LECCIÓN 3

LA ESCOLÁSTICA FRANCISCANA: DUNS ESCOTO Y GUILLERMO DE OCKHAM

I. INTRODUCCIÓN

La escolástica franciscana representa, básicamente, una reacción «conservadora» frente a la influencia laicizante del aristotelismo en la filosofía cristiana. Desde que el pensamiento de Aristóteles (en muchos casos, un Aristóteles mediado por los grandes pensadores musulmanes, como Avicena o Averroes) es redescubierto por los europeos a mediados del siglo XII, la filosofía escolástica intenta «edulcorar» el legado del Estagirita, aprovechándolo para sus propios fines de apuntalamiento racional del dogma cristiano (fides quaerens intellectum). El pensamiento de Santo Tomás es la máxima expresión de esta cristianización de Aristóteles (y, más genéricamente, del pensamiento griego): Santo Tomás intenta poner las categorías y la potencia lógica del Filósofo al servicio de la justificación racional del dogma. La obra de Escoto y Ockham, por el contrario, marca el fin de la escolástica (en la medida en que el supuesto de ésta era la armonizabilidad de razón y fe). Ellos reconocerán que la visión griega y la visión cristiana del cosmos son incompatibles. La primera viene informada por lo que Gilson llamó «necesitarismo greco-árabe del entendimiento»: un mundo presidido por el determinismo racional, en el que omnia ex necessitate eveniunt (Avicena), en el que no hay creación libre, sino emanación indefectible.

Frente al necesitarismo helénico, los pensadores franciscanos propondrán un universo contingente, en el que todo depende de la libérrima voluntad divina. Una voluntad no vinculada por la razón, ni por esencias universales (géneros y especies). La destrucción de los universales —preparada por Escoto y consumada por la «navaja» de Ockham— encuentra su sentido en este impulso de fondo: reivindicación intransigente de la contingencia de lo creado y de la soberanía divina. Dios crea porque y como quiere, y no debe verse limitado o dirigido en su acto creador por los universales. Dios crea individuos (no species), y se relaciona directamente con ellos, sin necesidad de intermediarios: suprimida la pantalla de los universales, el nominalismo ockhamista deja al Creador y a su criatura solos, cara a cara. Pero en ese mundo contingente resultará ya imposible remontarse demostrativamente desde lo creado hasta el Creador (pues sólo donde hay necesidad racional hay demostrabilidad); la mayor parte de los contenidos de fe —reconoce el Escoto de los Theoremata, y más claramente aún Ockham— son indemostrables: la razón, abandonada a sí misma, va a parar a lugares distintos que el dogma. Escoto y Ockham desvinculan razón y fe, poniendo así fin a la empresa escolástica1. En filosofía moral y filosofía del Derecho, el giro «deshelenizante» de los franciscanos se manifiesta, como vamos a ver, en un rechazo del iusnaturalismo racionalista de Santo Tomas, sustituido por una suerte de positivismo teónomo2.

Hemos preferido omitir a las figuras menores de la escolástica franciscana (S. Buenaventura, Roger Bacon, etc.), a fin de tratar con un mínimo de profundidad a Escoto y Ockham, sus dos representantes con verdadero peso en la historia del pensamiento.

II. DUNS ESCOTO: VIDA Y OBRAS

El Doctor Subtilis Juan Duns Escoto nació en Maxton (Escocia), probablemente en 1266. Debió incorporarse a la orden franciscana hacia los doce años, siendo ordenado sacerdote en 1291. Parece haber estudiado en París bajo la dirección de Gonzalo de Balboa entre 1293 y 1296; entre 1296 y 1302 permanece en Oxford. En 1302 regresó a París, donde comentó las Sentencias de Pedro Lombardo, pero en 1303 fue expulsado por apoyar al partido pontificio en el contencioso que enfrentó al rey Felipe el Hermoso con el Papa Bonifacio VIII. Quizás pasó el año de destierro en Londres, donde podría haber coincidido con Ockham3. Volvió a París en 1304; fue enviado a Colonia en 1307, donde murió el año siguiente.

Existe gran polémica entre los investigadores en lo que se refiere a la fijación del canon escotista: algunas obras le pueden ser imputadas con certeza; otras sufrieron adiciones o modificaciones a manos de sus discípulos; sobre la paternidad de otras que le son tradicionalmente atribuidas existen hoy fundadas dudas. Entre las que indudablemente fueron escritas por Escoto figuran el tratado De primo principio, el Opus oxoniense, los Reportata parisiensia, las Quaestiones in Metaphysicam y uno de los libros de Quaestiones quodlibetales. La autenticidad de los Theoremata (obra importante, en la que el escepticismo teológico —la escisión de razón y fe a la que se aludió supra— es empujado hasta extremos más audaces que en las demás), en cambio, está en discusión desde que en 1918 fuese cuestionada por Basly, y más tarde por Longpré.

Obviamos los aspectos epistemológicos y teológico-metafísicos del pensamiento de Escoto (univocidad del ser, teoría de la haecceitas, indemostrabilidad de la mayor parte de los dogmas de fe, etc.), y abordamos directamente su filosofía moral.

III. DUNS ESCOTO: PRIMADO DE LA VOLUNTAD

La clave del sistema escotista es el primado de la voluntad. La doctrina del primado de la voluntad supone una reacción frente a la tradición intelectualista, para la cual la voluntad es sólo un «brazo ejecutor» que sigue ineluctablemente el dictamen de la razón práctica. La psicología y la ética de Santo Tomás, por ejemplo, poseían cierta impronta intelectualista, heredada a su vez de Aristóteles: la voluntad tiende naturalmente al bien que le es mostrado por el intelecto. Pero Escoto entiende que si la voluntad fuera una mera correa de transmisión del intelecto, la vida del hombre estaría regida por la necesidad, y sería tan mecánica como la de los animales («et sic homo esset unum bonum brutum», Quodlib., d.21, q. 32). El intelecto, en efecto, no es libre:

TEXTO N.º 1

«No está en manos del entendimiento abstenerse de asentir a las verdades que aprehende; porque en la medida en que la verdad de los principios se le hace clara a partir de sus términos, o la verdad de las conclusiones a partir de sus principios, en esa medida tiene que dar su asentimiento, por razón de su falta de libertad.»

DUNS ESCOTO, Opus oxoniense, II, d.6, q. 2, n.º 11.

Cuando el entendimiento comprende un axioma o una demostración —que el todo es mayor que la parte; que si los hombres son mortales y Sócrates es hombre, Sócrates es mortal— no puede rehusarle su asentimiento. Si la voluntad siguiese mecánicamente el dictamen del entendimiento —arguye Escoto, atacando la versión del intelectualismo ético defendida por Egidio de Roma y Godofredo de Fontaines— la entera vida del hombre estaría regida por la necesidad apodíctica característica del razonamiento demostrativo.

Existe, ciertamente, alguna relación entre voluntad y entendimiento. No podemos querer aquello que no conocemos. La voluntad sólo puede desear o rechazar aquello que el entendimiento previamente le ha mostrado; la volición va necesariamente precedida de deliberación racional (Op. ox., II, d.43, q.2, n.º 2). Ahora bien, esta prelación temporal no debe ser confundida con el nexo de causalidad: la deliberación es una condición de la volición, no su causa (Op. ox., II, d.25, q.1, n.º 19); o, en términos más técnicos: la deliberación es una conditio sine qua non, pero no una conditio per quam para la volición4. El entendimiento puede inclinar a la voluntad a resolver en un sentido determinado, pero no la obliga a ello.

