LECCIÓN 1

ARISTÓTELES

I. VIDA Y OBRA

No se conocen demasiados detalles de la vida de Aristóteles. Nació en 384 a.C. en la pequeña ciudad tracia (nordeste de la Grecia actual) de Estagira. En 367 a.C. se traslada a Atenas, incorporándose al círculo de discípulos de Platón: la Academia. La Academia platónica era una especie de institución de enseñanza: había lecciones y debates, todo informal; las reuniones tenían lugar en la casa del propio Platón o en los jardines del mecenas Academo. Sabemos que la Academia rivalizó con una institución de enseñanza similar dirigida por Isócrates.

Aristóteles permaneció en Atenas hasta la muerte de Platón en 347 a.C. Se trasladó entonces —acompañado de Jenócrates— a la ciudad jónica de Assos, en la costa de Asia Menor, donde otros dos discípulos de Platón (Erasto y Corisco) habían constituido una comunidad filosófico-política, bajo la protección de Hermias, tirano de Assos y Atarneo; Aristóteles se casó con Pythia, hija de Hermias. Hermias tuvo un final trágico: capturado a traición por los persas (que dominaban casi toda Asia Menor: las ciudades jónicas eran enclaves griegos en la costa, siempre bajo la amenaza persa), fue torturado hasta la muerte, sin revelar secretos militares; sólo habló para pronunciar el mensaje: «decid a mis amigos que no he flaqueado ni hecho cosa alguna indigna de la filosofía». Aristóteles escribió un poema en su honor.

Aristóteles pasa en 344 a.C. a Mitilene, en la isla de Lesbos, donde conoce a Teofrasto, que andando los años será su discípulo más destacado y el continuador de su escuela. En Lesbos desarrolla sus investigaciones sobre biología marina.

En 343 a.C., Filipo II, rey de Macedonia, convoca a Aristóteles a su corte de Pella para confiarle la educación del príncipe heredero... que no es otro que el futuro Alejandro Magno. Este encuentro entre la mente más brillante y el hombre más poderoso de la época ha estimulado mucho la imaginación de novelistas, cineastas, historiadores... pero lo cierto es que no sabemos nada sobre lo que Aristóteles enseñó a Alejandro. Algunos comentan que la praxis alejandrina discurrió, en realidad, en una dirección francamente no-aristotélica: la filosofía política de Aristóteles presupone el marco de la polis (la pequeña ciudad-Estado); Alejandro, en cambio, intentó fundar un imperio universal. La ética y la política aristotélicas son etnocéntricas: da por supuesta la superioridad de los griegos, y considera bárbaros a los demás pueblos; Alejandro, en cambio, intentó crear un Estado multinacional y alentó la fusión de las culturas griega y persa: él mismo contrajo matrimonio con una princesa persa, y animó a sus generales a hacer igual.

Aristóteles retornó a Atenas en 335 a.C., cuando se produjo el ascenso de Alejandro al trono macedonio, desde el que emprenderá, primero el sometimiento de toda la península helénica, y después la conquista del inmenso imperio persa. Funda en Atenas su propia institución de enseñanza, a la que se conocerá como el Liceo (por encontrarse su sede dentro del recinto de Apolo Lykeios; sus miembros serán llamados «peripatéticos», por su costumbre de debatir paseando bajo una galería cubierta o perípatos). En la década siguiente produce las obras por las que ha pasado a la posteridad.

En 323 a.C. muere Alejandro en Babilonia; estallan en Atenas disturbios antimacedónicos, y Aristóteles —cuya vinculación con el poder macedonio era conocida— huye de la ciudad «para evitar que los atenienses cometan un segundo crimen contra la filosofía» (el primero había sido la condena a muerte de Sócrates en 407 a.C.). Se refugia en la isla de Eubea, donde morirá en 322 a.C.

Aristóteles escribió dos tipos de obras: 1) las «exotéricas», dirigidas al gran público, y que a menudo adoptaban la forma de diálogos (similares a los platónicos); 2) las «esotéricas» o pedagógicas: resúmenes de sus lecciones, para consumo interno de maestros y discípulos del Liceo. De las primeras sólo se han conservado fragmentos breves: conocemos a Aristóteles casi exclusivamente por sus escritos «pedagógicos». Esto explica las características de su estilo: se contrapone a menudo el vuelo lírico y brillantez literaria de Platón al prosaísmo y aridez de Aristóteles; pero es lógico que, en unos escritos «funcionales» que venían a ser como guiones de clase, Aristóteles no esmaltase particularmente el estilo expresivo.

La obra más importante de Aristóteles es la Metafísica, en catorce libros. Escribió también sobre lógica, matemáticas, física, biología («historia natural»), astronomía...: Lecciones de Física, Sobre el cielo, Historia de los animales, Sobre la generación y la corrupción...

Lo que más nos interesa a nosotros son sus obras de filosofía política y moral: Política, Ética a Nicómaco, Ética Eudemia.

No estudiaremos la metafísica de Aristóteles. Sin embargo, hay una noción metafísica que nos interesa, por su aplicabilidad a la ética: es la de causa final. Aristóteles distinguió hasta cuatro tipos de causas del devenir (material, formal, eficiente, final). Lo que los modernos llamamos «causa» es la causalidad eficiente aristotélica, que opera en el sentido de la flecha del tiempo (la causa precede al efecto; la causalidad eficiente «empuja» los acontecimientos desde el pasado). Pero la causalidad final aristotélica opera en sentido inverso a la flecha del tiempo: la causa no está «empujando» desde el pasado, sino «llamando» desde el futuro. O sea, «causa final» es sinónimo de «finalidad», «meta», «objetivo» (télos). Los seres tienen un «para qué», una meta natural. Por ejemplo, la causa final de las transformaciones (germinación, crecimiento) que experimenta la semilla es el árbol en que terminará convirtiéndose: el árbol está «llamando» a la semilla desde el futuro, y suscitando en ella el crecimiento correspondiente.

Este universo aristotélico, transido de finalidad (todo tiene un para qué) ha sido sustituido en la ciencia moderna por un cosmos mecanicista, en el que sólo hay causas eficientes, pero no causas finales. Hoy parece ingenua la imagen aristotélica de la piedra que cae buscando «su lugar natural». Se da por supuesto que los acontecimientos físicos son el resultado necesario de causas precedentes. La ciencia sólo se ocupa de por qués; la pregunta por el para qué ha llegado a parecer «no científica».

Y, sin embargo, la noción de causa final es esencial para la ética... pues de lo que se trata en la ética es, justamente, del «para qué» de la existencia humana. La ética trata sobre el bien y el mal; sobre la forma correcta de vivir. Pero, según Aristóteles, los comportamientos y formas de vida sólo podrán ser calificados como buenos o malos en función de que contribuyan o no a la realización del télos humano. Es preciso saber, pues, cuál sea éste.

II. LA FELICIDAD

TEXTO N.º 1

«[...] Digamos [...] cuál es el supremo entre todos los bienes que pueden realizarse. Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad [eudaimonía], y admiten que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, dudan y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas visibles y manifiestas, como el placer o la riqueza o los honores; otros, otra cosa; a menudo, incluso una misma persona opina cosas distintas: si está enfermo, la salud; si es pobre, la riqueza; [...] Pero algunos creen que, aparte de toda esta multitud de bienes, hay algún otro que es bueno por sí mismo y que es la causa de que todos aquéllos sean bienes.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1095a, trad. de M. Araujo y J. Marías, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 3.

TEXTO N.º 2

«Llamamos más perfecto al fin que se persigue por sí mismo que al que se busca por otra cosa [...]. Tal parece ser eminentemente la felicidad, pues la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismos (pues aunque nada resultara de ellas, desearíamos todas estas cosas), pero también los deseamos en vista de la felicidad, pues creemos que seremos felices por medio de ellos

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1097b, cit., pp. 7-8.

