noche, me enfrentaría de nuevo en la televisión a la influencia de Erasmo.

—¿Qué viene ahora? —le había preguntado a Hugo, aunque Hugo no se encontraba presente y le era imposible responder.

Aunque los sucesos de la plaza del Chorro de Quevedo son de conocimiento nacional y fueron difundidos durante cuatro días por la redes sociales y ventilados hasta la saciedad en Twitter, nadie pronunciaría el nombre de Celín, apenas se comentaría y escribiría acerca de una muchacha misteriosa que, muda, había ofrecido su dolor al colocar un vaso de agua en el redondel de una fuente y danzado en memoria de Erasmo Sales. Tales hechos se han sumado después a esos acontecimientos que la publicidad ha dado en llamar el realismo mágico a la colombiana. Volatilizados en la realidad, transmitidos en infinidad de pantallas de celulares y tomados luego por artistas aficionados para trazar grafitis repelentes en las paredes o incendiar con tizas de colores el asfalto de la carrera séptima, desde la plaza de Bolívar a la calle veinticuatro.

Uno que otro editorialista diría que las ciudades y sus habitantes sufren a veces de locura temporal y ejecutan actos demenciales. En las redes, columnas y blogs, aficionados a la literatura afirmaron que se trataba de brotes de protesta, que correspondían al sello del amor que el pueblo bogotano siempre ha manifestado por ciertos personajes, ese afecto que le hizo estallar en cólera homicida al sufrir el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, uno de sus máximos líderes del siglo pasado. Depositar flores año tras año en los muros de la casa y la cuadra y el barrio La Macarena, en donde vivía uno de sus ídolos, el humorista Jaime Garzón, defensor de los derechos humanos.

Cuando salimos de la plaza, me contaría Celín, comenzaron de inmediato a sonar guitarras y tambores. En el borde de la fuente la gente comenzó a depositar vasos, copas, botellas, platos y floreros llenos de agua que iban apilándose primero a la entrada de Café Color Café y otros restaurantes y luego tomaron y se abrieron camino hacia los callejones del gato gris y de las brujas. Ni siquiera la ermita con su techo de caperuza, el gallo de la veleta y el radiante ángel bailarín en su nicho, se salvaron de los asaltantes que deformaron, cegaron y distorsionaron con vidrios y plásticos su fachada, cuando el desorden se transformó en multitud vociferante; de repente comenzaron a amontonarse ollas, palanganas, cajas llenas de botellas, vasijas, que chorreaban agua, vino, chicha, orines, guarapo, cerveza.

Celín insistía en que la locura había sido general. Cuando una voz sugerente comenzó a pregonar...Vengan vengan vengan todos a tomar el único, el fresco inimitable jugo de mandarina, se corrió la voz:

—¡Venta de chicha en la Calle del Embudo!, ¡Chicha auténtica!, y que el apilar copas y tazas y candelabros y peceras y campanillas de cristal era una consigna para recordar al hombre que había construido acueductos comunales y lavaderos públicos en los barrios de invasión. Consigna que alimentaba los pregones de ¡Vengan todos! ¡Vengan! ¡El agua es tuya y mía! ¡Que nadie la venda y nadie la compre! ¡Tres manzanas por mil, diez granadillas por dos mil! ¡Mango verde con sal y mango de azúcar, delicioso mango! Sus mangostinooosss….

En tanto que una pirámide de múltiples caras crecía y crecía y se extendía, tal vez me dijo Celín (y con otras palabras), porque Erasmo representaba la sed de euforia y belleza de la ciudad y era uno de los pocos habitantes de Bogotá que lo era a profundidad y amaba a su gente y permitía que esa gente lo amara, y también lo odiara de cuando en cuando.

Entre risotadas y estruendo, aullidos, cantos, peleas y lágrimas, gritos: ¡Que viene la policía! ¡La Chota! ¡El ejército! ¡Los Bomberos!, ¡Agarren al ladrón! ¡Hijos de la bartola! ¡Puta vida! ¡Me duelen los codos y los cojones! ¡Huevoneesss! Estrofas deshilvanadas de canciones, Tengo la camisa negra y mi amor está de luto…Tú tienes la llave de mi corazón, ¡yo te quiero! ¡Porque sin tu amor yo me muero! ….Qué bonita que es la vida aunque a veces duela tanto… No vales un plomo que yo dispare para matarte… Por eso estoy en el lugar de siempre y en la misma ciudad y con la misma gente… En una llamarada se perdieron nuestras vidas…

Porque hubo tiempo para la cursilería y las patadas y los empujones y los insultos, como para multiplicar arrumes de tinajas, ollas, sartenes, peceras, floreros, apuntalar la pirámide, decir arengas y discursos, repartir panfletos en contra de tales y cuales candidatos a la Presidencia o al Senado en elecciones futuras, antes que escuadrones de militares vestidos de negro, con cascos y escudos —que taponaron la entrada a la Calle del Embudo y los otros callejones— escoltaran a un grupo de obreros con uniformes de la alcaldía. Con hachas, barrenos y detonantes, mazas y palas convirtieron en añicos la inmensa y rutilante estructura que semejaba una deforme diosa Bachué, en el momento justo de transformarse en una serpiente vengativa, terrible, iracunda y de cólera iluminada.