Por otra parte, si el intelecto condiciona a la voluntad sin determinarla, también la voluntad puede, a su vez, condicionar la operación del intelecto. Ciertamente, la voluntad no puede obligar al entendimiento a asentir a proposiciones meridianamente falsas; la voluntad no añade nada al acto de entender como tal (Coll., 2, n.º 7). Pero, dado que el entendimiento no puede atender simultáneamente a todos los objetos inteligibles, la voluntad puede empujarle a ocuparse de éste antes que de aquél; a sopesar tal tesis, mejor que tal otra (Reportata parisiensia, I, 35, 1, n.º 27). Desde cierto punto de vista, por tanto, «el entendimiento [...] es una causa subordinada a la voluntad» (Op. ox., IV, quaestio ex latere, n.º 16).

En cuanto no determinada, la voluntad es una potentia libera per essentiam (a diferencia del entendimiento, que es una potentia naturalis: esclava, por así decir, de la estructura lógica del mundo). Las influencias del razonamiento o de los instintos no son para ella vinculantes: la voluntad se reserva la última palabra, y puede resolver en un sentido inesperado. Más allá de las deliberaciones racionales que la puedan haber precedido y condicionado, toda volición presenta un plus de «gratuidad» (o, en términos de Escoto, de «suficiencia superabundante»: Quaest. in Met., IX, 15), de soberanía: «por qué la voluntad quiso precisamente esto, es algo para lo que no hay otra razón sino que la voluntad es justamente voluntad [nulla est causa, nisi quia voluntas est voluntas]» (Op. ox., I, qu.5, d.8). La voluntad escotiana, indica M. M. Adams, «no está constituida exhaustivamente por ninguna tendencia hacia objetos»5. La voluntad se mueve a sí misma (Rep. par., II, d.25, n.º 20). Para Escoto, escribió por su parte B. Landry, «los actos libres no preexisten ni en la influencia de los astros ni en la naturaleza del agente: son comienzos absolutos. Su aparición no puede ser prevista. Pretender explicar el acto libre significa no entenderlo: este acto existe porque la voluntad lo ha querido, y lo ha querido porque lo ha querido»6.

IV. DUNS ESCOTO: DERECHO NATURAL

Cualquier ética teísta debe responder de alguna forma al dilema que ya planteara Platón en Eutifrón: «Lo bueno, ¿es bueno porque es ordenado por los dioses?, ¿o es ordenado por los dioses porque es bueno?». Escoto, como los otros grandes teólogos franciscanos de los siglos XIII y XIV, suscribe, con matices que analizaremos inmediatamente, la tesis voluntarista: «La voluntad divina es la causa del bien, y por tanto una cosa es buena precisamente en virtud del hecho de que Él la quiere» (Additiones magnae in I Sent., I, d.48; cf. Op. ox., III, d.19, q.1, n.º 7). La doctrina del primado de la voluntad, que hemos expuesto supra a propósito de la relación entre la voluntad y el entendimiento humanos, la extiende también Escoto en cierto modo a la relación entre la voluntad divina y el orden moral. Las cosas o los actos son buenos en la medida en que Dios lo ha decretado así, y el decreto divino hubiese podido tener otro contenido. Dios no estaba «obligado» (por la razón, por la naturaleza, etc.) a ordenar lo que ha ordenado; no cabe buscar «razones» para el hecho de que Dios haya escogido estos preceptos morales y no otros (igual que no cabe, en último extremo, buscarla para el hecho de que la voluntad humana adopte esta decisión y no otra).

El voluntarismo escotista, con todo, es menos radical de lo que será, por ejemplo, el de Guillermo de Ockham. Escoto reconoce la existencia de verdades morales necesarias, que ni siquiera Dios podría modificar. Tales verdades integran el Derecho natural «en sentido estricto [strictissime]»; se trata de «principios prácticos evidentes por sí mismos, o deducciones que se derivan necesariamente de éstos [principia practica, nota ex terminis, vel conclusiones necessario sequentes ex eis]» (Op. ox., III, d.37, q. unica, n.º 5). Cabría quizás considerarlos «tautologías morales»: son proposiciones cuya verdad se desprende analíticamente del significado de los términos que las integran [ex terminis].

Las verdades necesarias en cuestión sólo pueden referirse al ser necesario (esto es, a Dios); las verdades morales relativas a los seres contingentes (las criaturas) son ellas mismas contingentes, esto es, dependientes de la voluntad divina7. Concretamente, Escoto identifica los principia practica nota ex terminis con los dos primeros mandamientos del Decálogo (la «primera tabla»): «Amarás a Dios sobre todas las cosas» y «No tomarás el nombre de Dios en vano». Tales principios son analíticamente verdaderos: en el concepto «Dios» están ya incluidas la suma amabilidad y la suma respetabilidad (Op. ox., prol., q.4-5); Dios no puede ordenar que no se le ame:

TEXTO N.º 2

«[...] pues se sigue necesariamente que, si Dios existe, debe ser amado como Dios [si est Deus, est amandus ut Deus], y que ninguna otra cosa debe ser adorada como [si fuese] Dios, y que no se debe hacer irreverencia a Dios. Por tanto, Dios no puede dispensar de estos preceptos, de forma que alguien pudiera hacer legítimamente lo contrario.»

DUNS ESCOTO, Op. ox., III, d.37, q. unica, n.º 6.

Dios no hubiera podido, por tanto, ordenar al hombre que le odiase, pues se habría negado a sí mismo. Las consideraciones sobre la «primera tabla» representan un residuo racionalista-naturalista en la ética de Escoto. Las verdades morales nota ex terminis son inderogables: Dios no podría no haber incluido los dos primeros mandamientos en su Decálogo, ni puede dispensar a hombre alguno de su observancia.

Ahora bien, el Derecho natural «en sentido estricto» comienza y acaba en esos dos preceptos. Dios es el único bonum per se, y por tanto los preceptos relativos al amor a Dios son verdades morales necesarias. El resto del orden moral se funda exclusivamente en la libérrima soberanía divina: «Todas las cosas distintas de Dios son buenas porque son queridas por Dios, y no al revés» (Op. ox., III, d.19, n.º 7). Los preceptos de la «segunda tabla» —del cuarto al décimo mandamientos; Escoto reconoce sus dudas sobre el estatus del tercero— no se refieren ya a la relación hombre-Dios, sino a las relaciones de los hombres entre sí. Se trata de normas «contingentes», que hubiesen podido tener un contenido distinto al que tienen. Por ejemplo, odiar al prójimo habría sido bueno si Dios así lo hubiese establecido (cf. Rep. par., III, d.28, q.2, n.º 3). Dios no ha prohibido el odio entre los hombres porque fuese malo per se. Al contrario: el odio es malo porque Dios lo ha prohibido:

TEXTO N.º 3

«[El hecho de que Dios ordene tales o cuales actos] no se debe a ninguna bondad presupuesta en tales objetos, la cual, por así decir, sería la razón de que Dios desease esto o lo otro. Más bien, la razón está en la voluntad divina. Si ésta acepta las cosas en cierto grado, son buenas en ese grado, y no al revés.»

DUNS ESCOTO, Op. ox., III, d.32, q.1.

TEXTO N.º 4

«En virtud del hecho de que algo es conforme con la voluntad divina, es correcto. [...] Pero nada que no implique contradicción es absolutamente incompatible con la voluntad divina. Por tanto, cualquier cosa que Dios cause o haga será buena y justa, y así la justicia de Dios será tan extensa como su poder. [...] Esta justicia de Dios no le obliga a una posibilidad más que a otra, en la forma en que la justicia a ti y a mí nos obliga a hacer esto o aquello: por ejemplo, a realizar los actos que Dios ha ordenado. Pues sería injusto [de nuestra parte] no realizar los actos prescritos [por Dios], pero la justicia divina no está obligada a esto o lo otro.»

DUNS ESCOTO, Rep. par., IV, d.46, q.4, n.os 8 y 11.

