Ningún lugar sagrado

 

Aló. ¿Clínica de la doctora Rivers? Gracias. Sí. Sí, doctora, quisiera ser su paciente. Si lo permite, desde luego. No. Fue la doctora Rosenthal quien me recomendó. Sí, a ella y a su esposo, los conozco desde hace tiempo. Se van a vivir a Florencia un año. Dentro de unos días, creo. Por eso no ha querido aceptarme. Además, entre amigos no conviene, me dijo. He trabajado con él. No, no soy poeta, soy cineasta. Escribo guiones. Bueno, eso es parte del problema. Ya no quiero escribir, pero no sé qué hacer en vez. ¿Poder? Supongo que sí. No, nada de lo que he escrito ha llegado a producirse, pero casi. Alguien me compró una opción. Claro, es mejor que nada. Con un poco más de suerte tal vez. Era una película de acción. Una especie de film noir, pero situado en la selva, en Guatemala. Yo soy de allá. El Petén. Es un lugar maravilloso. ¿Ha estado en la selva? Es algo único. No sabe de lo que le hablo si no ha estado. La vegetación, la vida, la energía por todas partes. Sí, me entusiasmo al hablar de eso. En blanco y negro. Se suponía que yo iba a dirigirla, pero a última hora los inversionistas se echaron atrás. Sí, la inseguridad. Por mala suerte, la productora estaba allí cuando lincharon a una norteamericana. Una fotógrafa. Estaba en un pueblecito, tomando fotos a unos niños. Alguien hizo correr el rumor de que era una ladrona de niños. Usted sabe, ha habido casos. Para casas de adopciones ilegales, o para prostíbulos especializados, y hasta dicen que han sido utilizados para suplir el mercado de órganos. Inconcebible, usted lo ha dicho. Pero eso fue lo que pasó y el proyecto fue a dar al traste. ¿Dinero? Bueno, sí, quiero decir no, no, el dinero no es en realidad ningún problema. Rico, lo que se dice rico, no. ¿Mi padre? Él sí era rico. No, murió hace tiempo. Lo mataron. Es una historia un poco complicada. Hace, vamos a ver, unos veinticinco años. ¿Yo? Treinta. Sí, mi madre volvió a casarse. ¿Mi padrastro? No, se divorciaron. Hace mucho que no lo veo. No, yo vivo solo. Ella sigue en Guatemala. ¿Un contrato verbal? Diga. ¿Sinceridad? Por supuesto, doctora. La semana próxima, está bien. El jueves a las seis. Sí, mucho gusto. Y gracias por aceptarme, doctora.

 