¿Cuál es el télos de la vida humana? El texto n.º 1 comienza por una exploración de las opiniones populares al respecto; Aristóteles no presupone que lo que piense la mayoría de la gente tenga que ser la verdad, pero lo considera un punto de partida útil para la especulación: la opinión popular, quizás, tendrá que ser refinada y profundizada. Constata que la mayoría está de acuerdo en que el fin más alto que puede perseguirse es la felicidad, aunque existen pareceres diversos sobre los medios que conducen a ella: unos cifran la felicidad en poseer riqueza, otros placer, otros honores, otros simplemente la salud...

Queda claro, pues, que ninguno de esos bienes (riqueza, honores, placer, salud) es el bien supremo. Pues el bien supremo, como indica el texto n.º 2, debe ser deseado por sí mismo, y no de manera instrumental («llamamos más perfecto al fin que se persigue por sí mismo»). La riqueza, los honores, etc., son deseados de manera instrumental: se los desea porque se piensa que proporcionarán la felicidad. Sólo la felicidad es buscada por sí misma, como un fin absoluto que no remite ya a ningún bien más alto. La felicidad, por tanto, es la finalidad o télos a la que apunta la existencia humana. Y la ética tratará sobre cómo alcanzar la felicidad.

Ahora bien, interesa precisar cuanto antes que lo que Aristóteles llama «felicidad» no coincide exactamente con lo que hoy día solemos llamar tal. Pues en la actualidad parece que se entiende por «felicidad» cierto estado emocional positivo. Y, para Aristóteles, la felicidad no es un determinado estado emocional. ¿Qué es, entonces? Hutchinson1 cree que el término griego eudaimonía, que es el que usa Aristóteles, no debería ser traducido como «felicidad», sino como «éxito». Ahora bien, no se trata del éxito profesional, o económico... sino de algo más omnicomprensivo: algo así como el éxito vital global. La «vida feliz» sería la «vida lograda» (en francés hay una expresión muy a propósito: une vie réussie); la vida plena, digna del hombre, realizadora de las mejores potencialidades humanas.

TEXTO N.º 3

«Parece cierto y reconocido que la felicidad es lo mejor, y, sin embargo, sería deseable mostrar con mayor claridad qué es. Acaso se lograría esto si se comprendiera la función [ergon] del hombre. En efecto, del mismo modo que en el caso de un flautista, de un escultor y de todo artífice, y en general de los que hacen alguna obra o actividad, parece que lo bueno y el bien están en la función, así parecerá también en el caso del hombre si hay alguna función que le sea propia. [...] ¿Y cuál será ésta finalmente? Porque el vivir parece también común a las plantas, y se busca lo específico del hombre. Hay que dejar de lado, por tanto, la vida de nutrición y crecimiento. Vendría después la sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos los animales. Queda, por último, cierta vida activa propia del ente que tiene razón; [...] Siendo esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta una actividad del alma y acciones razonables, [...] y cada una se realiza bien según la virtud adecuada; y, si esto es así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud [...], y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1097b-1098a, cit., pp. 8-9.

Este texto nos da más pistas sobre en qué consista la vida feliz (o sea, plena y «exitosa»). El éxito de cada criatura parece corresponderse con el correcto cumplimiento de su ergon (su «función» específica; el máximo desarrollo de aquello que le distingue). La felicidad-éxito de un flautista consiste en tocar bien la flauta; la felicidad del hombre consistirá en desarrollar adecuadamente las dimensiones específicamente humanas.

Y lo específicamente humano es la razón. En realidad, el hombre es un ser complejo, con varios estratos, algunos de los cuales los tiene en común con el reino vegetal y/o el animal. Pero una vida humana dedicada a «vegetar» —vivir como los vegetales, ocupados sólo en alimentarse—, o parecida a la de los animales, que se guían sólo por el instinto, y no piensan, sería una vida fracasada, indigna del hombre. La vida feliz será aquella en la que se potencia al máximo aquello que nos distingue de los demás seres: la razón. «Vida feliz», por tanto, es sinónimo de «vida racional» o «vida presidida por la razón».

Y ambos —vida feliz y vida racional— son a su vez sinónimos de «vida virtuosa», como indica la parte final del texto. En textos posteriores veremos qué son las virtudes para Aristóteles. Para vivir racionalmente, es preciso ejercitarse en las virtudes.

Es de gran interés la precisión final: «y además, en una vida entera, pues una golondrina no hace verano». Esto confirma que la «felicidad» aristotélica no es un estado emocional, pues los estados emocionales son siempre pasajeros, sino un juicio global que abarca a la vida en su conjunto. No es este o aquel momento, sino la vida en su conjunto, la que puede ser feliz o infeliz. La felicidad se refiere a la vida globalmente considerada, no a momentos o fases aislados de ésta.

TEXTO N.º 4

«La vida de éstos [los que practican la virtud] no necesita en modo alguno del placer como de una especie de añadidura, sino que tiene el placer en sí misma. [...] Las acciones de acuerdo con la virtud serán por sí mismas agradables. [...] Por tanto, lo mejor, lo más hermoso y lo más agradable es la felicidad, y estas cosas no están separadas [...], sino que se dan todas juntas en las actividades mejores.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1099a, cit., p. 11.

Hemos indicado antes que la felicidad aristotélica no consiste en cierto estado emocional placentero. ¿Implica esto que la vida feliz tenga que ser desagradable? Como vemos en este texto, no es así: la vida feliz (en sentido aristotélico) será también habitualmente placentera (o sea, también feliz en sentido moderno).

Ahora bien, es interesante la matización: «la vida virtuosa no necesita del placer como una especie de añadidura, sino que tiene el placer en sí misma». Esto significa: el hombre virtuoso no busca el placer —la felicidad en sentido moderno, el estado emocional positivo— de forma directa. El hombre virtuoso busca ante todo vivir correctamente, racionalmente, dignamente, desarrollando al máximo la naturaleza humana. Y cuando hace eso... habitualmente descubrirá que la vida virtuosa es, además, agradable. Es decir, el placer no es, para Aristóteles, el bien supremo, sino una especie de recompensa natural que acompaña habitualmente al que se ejercita en la virtud y la razón. Quien no lo busca —sino que más bien, se esfuerza en hacer lo correcto— se lo encuentra sin esperarlo. Quien lo busca frontalmente, no lo encuentra.

TEXTO N.º 5

«Se discute también si la felicidad es algo que puede aprenderse o adquirirse por costumbre o ejercicio, o si sobreviene por algún destino divino o incluso por fortuna. Pues si alguna otra cosa es un don de los dioses a los hombres, es razonable que también lo sea la felicidad, y tanto más cuanto que es la mejor de las cosas humanas. Pero esto sería acaso más propio de otra investigación. Parece que aun cuando no sea enviada por los dioses, sino que sobrevenga mediante la virtud y cierto aprendizaje o ejercicio, se cuenta entre las cosas más divinas. [...] Pero si es mejor ser feliz así que por la fortuna, es razonable que sea de esta manera [...] Por otra parte, sería un gran error dejar a la fortuna lo más grande y hermoso

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1099b, cit., p. 12.

Entonces, alcanzar la felicidad ¿depende fundamentalmente del propio esfuerzo, o del favor divino, o el de la fortuna? Como vemos, Aristóteles parece vacilar, pues reconoce que, si algo merece ser un regalo de los dioses, es precisamente la felicidad, pues se trata del bien más alto que los hombres pueden alcanzar. Termina inclinándose, sin embargo, por la tesis contraria: la obtención de la felicidad depende fundamentalmente «de cierto aprendizaje o ejercicio», sin que por eso deje de ser una cosa «divina». O sea, que está en manos del propio sujeto llegar a ser feliz o no. Pues «sería un gran error dejar a la fortuna lo más grande y hermoso»: es decir, sería injusto que el éxito o fracaso de los hombres dependiese sobre todo de factores ajenos a su control, como el azar o el designio inescrutable de los dioses.

