Coralia

 

—Es una gran mujer —decía el hombre sentado a la mesa junto al mostrador de un pequeño restaurante—. Cuando salgamos de aquí te llevaré a su casa. Te va a encantar.

Hablaba con una mujer, aparentemente una extranjera, de pelo rojo y cara muy blanca. El hombre vestía una guayabera celeste; tenía el pelo gris y la piel tostada por el sol.

En la mesa vecina una joven pareja escuchaba la conversación mientras esperaban ser atendidos. «Habla de ella», dijo en voz baja el joven con una sonrisa. Antes de entrar en el restaurante habían estado hablando de Coralia. «Tiene un ego del tamaño de una iglesia —había dicho a modo de resumen antes de empujar la puerta—. Pero ya que vas a estar aquí vale la pena que la conozcas».

—Suena interesante —dijo la muchacha, escrutando la arrugada hoja de papel en que estaba escrito el menú.

Él había pedido un pescado del lago, y casi se traga una espina cuando la mujer que se llamaba Coralia apareció a la puerta. Pasó por entre las mesas, erguida la cabeza, sin mirar a un lado ni a otro, y se detuvo frente al mostrador.

—Es un poco miope —dijo el joven al oído de su compañera.

El hombre de pelo gris se había levantado a saludarla.

—¡Señor Méndez! Qué suerte —dijo Coralia—. A usted lo estaba buscando. Iba a llamarlo, pero está muerto mi teléfono. Venía a llamarlo desde aquí. Y aquí lo encuentro.

—A sus órdenes, señora. ¿Qué se le ofrece?

—Fíjese —comenzó Coralia, sentándose en la silla que el señor Méndez había acercado a la mesa—. Ricardito, mi hijo —le aclaró a la mujer de pelo rojo—, tuvo que llevar la camioneta a la ciudad, y yo necesito ir al otro lado del río por una carga de leña. Quería pedirle que me alquilara su camión.

—De ninguna manera. —El señor Méndez decía no con todo el cuerpo—. Iré a traer la leña con mucho gusto. Ahora mismo, si quiere. ¿Dónde está? Imagínese —terminó, mirando a la mujer de pelo rojizo—, alquilarle mi camión.

Coralia se puso de pie.

—No sabe cuánto se lo agradezco. La leña está en casa de Domingo, al lado de la tienda. Ya está pagada. ¿No quiere que lo acompañe? ¿O lo espero en mi casa, con una taza de café? Ella también está invitada, por supuesto.

Al darse vuelta para salir, Coralia vio a los jóvenes en la otra mesa.

—¡Enrique! —exclamó.

El joven se limpiaba la boca.

—No puedo creerlo —le dijo Coralia—. ¿Desde cuándo estás aquí? ¿Por qué no has pasado por la casa?

—Acabamos de llegar —contestó Enrique. Se puso de pie, le dio un beso en la mejilla y la abrazó.

—Hasta luego —dijo el señor Méndez al pasar hacia la puerta—. Llegaremos a las cinco por ese café.

Coralia le vio salir con ojos de aprobación.

—No has cambiado —le dijo Enrique—. La misma influencia. ¿Quién es el señor Méndez?

—El señor Méndez es un ángel. Es el dueño de la finca El Rosario. Es un caballero hecho a la antigua, un poco duro con sus peones, pero un buen amigo.

—Coralia. Rita. —Enrique presentó a la muchacha, que miraba con interés a la otra mujer.

Coralia respiró profundamente.

—Enrique —dijo—. Cuéntame. ¿Qué has hecho de tu vida? Ni siquiera sé dónde has estado.

Enrique acababa de pagar la cuenta. Sacando el aire ruidosamente, dijo:

—¡Qué comida! ¿Nos vamos? —y se levantó.

Fuera, un automóvil resplandecía bajo el sol. La muchacha bajó corriendo las gradas y se sentó en el parachoques.

—Son las tres —le dijo Enrique a Coralia—. Tenemos tiempo para ir a dar una vuelta. Te llevamos a tu casa después.

Coralia miró con desgana el camino de asfalto que llevaba a su casa.

—Haría lo que fuera con tal de no ir a pie con este sol —confesó.

El asiento trasero estaba lleno de maletas. Coralia, sentada delante entre Enrique y su amiga, sugirió que tomaran el camino del Jaibal.

—Lo abrieron hace poco hasta la peña —dijo—. Hay una vista maravillosa de todo el lago.

Enrique hizo virar el auto y aceleró cuando estuvieron en la carretera.

Después de un largo silencio, mientras subían por el costado de una montaña, Coralia comenzó a hablar. Había cruzado las piernas sobre el asiento, y parecía que iba mirando algo que se movía con el auto varios metros por encima del camino.

Su vida presente, a pesar de las inconveniencias que traía consigo el vivir en un pueblo pequeño, era la vida ideal. Advirtió que era una persona muy abierta, y que le gustaba decirlo todo, desde el principio. No ocultaba nada (no conocía la vergüenza) y si alguien iba a ofenderse era mejor que se ofendiera de una vez. Viendo que Rita parecía interesada, decidió hablar de su pasado. Enrique ya conocía la historia, pero se mostraba deseoso de oír una nueva versión.