Un Broto. Pero claro, en español sugiere algo. Algo que brota. Yo broto. ¿Qué? No, es que no sé qué decir. No suelo ser muy hablador, ¿sabe? Mis novias se han quejado siempre de que les hago, las dejo hablar y luego me quedo callado. Que me oculto, dicen, que me da miedo entregarme, que no me gusta la intimidad. Yo no lo veo así, pero en fin. Ahora supongo que se dará vuelta la tortilla. Me pregunto si el idioma no será una barrera. Según la doctora Rosenthal no es un problema. Aparte de mi acento. Yo me harto de oírme a mí mismo hablando en inglés. Si a usted le parece, magnífico. Gracias, muy amable, doctora. Lindo amueblado. Esa alfombra parece marroquí. ¿Verdad? Del Gran Atlas. Es que pasé una temporada en Fez, hace años. Sí, un país encantador, aunque a veces es difícil, usted sabe, el islam. Sí, por supuesto. No. Marruecos está lleno de judíos. Antes los había más. Muchos se fueron a Israel, pero últimamente han regresado, parece que los discriminan. Porque tienen rasgos, costumbres africanas. Comen con las manos y se sientan en el suelo. Absurdo, sí. Racismo. Pero no quiero irme por las ramas, no soy judío ni musulmán. Y hago todo lo posible por no ser demasiado cristiano. Es difícil, claro. De adolescente era bastante religioso. Me interesaba la mística. Mucho. Hasta soñaba con ser santo. ¿Puede creerlo? Ahora aspiro a ateo. Es irónico. A veces me parece que la santidad, por absurdo que suene, es la única salida. El desprendimiento, la ascética. Huir del mundo. Pero tal vez es imposible huir, y por eso estoy aquí. ¿En el diván? Bueno, por qué no. No, no tengo nada en contra. Qué luz tan agradable hay en este cuarto, doctora. A mí me gusta la iluminación tenue también. ¿Usted misma lo iluminó, o fue un profesional? Usted misma, excelente trabajo. De verdad. Oh, ése es un Twombly. Uno de mis artistas preferidos. Tafraout. Es precioso. Pero sabe, lo divertido es que Twombly nunca estuvo allí. Él mismo me lo dijo. Lo conozco, poco, pero sí, he hablado con él. En una inauguración. Es muy amable. Sí, todo el mundo lo sabe. Estuvo en Marruecos, en el norte, no visitó el sur, es lo que me dijo. No. No. Disculpe. ¿Asociación libre? Desde luego, sé lo que quiere decir, más o menos. Lo intentaré. No, es sólo que no quiero que piense que soy un snob, que me quiero lucir porque conozco a uno que otro artista. No, bueno, sí, a veces me siento un poco snob, pero no me gusta, creo que los verdaderos snobs son verdaderamente estúpidos. Conozco a varios, y me irrita la idea de que podría cojear del mismo pie. Bueno, voy a intentarlo. Disculpe, pero no es tan fácil. Marruecos. A ver. Hachís. Alcazaba. Mohammed. Mediterráneo. Maricón. Pero yo no soy homosexual, doctora. Todo el mundo lo cree, porque he vivido allá, porque tengo varios amigos que lo son. A lo más, con un travestí. Pero no sé, era realmente femenino. Ah, sí, de adolescente, otro chico un año o dos menor que yo me la chupó. Doce. ¿Yo a él? No. Habíamos hecho una apuesta y él perdió. Sí, pero yo estaba seguro de que iba a ganar. Claro, si usted quiere lo engañé, pero así es la vida, ¿no le parece? Luego me arrepentí, desde luego, y no volvió a ocurrir. Ese niño es ahora padre de familia. Tres hijos. Un hombrón. Hace karate. Lleva pistola. Un auténtico macho. En Guatemala. Su mujer es guapísima, además. No creo que ella sepa nada. Yo no fui el único. Creo que le gustaba, pero en fin. Sí. Yo diría que tuve una niñez feliz. Mis padres tenían caballos. Me la pasaba montando todo el día. Al volver del colegio, me iba inmediatamente a las cuadras. Ensillaba yo mismo un caballo, cualquier caballo, y no paraba hasta el anochecer. Si me portaba mal, el castigo era casi siempre prohibirme montar. Me pegaron un poco, pero las veces que lo hicieron fue con el chicote. Una vez mi padre, más de una mi padrastro. Por capearme del colegio. Un colegio de jesuitas. Nos escapamos dos amigos y yo una tarde para ir a un burdel. Es algo que hacíamos casi todos los adolescentes. Trece o catorce años. Pero no fue así como me inicié. Fue un poco más tarde. Con una vecina, una mujer muy hermosa, varios años mayor que yo. Divorciada. Nada insólito. Hasta tenemos un dicho. El vecino con la vecina se hacina. ¿Machista? ¿Y la prima al primo se arrima? Disculpe, doctora, pero para mí fue una bendición. No, jamás me he arrepentido. Al contrario. Todavía lo considero un enorme favor. Tal vez nunca se lo agradecí bastante. Pero creo que ella sabe que me hizo bien. Pero ya le dije que también soñaba con ser santo. Tuve varios momentos de devoción. Hablaba con la Virgen, sobre todo. El día en que comencé a tener dudas acerca de nuestra religión, acerca de los dogmas, fui a la capilla del colegio y fíjese qué tontería, me arrodillé frente a la Virgen y le pedí perdón. Perdón porque había dejado de creer en ella. No, ya no creo en nada de eso, ni en ella ni en su hijo ni en Dios. No, al menos no en ningún dios particular. A veces sufro recaídas, y sin darme cuenta me pongo a hablar con alguien, sí, entre comillas. Me resigno pensando en que así fui educado, así fui hecho, y probablemente así voy a morir, lleno de supersticiones. Pero por encima de todo eso, a veces siento que hay como una fuerza benéfica, o algo, no sé, un espacio donde todo cabe, donde todo se convierte en bueno. Es un gran alivio, pero no pienso en eso muy a menudo. ¿Al morir? En ese sentido creo lo que mis amigos judíos, que quedaré bien y completamente muerto. Eso es un alivio también. Bueno, doctora, ahora sí me dejé ir, ¿no?