TEXTO N.º 6

«Es claro, no obstante, que [el hombre feliz-virtuoso] necesita además de ciertos bienes exteriores; pues es imposible o no es fácil hacer el bien cuando se está desprovisto de recursos. Muchas cosas, en efecto, se consiguen mediante los amigos y la riqueza y el poder político. Y la falta de algunas cosas empaña la felicidad: por ejemplo, la falta de nobleza de linaje, así como la carencia de buenos hijos o de belleza. Pues no puede ser feliz del todo aquel cuyo aspecto sea completamente repulsivo, o sea mal nacido [de clase inferior], o viva solo y sin hijos, y quizá menos aún aquel cuyos hijos o amigos fueran absolutamente depravados, o, siendo buenos, hubiesen muerto. Por consiguiente, la felicidad parece necesitar también de esta clase de prosperidad, y por eso algunos identifican la buena suerte con la felicidad, en tanto que otros la identifican con la virtud.» [Y ambos —pretende decir Aristóteles— tienen parte de razón. Para alcanzar la eudaimonía es preciso practicar la virtud, pero también es necesario un mínimo de «buena suerte».]

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1099a-1099b, cit., p. 11.

En el comentario al texto n.º 5 dijimos que la obtención de la felicidad depende fundamentalmente del esfuerzo del sujeto. En este texto n.º 6 comprobamos que, en efecto, Aristóteles reconoce algún juego a la acción de circunstancias independientes de la voluntad de éste. Ciertamente, quien sea rico, de noble linaje, tenga buenos amigos e hijos, sea guapo, etc., tendrá más probabilidades de alcanzar la felicidad que quien sea pobre, feo, de baja cuna, carezca de hijos o tenga hijos depravados, etc.

Vemos, pues, cómo, frente a la cuestión ¿depende la felicidad del esfuerzo del sujeto o de circunstancias externas?, Aristóteles da una respuesta matizada: depende sobre todo del esfuerzo del sujeto... pero no puede negarse que las circunstancias tienen cierta incidencia. Viene a ser una posición «realista», a medio camino entre: 1) el fatalismo y 2) el idealismo característico, por ejemplo, de los estoicos. Los estoicos insistirán en la «libertad interior del sabio»: incluso en medio de las circunstancias externas más adversas, el sabio puede conservar su serenidad, su felicidad; cargado de cadenas en un calabozo, su mente sigue siendo libre. El ideal moral estoico es la ataraxia, que se puede traducir como «imperturbabilidad»: una indiferencia perfecta frente a las circunstancias. Hay ciertos paralelismos entre la actitud moral estoica y la recomendada por el budismo.

TEXTO N.º 7

«Tiene sentido que no llamemos feliz al buey, ni al caballo, ni a ningún otro animal, pues ninguno de ellos es capaz de participar de tal actividad [la práctica de las virtudes]. Y por la misma causa tampoco el niño es feliz: pues por su edad no puede practicar tales cosas [...]. Pues la felicidad requiere, como dijimos, una virtud perfecta y una vida entera; pues ocurren muchos cambios y azares de todo género a lo largo de la vida, y es posible que el más próspero caiga a la vejez en grandes calamidades, como se cuenta de Príamo en los poemas troyanos, y nadie estima feliz al que ha sufrido tales azares y ha acabado miserablemente.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1100a, cit., p. 12.

La concepción de la felicidad como éxito vital omnicomprensivo conduce aquí a una conclusión que resulta chocante a ojos modernos: los niños no pueden ser felices. Es chocante porque los modernos solemos considerar la infancia como la etapa feliz por antonomasia. Sin embargo, si la felicidad es algo que sólo puede predicarse de la vida globalmente considerada, es obvio que no cabe plantear la cuestión en la infancia, cuando la vida apenas comienza. En realidad, hay que esperar hasta la muerte para poder emitir un juicio definitivo. Una vida «bien encarrilada» puede frustrarse en el último momento, como le ocurre al Príamo de la Iliada, cuya vida queda ensombrecida en el último acto por el espectáculo de la destrucción de su patria.

TEXTO N.º 8

«¿Es acaso el hombre feliz después de su muerte? ¿No es esto completamente absurdo, sobre todo para nosotros que decimos que la felicidad consiste en cierta actividad? [...] [Pero] parece que para el hombre muerto existen también un mal y un bien, pero no se da cuenta de ellos: por ejemplo, honores, deshonras, prosperidad o infortunio de sus hijos y en general de sus descendientes. [...] Pues al que ha vivido venturoso hasta la vejez y ha muerto de modo análogo, pueden ocurrirle muchos cambios en sus descendientes, ser algunos de ellos buenos y alcanzar la vida que merecen, y otros al contrario [...]. Sería, en verdad, absurdo pensar que con ellos cambia también el muerto, siendo tan pronto feliz como desgraciado; pero también es absurdo suponer que las cosas de los hijos pueden en algún momento [incluso tras la muerte] dejar de interesar a los padres

Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1100a, cit., p. 13.

Y, como muestra este texto, ni siquiera en el momento de la muerte puede todavía emitirse un juicio definitivo sobre si la vida del sujeto ha sido feliz o no. Como vemos, Aristóteles conjetura que quizás habría que esperar una generación más. Ciertamente, el muerto ya no puede ser consciente de la ventura o desventura de sus hijos. Pero recordemos que la felicidad no es para Aristóteles un estado emocional, sino éxito vital «objetivo», que no requiere una percepción del sujeto. De alguien cuyos hijos se descarríen totalmente —aunque sea después de su muerte— no puede decirse que haya tenido éxito. Pues «es absurdo suponer que las cosas de los hijos pueden en algún momento [ni siquiera tras la muerte] dejar de interesar a los padres». Aristóteles afirma aquí una «comunidad de destino» entre padres e hijos que va más allá de la muerte. Si los hijos fracasan, los padres fracasan también.

TEXTO N.º 9

«Si los tiranos, por no haber gustado nunca un placer puro y libre, se entregan a los del cuerpo, no se ha de pensar por ello que éstos son preferibles: también los niños creen que lo que ellos estiman es lo mejor. [...] De modo que, como hemos dicho muchas veces, es valioso y agradable lo que lo es para el [hombre] bueno, [...], [es decir,] la actividad conforme a la virtud. La felicidad, por tanto, no está en la diversión [que es a lo que se entregan los tiranos]. Sería en verdad absurdo que el fin del hombre fuera la diversión y que se ajetreara y padeciera toda la vida por divertirse. [...] La vida feliz es la que es conforme a la virtud: vida de esfuerzo serio, y no de juego

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1176b-1177a, cit., p. 165.

Teníamos hasta ahora unas indicaciones muy genéricas sobre la equivalencia entre la felicidad, la vida según la razón y la vida virtuosa. Pero ¿en qué estilo de vida concreto se traducen éstas? Aquí Aristóteles distingue entre tres estilos de vida. El primero es, como vemos, el estilo licencioso, dedicado a la diversión y los placeres del cuerpo. Como indica Aristóteles, suele ser el preferido por «los tiranos» (los poderosos). En principio, esto podría ser visto como un indicio que indicaría que este estilo de vida es el que garantiza la felicidad, pues los poderosos, al disponer de más recursos, son los que poseen más libertad real para escoger entre formas de vida diversas. Pero, añade Aristóteles, no debemos prestar crédito a lo que escojan los tiranos, sino a lo que escoge «el hombre bueno». Los tiranos son esclavos de sus placeres; pero una vida entregada a la diversión no es una vida digna del hombre. La vida feliz es «vida conforme a la virtud: vida de esfuerzo serio», y no de diversión.

TEXTO N.º 10

«Si la felicidad es una actividad conforme a la virtud, es razonable que sea [...] [una actividad] de lo mejor que hay en el hombre. [...] [Es decir, una actividad del] entendimiento, [...] [que es] lo más divino que hay en nosotros. La cual es una actividad contemplativa [...]. Esta actividad es la más excelente (pues también lo es el entendimiento entre todo lo que hay en nosotros [...]); además, es la más continua, pues podemos contemplar continuamente más que hacer cualquier otra cosa. Y [...] la búsqueda de la verdad es, de común acuerdo, la más agradable de las actividades conforme a la virtud; [...] la filosofía encierra placeres admirables por su pureza y por su firmeza [...]. Además, la suficiencia o autarquía se dará sobre todo en la actividad contemplativa: en efecto, [...] el sabio, aun estando solo, puede practicar la contemplación, y cuanto más sabio sea, más; quizá lo hace mejor si tiene quienes se entreguen con él a la misma actividad; pero, con todo, es el que más se basta a sí mismo.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1177a, cit., pp. 165-166.