El camino de tierra al que habían doblado atravesaba unos cafetales, y después de bajar bruscamente terminaba al pie de una peña muy alta. Dejaron el auto y subieron a la cima por una vereda. Soplaba una brisa fresca, y los tres se sentaron en la hierba, mirando hacia el lago. A los ojos de Rita ya Coralia era un ser extraordinario. Le había oído contar cómo salió victoriosa de una dura niñez, con un padre borracho que la perseguía y una madre vanidosa e indiferente. Había descubierto muy temprano el refugio de la vida interior. Habló de una escalera de caracol, en un convento donde había estado interna. El día de su llegada, a la hora de acostarse, cuando estaba por subir al dormitorio, se había desmayado. Fue entonces cuando oyó una voz —la voz de un hombre— que le decía que nadie podría hacerle daño. Cada vez que trataba de subir la escalera le ocurría lo mismo. Las monjas habían acabado por darle un cuartito en el piso inferior. Sin embargo, cada vez que podía, Coralia iba sin ser vista a la escalera. Aunque le daba miedo desmayarse, le gustaba oír la voz.

Había aprendido a cantar en el convento. Llegó a formar parte del coro, y nada le gustaba tanto como las horas que pasaban salmodiando en la capilla. Alguna vez consideró la idea de convertirse en monja, atraída por la madre superiora, que a menudo les hablaba de los gozos de las bodas y el abrazo del Amado.

Nadie la visitaba, salvo un tío y una tía. Todas las semanas le traían algo; a veces golosinas, y a menudo, a espaldas de las monjas, libros. Fue así como Coralia empezó a instruirse en las creencias orientales. Leía todos los libros, y aunque no sabía bien de qué trataban, la lectura había sido para ella como el sumergirse en las aguas de la sabiduría.

Por aquel tiempo su hermosa cabellera le llegaba a la cintura. Las monjas habían querido hacérsela cortar, por temor a los parásitos. Pero afortunadamente alguien había intercedido, y se le permitió conservarla, a condición de que guardara un aseo escrupuloso. Pero era un tormento el tener que desenredarla con el peine cada mañana y cada noche, y por fin se había rebelado. ¡Era ridículo que no le dejaran hacer lo que quisiera con su propio pelo!

Un día, en el aula, la monja la vio que se rascaba la cabeza y la sacó al corredor para someterla a un cuidadoso examen. «¡Piojosa!», gritó, y la llevó a rastras hasta el despacho de la superiora. Fueron necesarias tres monjas para sujetarla, mientras una cuarta le cortaba rápidamente las trenzas con las tijeras.

Esa tarde Coralia le escribió a su madre para pedirle que la sacara del convento. La mujer le contestó que lo sentía, pero no podría complacerla; estaba demasiado ocupada con los trámites de su divorcio. Coralia resolvió que nunca volvería a hablarle. El domingo la visitó su tío, y al enterarse de lo ocurrido le ofreció ayudarla.

Coralia estuvo callada un momento; pensaba en el buen hombre. Iba a proseguir, cuando Enrique señaló el sol rojo que ya tocaba las montañas.

—Son más de las cinco —dijo, mirando su reloj de pulsera.

—Pobre el señor Méndez. —Rita se había levantado.

Coralia parecía sorprendida por la interrupción.

—En verdad, Rita —iba diciendo mientras bajaban por la vereda—, la vida es maravillosa. —Rita la miró por encima del hombro—. Pero lo más maravilloso es estar enamorada.

Enrique ya estaba en el auto.

—¿Tú has estado enamorada? —preguntó Coralia cuando hubieron arrancado. Y continuó antes de que la muchacha contestara—: Uno se enamora pocas veces. Una, quizá dos. A mí me ha pasado dos veces. La primera fue la más fuerte. Duró diez años. La segunda…

En el silencio incómodo que se produjo, Enrique habló:

—¿Es paciente el señor Méndez?

—La segunda vez —siguió Coralia, mirando de reojo a Rita y señalando a Enrique con el dedo— me enamoré de él.

Parecía que la muchacha no le hubiera oído, porque en su cara (miraba los árboles que el auto iba iluminando a la orilla del camino) nada cambió.

—¿Ya te lo ha contado? —Coralia quería saber, pero Rita no contestaba.

—¿Se lo contaste?

Enrique se rio.

—No le he contado nada.

Pocos metros después de cruzar el río, Enrique tuvo que sacar el auto del carril, deslumbrado por los fuertes faros de un pequeño camión que bajaba velozmente en el sentido opuesto.

Rita volvió la cabeza.

—¡El señor Méndez! —exclamó.

El señor Méndez había detenido su camión junto al río.

Le vieron subir a la parte trasera del camión, y, apoyándose de espaldas en la cabina, empujar furiosamente las rimas de leños, que cayeron del camión para rodar por el declive y perderse en el agua del río. El cielo estaba lleno de estrellas.