«Que no implique contradicción» significa que no sea incompatible con la naturaleza divina en cuanto ser supremamente merecedor de amor ni con las leyes de la lógica. Atentaría contra lo primero el precepto «odiarás a Dios», y atentaría contra lo segundo la promulgación simultánea de un mandamiento que dijese «no matarás» y otro que ordenase «degollarás a tu primogénito». Salvadas la esencia divina y el principio de no contradicción, el orden moral podría haber tenido cualquier contenido8.

Aunque Escoto se refiera a veces a la «segunda tabla» como «Derecho natural en sentido amplio», sería quizás más coherente con su concepción llamar «leyes positivas divinas» a los preceptos que la integran (reviste interés, en este sentido, la observación de G. de Lagarde: «Escoto no conoce ya una ley eterna; eterna no es la ley: eterno es sólo el legislador»)9; cf., en un sentido similar la alusión de B. Landry a Escoto como «el legista de Dios»)10, o la de A. Poppi como «el teólogo del positivismo divino»11. Salvo en lo que se refiere a la «primera tabla», el Dios de Escoto no comunica a los hombres verdades morales necesarias (de algún modo subsistentes por sí mismas), sino que decreta preceptos morales.

Ahora bien, un legislador puede siempre modificar o derogar sus propios decretos (Rep. par., IV, d.28, q.1, n.º 11); el Dios escotista, ha indicado F. Todescan, viene a ser un princeps legibus solutus, siempre libre frente a sus propios preceptos12. También puede suspender su aplicación en casos particulares: las normas que integran el «Derecho natural en sentido amplio» son, a diferencia de las que integran la «primera tabla», susceptibles de dispensa13. Escoto esgrime en favor de su tesis los pasajes bíblicos en los que Dios exime a determinados individuos de la observancia de sus propios preceptos: por ejemplo, ordenó a Oseas que se ayuntase con una prostituta y tuviese descendencia con ella; a Abraham, que matase a Isaac; a los israelitas, que expoliasen a los egipcios. Tales «suspensiones religiosas de la moral» encuentran una acomodación más plausible en una concepción estrictamente teónoma de la ética, como la de Escoto, que en una racionalista (incluso si se trata de un racionalismo teísta, como el de Santo Tomás). Especial interés presentan las consideraciones de Escoto acerca de la monogamia: diversas razones —el hecho de que sólo ella haga posible una donación total de los esposos entre sí, etc.— hacen que ésta se nos aparezca como una institución «natural» o necesaria. Sin embargo, Dios eximió a los hombres de la monogamia en la época de los patriarcas, cuando su pueblo era escaso en número y era deseable su rápida multiplicación, que se consigue más fácilmente en un régimen polígamo (Rep. par., IV, d.33, q.2, n.º 6). La monogamia, por tanto, no es una ley nota ex terminis, sino un precepto contingente del cual Dios puede dispensar a quien quiera y cuando quiera.

V. OCKHAM: VIDA Y OBRAS

Guillermo de Ockham (Venerabilis Inceptor para la tradición) nació en la aldea de Ockham, en Surrey, en torno a 1288. Se cree que ingresó en la Orden franciscana antes de los catorce años. Probablemente permaneció en el convento londinense de Greyfriars hasta al menos 1308. Entonces pasó quizás al gran convento franciscano de Oxford, donde inició los estudios teológicos. Se sabe que escribió el preceptivo Comentario a las Sentencias (de Pedro Lombardo) en 1317-1319. En 1321 fue nombrado lector de filosofía en una de las grandes escuelas franciscanas de Inglaterra; probablemente en Londres. Algunas tesis de Ockham expresadas en sus primeras obras (su opinión sobre los universales, su interpretación de la transustanciación, su aceptación de las tesis escotistas sobre la gracia y la justificación, entre otras)14 motivaron críticas de contemporáneos como Juan de Reading o Walter Chatton, así como una primera comparecencia ante el capítulo provincial de la Orden en 1323. Probablemente fue Juan de Reading quien denunció a Ockham en la corte papal de Aviñón por docencia herética. Convocado a Aviñón, Ockham hubo de responder ante una comisión de teólogos —en la que predominaban tomistas como John Lutterell o Dominique Grenier— acerca de cincuenta y seis tesis sospechosas extraídas de su Comentario a las Sentencias. En la noche del 26 de mayo de 1328, Ockham huyó de Aviñón en compañía de Miguel de Cesena (general de los franciscanos), Bonagracia de Bérgamo y Francisco de Marchia. El Papa excomulgó a los cuatro fugitivos, que se acogieron a la protección del emperador Luis de Baviera. Ockham permanecería hasta su muerte en 1349 en la corte imperial de Múnich.

En su trayectoria intelectual cabe distinguir claramente dos partes: de un lado, los períodos de Londres-Oxford y Aviñón (1317-1328), dominados por la temática lógico-metafísica y teológica; de otro, el período de Múnich (1328-1349), dominado por la polémica jurídico-política contra el Papado y la defensa del Imperio. Las obras más importantes de la primera son: Comentario a las Sentencias (1317-1319), Sobre la conexión de las virtudes (1319), Siete libros de Quodlibeta (1324-1325), Suma de la lógica (1323). En el segundo período destacan: Diálogo entre el maestro y el discípulo (1335-1338), Obra de los noventa días (1332), Tratado contra Juan XXII (1335), Ocho cuestiones sobre el poder del Papa (1340-1341).

En la historia del pensamiento, Ockham es importante como iniciador del nominalismo, esto es, la tendencia lógico-metafísica que niega la realidad «extramental» (extra animam) de los «universales» (los géneros y especies). Para Ockham «lo universal existe en el alma del sujeto cognoscente, y solamente allí». Los universales son, para Ockham, simplemente «nombres» o «signos» que representan a ciertos entes individuales y los sustituyen en las proposiciones (doctrina de la suppositio). Ockham es el primer filósofo cristiano que rompe radicalmente con el ejemplarismo platónico-agustiniano, interrumpiendo una tradición milenaria de «primado de lo universal» (lo universal es más real y más digno de conocimiento que lo singular) en el pensamiento occidental, y abriendo en cierto modo la vía para la ciencia experimental y la concepción «moderna» del mundo15.

No podemos aquí profundizar en la faceta lógico-metafísica del pensamiento de Ockham: nos centraremos, pues, en los aspectos éticos y jurídico-políticos. Es clásico despachar expeditivamente la ética ockhamista con el rótulo «voluntarismo teológico radical». La etiqueta resulta un tanto reduccionista, pues no hace justicia a la complejidad y a la relativa ambigüedad de aquélla. En la ética de Ockham existe, ciertamente, una veta voluntarista; pero también hay en ella una doctrina de la «recta razón» que convierte en inadecuados los diagnósticos categóricos de «voluntarismo».

VI. OCKHAM: LIBERTAD

Como Escoto, y frente al intelectualismo ético, Ockham afirma enfáticamente la indeterminación de la voluntad humana. Los intelectualistas, de Platón a Santo Tomás, han pensado que el hombre busca necesariamente el bien, y que la conducta moralmente incorrecta deriva de errores intelectuales en la identificación del bien, o en la elección de los medios que permiten acceder al mismo. Es la famosa «paradoja socrática»: en último extremo, no existen culpables, sino necios: omnis malus ignorans; «todo malvado desconoce lo que debe hacer», proclama de su parte Aristóteles (Ética a Nicómaco, III, 1, 1110 b). Ockham, en cambio, cree que el hombre puede escoger conscientemente el mal como tal (In Sent., IV, q.16). La voluntad es soberana, y no está obligada a querer aquello que el entendimiento le presenta como bueno o deseable: «Todo hombre experimenta que, por mucho que su razón le dicte algo, su voluntad puede quererlo o no quererlo» (Quodlib., I, q.16). La libertad de la voluntad es entendida por Ockham como un auténtico arbitrium indifferentiae, no determinado por hábitos o inclinaciones, ni por el dictamen del intelecto: «[La libertad es] La facultad de poner indiferente y contingentemente cosas diversas, de manera que se pueda causar o no causar el mismo efecto, sin que nada cambie, excepto esta misma facultad» (ibíd.). Ockham asume aquí, acentuándola, la tesis escotista de la libertas ad oppositos actus (cf. Opus oxoniense, I, d.39, q.5, n.os 15-16).