Resultará más apto para conducir a la felicidad aquel estilo de vida que más espacio deje a «lo más divino que hay en nosotros»: la contemplación, la «actividad del entendimiento», la búsqueda de la verdad. El placer procurado por la investigación intelectual es el más constante, estable y autosuficiente: el hombre disoluto necesita muchas cosas y compañeros para sus diversiones; el filósofo, en cambio, se basta a sí mismo (aunque la búsqueda cooperativa de la verdad sea más eficaz que la búsqueda solitaria). La vida del filósofo será más serena que la del licencioso, obsesionado por conseguir placer, y la del ambicioso, obsesionado por el éxito socioeconómico y los honores, ya que aquél no se afana por ningún fin externo cuya consecución es problemática, sino que encuentra dicho fin en el ejercicio de la inteligencia, y eso es algo que nadie le puede quitar.

TEXTO N.º 11

«Lo que es propio de cada uno por naturaleza es también lo más excelente y lo más agradable para cada uno; para el hombre lo será, por tanto, la vida conforme a la mente, ya que eso es primariamente el hombre. Esta vida será también, por consiguiente, la más feliz.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1178a, cit., p. 167.

Dado que el hombre es «primariamente» mente, el modo de vida en que se potencia al máximo el intelecto es el más digno del hombre, el que más hace honor a la naturaleza humana (y, por tanto, el más feliz).

III. LAS VIRTUDES

Dijimos antes que, para Aristóteles, «vida feliz» era sinónimo de «vida según la razón», y ambos, a su vez, sinónimos de «vida virtuosa». No se puede alcanzar la felicidad sin ejercitarse en las virtudes.

¿Qué son las virtudes para Aristóteles? Podemos definirlas como hábitos (hexis) favorecedores de la felicidad. Distingue dos tipos de virtudes: las intelectuales y las morales. Las primeras tienen que ver con el correcto uso de la inteligencia; las segundas, con la domesticación y modulación de las emociones y las pasiones.

Las virtudes intelectuales son la habilidad técnica (techné), la ciencia (episteme), la prudencia (phrónesis), la sabiduría (sophía) y la inteligencia (nous). Aludiremos brevemente sólo a las tres primeras.

TEXTO N.º 12

«Toda técnica [technê] versa sobre el llegar a ser, y sobre el idear y considerar cómo puede producirse o llegar a ser algo que es susceptible tanto de ser como de no ser [...]. En efecto, la técnica no tiene que ver con las cosas que son o se producen necesariamente, ni con las que son o se producen de una manera natural [...].»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1140a, cit., p. 92.

La habilidad técnica, explica Aristóteles se refiere a la producción de cosas que «son susceptibles tanto de ser como de no ser» (es decir, no habrían existido de no haber sido fabricadas por el hombre: utensilios, etc.). En cambio, la episteme se refiere al trato de la inteligencia con las cosas que, no habiendo sido creadas por el hombre, no pueden ser sino como son (la naturaleza). El artesano desarrolla la techné; el científico y el filósofo desarrollan la episteme.

TEXTO N.º 13

«Parece propio del hombre prudente [phronimos] el poder discurrir bien sobre lo que es bueno y conveniente para él mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud o para la fuerza, sino para vivir bien en general.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1140a, cit., p. 92.

La prudencia (phrónesis) se encuentra de algún modo a medio camino entre las virtudes intelectuales y las morales. Es una virtud «de segundo grado»: una virtud de virtudes. La prudencia consiste en la modulación inteligente de las demás virtudes en función del contexto: así, la generosidad es una virtud, pero no es prudente ser igualmente generoso con todas las personas y en todas las circunstancias (por ejemplo, dar dinero a un adicto que sabemos lo va a gastar en droga).

TEXTO N.º 14

«Está en nuestra mano hacer lo bueno y lo malo, e igualmente el no hacerlo. [...] Está en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos [...]. De esto parecen dar testimonio tanto cada uno en particular como los propios legisladores: efectivamente, imponen castigos a todos los que han cometido malas acciones [...], y en cambio honran a los que hacen el bien, para estimular a éstos e impedir obrar a los otros.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1113b, cit., p. 39.

TEXTO N.º 15

«Los hombres mismos son causantes de su modo de ser [...]. Esto es evidente en los que se entrenan para cualquier certamen o actividad: se ejercitan todo el tiempo. Desconocer que el practicar unas cosas u otras es lo que produce los hábitos es, pues, propio de un perfecto insensato. [...] El injusto y el licencioso podían en un principio no llegar a serlo, y por eso lo son voluntariamente; pero una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano no serlo. Como tampoco el que ha arrojado una piedra puede ya recobrarla; sin embargo, estaba en su mano no lanzarla, porque el principio estaba en él.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1114a, cit., p. 40.

TEXTO N.º 16

«Cada uno es en cierto modo causante de su propio carácter.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1114b, cit., p. 40.

TEXTO N.º 17

«Las virtudes [...] son términos medios y hábitos, generados por acciones que dependen de nosotros y son voluntarias, y que a su vez tienden a reproducir estas acciones. Pero las acciones no son voluntarias del mismo modo que los hábitos; de nuestras acciones somos dueños desde el principio hasta el fin [...]; de nuestros hábitos [somos dueños sólo] al principio, pero su incremento no es perceptible, como ocurre con las dolencias.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1114b-1115a, cit., p. 41.

En estos textos pasamos al estudio de las virtudes morales. Éstas son hábitos adquiridos mediante una reiteración de actos. Aristóteles usa alguna vez el símil de una senda abierta a través de la maleza por el paso frecuente: la primera vez que pase por allí, me costará trabajo abrirme camino; si persisto, el sendero irá quedando desbrozado, y cada vez me costará menos avanzar. Igual ocurre con la virtud: cuanto más practicada, más fácil le resulta al sujeto reaccionar en la forma correcta.

Por tanto, «está en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos». Aristóteles defiende el libre albedrío, la libertad interna (negada por los deterministas): somos responsables de nuestras vidas; no estábamos condenados —por tales o cuales factores genéticos o ambientales— a terminar actuando en esta o aquella forma.

«De esto parecen dar testimonio tanto cada uno en particular...»: La libertad nos consta, en primer lugar, por la experiencia interna: nos sentimos libres; sabemos que no somos marionetas, que realmente elegimos y nos autodeterminamos. Los deterministas dirían que esta sensación de libertad es ilusoria, pues no conocemos la complejidad de nuestros propios engranajes, que nos obligan a terminar actuando en determinada forma; Aristóteles piensa que es una sensación fiable.

«... como los propios legisladores»: Las leyes siempre han castigado las conductas más perversas. Ahora bien, si los deterministas tuvieran razón, las sanciones serían injustas (pues el sujeto no sería realmente responsable de sus actos: el delincuente estaba «obligado» —por su herencia genética, su educación, etc.— a cometer su delito) y, sobre todo, ineficaces (la sanción existe para disuadir al delincuente potencial: ahora bien, si el delincuente está «predestinado» a delinquir, la disuasión resultará inútil).

«El injusto y el licencioso podían en un principio no llegar a serlo, y por eso lo son voluntariamente; pero una vez que han llegado a serlo, ya no está en su mano no serlo»: La reiteración de actos va modelando el carácter, y generando ciertos automatismos en la conducta, que pueden ser positivos (virtudes) o negativos (vicios). Los automatismos negativos pueden ser muy poderosos: el sujeto puede terminar siendo esclavo de sus vicios. ¿Pierde entonces su libertad? Si consideramos la vida del sujeto como un todo, la libertad prevalece: nadie obligaba al vicioso a adquirir el vicio del que ha terminado siendo esclavo. El drogadicto, por ejemplo, puede que no sea libre de tomar o no la siguiente dosis: pero nadie le obligó a tomar la primera. Somos responsables, pues, de los automatismos que desarrollamos: escogemos afianzar unas u otras tendencias en nuestro carácter; vamos modelando nuestra personalidadad a través de decisiones libres que, mediante su reiteración, generan hábitos.

