Una creencia popular

 

I

 

Es una creencia popular: los hombres de gran éxito no tienen la conciencia limpia. Solía decirlo un italiano que visitaba el café Roma los domingos. Hacía una pausa, cerraba los ojos y agregaba: «Tienen tratos con el Diablo, o alguien parecido». Su público asentía.

Después de beber una botella de vino tinto él solo, don Alessandro —ése era su nombre— confesaba. Su padre había sido sumamente rico. Luego sacaba del bolsillo una billetera, y de ésta extraía la foto del padre. «Era muy orgulloso», decía, y podía oírse una queja en su voz.

Cuando joven, su padre había estado en el África del Norte. Allá, en el café Al Hafa, Hassan lo había visto por primera vez, y luego lo había seguido toda la tarde por el mercado. Finalmente, el musulmán lo tocó en el hombro. Él se volvió. El otro le sonrió y le habló en su lengua. Se hicieron amigos.

 

 

II

 

Un día, después que don Alessandro, el hijo, terminara su relato, lo acompañé hasta su casa. Había contado cómo los dos jóvenes habían comenzado un negocio. Ambos viajaron, yendo y viniendo, durante muchos años. Se hicieron viejos y ricos. Después, sus hijos, don Alessandro y Aziz ben Hassan, continuaron el comercio. Eran propietarios de una pequeña flota que navegaba entre Gibraltar y Tánger. Una tarde, durante una tormenta, tres de las naves desaparecieron. Y Aziz desapareció también. Don Alessandro buscó a su socio. Años más tarde, en el sur de Francia, se encontró con él; bebía el té en la terraza de un café. Don Alessandro dio cuatro mil francos a un joven, y Aziz murió degollado.

Don Alessandro caminaba despacio: era el vino. Tuve que ayudarle a subir las escaleras. «Son interminables», me dijo. Después lo acosté en su cama. Estaba pálido, reprimió un suspiro. Yo, débilmente, pronuncié: «Aziz era mi padre». Él dirigió la vista a la ventana. Tres pajaritos se posaban en el alambrado. Él hubiese querido correr escaleras abajo, empujar la puerta, salir; pero era demasiado viejo. No hizo más que mojarse en la cama. Recordé la última foto de mi padre, tendido en la acera, con sangre en la boca.

Yo tenía un cuchillo en la mano, y miré al viejo. Su piel, un metal, y sus ojos brillaban. «Estoy cansado», me dijo.

Catorce años hacía que yo soñaba con cortarle el cuello.

Salí del cuarto. La puerta se cerró de golpe.

 

 

III

 

Bajé las escaleras despacio. Antes de llegar a la puerta, me detuve. Volví a subir. Mi mano cayó suavemente en su cama. Él cerró los ojos. «Gracias», dijo, porque viviría algunos años más. Me puse de pie, me escondí el cuchillo bajo la camisa, y salí.

Los hombres más dignos de confianza dicen que del brazo derecho de Dios viene el golpe que arreglará todas las deudas. Pero sólo Él, Alah, lo sabe todo.

A prisa, me alejé.