El enfoque de Ockham sobre la libertad posee un sesgo kantiano avant la lettre. Ockham reconoce que la indeterminación de la voluntad no es directamente demostrable (non potest probari libertas per aliquam rationem: Quodlib., I, q.16). Sin embargo, la libertad debe ser afirmada como precondición de la imputabilidad moral.

TEXTO N.º 5

«Ningún acto es culpable a menos que esté en nuestro poder. Porque nadie culpa a un hombre ciego de nacimiento, ya que es ciego por el sentido; pero si es ciego por su propio acto, entonces es culpable.»

OCKHAM, In Sent., III, q.10, H.

TEXTO N.º 6

«El hombre puede actuar loable o reprensiblemente, y, por consiguiente, merecer o desmerecer, porque es un agente libre y porque muchos actos le son imputables.»

OCKHAM, Quodlib., III, q.19.

No andamos lejos del «debes, luego puedes»: la libertad, que no es demostrable, debe sin embargo ser postulada como condición de la vida moral. La libertad no es evidente por sí misma, pero sí lo es el factum rationis de la experiencia moral. Es evidente que el hombre puede «merecer o desmerecer [meriri et demeriri]»; y, como no hay mérito moral posible sin libre arbitrio del agente, la libertad ha de ser presupuesta.

Por lo demás, no hay realmente mérito o demérito en los actos externos, sino en las intenciones que subyacen a ellos: «El acto [externo] no es ni moralmente bueno ni malo, sino neutral e indiferente» (In Sent., III, q.11). Recordemos que «ningún acto es culpable a menos que esté en nuestro poder». Sólo el acto de la voluntad (la intención) está enteramente en manos del sujeto; la materialización externa de sus intenciones, en cambio, dependerá quizás de imponderables que escapan a su control. Por tanto, sólo la intención es susceptible de evaluación moral (cf. ejemplos expuestos en In Sent., III, q.11; Quodlib., I, q.20). La de Ockham es una ética de la «buena voluntad», no una ética del «éxito moral»16. La consumación o frustración externa de nuestras buenos o malos propósitos es un dato moralmente irrelevante. Ésta es también, por cierto, una faceta «protokantiana»: «no es posible pensar en nada, ni en el mundo ni fuera de éste, que pueda ser considerado como bueno sin restricción, a no ser una buena voluntad [ein guter Wille17.

VII. OCKHAM: LA OBEDIENCIA A DIOS COMO BASE DE LA MORAL

Una vez establecido que sólo las voliciones poseen dimensión moral, Ockham se plantea la cuestión de la fuente de la bondad o maldad de aquéllas. Un acto de la voluntad puede ser intrínsecamente bueno o bueno de manera contingente. Un acto interno (es decir, una intención o acto de la voluntad) es bueno de manera contingente por su conformidad con algún otro acto bueno. Como la cadena de la bondad contingente no puede remontarse hasta el infinito, debe existir algún acto interno que no sea bueno de manera contingente, sino de manera necesaria: un acto que sea «necesaria e intrínsecamente virtuoso» (Quodlib., III, q.14). Para Ockham, como para Escoto, el acto interno del que cabe predicar la bondad necesaria es el amor a Dios:

TEXTO N.º 7

«[...] El acto de amar a Dios sobre todas las cosas y por sí mismo es un acto de este tipo; [...] este acto no puede ser vicioso; y, por otra parte, [...] es el principio de todos los actos buenos [principium omnium actuum bonorum].»

OCKHAM, Quodlib., III, 14.

Ahora bien, para Ockham el amor a Dios significa ante todo sumisión incondicional a su voluntad. Si amamos a Dios, debemos desear todo aquello que Él quiere que deseemos:

TEXTO N.º 8

«Amar a Dios sobre todas las cosas es esto: amar cualquier cosa que Dios quiere que sea amada.»

OCKHAM, Quodlib., III, q.14.

TEXTO N.º 9

«Quien ama correctamente a Dios, ama todo aquello que Dios quiere que sea amado.»

OCKHAM, Connex., 3, 416.

«Acatar la voluntad de Dios» puede significar varias cosas. Descartadas otras acepciones más alambicadas, Ockham concluye que por «obediencia a Dios» puede entenderse: a) el acto por el cual deseo lo mismo que Dios desea; b) el acto por el cual deseo aquello que Dios quiere que yo desee (cf. In Sent., I, q.48). Para Ockham, la interpretación correcta es b). Y es importante entender que a) no siempre coincide con b). Por ejemplo, si mi padre muere, es claro que Dios ha deseado su muerte. Sin embargo, también es claro que Dios no quiere que yo desee la muerte de mi padre (recordemos el cuarto mandamiento), y que estaré contrariando su voluntad si la deseo (Act. virt., 434).

Entendido en estos términos, el precepto «natural» que ordena amar —y, por tanto, obedecer— a Dios abre paso a una concepción «positivista»-teónoma del orden moral, típicamente franciscana. He aquí al Ockham «ultravoluntarista»: lo bueno es, simplemente, lo que Dios ordene en cada momento; el bien no es, como en Santo Tomás, una emanación o «expansión necesaria del ser divino, sino un decreto de la voluntad divina»18.

TEXTO N.º 10

«Por el hecho mismo de que Dios quiere algo, es bueno que ese algo se haga [ideo eo ipso quod Deus vult: hoc est iustum fieri].»

OCKHAM, In Sent., IV, q.9, E.

Dios, por su parte, puede ordenar (o hubiera podido ordenar, de potentia absoluta) cualquier cosa, pues no existen verdades morales previas que vinculen o limiten de algún modo su libérrima voluntad fundante-legisladora; no existe una regla exterior o anterior a la voluntad divina, desde la cual ésta pueda ser juzgada19; más bien, ella es el rasero último desde el que todas las cosas son juzgadas: voluntas divina non indiget aliquo dirigente, quia illa est prima regula directiva (In Sent., III, q.13, B). Dios no puede, por definición, emitir una orden «mala»:

TEXTO N.º 11

«El mal no es otra cosa que hacer algo cuando se está bajo la obligación de hacer lo opuesto. La obligación no pesa sobre Dios, puesto que Éste no está bajo ninguna obligación de hacer algo.»

OCKHAM, In Sent., II, q.5, H.

¿En qué sentido es el voluntarismo de Ockham más radical que el de Escoto? En la reputación del Venerabilis Inceptor como «ultravoluntarista» puede haber influido el hecho de que se atreva a ilustrar la ilimitada soberanía divina en el terreno moral mediante ejemplos «provocativos»: el robo, el adulterio (en rigor, la intención de robar o cometer adulterio), e incluso el odio a Dios —Deus potest praecipere quod voluntas creata odiat eum (In Sent., IV, q.14, D)— habrían sido acciones virtuosas si Dios así lo hubiese establecido. De esta forma, Ockham parece liquidar el último reducto iusnaturalista-racionalista que aún encontrábamos en la ética de Escoto, a saber, el amor a Dios como «verdad moral necesaria» que ni el propio Dios puede derogar. Algunos intérpretes20 coligen que carece de sentido seguir llamando «iusnaturalista» a Ockham, visto que en su sistema no cabe un verdadero Derecho natural, sino sólo un Derecho divino positivo-revelado. Con todo, podría ser precipitado dar por buena esta conclusión. En realidad, el tratamiento ockhamista de los ejemplos citados es sinuoso y ambiguo:

TEXTO N.º 12

«[A]l odio a Dios, al robo, al adulterio, les acompaña una calificación moral mala, y así [...] estos términos no designan a tales acciones en sentido absoluto, sino connotando o haciendo entender que el autor de tales acciones está obligado por precepto divino a la conducta opuesta. [...] Si, por el contrario, tales acciones cayeran bajo el precepto divino [fueran ordenadas por Dios], entonces el autor de tales acciones no estaría obligado a la conducta opuesta, y por tanto no se las llamaría robo, adulterio, etc. [non nominaretur furtum, adulterium, etc.].»

