La llave perdida

 

¿No le aguardaba nadie? Volvió a llamar a la puerta azul. Nada. Pero, en el piso de arriba, una de las ventanas estaba abierta. Había olvidado cerrarla. Buscó la llave en el bolso que llevaba al hombro, y no la encontró. Reconoció que la había perdido, y comenzó a bajar por la callecita de piedra. Corría. Ya era de noche.

Se limpió el sudor de la frente. Ayudándose con ambas manos, buscaba la llave debajo de las mesas y sillas de una taberna. Observó su postura, y comenzó a sonreírse de sí mismo, pero al punto el miedo heló sus facciones. Salió a la calle y volvió a buscar en el bolso. La llave no estaba allí. Además, no llevaba consigo una sola moneda; llevaba unos papeles sueltos, un cuaderno, una cajita de fósforos y una pluma. La llave había desaparecido.

Mientras desandaba el camino hacia la puerta azul, una sensación que le era desconocida se apoderó de él. Escuchaba sus propios latidos: estaban en todas partes. Llevaba ambas manos en los bolsillos, apretadas contra los muslos. Se paró frente a la puerta, y con las manos abiertas, le dio un empujón. Hubo un chasquido y la puerta se abrió. En lugar de entrar, dio un paso atrás. Pensó en la mujer que cuidaba de sus pájaros, y luego pensó en el patio trasero, en la pared que lo rodeaba y en las puntas de hierro contra el cielo. Alguien podía haber saltado. No era imposible que alguien estuviera dentro. En ese momento podían estar mirándolo desde arriba, por la ventana del baño. No se atrevió a levantar la mirada. Pensó en alejarse, pero entró. No había luz en el zaguán. Avanzó con los brazos extendidos, tanteando, hasta que tocó el candelabro. Metió la mano en el bolso, y sacó la cajita de fósforos; encendió uno, lo acercó a las candelas y, con tres de ellas ardiendo, levantó el candelabro para alumbrarse por las escaleras. Se agarró del cordón y comenzó a subir, mirando hacia arriba. El techo parecía que giraba sobre su cabeza. Dio un traspié y perdió el equilibrio. Quiso dar un paso atrás, pero el pie se le enredó en el ruedo de los pantalones. Antes de caer escaleras abajo, cerró los ojos. Luego oyó el crujir de sus costillas, y dejó de respirar un momento. Cuando abrió los ojos vio que las candelas habían rodado fuera de su alcance. Una de ellas aún ardía. Se levantó, con un sabor amargo en la boca, y fue a recoger la candela. Al alzarla, la llama se apagó. La oscuridad que se produjo lo cegaba. Dio unos pasos y tropezó con el candelabro. Se acuclilló, tratando de no hacer ruido al respirar. Finalmente, levantó un brazo, en busca de la pared. Se arrastró, rozando el muro con el aliento, hasta que halló la primera grada. Empezó a subir otra vez, dejando una huella húmeda con el sudor de sus manos. Perdía la noción de la distancia; sus extremidades, le parecía que se iban alargando, y sentía que estaba en medio de la nada. Se imaginaba un mundo incomprensible, pero real, en la tiniebla. Una ráfaga de viento le tocó la cara, y el estruendo de la puerta de la calle, al cerrarla la corriente, interrumpió sus pensamientos. Sacudió la cabeza con un gesto apenas humano. Se movían sus ojos en plena oscuridad, y el miedo le hacía ver formas incoherentes que se agitaban a su alrededor. El filo de los escalones contra su costado era lo único que permanecía firme. Lo demás era como si no estuviese ahí. Dos golpes secos llegaron del zaguán; alguien estaba a la puerta. Se puso de pie, y oyó un ruido extraño: era el cerrojo, que había sido descorrido, y la puerta golpeó la pared al abrirse. No se atrevió a decir nada. Dio un paso a la derecha y su pie tocó el bolso. Se detuvo, se encorvó hasta el suelo. Desde donde estaba no lograba distinguir las facciones de quien había abierto la puerta, pero pudo ver el contorno de su ropa; la débil luz que entraba de la calle lo hacía perceptible. Bajó los escalones que había subido y, extendiendo los brazos, se arrojó hacia la entrada para caer sobre el bulto. Pero el hombre que acababa de entrar se movió ágilmente bajo el manto gris que lo envolvía, y eludió la embestida.