«Las virtudes son términos medios ...»: Encontramos aquí la doctrina aristotélica del justo medio. Lo tradicional era oponer la virtud al vicio: por ejemplo, la valentía es lo contrario de la cobardía. Esto implicaría que en la virtud nunca se puede pecar por exceso: nunca se puede ser, por ejemplo, «demasiado valiente». La originalidad de Aristóteles estriba en indicar que cada virtud se opone, en realidad, a dos vicios antitéticos, siendo el «justo medio» entre ellos. Por ejemplo, la valentía no sólo se opone a la cobardía, sino también a la temeridad.

TEXTO N.º 18

«El valor [...] es un término medio entre la cobardía y la temeridad [...]. Ahora bien, lo más temible es la muerte: es una terminación [...]. Pero tampoco parece que el valiente lo sea ante la muerte en todos los casos: por ejemplo, en el mar o en las enfermedades. ¿En qué casos entonces [debe el valiente dominar su temor a la muerte]? ¡Sin duda en los más nobles! Tales son los de la guerra: ese riesgo es, en efecto, el mayor y el más noble [...]. En el más alto sentido se llama, pues, valiente al que no tiene miedo de una muerte gloriosa [en el campo de batalla].»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1115a, cit., p. 42.

TEXTO N.º 19

«La muerte y las heridas serán penosas para el valiente y contra su voluntad, pero las soportará porque es hermoso [asumirlas], y porque es vergonzoso no hacerlo. Y cuanto más virtuoso y feliz sea, tanto más penosa le será la muerte, pues para un hombre así la vida es más preciosa que para nadie [...] Pero no por eso será menos valiente [...] Así pues, no todas las virtudes pueden practicarse con placer.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1117b, cit., pp. 46-47.

La valentía es caracterizada por Aristóteles como un «justo medio» entre temeridad y cobardía. No consiste, pues, en no sentir miedo —eso sería temeridad— sino en ser capaz de sobreponerse al miedo cuando la situación lo requiere.

El banco de pruebas por excelencia para el valor es el campo de batalla: allí se afronta el mayor de los peligros (la posibilidad de morir: además, en la batalla, se trata habitualmente de hombres jóvenes, que aún podrían vivir muchos años); se pone la vida en juego por una causa elevada que lo merece: la defensa de la patria.

No hay valor, pues, ni en el temerario que no es consciente del peligro, ni en el desesperado al que le da igual vivir que morir; éste no teme realmente perder la vida. De ahí el énfasis de Aristóteles en que al virtuoso «la muerte le resultará penosa, pues para un hombre así la vida es más preciosa que para nadie».

Las demás virtudes morales también son caracterizables de la misma forma: así, la mansedumbre viene a ser el justo medio entre la irascibilidad y la pusilanimidad; la temperancia, el justo medio entre sensualidad e insensibilidad; la generosidad, el justo medio entre avaricia y prodigalidad...

IV. LA JUSTICIA

TEXTO N.º 20

«De la justicia parcial [pues la justicia «total» consiste en la práctica de todas las demás virtudes], una especie [llamada «justicia distributiva»] es la que se practica en las distribuciones de honores, o dinero o cualquier otra cosa que se reparta entre los que tienen parte en el régimen, [...] y otra especie [la «justicia sinalagmática»] es la que regula o corrige los modos de intercambio o trato. Esta última tiene dos partes, pues unos modos de trato son voluntarios, como la compra, la venta, el préstamo de dinero, la fianza, [...], y otros involuntarios. Y de estos últimos, unos son clandestinos, como el robo, el adulterio, el envenenamiento [...], y otros son violentos, como el ultraje, el rapto, el homicidio [...].»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1130b-1131a, cit., pp. 73-74.

TEXTO N.º 21

«Todos están de acuerdo en que la justicia distributiva debe consistir en la conformidad de la distribución con determinados méritos, si bien no todos coinciden en cuanto al mérito mismo, pues los democráticos lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la riqueza o nobleza, y los aristocráticos en la virtud. Lo justo es, pues, una proporción [entre el mérito acumulado y la porción distributiva recibida].»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1131a, cit., p. 74.

El tratamiento aristotélico de la justicia nos interesa especialmente, pues es la virtud más relacionada con el Derecho. Ahora bien, el término «justicia» tiene dos acepciones en Aristóteles: la justicia «total» y la «parcial». La justicia «total» no es sino la suma de todas las demás virtudes; carecería en realidad de un contenido propio: consistiría una metavirtud omnicomprensiva; «hombre justo» sería, en esta primera acepción, simplemente sinónimo de «hombre virtuoso» (u «hombre cumplidor de las leyes» —hay que entender que de las leyes morales— como dice Aristóteles en otro lugar).

Pero la justicia «parcial» sí sería una virtud más, con un contenido específico. Ahora bien, existen dos modalidades: la justicia distributiva y la sinalagmática; y esta última, a su vez, se desdobla en otras dos: justicia conmutativa y justicia penal.

La justicia distributiva «es la que se practica en las distribuciones de honores, dinero o cualquier otra cosa que se reparta entre los que tienen parte en el régimen»: es decir, presupone un eje vertical, en el que unas autoridades deben distribuir algún bien (Aristóteles habla de «honores o dinero»; hoy quizás hablaríamos de subsidios, ayudas sociales, prestaciones estatales, etc.) entre ciudadanos sometidos a ellas. Parece, pues, que la justicia distributiva opera en el ámbito del Derecho público. La cuestión es: ¿con arreglo a qué criterios deberían asignarse los bienes que distribuye el Estado? Aristóteles habla de la «conformidad de la distribución con determinados méritos»: atribuye, pues, una inspiración meritocrática a la justicia distributiva; a cada cual, según sus méritos.

Constata a renglón seguido, sin embargo, que no existe acuerdo en torno a lo que deba entenderse por «mérito», y que los distintos «partidos políticos» conciben el mérito en forma diversa: «los democráticos lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la riqueza o nobleza, y los aristocráticos en la virtud». Esto significa: el partido democrático considera que todos los ciudadanos tienen aproximadamente el mismo mérito (es decir, todos contribuyen al bien común aproximadamente en la misma medida), y por tanto los bienes cuya distribución corresponda al Estado deberían ser asignados en forma igualitaria; el partido oligárquico estima que los más ricos aportan más a la comunidad, y por tanto deberían recibir también una porción mayor de los bienes que el Estado distribuya; el partido aristocrático, finalmente, estima que los que más aportan a la comunidad no son los más ricos, sino los más virtuosos, y ellos deberían ser, por tanto, los más favorecidos por las distribuciones estatales.

La justicia sinalagmática, en cambio, opera en el ámbito del Derecho privado, de las relaciones entre particulares. Si el principio que guía a la justicia distributiva es el meritocrático, en el caso de la sinalagmática se trata de un principio de «preservación de la igualdad». Es decir, se presupone que los particulares que entran en relación patrimonial eran «iguales» antes de entrar en contacto, y la justicia sinalagmática debe velar por el mantenimiento de dicha igualdad.

La justicia conmutativa es la modalidad de justicia sinalagmática que se refiere a los «modos de trato voluntarios, como la compra, la venta, el préstamo de dinero, la fianza...». Es decir, el Derecho de obligaciones y contratos: los intercambios voluntarios de bienes y servicios. ¿Cómo «preservar la igualdad» en este caso? La igualdad se vería afectada si uno de los contratantes cobrase al otro un precio abusivo por el bien o servicio intercambiado: la justicia conmutativa vela, pues, por la equivalencia de las contraprestaciones. Aristóteles cree en el «valor de uso» o «precio natural»: cree que las cosas tienen un «precio justo» objetivo, y que la justicia conmutativa queda vulnerada si su «valor de cambio» (su precio de mercado) se aparta del precio natural.

