I
Aún no terminaba de salir el sol. No se oía más que el ruido que hace la tierra al girar, interrumpido, tal vez, por el vuelo de algún pájaro o el deslizarse de una serpiente.
Yo venía de mi casa. Llevaba un saco de semillas al costado, y en una bolsita atada al cuello, plumas de colores que cambiaban al moverse.
Cuando llegué a la aldea los miré que pasaban; iban hacia el templo. Los cuatro vestían mantos café oscuro. La primera vez que los vi, yo era sólo un niño, y ya entonces los despreciaba. Me detuve y los dejé que pasaran sin verme.
Atravesé la plaza del mercado, entré en la casita al final de la hilera, y me senté en el suelo, a esperar. Puse las semillas sobre una manta blanca y las plumas sobre una roja. Las miraba distraídamente cuando ellos entraron. Se las di, y volví a casa.
Por la noche me dormí hablando con el dios. Le recordé que mi parte estaba hecha. Le pedí lluvia y maíz.
II
Cuatro hombres desnudos entraron en la casa de mi madre. Ella me miró con ojos tristes, como alguien que ve algo que ya ha visto muchas veces. Uno de los hombres me cogió del pelo. Ella lloraba, pero no la tocaron.
Me ataron las manos con una cuerda negra. Nos alejamos los cinco por un camino que parecía alargarse más y más entre los árboles. Ellos me hablaban, para consolarme, pero yo no podía oírles. Un fragor me envolvía, un ruido infinito, como las pisadas de un jaguar. El agua que me hicieron beber se endulzó en mi boca. Llegamos a uno de los pueblos vecinos, nos detuvimos y entramos en una casa muy vieja. Ahí estaba un hombre que cortó mis ataduras. Los otros salieron y me dejaron con él. Me pidió que lo siguiera, y anduvimos hasta llegar a un templo de piedras altas y bien labradas. Comenzamos a subir lentamente. Mientras subíamos, el hombre hablaba consigo mismo. Pero lo que decía se refería a mí; hablaba de mi vida pasada, como si me hubiera conocido. Describió mi destino, y habló de la lluvia y de otros niños.
III
La gente me acusaba. Se decía que yo era responsable de la sequía. Que la lluvia estaba en mis manos, que yo podía traerla, y que nadie podía hacerlo sino yo.
Pensé en huir, porque no quería consumar el sacrificio, pero me vigilaban constantemente. Tuve que convencerme, y me dije que no podría evitarlo. Una vez cumplido mi deber, la lluvia caería.
Así que subí hasta la cumbre del templo, donde me detuve entre dos hombres. Acostaron al niño sobre un manto de pétalos blancos. Mi mano cayó con fuerza. El negro filo de la piedra rompió la piel, y la sangre nubló el blanco de las hojas. Tomé su corazón, que aún latía, y lo puse en la boca del dios de piedra. Luego empujé el cuerpecito, que rodó gradas abajo hasta el suelo.