El segundo hombre parecía conocer la casa mejor que el primero; ignoraba la oscuridad. Subió las escaleras dando saltos, y después de andar pausadamente por el piso de arriba, volvió a bajar, alumbrándose con una antorcha que brillaba sobre su cabeza. Bajaba un escalón y se detenía a escuchar. Bajaba otro, y luego otro. Mientras descendía, su semblante fue tornándose sombrío; no alcanzaba a comprender lo que veía. ¿Qué querrían decir las incontables máscaras que colgaban de las paredes; y los animales disecados? Estaba asustado. Alguien había pintado de rojo el tronco del árbol que crecía en el patio, y en las ramas se veían varias aves que parecían estar vivas. El resonar de pasos en la casa le hizo volver la cabeza, pero no logró ver nada. Colocó la antorcha en una argolla y fue a levantar el candelabro. Entonces vio el bolso que estaba en el suelo. Metió la mano, y encontró la pluma y los papeles. El cuaderno faltaba. Vaciló un instante, y, antes de correr hacia la calle, fue a apagar la antorcha. No bien se hubo extinguido la luz, oyó que alguien andaba de puntillas a sus espaldas. Giró dando un salto, pero ya estaba oscuro, y nada se veía. Adivinó una sombra, no lejos de él, bajo la arcada, y se lanzó contra ella. Se había engañado; pero estaba seguro de que había alguien más en la casa. Sería difícil decir lo que sentía. La quietud lo confundía. Estaba perdido, enredado en sí mismo, en su cuerpo, que temblaba levemente. Una humedad hormigueaba en el dorso de sus piernas. No sabía qué hacer, pero se agazapó detrás de un tiesto. Estuvo así cerca de un minuto. Comenzaba a acostumbrarse a la oscuridad, y se puso a buscar con el tacto algo con que defenderse. Su mano encontró una loza floja; la sacó y la blandió en el aire, consciente de lo irracional del gesto y del miedo que crecía en él. Estaba dispuesto a alzarse y atacar, pero ¿a quién iba a atacar? Un perro ladraba fuera de la casa. Contó hasta diez ladridos, y se irguió lentamente. Se proponía cruzar el zaguán y salir. En la calle había luz. Aún no había dado cuatro pasos cuando un brazo se abanicó a sus espaldas, y un machete le rajó el hombro. Cayó boca abajo, y, al caer, su cabeza produjo un fragor (escasamente audible en el exterior) que azotaba de parte a parte en sus adentros. Ya no discernía el frío suelo de su propia mejilla, y miraba oblicuamente un resplandor verdoso y prolongado; le parecía una hendidura en la prolija oscuridad. Alargó la mano para alcanzarla, y el hilo de luz relampagueó, cercenándole la cara. Aturdido, se llevó las manos a la herida. Cerró los ojos para no ver las formas que se retorcían a su alrededor. El ápice de su conciencia (para darle un nombre) giraba sobre su eje imaginario, precipitándose hacia el centro. Como si hubiese estado muy lejos, oía los irregulares ladridos que el perro repetía. Oyó las pisadas del otro hombre, que se alejaba, y le parecieron enormes. El arma cayó pesadamente en el suelo. Hubo una pausa, luego un ruido. Comprendió que la puerta se había cerrado.

El primer hombre corría calle abajo. Llevaba el cuaderno consigo, apretado entre el cinturón y el vientre sudoroso. Siguió corriendo a lo largo de media hora; sus ijadas se movían rápidamente. Avanzando en línea recta, se acercaba a un árbol solitario, una silueta en la cima de una colina desolada. Había abierto el cuaderno mientras avanzaba y, con los ojos apenas abiertos, leía. Al llegar bajo la sombra del árbol, se detuvo y miró en todas direcciones: nadie se veía. Miró por entre las ramas que resbalaban contra el cielo nocturno, rodeó el tronco y, habiéndose asegurado de que estaba solo, se inclinó hasta el suelo y dio tres golpes en una tabla que estaba oculta bajo el polvo. La apartó cuidadosamente, apoyó una mano en el borde y metió el cuerpo hasta la cintura por el orificio. Dejó caer el cuaderno, y siguió mirándolo mientras se perdía de vista, vertical y silencioso. Sacó el cuerpo del hoyo y volvió a cubrir el vacío con la tabla. Luego se tendió de espaldas en el suelo. Se sentía satisfecho. Los nombres y las sentencias que había leído (está prohibido mencionarlos) se mantendrían en secreto. Hubiera querido dormirse, pero no le era posible.