Finalmente, tenemos los «modos de trato involuntarios [...] como el robo, el adulterio, el envenenamiento [...], el ultraje, el rapto, el homicidio». Se ocupa de ellos la justicia penal. Puede parecer extraño que Aristóteles se refiera a los delitos como «modos de trato»: pero, en definitiva, en todas las figuras delictivas se produce una relación entre particulares (sólo que no deseada por una de las partes: ésta es la diferencia respecto a los contratos), en virtud de la cual determinados bienes pasan de unas manos a otras, o bien son simplemente destruidos, como en el caso del homicidio. La justicia penal de algún modo viene guiada también por el principio igualitario característico de la justicia sinalagmática; se trata de restablecer la «igualdad» alterada por el delito: por ejemplo, obligando al ladrón a restituir lo robado —sin perjuicio de que sufra también una pena de cárcel— o, si esto ya no es posible [como en el homicidio], que expíe la falta cometida mediante un sufrimiento equivalente [ley del talión: pena de muerte para los asesinos].

TEXTO N.º 22

«La justicia política se divide en natural y legal; natural, la que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de lo que parezca o no, y legal la de aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero que, una vez establecido, ya no da lo mismo: por ejemplo, [...] que se deba sacrificar una cabra y no dos ovejas. [...] La justicia fundada en la convención y en la utilidad es semejante a las medidas: las medidas del trigo y del vino no son iguales en todas partes [...]. De la misma manera, las cosas que no son justas por naturaleza sino por convenio humano no son las mismas en todas partes, puesto que no lo son tampoco los regímenes políticos.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1135a, cit., p. 81.

En este texto, Aristóteles hace su contribución al debate —que se remontaba al menos a los sofistas— acerca de si las concepciones de lo justo son naturales (y, por tanto, válidas en todo tiempo y lugar) o histórica y culturalmente relativas (cada pueblo y cada época tendrían las suyas). Los sofistas, precisamente por haber constatado en sus viajes la variabilidad histórico-geográfica del nomos (las leyes positivas, los criterios históricos de lo justo), le habían contrapuesto el concepto de physis (lo «justo por naturaleza», que sería lo mismo en todas partes, con independencia de que las leyes positivas y las culturas correspondientes se hagan o no eco de ello).

Aristóteles recoge este esquema, distinguiendo entre «lo justo natural», que es tal por la misma naturaleza de las cosas, no por convención, y «lo justo legal», que es fruto de una convención, y que por tanto varía en función del lugar y la época: los ejemplos escogidos —unidades de medida, detalles de los rituales religiosos— son muy ilustrativos.

TEXTO N.º 23

«Hemos de hablar ahora de la equidad [epiekeia] [...] Lo equitativo es justo, pero no en el sentido de la ley, sino como una rectificación de la justicia legal. La causa de ello es que toda ley es universal, y hay cosas que no se pueden tratar rectamente de un modo universal. [...] Por tanto, cuando la ley se expresa universalmente y surge a propósito de esa cuestión algo que queda fuera de la formulación universal, entonces está bien, allí donde no alcanza el legislador [...], corregir la omisión, [añadiendo] aquello que el legislador mismo habría dicho si hubiera estado allí y habría hecho constar en la ley si hubiera sabido.»

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1137b, cit., pp. 86-87.

La «equidad» aristotélica viene a ser una virtud específica del gremio jurídico; o, más concretamente, de los encargados de interpretar y aplicar las leyes. «Toda ley es universal, y hay cosas que no se pueden tratar rectamente de un modo universal»: la equidad guarda relación con la tensión entre la generalidad característica de toda ley y la singularidad de los casos reales a los que debe ser aplicada. Como el legislador no puede tener presentes todos y cada uno de los posibles casos reales, corresponde al intérprete modular la aplicación de la norma en función de las circunstancias particulares propias del caso, determinar si éste es o no subsumible en el tipo abstracto previsto en la norma, prolongar el razonamiento del legislador, extendiendo analógicamente la norma hasta más allá de lo abarcado por su tenor literal, etc.

V. EL ESTADO

TEXTO N.º 24

«La asociación natural y permanente es la familia [...]. La asociación de muchas familias [...] es la aldea [...]. La asociación de muchas aldeas forma un Estado [polis] completo, que llega, si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida, y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.»

ARISTÓTELES, Política, I, 1, trad. de P. de Azcárate, Espasa-Calpe, Madrid, 1985, pp. 22-23.

Como vemos, Aristóteles concibe el Estado como la culminación de un proceso histórico de socialización, cuyos hitos anteriores más importantes fueron la familia y la aldea. La novedad cualitativa que aporta el Estado, como vemos, es la autosuficiencia: el Estado, en efecto, debe ser independiente en lo político (no debe obediencia a ningún ente superior), autárquico en lo económico (el Estado aristotélico es una ciudad-Estado rodeada de una comarca agrícola que permite a la comunidad autoabastecerse en lo esencial), e incluso autónomo en lo cultural y lo religioso (cada ciudad-Estado posee sus propias divinidades tutelares, sin perjuicio del culto a los dioses del panteón panhelénico, adorados por todos los griegos).

Por cierto, la aparición del Estado no implica la desaparición de las unidades sociales históricamente anteriores. Aristóteles —a diferencia de Platón, que prevé la desaparición de la familia en las dos castas superiores de su Estado ideal— no fue un pensador antifamiliarista: la familia sobrevive en el seno del Estado, que respeta su función educativa.

TEXTO N.º 25

«La ciudad [el Estado] no consiste en la comunidad de domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de intercambio. Estas condiciones preliminares son muy indispensables para que la ciudad exista; pero, aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación para el bienestar y la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se basta a sí misma. [...] Y así, la asociación política tiene ciertamente por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común

ARISTÓTELES, Política, III, 5, cit., pp. 90-91.

La función más importante del Estado no es hacer posible la vida económica, fomentar la prosperidad y los intercambios, ni siquiera garantizar los derechos. Todo esto son «condiciones preliminares», quizás asumibles por unidades sociales inferiores. Lo que define al Estado es el hecho de ser una «asociación para el bienestar y la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes». Es decir, el Estado no existe sólo para facilitar el bienestar económico y material de los individuos y las familias, sino también, sobre todo, para ayudarles a alcanzar la virtud y la felicidad. Esto es importante: implica que Aristóteles no reconoce la cesura moderna entre ética y política; para Aristóteles, la política es simplemente la proyección social-colectiva de la ética; la concepción liberal moderna, en cambio, tiende a considerar que la ética pertenece a la esfera privada, y el Estado no existe para obligar a las personas a ser buenas, sino simplemente para garantizar un marco de coexistencia pacífica.

El Estado aristotélico es Estado-moralista y Estado-pedagogo: su tarea más importante es colaborar con las familias en la educación moral de los jóvenes, ayudándoles así a alcanzar la felicidad.

TEXTO N.º 26

«Platón propone en su República [...] que los hijos, las mujeres y los bienes deben ser comunes a todos los ciudadanos. [...] [Pero] Si los mil niños de la ciudad pertenecen a cada ciudadano, no como hijos suyos, sino como hijos de todos, sin hacer distinción de tales o cuales, será bien poco lo que se cuidarán de semejantes criaturas. [...] ¿Vale más que cada ciudadano diga de dos mil o de diez mil niños, al hablar de cada uno de ellos: «he aquí mi hijo», o es preferible lo que el uso actualmente tiene establecido?»

ARISTÓTELES, Política, II, 1, cit., pp. 45-46.

Este texto confirma lo que apuntábamos supra: Aristóteles critica la propuesta platónica de abolición de la familia. En un régimen sexual comunal, no habrá forma de saber quién es hijo de quién: las líneas de paternidad-filiación quedarían en la incertidumbre. Aristóteles apunta que una situación tal perjudicaría sobre todo a los niños. Pues está inscrita en la naturaleza humana la inclinación a preocuparse más de aquel niño que es «sangre de su sangre»2. Los padres necesitan la certeza de que el niño es suyo, para corresponsabilizarse adecuadamente de su educación. Si los niños son criados de manera indistinta por la colectividad —y no ya por sus padres— los resultados serán mucho peores.

TEXTO N.º 27

«Así, el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones [la familia y la aldea], cuya culminación última es el Estado. Porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia [...]. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad [...] es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana [un dios].»