Después de tan escandalosos hechos que recorrieron como una tromba las redes sociales e imágenes en Facebook, los socios y amigos de la fundación recibieron el apoyo incondicional de otras organizaciones internacionales que multiplicaron el trabajo de limpieza y eliminaron prácticamente todos los sitios en donde se mencionaba el nombre de Erasmo Sales. Biografía mínima que, sin embargo, es posible encontrar en internet si se sabe conducir la búsqueda en las guías de Google y Wikipedia. Los socios, funcionarios y voluntarios que trabajan en la organización fundada por iniciativa de Erasmo Sales y que le dedican tiempo e inteligencia apoyan en forma incondicional el liderazgo, la gestión de Sumio Tamura. A ninguno de ellos les importa que el nombre y el trabajo realizado por Erasmo se niegue a desaparecer, lo desconocen. No importa que a veces brame como un tigre voraz que ha huido de su jaula y se plante a delirar en la radio, en notas del Twitter iracundo, letras de baladas, enigmas, poemas relacionados con la lluvia.

Apoyado en el escándalo de la plaza del Chorro de Quevedo, que en la superficie apenas llegaría a rozar a mi familia, Hugo Durán anunciaría categórico que estaba cansado de esperar. Quería a su familia reunida. Insistía en la necesidad de cerrar un capítulo de nuestras vidas y aceptar que en adelante seríamos extranjeros y desconocidos en otro país, otra ciudad, un nuevo vecindario. Todavía no me era fácil viajar. Según mi contrato de renovaciones periódicas, que me alcanzaría a mi pesar, tenía veinte días hábiles de obligaciones y era preciso que pagara nómina y entregara a la familia Sales las llaves, las tarjetas de crédito, las claves, una pila de documentos de Erasmo. Tuve que esperar, por consejo de los abogados, a la lectura del testamento. No tenía miedo al trabajo, si es que de trabajo se trataba. Hubo cambios y sorpresas, pero las variantes no fueron demasiadas.

La mayor parte de la herencia estaba destinada a su esposa Maya y a sus hijos. Erasmo dispuso sus legados con minuciosidad y libres de impuestos. A Celín le correspondía el apartamento en donde vivía y celebraba fiestas de pago, aunque el dinero del fideicomiso, a su muerte, retornaría a la familia Sales-Barrera, si ella moría sin hijos. Hugo recibiría la camioneta, un jeep y un automóvil. Al local de la avenida diecinueve con décima, que me correspondía, en donde se iniciara nuestra relación, se agregaba una suma mensual girada directamente a mi nombre y desde un banco panameño. Erasmo legaba a su familia la supervisión y renovación de sus proyectos personales, la responsabilidad de remitirlos a personas u organizaciones sin ánimo de lucro interesadas en el desarrollo de Bogotá y de la sabana, tocantes al acopio de agua. Como también la siembra masiva de árboles nativos a todo lo largo del río Magdalena y de otras zonas ribereñas, para sanear el capital hidrográfico. En ningún párrafo se mencionaba a la fundación.

Todo el patrimonio y las obligaciones quedarían en la familia Sales-Barrera; no obstante, interesados en honrar su memoria, se encargaron con la debida asesoría de instalar una serie de portales y sitios en internet, en donde informan al mundo sobre los detalles y aciertos de la cruzada emprendida por ese hijo al que tanto amaron y nunca comprendieron, no solo en beneficio de sus nietos sino de las generaciones posteriores. Aunque lo hacen de manera discreta, temerosos de ser silenciados o atacados, rodeados por los espectros del miedo y las amenazas soterradas.

Firmada la documentación relacionada con mis asuntos laborales, tuve que acompañar a Maya Barrera al apartamento de la carrera quinta con calle trece. En el edificio que olía a humedad, licor y plantas aromáticas, entraban y salían obreros, volquetas con arena, ladrillo y sacos de cemento, mientras un arquitecto con casco y chaquetón tomaba notas en una planilla. Maya hablaría con él, haciéndole despejar el lugar, después de negociar unos sueldos extras. En ocho días podrían reanudar el trabajo, el tiempo que ella necesitaba para inventariar, empacar o desechar. Había tomado el control. Ante la ley era la esposa y la heredera. Dinah Lake no tenía el menor interés en hacer reclamaciones. Durante los días siguientes la ayudé a seleccionar muebles, cuadros, esculturas, vajillas, la colección de música, los fruteros de plata. Los hicimos embalar y enviamos a una de esas instituciones que albergan en forma temporal a los desplazados que los conflictos del país multiplican año tras año. Eran objetos valiosos que, vendidos, se convertirían en techos, alimentos o vestidos, si ella estaba de suerte.

—...quizá el dinero sirva para que los poderosos ejecutivos y arrogantes políticos y altos militares, terratenientes y navieros y financistas y mecenas y filántropos de este mundo mantengan a sus mujeres y a sus favoritos —me parece escuchar el comentario que Hugo Durán haría al respecto.