OCKHAM, In Sent., II, q.19, O.

Lo anterior significa, en mi opinión, que, según Ockham, en el concepto mismo de «robo», «adulterio», etc., está implícita la idea de que tales acciones están prohibidas por Dios. Robo, por ejemplo, no significa simplemente «apropiación de bienes ajenos», sino «apropiación de bienes ajenos realizada por alguien a quien Dios ha prohibido ese proceder». Por tanto, si Dios ordena a alguien sustraer bienes ajenos o yacer con persona distinta de su cónyuge, tales actos no son constitutivos de robo o adulterio. El expolio de los egipcios por los israelitas no contó como robo, sino como «una buena acción» (In Sent., I, q.14; In Sent., I, d.27, q.1, G), pues había sido permitido por Dios. Pero entonces es preciso concluir con A. S. McGrade que «hay un sentido en el que Dios no puede ordenar a nadie cometer adulterio —pues, si Dios ordenase a un hombre yacer con la esposa de otro, tal acción no sería adúltera»21—. En efecto, Dios puede ordenar a alguien tener relaciones no matrimoniales; pero, en rigor, no puede ordenar a nadie «cometer adulterio». Ockham reconoce, como Escoto, que las leyes de la lógica vinculan también a Dios: no puede hacer «aquello que implica contradicción» (illud quod includit contradictionem: Quodlib., VI, q.1). Sin desdoro de su omnipotencia, pues, como acuñara Hugo de San Víctor, «no poder lo imposible no es no poder» (In Sent., I, q.43, 2).

En lo que se refiere a la vexata quaestio de si Dios puede o no ordenar que se le odie —el punto en que el voluntarismo de Ockham supuestamente sobrepuja al de Escoto—, las cosas no son tampoco tan claras. Es cierto que en el Comentario a las Sentencias afirma Ockham que «Dios puede ordenar que la voluntad creada le odie» (In Sent., IV, q.14, D). En los Quodlibeta, sin embargo, se sugiere que tal precepto podría ser intrínsecamente contradictorio:

TEXTO N.º 13

«Al [...] poner tal acto [el odio a Dios], [la voluntad creada] estaría amando a Dios sobre todas las cosas [...] y dejaría de cumplir el precepto divino en este caso particular. En consecuencia, al amar en esta forma, [la voluntad creada] estaría a un mismo tiempo amando y no amando a Dios.»

OCKHAM, Quodlib., III, 14.

En efecto, si, como se indicó antes, amor a Dios es sinónimo de obediencia a Dios, al cumplir el hipotético precepto «odiarás a Dios», el hombre estaría simultáneamente amando (obedeciendo) y no amando a Dios, lo cual desafía al principio de no contradicción. Como poco, el precepto resultaría de imposible cumplimiento. ¿Qué sentido tendría entonces la afirmación del Comentario a las Sentencias? Quizás Ockham —conjetura A. S. McGrade— pretende reservarle a la omnipotencia divina la facultad de emitir mandatos de imposible cumplimiento. Dios no puede querer que hagamos lo imposible, pero podría querer que lo intentemos22. Sería una forma de poner a prueba la fidelidad incondicional del hombre, como en el caso de Abraham. Como consuelo frente a un Dios tan abrumadoramente exigente, quedaría siempre el pasaje paulino en el que se asegura que «Dios no os probará más allá de lo que podéis resistir» (I Cor. 10, 13). E. Hochstetter, por su parte, sostuvo que, tras usar en el Comentario a las Sentencias el ejemplo del odio a Dios como ilustración paroxística de la tesis voluntarista, Ockham tomó conciencia de lo insostenible de su posición, y de hecho se retractó implícitamente de ella en el texto de Quodlibeta, III, 1423.

VIII. OCKHAM: RECTA RATIO

La impronta voluntarista de la ética de Ockham parece, sin embargo, quedar en entredicho cuando irrumpen en su obra inesperados pasajes que aluden a la «recta razón» como guía posible de la conducta humana:

TEXTO N.º 14

«Puede decirse que toda voluntad recta está en conformidad con la recta razón.»

OCKHAM, In Sent., I, 41, K.

TEXTO N.º 15

«Ningún acto es perfectamente virtuoso a menos que en ese acto la voluntad quiera lo que está prescrito por la recta razón, porque está prescrito por la recta razón [propter hoc quod est dictatum a recta ratione].»

OCKHAM, In Sent., III, 12 CCC.

TEXTO N.º 16

«Producir un acto en conformidad con la recta razón es querer lo que está prescrito por la recta razón por el hecho de que está así prescrito.»

OCKHAM, In Sent., III, 12 DDD.

Se advierte de nuevo, por cierto, el sabor «protokantiano» al que se aludió ya supra: para que haya mérito moral, viene a señalar Ockham, no basta con actuar conformemente a lo establecido por la recta razón (pflichtmässig, diría Kant); es preciso, además, hacerlo porque así lo establece la recta razón («por deber [aus Pflicht]», dirá el prusiano), sin que intervengan otras motivaciones (esperanza de recompensas, temor a sanciones, etc.; cf. los ejemplos citados por Lagarde)24.

En algún momento, Ockham parece proponer expresamente una ética bimembre, con una rama «voluntarista» (la cual «contiene leyes humanas y divinas que obligan a perseguir o evitar cosas que son buenas o malas sólo porque son prohibidas u ordenadas por un superior cuya misión es establecer leyes») y otra «racionalista» (una moralis doctrina non positiva que contendría principios que «guían las acciones humanas al margen de cualquier precepto de un superior, como principios conocidos per se») (Quodlib., II, q.14). La primera sólo es cognoscible a través de la Revelación, pero para indagar la segunda le basta al hombre la recta ratio: resulta, por tanto, accesible a los paganos («muchos de ellos intentaron vivir y de hecho vivieron de acuerdo con la recta razón»: Dial., I, 6, 77). Junto a la Moral divino-positiva, la única esperable en un voluntarista, encontramos así en Ockham una Moral «natural», al parecer independiente de la voluntad de Dios; una Moral «laica», integrada por principios evidentes per se, que conservarían su validez, como indicará Grocio tres siglos más tarde, «incluso si supusiéramos que Dios no existe [etiamsi daremus non esse Deum]».

La apelación a la recta ratio pone ciertamente en cuestión la imagen tópica de Ockham como campeón del voluntarismo teónomo. Los intérpretes han intentado explicarla en formas diversas. F. Copleston, por ejemplo, sugiere que el Inceptor se limitó a yuxtaponer la Moral divino-positiva cristiana sobre la ética racionalista-«natural» aristotélica, sin ser quizás totalmente consciente de la heterogeneidad de ambas:

Ockham construyó sobre la infraestructura de la tradición aristotélica, y retuvo una buena parte de ésta, como es patente en lo que dice sobre las virtudes, la recta razón, etc. Pero añadió a esa infraestructura una superestructura que consistía en una concepción ultrapersonal [voluntarista] de la ley moral; y, al parecer, no advirtió plenamente que la adición de esa superestructura exigía una reconstrucción de la infraestructura más radical que la que en realidad efectuó25.