ARISTÓTELES, Política, I, 1, cit., p. 23.

Aquí encontramos otra idea importante de la filosofía política aristotélica: la «naturalidad» de la comunidad política. El Estado es una realidad natural, y el hombre «es un animal político». Esto no significa que haya habido Estados desde que existen hombres: vimos antes cómo el Estado fue precedido por otras comunidades más simples (la familia y la aldea). Significa, más bien, que sólo en el contexto del Estado puede el hombre desarrollar completamente su naturaleza: el Estado proporciona el marco adecuado para la actualización de las mejores potencialidades humanas. Esta idea debe ser puesta en relación con el importante papel que atribuye Aristóteles al Estado como educador moral: sólo en el marco del Estado y la familia puede el individuo, pues, cultivar las virtudes, realizando así plenamente la naturaleza humana.

Wolfgang Kersting lo explicó muy bien:

«El hombre es por naturaleza un ser político»: este principio contiene in nuce todo el aristotelismo político. La política clásica considera el bios politikos, la forma de existencia política, la vida del ciudadano con sus semejantes en una comunidad política, como la única forma de vida humana conforme a la naturaleza. Sólo en la comunidad [...] del dialogar y el interactuar se pueden desarrollar las capacidades naturales que definen al hombre: su racionalidad, su capacidad lingüística y su capacidad de actuar. El hombre tiende naturalmente hacia el ciudadano. [...] Sólo mediante la participación en la obra política común consigue su realización humana, moral e individual3.

Suele considerarse que la filosofía política moderna surge precisamente cuando se abandona esta idea de la «naturalidad» de la comunidad política. En efecto, la filosofía política moderna nacería con los teóricos del contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau, etc.), que conciben el Estado como el resultado de un pacto (por tanto, el Estado y el Derecho son artificios, convenciones, y no realidades naturales).

TEXTO N.º 28

«La naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra [el lenguaje] al hombre exclusivamente. [...] La palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.»

ARISTÓTELES, Política, I, 1, cit., pp. 23-24.

Aquí Aristóteles establece una interesante correlación entre tres dimensiones que se dan sólo en el hombre: la moral, la política y la verbal. En efecto, el hombre es el único animal parlante; y, como «la naturaleza no hace nada en vano», cabe conjeturar que ha atribuido la palabra al hombre para hacer posible la interacción en el seno de una comunidad política. A su vez, gracias a la palabra, el hombre puede formular valoraciones morales (y sin moral no habría Estado: recuérdese la importancia de la continuidad ética-política en Aristóteles).

TEXTO N.º 29

«No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte. Pues una vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos [...].»

ARISTÓTELES, Política, I, 1, cit., p. 24.

Este texto no debe ser entendido en el sentido de una superioridad ontológica y moral del Estado sobre el individuo, como en los sistemas totalitarios, sino que más bien enfatiza la dependencia del individuo respecto al Estado (pues el individuo precisa el marco sociopolítico para dar toda su medida como ser humano, como hemos visto antes)4. El Estado no es un organismo con vida y fines propios, que se sirva de los individuos como instrumentos. El Estado es sólo el marco en el que los individuos pueden desarrollar sus mejores capacidades. El Estado está al servicio de los individuos, no al revés.

VI. ESCLAVITUD

TEXTO N.º 30

«La naturaleza [...] ha creado a unos seres para mandar, y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, y también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo. Y, de esta suerte, el interés del señor y el del esclavo se confunden

ARISTÓTELES, Política, I, 1, cit., p. 22.

TEXTO N.º 31

«Los poetas no se engañan cuando dicen: Sí, el griego tiene derecho a mandar sobre el bárbaro [Eurípides, Ifigenia, V, 1400]. Pues la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fueran una misma cosa

ARISTÓTELES, Política, I, 1, cit., p. 22.

TEXTO N.º 32

«Cuando uno es inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el animal respecto del hombre —y tal es la condición de aquellos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su ser— se es esclavo por naturaleza. Estos hombres [...] no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor. [...] La utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o menos del mismo género.»

ARISTÓTELES, Política, I, 2, cit., p. 27.

Aristóteles es hijo de su tiempo en lo que se refiere a las ideas sobre la esclavitud: habrá que esperar hasta los estoicos para encontrar cierto cuestionamiento de la institución5, al menos en el plano moral.

Como puede apreciarse en los textos 30 y 32, Aristóteles da por supuesto que algunos hombres son incapaces de conducir racionalmente sus propias vidas; lo más beneficioso para ellos, pues, es estar sometidos a la autoridad de un amo. Aristóteles insiste en que la esclavitud es una institución natural, benéfica para ambas partes («el interés del señor y el del esclavo se confunden»). Debe recordarse que el sistema productivo en la Antigüedad se apoyaba enteramente en el recurso a la mano de obra esclava.

El texto 30 añade un matiz etnocéntrico: los «hombres inferiores, nacidos para obedecer» resultan ser los bárbaros (es decir, los no griegos). Los griegos, pues, tienen derecho natural a someter a los no griegos: «la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fueran una misma cosa».

VII. IMPERIO DE LA LEY

TEXTO N.º 33

«La consecuencia más evidente que se desprende de nuestra discusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes fundadas en la razón, y que el magistrado, único o múltiple, sólo debe ser soberano en aquellos puntos en que la ley no ha dispuesto nada por la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los pormenores.»

ARISTÓTELES, Política, III, 6, cit., pp. 94-95.

TEXTO N.º 34

«Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos. Y, por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley. [...] Cuando se reclama la soberanía de la ley, se pide que la razón reine a la par que las leyes. En cambio, pedir la soberanía para un rey es hacer soberanos al hombre y a la bestia, porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando están en el poder, incluso a los mejores. La ley, por el contrario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones.»

ARISTÓTELES, Política, III, 11, cit., p. 106.

Como vemos, Aristóteles atribuye una gran relevancia al Derecho, asociando el «gobierno de las leyes» con el imperio de la razón, y el «gobierno de los hombres» con el de las pasiones. Lo ideal es que gobiernen las leyes: que éstas zanjen un máximo de asuntos, y que el margen de discrecionalidad de los gobernantes sea muy reducido; ellos deben limitarse a aplicar las leyes. Aristóteles da por supuesto que, si el margen de discrecionalidad personal es grande, los gobernantes derivarán probablemente hacia la tiranía y la corrupción. Las leyes ofrecen la ventaja de ser impersonales; inaccesibles, por tanto, a las pasiones y tentaciones humanas.

Esta idea aristotélica del «gobierno de la ley» ha sido reconocida como un antecedente de la idea liberal del rule of law, el Estado de Derecho6.

Nótese el contraste respecto a Platón, quien, en su República, prescindía de las leyes y confiaba todo al leal saber y entender de los sabios gobernantes: su República sería un Estado gobernado por filósofos. Las leyes positivas serían un estorbo que encorsetaría el libre despliegue del benéfico gobierno de los sabios. Platón presupone que, si el poder se pone en manos de los mejores, no serán necesarias las leyes. Aristóteles, en cambio, parte de una desconfianza sistemática hacia los gobernantes (aunque sean los mejores).

TEXTO N.º 35

«Hay leyes fundadas en las costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes escritas. Y, si es posible que se encuentren en la voluntad de un monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que en estas leyes, cuya fuerza descansa por completo en las costumbres.»

ARISTÓTELES, Política, III, 11, cit., p. 107.

Se podría objetar: «pero las leyes no son impersonales, porque son hechas también por seres humanos». La respuesta a esa objeción la tenemos en el texto 35: el tipo de leyes en que está pensando Aristóteles no son decretos de un legislador unipersonal o colegiado, sino unos principios consuetudinarios, que se decantan a lo largo de siglos y no pueden, por tanto, ser imputados a ningún legislador concreto. En ellos cristaliza la experiencia colectiva y la sabiduría popular (Savigny hablará dos mil años más tarde del «espíritu del pueblo» [Volksgeist] como el verdadero legislador)7.