—¿Qué sucede con los Erasmos Sales?

—Esos no son mejores, pero no están interesados solo en dinero. Invierten la sangre en todo lo que hacen.

Al revisar la sala atestada de papeles, libros, periódicos, postales, revistas, maquetas, Maya escogería para sus hijos los poemas completos de León de Greiff y la Biografía del Caribe de Germán Arciniegas, y donaría el resto de los libros y los computadores a un colegio del barrio. Mientras destruía las cartas que ella y Erasmo se escribieran, las notas y los videos en donde una y otra vez, cuando estaban separados, expresaron el ansia incontenible del uno por el otro, —¿Por qué, por qué? —me atrevería a preguntar.

Ella comenzó primero a balbucear y después a evocar, a reafirmar y dar las gracias por su amor, a llorar la ausencia de Erasmo:

—De niña no supe quiénes eran mis padres, ni mis hermanos. Ni estoy segura de saberlo ahora. Sé que existen, nada más. Emilia me lo sacó en cara cuando me casé con Erasmo. Después, cuando quiso solicitar mi comprensión, disculparse, yo no tenía ni afecto ni paciencia con ella. Me resultaba más fácil detestarla, echarle la culpa de mi orfandad y mis carencias, cuando la verdad es que se esforzó y todavía se empeña en brindarme amor. Diego y Emilia son y serán la única familia que tengo. Mis chicos necesitan a sus abuelos.

—Erasmo te adoraba.

—Vivía aterrado de amarme, le daba miedo llevarme a la cama, volver a preñar a la hija de un monstruo, quizá de un asesino de masas. En los últimos años en raras ocasiones me tocaba.

No dije que lo sentía, ¿qué podía decir? A su alrededor y en sus memorias infantiles, así lo recordaba, todo era vacío y niebla, ella siempre estaba agobiada por la sensación de vivir lejos de la claridad y en la nada absoluta. Erasmo la había arrancado del tiempo incoloro, otorgándole amor e identidad, diciéndole que la quería por encima de ella misma. A medida que hablaba, sus manos morenas y huesudas se movían como animales voraces sobre cada objeto y libro que él había tocado, cada movimiento y gesto pletórico de un amor que ella misma no podía concebir en su desmesura. Amor que envidiaré el resto de mis días. Las mujeres más dichosas o más infelices son como Maya Barrera, las que han amado a un solo hombre. Tal vez a causa de la intensidad de sus sentimientos nunca hizo comentarios sobre el fideicomiso destinado a Celín, ni acerca de su papel en la vida sentimental de Erasmo: yo evitaría mencionar a Dinah Lake en su presencia. Ella no parecía tener idea de la existencia de Kumoi Akashi, ni el espectáculo brindado por la mujer de los geranios la inquietaba.

Pese a sus protestas, me negué a aceptar obsequios. Recibí, para mis hijos, lo que me correspondía en el testamento. Separé una fotografía doble, encontrada en mi oficina y en la esquina de una cartelera, en donde Maya, Emilia, Diego y Erasmo sonríen tomados de las manos en tiempos más felices, en una avenida madrileña. Erasmo escribió al respaldo: “Hoy, hemos venido a leer unas estrofas de Las Nanas de la cebolla, de Miguel Hernández, grabadas en el frontón de un edificio, que la cámara no alcanzó a captar”. La metí en un sobre y pagué una cajilla de seguridad en donde permanece. El recibo se lo enviaría después a Maya. A Celín le obsequié el reloj de Erasmo que a nadie le correspondía y preferí no atesorar para bien de mi vida en Iowa City y Dubuque Street. Solo llevo conmigo una estampa que se deslizó del papelerío y que a veces tropiezo en el fondo de mi billetera. Un paisaje de cielo transparente, cintas de agua apenas dibujadas que descienden entre montañas hacia un claro arborizado y con espacios verdes salpicados de casas diminutas. La leyenda en el lado izquierdo dice: “El alma de un niño es como una cascada de oro que corre por el torrente de la vida y en el lado derecho, “Al que teme al Señor nada malo le sucederá; antes bien, Dios le guardará y le librará de lo malo”. Eclesiastés 33:1, y en el reverso, en la letra redonda y perfecta de Emilia Sales, como un recordatorio de las épocas difíciles, la leyenda “En recuerdo de la primera vez que recibieron el cuerpo eucarístico los niños Erasmo Diego Sales Ojeda y Maya Barrera Acosta. Diciembre….de…”, una fecha borrosa que debía corresponder a unos años extraviados de finales del Siglo xx.

A veces miro la estampa, releo las frases desteñidas en la delgada cartulina que se ha tornado quebradiza en las esquinas. Es mi manera de continuar al lado de Erasmo, su nombre intacto e inalcanzable al interés de los biógrafos y la plaga de los oponentes y detractores. Una manera de invocarle y respetar ese nombre que a él no le interesaba ni promocionar ni dignificar ni glorificar ni enaltecer. Erasmo Erasmo Erasmo Erasmo Erasmo Erasmo, mi Erasmo.