Otros exégetas26 buscan la articulabilidad de ambas éticas (la moralis doctrina positiva y la moralis doctrina non positiva) por otra vía: la recta razón es vista por Ockham como una manifestación más de la voluntad de Dios; al hacer «cognoscibles per se» ciertos principios prácticos, Dios estaba ordenando implícitamente que los hombres se comportaran en la forma exigida por ellos:

TEXTO N.º 17

«Por el mero hecho de que la voluntad divina quiere algo, la recta razón dicta que ese algo debe ser querido [Eoipso quod voluntas divina hoc vult, ratio recta dictat quod est volendum].»

OCKHAM, In Sent., I, d.41, q.unica, K.

TEXTO N.º 18

«[Un acto contrario a lo prescrito por la recta razón es incorrecto porque] se produce en contra del precepto y de la voluntad divina que quiere que un acto se produzca en conformidad con la recta razón.»

OCKHAM, In Sent., III, q.13, C.

Junto a los mandatos divinos explícitos, contenidos en la Revelación, existirían mandatos divinos tácitos, comunicados indirectamente, por la vía de la «recta razón» o de la «naturaleza». La razón, por tanto, no es una estructura autónoma o autosubsistente, independiente de la voluntad divina, sino un producto de ésta: «la recta ratio ockhamista —indicó al respecto G. Fassò— no tiene valor alguno por sí misma, y no es sino el instrumento mediante el cual es notificada al hombre la voluntad —libre, esto es, contingente y arbitraria— de la divinidad»27. El voluntarismo fundamental de Ockham quedaría así preservado.

La discusión sobre voluntarismo y racionalismo en Ockham se hace aún más compleja si añadimos la distinción entre las nociones de potentia Dei absoluta y potentia Dei ordinata28. Simplificando, el plano de la potentia absoluta es el de lo que Dios hubiera podido hacer u ordenar «en términos absolutos» (digamos, «antes» de crear este mundo; a la potentia absoluta de Dios se le ofrecen todavía infinitos mundos posibles, e infinitas morales posibles)29, en tanto que el de la potentia ordinata es el de lo que Dios puede hacer «ahora» (stante ordinatione quae nunc est: In Sent., III, q.12 CCC), una vez escogidos este mundo y este orden moral, una vez ordenadas ciertas conductas a los hombres, etc. Por ejemplo, de potentia absoluta Dios no tenía por qué conceder la bienaventuranza eterna a criatura alguna; pero, de hecho, la ha prometido a los hombres que observen sus preceptos: de potentia ordinata, Dios «no puede sino» cumplir su palabra y premiar a los que mueren en estado de gracia (In Sent., I, q.17; cf. Quodlib., VI, 1). El juego de ambas potentiae abre quizás a Ockham la posibilidad de reconciliar con alguna coherencia las facetas racionalista y voluntarista de su ética. Es cierto que Dios hubiera podido crear otro mundo, otra naturaleza, otra Moral. Pero ha creado esta naturaleza, y de ella se desprenden ciertas exigencias morales, racionalmente indagables, al margen de la Revelación. Resultaría así la consabida moralis doctrina non positiva, basada en la recta razón.

IX. OCKHAM: «QUERELLA DE LA POBREZA» Y DERECHO SUBJETIVO

Desde su huida de Aviñón en 1328 hasta su muerte en 1349, Ockham abandonó virtualmente la especulación lógico-metafísica, para volcarse en la polémica eclesiástico-política, en un enconado pulso doctrinal con el Papa Juan XXII y sus sucesores Benedicto XII y Clemente VI. Los orígenes de este enfrentamiento se remontan a la «querella de la pobreza», conflicto jurídico-teológico entre la orden franciscana y el Papado. S. Francisco de Asís había pretendido que sus «frailes menores» se atuvieran taxativamente a las instrucciones que Jesús transmitió a sus apóstoles al enviarlos a predicar: «No os proveáis de oro, ni de plata, ni de cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de bordón» (Mt. 10, 9-10; cf. Mc. 10, 28; Lc. 18, 28). La regla franciscana establece, pues, que los hermanos «no deben poseer nada para sí mismos, ni casa, ni habitación, ni ninguna otra cosa», confiando su subsistencia a la limosna de los fieles. Como indica J. Kilcullen, S. Francisco fue un «extremista» en materia de despojamiento30: los miembros de todas las órdenes religiosas de la época contraían un voto individual de pobreza, pero los franciscanos pretendían abstenerse de la propiedad no sólo individual, sino también corporativamente; según la tesis desarrollada por S. Buenaventura (en su Apologia pauperum) y convalidada por el Papa Nicolás III en la constitución Exiit qui seminat (1279), la Orden franciscana ejerce un simplex usus facti sobre los bienes muebles o inmuebles —dependencias conventuales, etc.— que pueda utilizar; la propiedad (dominium) de tales bienes sigue estando en manos de los benefactores de la Orden (en muchos casos, la propia sede pontificia), que autorizan a los frailes a servirse de ellos.

Pero Juan XXII decide poner fin a esta ficción jurídica, que permite a los franciscanos mantenerse oficialmente «pobres», mientras utilizan de hecho numerosos bienes. En las bulas Ad conditorem canonum (1322), Cum inter nonnullos (1323) y Quia quorundam (1324), sostiene que la pretensión de los franciscanos de no ser considerados propietarios de los bienes de que disfrutan es técnicamente inadmisible. Los franciscanos, en efecto, utilizan tales bienes como si se tratara de propiedades suyas: ejercen sin obstáculo el ius fruendi y el ius utendi. Su propietario oficial (el Papado), en cambio, ejerce sobre ellos un extraño dominio meramente nominal, vacío de facultades reales (dominium verbale, nudum et aenigmaticum). El intento de los franciscanos de desvincular el usus iuris del usus facti es falaz: la Orden debe asumir la titularidad dominical de sus bienes31.

Tras escapar de la corte pontificia (entonces en Aviñón) y refugiarse en la del emperador Luis de Baviera (a quien, según la leyenda, Ockham habría ofrecido sus servicios intelectuales a cambio de protección física: defende me gladio, et ego defendam te verbo), el Inceptor atacará las tesis del Papa en una serie de escritos polémicos, entre los que destaca el Opus nonaginta dierum (1332). La argumentación de Ockham se basa en la distinción entre ius fori e ius poli, expresiones agustinianas a las que Ockham parece emplear como sinónimas de, respectivamente, el Derecho positivo-humano y el Derecho natural-racional (concretamente, el ius poli —que, literalmente, sería el «Derecho celestial»— es identificado con «la equidad natural que, sin ninguna ordenación humana, y ni siquiera divina, es conforme a la razón humana [aequitas naturalis quae ... est consona rationi humanae]»). En el jardín del Edén imperaba el ius poli, que facultaba al hombre a utilizar cualesquiera bienes que pudiera necesitar. Tras la Caída, el ius poli fue restringido —pero no totalmente suplantado— por el ius fori, que instituye el derecho de propiedad y atribuye al propietario la facultad de excluir a los demás hombres del uso de la cosa. Pero en situaciones extremas —el estado de necesidad— el hombre recupera su derecho originario a utilizar bienes que, aunque no sean de su propiedad, resultan imprescindibles para su supervivencia. Ockham parece sostener que los franciscanos ejercen una facultad jurídico-natural —esto es, derivada del ius poli— sobre los bienes a su disposición (aunque lo cierto es que los franciscanos no se encuentran en estado de necesidad). Poseen tales bienes en precario, con la autorización de sus propietarios legales. Si los propietarios retiran tal licencia, los franciscanos no pueden ejercitar acción judicial alguna: en esto consiste el simplex usus facti, cuya plausibilidad niega Juan XXII y Ockham reivindica. La argumentación de Ockham sobre la pobreza evangélica y la separabilidad del uso y el dominio presenta afinidades con la desplegada por Marsilio de Padua (Defensor pacis, II, xiv).

