El cuchillo del mendigo

 

El sueño que había tenido la noche que desembarcó en la ciudad de sus padres se repitió, esta vez sin llegar al final. Están en el agua, él y cinco hombres desvaídos que lo rodean. Varias uñas le tocan la piel; no siente dolor, siente asco. Para mantener la cabeza fuera del agua le es necesario patear, y sus piernas se rozan con las piernas de los otros. Siente fatiga. Aspira profundamente y se hunde. No sabe cuánto tiempo ha transcurrido, cuando se da cuenta de que puede respirar bajo el agua. Se dilatan sus pulmones, tiene una sensación de bienestar. Está tendido en un banco de arena, y mira la superficie, donde las piernas de los otros agitan el agua.

Se despertó con una ráfaga de viento frío. Una lámpara cilíndrica se mecía sobre su cabeza, y las sombras alargaban y encogían el cuarto. Tardó unos segundos en comprender dónde estaba. El aire olía a lluvia. Se dijo en voz baja, con poca convicción: «Todo está bien. Estoy en el hotel». Permaneció despierto hasta el amanecer. Al mediodía se vistió, se humedeció la cara, bajó las escaleras con siete recodos, y salió a la calle. Se dio cuenta de que la postura de su cuerpo le era incómoda. Quiso erguirse, pero un dolor intenso le hizo desistir. Dobló a la derecha y bajó por la calle hasta llegar al río. En la última esquina llamó a una puerta, haciendo sonar la campana. El portero lo miró de arriba abajo, como si hubiera sido de noche y no de día, abrió la puerta y lo dejó entrar.

Había humo y una luz amarilla en el cuarto; no era fácil distinguir el cuerpo de los fumadores. Estaban sentados y acostados en el suelo, uno junto a otro. Vaciló un momento; vio un lugar vacío entre dos hombres, y fue a sentarse. Una vez más advirtió que solamente había una ventana pequeñísima. Alguien le trajo una pipa, una lámpara y una cajita de madera, y, como los otros, comenzó a fumar. Estuvo mirando la ventana, pero de tiempo en tiempo movía los ojos para ver las formas entreveradas en el humo. El cuarto iba llenándose de gente. Comprendió que varias horas habían transcurrido; oscurecía. En el lado opuesto del cuarto, un hombre había comenzado a hablar; se movía lentamente. Él pensó: «Es asombroso que todas las noches le oigamos decir lo mismo, una y otra vez». Siguió pensando; dejó de escucharle. El humo apenas se movía. Ahora aguardaba atentamente la próxima frase; oyó tres palabras que desconocía. Siguió un largo silencio. Le parecía increíble pensar que ésta fuera su última noche; pero sentía que algo había sido dicho para él y no lo había comprendido. A su lado alguien se puso de pie, inclinó la cabeza para despedirse y salió. «No conozco a ninguno en este lugar —reflexionó—; nadie sabe quién soy». Alguien le tocó la pierna y le preguntó: «¿Se encuentra bien?» Él asintió y echó para atrás la cabeza. Alguien pidió música; se oyeron unas voces quejumbrosas, y cinco mendigos irrumpieron y se desplegaron entre los fumadores.

Bajó la mirada: era borroso el contorno de sus manos y sus muslos. Casi dormido, recordó un viejo presentimiento: «En el momento de mi muerte sabré lo que soy». Cerró los ojos, o se le cerraron ellos solos. Un círculo de cuatro o cinco hombres tomados de la mano giraba lentamente. Advirtió que esos hombres estaban con él en el cuarto. Se dijo a sí mismo, con ironía: «Como quiero morir, no moriré». Se distraía con ese pensamiento, cuando la mano de uno de los mendigos lo sorprendió. «Ayúdame», le decían sus ojos. Él, sabiendo ya que no tenía nada, hizo como quien busca en los bolsillos.

El mendigo le toca la mano, ahora con impertinencia. Él dice que no y finge una sonrisa. De reojo, cree ver que alguien le hace señas, y vuelve la mirada. El mendigo le agarra la pierna, y él la aparta con un gesto de repulsión. El rostro sucio cambia de repente, despide el color de la violencia; el hombre se echa para atrás, blande ágilmente un cuchillo, y se arroja sobre él. Siente algo frío en la garganta, su boca se llena de sangre, se le nubla la vista. Siente manos meterse en sus bolsillos, y oye unas voces que no entiende.

Dos hombres lo llevaron cargado hasta la playa y lo dejaron en la arena. Fue sólo entonces que localizó la herida: le atravesaba el cuello de lado a lado. Dudó que el río estuviera cerca; no podía oírlo. Sacudió la cabeza, como quien quiere despertarse, y comprobó que la herida era real. Se le juntaron los párpados, y este pensamiento lo sacó de sí: «Conozco a ese mendigo. Pero ¿quién es?» Con los ojos cerrados, porque no podía abrirlos, se arrastró en dirección al río.

Despertó exhausto, con sabor a cloroformo en la boca. Esa mañana salió y entró incontables veces de la vigilia al sueño. Por la tarde llegaron los doctores, y entonces supo que no estaba muerto. En la calle había niebla. Al día siguiente sopló el viento y el cielo se despejó hacia el poniente. Tuvo varios sueños, pero no lograba recordar más que una playa negra. Pasaron diez días idénticos, interminables. A la undécima mañana amaneció sintiéndose mejor. Le sería posible continuar el viaje río abajo. Por la tarde se nubló el cielo, y llovió al anochecer.

Al día siguiente llamó a su padre; él mismo recibió la llamada. Al principio el diálogo fue frío. Cuando el hijo explicó dónde se encontraba, la voz del otro cambió; le aseguró que iría a visitarlo. Después él apuró tres pastillas, y durmió hasta el día siguiente, cuando fue despertado por la voz y las pisadas de su padre. Conversaron larga y pacientemente, resolvieron sus asuntos. Almorzaron juntos en el hotel, y por la tarde tomaron un coche hasta el embarcadero y se abrazaron.

Había un murmullo de voces en el muelle. El hijo comenzó a subir la pasarela, las cuerdas se mecieron levemente. Había mucha gente en la cubierta. Tuvo un presentimiento. Unos vendedores vociferaban sus golosinas por última vez. Advirtió que sería el último en subir al barco; dos marineros estaban por descolgar la pasarela; los vendedores pasaron junto a él, empujándolo, y bajaron corriendo. Miró hacia el muelle: su padre ya estaba de espaldas. Sintió el frío del miedo; había visto al mendigo a pocos pasos. Quiso gritar o moverse, pero le falló la voz: era la herida; y las piernas no le respondieron. Con calma, con una risa silenciosa, pensó: «No puede ser». Una puñalada le atravesó la garganta. Su cintura tocó la barandilla. Lentamente pensó: «No voy a morir». Sus pies se levantaron del suelo, su cabeza estuvo de pronto junto a sus rodillas, el cielo giró. Mientras cae, se repite que ya en otro tiempo ha muerto, que ha sido un mineral, un árbol, un animal, un hombre, que dejará de existir. Oyó el restallar del agua. Unas ondas concéntricas se formaron a su alrededor. Se oyó el sisear de la espuma, y la gente que estaba en el muelle miró al agua.