Un prisionero

 

El primer sueño fue muy corto. Soñó tres ángeles que le decían que Dios no es Dios. Se despertó. No reconoció el ruido que subía desde el valle; no sabía dónde estaba. Vio el suelo desnudo y polvoriento. Miró la ventana y cerró los ojos. Un sol al atardecer, una selva, una raíz seca incrustada en un muro, un río y una montaña; todo esto lo vio con los ojos cerrados antes del segundo sueño. De pronto hubo sangre en el agua del río; el sueño comenzaba.

Oye voces pequeñísimas que gritan corriente abajo. Sueña que su cuerpo flota en el río. Cuatro o seis brazos lo arrastran hacia la orilla y lo dejan tendido sobre las piedras. Se pone de pie. Ve una montaña empinada. En la cima, detrás del vaivén de los árboles, la luna se levanta. Con ingenuo optimismo, no quiere recordar que está soñando. Se arrodilla, junta las manos cuidadosamente y cierra los ojos. Cuando vuelve a mirar, la montaña se ve más clara, parece inaccesible. La toca suavemente con el pie, y comienza a subir. Antes de llegar a la cima, ve dos veces la sombra soñolienta de una fiera que cruza el sendero. Un halcón describe círculos contra el cielo, y él recuerda la luna varias veces. Llega a la cima, y el viento vela la luz; empieza a lloviznar, el aire se oscurece. Sentada en una roca frente a él, una estatua de piedra mira a lo lejos. Deja de llover, las nubes se dispersan, y reaparece la gigantesca luna. El hombre piensa: «No importa lo que me suceda», y recuerda con cierta sorpresa las voces que le dijeron que Dios no es Dios. La canción del río sube desde el valle. Antes de comenzar a bajar, mira el rostro de piedra. Luego retrocede unos pasos y, lentamente, se da la vuelta. Siente como si le desgarraran la espalda, y se despierta. Un hombre yace dormido junto a él; su cuerpo despide un fuerte olor.

Una gota de agua le cae en la frente; oye un lejano estallido y el silbido de una bala, e imagina su trayectoria por la noche. Oye los ladridos de los perros, y unas voces.

El tercer sueño fue el más corto. Cuando el eco del inútil disparo se extinguió, cerró los ojos, e inmediatamente entró en el sueño. No se veía sino una luz, una luz pesada y fatigante. Hubo una voz, pero no comprendió lo que decía. Todavía en el sueño, se dijo a sí mismo: «Sueño que soy Dios», y recordó que dormía en una barraca y que era un prisionero. Abrió los ojos y vio la sombra rosada de los árboles. Amanecía.