En su diatriba contra Juan XXII, Ockham acuña una formulación del derecho como potestas, que viene a ser una de las primeras definiciones históricas de lo que más tarde se llamará «derecho subjetivo»: «el derecho de uso [ius utendi] es la facultad de usar lícitamente una cosa externa [potestas licita utendi re extrinseca], de la que su titular no puede ser privado sin culpa o sin causa racional en contra de su voluntad, [de forma que, si titular] fuera privado de ella, puede llevar a juicio al usurpador» (O.N.D., q.2). El propósito del Inceptor, desde luego, es mostrar que los franciscanos —igual que Cristo y los apóstoles en su día— no son titulares de tal potestas: en efecto, si son privados de los bienes que tienen en precario, no pueden ejercitar acción judicial alguna (la potestas en cuestión, en cambio, incluye necesariamente la tutela jurisdiccional: es una potestas vindicandi et defendendi [aliquid] in humano iudicio). M. Villey quiso ver en esta definición un crucial punto de inflexión en el pensamiento jurídico: el tránsito desde el lenguaje jurídico romano, dominado por la perspectiva objetivista (el Derecho como norma agendi), al moderno, informado por la perspectiva subjetivista (el derecho como facultas agendi)32. También G. de Lagarde sitúa en este y otros pasajes ockhamistas el punto de partida de la teoría de los derechos subjetivos naturales33. Pero A. Truyol y Serra señala, con buen criterio, que ambos historiadores desmesuran quizás la supuesta genialidad innovadora de Ockham en este campo; en efecto, el concepto de derecho subjetivo «no parece haber sido desconocido en la tradición jurídica romana en cuanto reflejo de un estatuto o bajo la forma de prerrogativas (iura) derivadas del Derecho como norma. [...] [Por otra parte,] el reconocimiento de un derecho subjetivo no implica de suyo una concepción subjetivista del Derecho, a menos que se pretenda excluir al primero»34.

X. OCKHAM: IGLESIA E IMPERIO

En el Opus nonaginta dierum y en otras obras del período «político», Ockham acusa abiertamente de herejía a Juan XXII por haber abandonado la doctrina sobre la pobreza de Cristo y sus apóstoles sentada por sus antecesores, doctrina que formaba parte de la «verdad católica». El corpus de la verdad católica incluye todo lo enseñado en la Biblia, más las tesis aceptadas sin discusión por todos los católicos, más cualquier nueva revelación avalada por milagros (Dial., I, ii). Es hereje quien niega «pertinazmente» alguna parte de la verdad católica, rehusando la corrección legítima de los hermanos (Dial., I, iv). Cualquier cristiano, incluso el Papa o el concilio general, puede incurrir en herejía (Dial., I, v), aunque la promesa de Cristo («yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo», Mt. 28, 20) garantiza que nunca caerán simultáneamente todos los cristianos en el extravío dogmático (Dial., I, ii, 25).

La oposición de Ockham a Juan XXII no implica un rechazo de la institución pontificia en cuanto tal; no cabe ver en él, pues, a un precursor de las teorías conciliaristas radicales del siglo XV (J. Gerson, A. de Madrigal, etc.). Debe notarse que el concilio universal, según Ockham, no es menos susceptible de herejía que el Papa. De hecho, el Inceptor ataca claramente en el Dialogus las tesis conciliaristas de Marsilio de Padua, que había sostenido el origen humano del Papado (Defensor Pacis, II, xvi; II, xxii, 5) y la sumisión del poder espiritual al temporal. Ockham, a diferencia de Marsilio, interpreta en la forma tradicional el pasaje evangélico en que Cristo instituye a Pedro como cabeza de la Iglesia, concluyendo que Dios ha deseado la forma monárquica de gobierno para ésta (Dial., III-1, iv, 13-17). Eso sí, rechaza igualmente las tesis «monistas» o curialistas (Ptolomeo de Luca, Egidio de Roma, Álvaro Pelayo, etc.; en la doctrina pontificia, el canon Per venerabilem de Inocencio III, y la bula Unam sanctam, de Bonifacio VIII) que reclaman para el Papa la plenitudo potestatis, tanto en lo espiritual como en lo temporal. En efecto, la soberanía universal que atribuye al Papa la doctrina teocrática de los curialistas resulta incompatible con el carácter liberador de la ley evangélica:

TEXTO N.º 19

«Decir que el Papa tiene tal plenitud de poder en lo espiritual y en lo temporal [...] repugna a la Sagrada Escritura, al Derecho canónico, al Derecho civil y a la razón evidente [...]. [Pues] según las Sagradas Escrituras, la ley evangélica es ley de la libertad respecto a la ley de Moisés. [...] Pero si el Papa tuviera tal plenitud de poder [...], la ley evangélica sería ley de intolerable servidumbre, mucho más todavía que la ley mosaica. Pues todos habrían sido hechos por la misma siervos del Papa, de suerte que el Papa tendría tanto poder sobre los cristianos cuanto nunca tuvo o pudo tener señor temporal alguno sobre sus siervos, hasta el punto de que el Papa podría dar y vender cualesquiera reinos y someterlos a la servidumbre de cualquiera.»

OCKHAM, Octo quaest., I, 6.

TEXTO N.º 20

«Cristo quiso que la potestad laica suprema y la potestad espiritual suprema fuesen distintas y perteneciesen a distintas personas.»

OCKHAM, Octo quaest., I, 4.

Como vemos, Ockham está convencido de que Cristo no quiso instituir una teocracia omniabarcante, que convertiría a los cristianos en esclavos. Al establecer que es preciso «dar al César lo que es del César», Cristo afirmó la autonomía de lo temporal: dio a entender que no pretendía abolir los derechos y libertades (iura et libertates) de los reinos entonces existentes. El poder eclesiástico, por tanto, no debe interferir en «los derechos legítimos de los emperadores, los reyes y otros [señores temporales], siempre que éstos sean conformes a la buena moral y al honor de Dios» (Brevil., II, 16).

Entre las realidades temporales cuya autonomía debe el poder espiritual respetar, Ockham atribuye una especial importancia al Imperio (en su época, el Sacro Imperio Romano-Germánico, cada vez más restringido a su núcleo alemán). Con matices, Ockham es encuadrable en la escuela de «teóricos del Imperio» que florece en la primera mitad del siglo XIV, y que incluye también a Dante Alighieri, Engelberto de Admont, etc. La monarquía universal es el régimen más razonable (optimus principatus), porque garantiza mejor que ningún otro la paz social y la represión de los malvados (Dial., III-2, i, 1). La realización efectiva de la monarquía universal puede, sin embargo, quedar en suspenso durante extensos períodos, si las circunstancias no lo permiten (por ejemplo, si grupos poderosos rehúsan someterse: Dial., III-2, i, 5). El Imperio, por otra parte, no parece ser entendido por Ockham como un Estado universal: el emperador puede reconocer la independencia política de reinos y ducados (Octo quaest., III, 9; VIII, 4). Conserva sobre ellos, eso sí, cierta jurisdicción, y puede corregir o, en último extremo, deponer a los príncipes si éstos utilizan mal su poder y atentan contra el bien común. Pero también los príncipes pueden deponer a un emperador despótico. Como ha indicado J. Kilcullen, Ockham parece proponer una concepción no absoluta de la soberanía, en la que el poder universal y los poderes nacionales se vigilan y contrapesan, en beneficio de la libertad35.

BIBLIOGRAFÍA
I. OBRAS DE DUNS ESCOTO

Se incluyen sólo las citadas; acompañamos las abreviaturas empleadas en nuestro texto:

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Rep. par. = Reportata parisiensia (Opera omnia, cit., vol. XI).