Desde la óptica moderna, esto puede parecer una sobrevaloración de la costumbre... pero debe recordarse que, incluso hoy, la constitución de un Estado tan importante como Gran Bretaña es en gran parte consuetudinaria.

La concepción jurídica de Aristóteles (con su énfasis en lo consuetudinario y su prevención frente a lo personal-legislativo) recuerda a la de Friedrich A. Hayek en el siglo XX8. Cabe encontrar también un parentesco respecto al concepto de common law en los países anglosajones: en su sentido originario, el common law es Derecho constituido por la costumbre y transmitido por la tradición, que recibe su configuración y corroboración definitiva por medio de las decisiones judiciales. La función del statute law (Derecho legislativo), en principio, no es otra que la desarrollar y adaptar dicho Derecho consuetudinario (otra cosa es que, a partir del siglo XIX, el statute law haya ganado cada vez más terreno, sobrepasando esa función original de mera fijación del common law).

VIII. FORMAS DE GOBIERNO

TEXTO N.º 36

«Todas las constituciones hechas en vista del interés general son puras [...]; y todas las que sólo tienen en cuenta el interés personal de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una corrupción de las buenas constituciones. Estas últimas se aproximan al poder del señor sobre el esclavo, siendo así que la ciudad [debe ser] una asociación de hombres libres.»

ARISTÓTELES, Política, III, 4, cit., pp. 86-87.

TEXTO N.º 37

«Cuando el gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le llama monarquía. Con la misma condición, al gobierno de la minoría [...] se le llama aristocracia [= «gobierno de los mejores»]; y se la denomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, y porque el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, al gobierno [...] se le llama república [politeia].»

ARISTÓTELES, Política, III, 5, cit., p. 87.

TEXTO N.º 38

«Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que es la corrupción de la monarquía; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia [demokratía], que lo es de la república. La tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés general del monarca; la oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general.»

ARISTÓTELES, Política, III, 5, cit., p. 88.

En estos tres textos encontramos lo esencial de la teoría aristotélica de las formas de gobierno. A diferencia de Platón (cuya teoría de las formas de gobierno tiene un matiz prescriptivo-normativo: una teoría del Estado ideal), Aristóteles propone una teoría más bien descriptiva: su objetivo es conseguir una clasificación de las constituciones posibles, más que el diseño de una constitución ideal.

La clasificación aristotélica resulta de la combinación de un criterio cuantitativo que atiende al número de los que gobiernan (uno, unos pocos, o la mayoría) con otro cualitativo, que atiende al hecho de si el poder es ejercido en beneficio propio o en aras del interés general. Yuxtaponiendo los dos criterios, nos resultan tres constituciones puras (monarquía, aristocracia y república: el poder es ejercido en función del bien común por uno, unos pocos, o la mayoría) y tres corruptas (tiranía, oligarquía y demagogia: el poder es ejercido en función del interés personal o de clase por uno, unos pocos, o muchos).

El hecho de que gobierne la mayoría no garantiza que el poder sea ejercido con arreglo a lo exigido por el bien común: en el régimen demagógico, la clase baja, que es numéricamente mayoritaria, se hace con el poder y lo ejerce con arreglo a su propio interés de clase (es lo que Marx habría llamado «dictadura del proletariado»), buscando la revancha sobre los ricos. Para Aristóteles, este régimen es tan corrupto como la dictadura de clase de los ricos (oligarquía).

Las preferencias de Aristóteles se dirigen hacia la «constitución mixta»9, que combina elementos del régimen aristocrático con otros del régimen republicano.

1 Vid. D. S. HUTCHINSON, «Ethics», en J. BARNES (ed.), The Cambridge Companion to Aristotle, Cambridge University Press, Cambridge, 1999, pp. 199 ss.

2 Una formulación contemporánea de la misma idea: «La organización de la familia nuclear está basada [en parte en] [...] la predisposición a defender los intereses de nuestros parientes genéticos, con preferencia a los de aquellos con quienes no tenemos parentesco genético. Es lo que suele llamarse «idoneidad inclusiva [inclusive fitness]» o «nepotismo genético». En lo que se refiere a los niños, esto implica que los hombres y las mujeres parecen haber sido conducidos por la evolución a sacrificarse más por los niños que están relacionados genéticamente con ellos, que por los que no lo están. Este favoritismo biológico parece ser la regla en todo el mundo» [David POPENOE, «The Evolution of Marriage and the Problem of Stepfamilies: A Biosocial Perspective», en Alan BOOTH y Judy DUNN (eds.), Stepfamilies: Who Benefits? Who Does Not?, Lawrence Erlbaum Associates, Hillsdale (NJ), 1994, p. 9].

3 Wolfgang KERSTING, Die politische Philosophie des Gesellschaftsvertrags, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1994, p. 2.

4 «Si esta analogía [el Estado como el todo y el individuo como la parte] es tomada en serio, Aristóteles estaría defendiendo una forma extrema de totalitarismo: no simplemente la doctrina según la cual el bien del individuo debe estar subordinado al bien superior del Estado, sino incluso la doctrina más extrema según la cual el individuo no tiene ningún bien independiente y propio, pues su bien se identifica con su contribución al bien del Estado. [...] [Pero] En realidad, la visión de la relación Estado-individuo que predomina en Aristóteles es más bien la antítesis de esto. Distingue expresamente entre la autoridad política y la autoridad del amo sobre su esclavo (Política, I, 7) con el argumento de que, mientras la segunda es ejercida sobre los que son incapaces de ejercer un control racional sobre sus vidas, la primera lo es sobre los que son “libres e iguales”, y debe por tanto tener por finalidad la promoción del bien de aquellos que la aceptan libremente» (C. C. W. TAYLOR, «Politics», en The Cambridge Companion to Aristotle, cit., p. 240).

5 «El principio de la esclavitud nunca fue seriamente puesto en duda [por Aristóteles]; e incluso las demás escuelas filosóficas, epicureísmo y estoicismo, aun proclamando la igualdad moral de los hombres, no intentaron en absoluto tratar este tema en un plano político» (Jean TOUCHARD, Historia de las ideas políticas, Tecnos, Madrid, 1985, p. 27).

6 «Cuando Aristóteles alaba el gobierno de las leyes, muy probablemente piensa en aquellas normas generales, conocidas por todos los ciudadanos, que se escribían en su tiempo en las paredes de los edificios públicos o en trozos especiales de madera o piedra, tales como los kurbeis que los atenienses utilizaban a este fin. El ideal de una ley escrita, concebida de una manera general y cognoscible para todos los ciudadanos [...] es uno de los dones más preciados que los padres de la civilización occidental transmitieron a la posteridad. Aristóteles sabía bien el daño que una norma arbitraria, contingente e imprevisible (ya fuera un decreto aprobado por las turbas en el ágora ateniense, o la orden caprichosa de un tirano de Sicilia) podía producir a las personas normales [...]. Así, consideraba que las leyes, es decir, las normas generales promulgadas en términos precisos y cognoscibles para todo el mundo, constituían una institución indispensable para los ciudadanos que deseaban ser llamados “libres”, y Cicerón se hizo eco de este concepto aristotélico en su famosa sentencia de la Oratio pro Cluentio: «omnes legum servi sumus ut liberi esse possimus» [“todos somos siervos de la ley para poder ser libres”]» (Bruno LEONI, La libertad y la ley [1961], Unión Editorial, Madrid, 2011, p. 92).

7 Vid. Lección 6 de este libro.

8 Vid., por ejemplo, Friedrich A. HAYEK, Camino de servidumbre [1944], Alianza, Madrid, 2000, pp. 105 ss.

9 «La idea de una clase media dominante, que evite los abusos de los aristócratas y los ricos y, de otro lado, ponga un coto razonable a las pretensiones revolucionarias de los pobres y los demagogos, es la solución propuesta [por Aristóteles] para garantizar una cierta paz y estabilidad, apoyada por una legislación avanzada y una constitución mixta, que combina las ventajas de varios sistemas de gobierno» [Carlos GARCÍA GUAL, «La Grecia antigua», en F. VALLESPÍN (ed.), Historia de la teoría política, vol. I, Alianza, Madrid, 1990, p. 151].