Quodlib. = Quodlibeta (Op. omn., XII).

Coll. = Collationes (Op. omn., III).

Quaest. in Met. = Quaestiones in Metaphysicam (Op. omn., IV).

II. OBRAS DE GUILLERMO DE OCKHAM

Se incluyen sólo las citadas; acompañamos las abreviaturas empleadas en nuestro texto:

In Sent. = In libros Sententiarum, en W. of OCKHAM, Opera theologica, ed. de G. Gál et al., The Franciscan Institute, St. Bonaventure (N.Y.), 1967-1986, vols. I-VII.

Quodlib. = Quodlibeta septem, en Opera theologica (Op. Th.), cit., IX.

Connex. = De connexione virtutum, Op. Th.,VIII, pp. 323-407.

Act. virt. = Utrum voluntas possit habere actum virtuosum respectu alicuius obiecti respectu cuius est error in intellectu, Op. Th., VIII, pp. 409-450.

O.N.D. = Opus nonaginta dierum, en W. of OCKHAM, Opera politica, ed. de H. S. Offler et al., Manchester University Press, 1956-1974, vol. I, pp. 292-368, y vol. II.

Octo quaest. = Octo quaestiones de potestate papae, en Opera politica (Op. pol.), cit., I, pp. 13-217.

Brevil. = Breviloquium de principatu tyrannico, Op. pol., IV, pp. 97-260.

Dial. = Dialogus inter magistrum et discipulum de imperatorum et pontificum potestate, ed. de M. Goldast (1614), Akademische Druck- u. Verlagsanstalt, Graz, 1960.

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1 Vid. Étienne GILSON, La filosofía en la Edad Media, cit., pp. 592-593, 605 ss., 696 ss.; J. GOLDSTEIN, «Ockhams Beitrag zur modernen Rationalität», Zeitschrift für philosophische Forschung, 53-I, 1999, pp. 115 ss.; Frederick COPLESTON, Historia de la filosofía, vol. II: De San Agustín a Escoto, Ariel, Barcelona, 1989, pp. 527 ss.

2 Vid. Guido FASSÒ, La legge della ragione, Il Mulino, Bolonia, 1964, pp. 93 ss.

3 William J. COURTENAY, «The Academic and Intellectual Worlds of Ockham», en Paul V. SPADE (ed.), The Cambridge Companion to Ockham, Cambridge University Press, Cambridge, 1999, p. 19.

4 Vid. Hans WELZEL, Naturrecht und materiale Gerechtigkeit, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, 1955, p. 69; Franco TODESCAN, Giovanni Duns Scoto: testi scelti, CEDAM, Padua, 2002, p. 12.

5 M. M. ADAMS, «Ockham on Will, Nature, and Morality», en P. V. SPADE (ed.), The Cambridge Companion to Ockham, Cambridge University Press, Cambridge, 1999, p. 253.

6 Bernard LANDRY, La philosophie de Duns Scot, Firmin-Didot, París, 1922, p. 226.

7 Cf. Thomas WILLIAMS, «The Unmitigated Scotus», Archiv für Geschichte der Philosophie, 80, pp. 174 ss.

8 Vid. Thomas WILLIAMS, «The Unmitigated Scotus», Archiv für Geschichte der Philosophie, 80, pp. 162-181; G. FASSÒ, La legge della ragione, cit., p. 101; B. LANDRY, La philosophie de Duns Scot, cit., p. 255; E. GILSON, op. cit., p. 556.

9 Georges de LAGARDE, La naissance de l’esprit laïque au déclin du Moyen Âge, vol. III: Secteur social de la Scolastique, Presses Universitaires de France, París, 1942, p. 314.

10 B. LANDRY, op. cit., p. 267.

11 Antonio POPPI, «La fondazione dell’etica nel pensiero di Giovanni Duns Scoto», en A. POPPI (ed.), Studi sull’etica della prima scuola francescana, Centro Studi Antoniani, Padua, 1996, p. 59.

12 F. TODESCAN, op. cit., p. 31.

13 Vid. Étienne GILSON, Jean Duns Escot: Introduction à ses positions fondamentales, J. Vrin, París, 1952, pp. 613-614.

14 William J. COURTENAY, «The Academic and Intellectual Worlds of Ockham», cit., p. 24.

15 Vid. Jürgen GOLDSTEIN, «Ockhams Beitrag zur modernen Rationalität», Zeitschrift für philosophische Forschung, 53-I, pp. 112-130, 1999, p. 113; Hans BLUMENBERG, Die Legitimität der Neuzeit [1966], Suhrkamp, Fráncfort del Meno, 1999, pp. 217 ss.

16 Vid. Marilyn M. ADAMS, «Ockham on Will, Nature, and Morality», en Paul V. SPADE (ed.), The Cambridge Companion to Ockham, Cambridge University Press, Cambridge, 1999, p. 245; Peter KING, «Ockham’s Ethical Theory», The Cambridge Companion to Ockham, cit., pp. 229 ss.

17 Immanuel KANT, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten [1785], en Kants Werke, Akademie-Textausgabe, vol. IV, Walter de Gruyter, Berlín, 1968, p. 393.

18 Georges de LAGARDE, La naissance de l’esprit laïque au déclin du Moyen Âge, vol. V: Ockham: Bases de départ, Presses Universitaires de France, París, 1946, p. 55

19 Cf. G. de LAGARDE, Ockham: Bases de départ, cit., pp. 57-59.

20 Por ejemplo, Wilhelm STOCKUMS, Die Unveränderlichkeit des natürlichen Sittengesetzes in der scholastischen Ethik: eine ethisch-geschichtliche Untersuchung, Herder, Friburgo de Brisgobia, 1911, p. 56; Michel Villey, La formation de la pensée juridique moderne, Montchrestien, París, 1968, pp. 216 ss.

21 A. S. MCGRADE, «Natural Law and Moral Omnipotence», The Cambridge Companion to Ockham, cit., p. 282.

22 A. S. MCGRADE, op. cit., p. 280.

23 Cf. E. HOCHSTETTER, «Viator mundi», Franziskanische Studien, XXXII, 1950, p. 14.

24 G. de LAGARDE, Ockham: Bases de départ, cit., p. 76.

25 Frederick COPLESTON, Historia de la filosofía, vol. III: De Ockham a Suárez, Ariel, Barcelona, 1989, p. 111.

26 Vid. Hans WELZEL, op. cit., pp. 87-88.

27 G. FASSÒ, La legge..., cit., p. 105.

28 Vid. G. de LAGARDE, Ockham: Bases..., cit., p. 62; G. FASSÒ, La legge..., cit., p. 107; J. GOLDSTEIN, «Ockhams Beitrag...», cit., p. 117.

29 Vid. Hans BLUMENBERG, Die Legitimität..., cit., p. 215.

30 Vid. J. KILCULLEN, «The Political Writings», en The Cambridge Companion to Ockham, cit., p. 303.

31 Vid. Michel VILLEY, La formation..., cit., pp. 243 ss.

32 Vid. M. VILLEY, La formation..., cit., pp. 253 ss.; cf. Michel VILLEY, «Droit subjectif», en M. VILLEY, Seize essais de philosophie du Droit, Dalloz, París, 1969, pp. 165 ss.

33 G. de LAGARDE, Ockham: Bases..., cit., pp. 164 ss.; cf. Annabel S. BRETT, Liberty, Right and Nature: Individual Rights in Later Scholastic Thought, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.

34 Antonio TRUYOL Y SERRA, Historia de la filosofía del Derecho y del Estado, vol. I, Alianza, Madrid, 1987, p. 418.

35 J. KILCULLEN, op. cit., p. 316.