 

¿Política? Claro que no me importa hablar de política. Aunque de política interna norteamericana no sé absolutamente nada. Mis amigos de aquí creen que hay muy poca diferencia entre los dos partidos, y yo les creo. Según ellos, aquí manda el Pentágono, y a su vez el Pentágono sirve a los intereses de los superricos. En cuanto a política internacional, eso ya me interesa más. No se vaya a ofender, pero creo que los norteamericanos tienen una asquerosa política exterior. Han hecho, siguen y mientras puedan seguirán haciendo barbaridades. Lo sé, por Guatemala. Ellos, ustedes, han financiado, planeado, supervisado, las famosas matanzas de indios, de estudiantes, de izquierdistas en los últimos treinta años. No sólo han dado las armas, han fundado las escuelas donde han sido formados los dictadores, los especialistas, los asesinos y torturadores que han hecho todas esas barbaridades. Claro que no quiero decir que todos sean igualmente culpables. La prensa los tiene desinformados, es cierto, pero también es cierto que a muy poca gente aquí le interesa lo que ocurre verdaderamente allá. Pero en fin, yo vivo aquí y no odio a los norteamericanos y supongo que soy cómplice en parte. Claro que me excito. Me siento, ya se lo dije, impotente. Culpable. Hipócrita. Hasta el jueves, doctora.

 

Mi hermana me llamó por teléfono esta mañana. Sí, sólo tengo una. Es suficiente. Viene de visita. Se quedará conmigo. Nos llevamos bien, siempre nos hemos llevado bien. Pero. No sé, me enfadé con ella. No se lo dije, desde luego. Pero me molestó mucho que me llamara así, de pronto, para decirme que viene al otro día. ¿Que si yo tenía planes? No le importa, sólo piensa en sí misma, ése es su mayor defecto, según yo. De todas formas, me alegra que venga, pero me enfadé. Quizá demasiado, aunque pronto se me pasó. No, no tengo planes para mañana. Es viernes, no hace falta hacer planes. Uno sale, ¿no? Ir de copas, al cine, a cenar. No me gusta hacer planes. Bueno, sí, un plan tácito. Ah, doctora, acabo de acordarme. Yo tendría quince años o dieciséis. Con un amigo varios años mayor. Más bien con mi cuñado, el esposo de mi hermana, planeamos un secuestro. Ahora me parece increíble, sobre todo cuando en ese tiempo, como le he dicho, yo soñaba con la santidad y leía mucha mística. Pero así fue. Había una muchacha que vivía cerca de mi casa. Una familia riquísima. De origen judío. ¿Cómo? Por supuesto que no soy antisemita. Los admiro enormemente. Inventaron nuestra religión, ¿no? Como decía Borges, el cristianismo es la superstición judía más exitosa. Y luego ellos mismos la aniquilaron. ¡Un gran logro! Freud, Wittgenstein, para qué más. De todas formas, esta familia tenía fincas de café, bancos, quién sabe qué más. La chica no era una belleza precisamente, pero a mí me parecía atractiva. Lo planeamos todo, hasta el último detalle. Yo fantaseaba con el asunto. Síndrome de Estocolmo incluido. Al final, el cuñado se asustó y se echó para atrás. Ya habíamos comprado equipo, máscaras, guantes. Teníamos pistolas, pastillas somníferas. Teníamos vista una casa para alquilar en un camino desierto, y hasta compramos una furgoneta con la que daríamos el golpe. Yo creo que lo habría hecho, si el socio no se raja. Afortunadamente se rajó. Lo divertido, bueno, no divertido, interesante, es que a mi madre la secuestraron unos años más tarde. Sí, y yo no podía evitar sentirme un poco culpable. Karma, me decía a mí mismo. Gracias a Dios todo salió bien. Mi padrastro pagó, y la soltaron y final feliz. De todas formas no fue ningún chiste. Pero no deja de ser interesante la simetría, ¿no le parece? Fue aquella vecina, la que me inició en el sexo, quien me introdujo en el pensamiento oriental. El budismo, Lao Tse, el I ching y todo eso. En las drogas también. No, tampoco de eso me arrepiento. Yo estaba enamorado de ella, desde luego, locamente. ¿Sabe, doctora?, su voz me recuerda la de ella. No, no se parece. Solamente la voz, igual de baja, ronca. Usted me dijo que lo dijera todo. ¿Mi hermana? Tres años mayor, o cuatro. Siempre se me olvida. Sí, desde pequeño, le tengo bastante admiración. Es activista. El feminismo y la ecología. Sí, hace política, pero no de partido. Tal vez. Claro, es una actividad arriesgada, sobre todo en un país como Guatemala. Sí, se ha firmado la paz, pero no existen garantías. No sé si usted ha seguido las noticias, pero hace poco la revista Newsweek y la CNN hablaban de un asesinato ocurrido allá. Mataron a un obispo, un monseñor, que había dirigido un trabajo importantísimo acerca de los últimos años de la guerra. Se llama «Recreación de la memoria colectiva», o algo así. Son los testimonios de miles de víctimas, y también de muchos militares y paramilitares, asesinos y verdugos. Un documento muy valioso, extraordinario. La conclusión era que el ejército es responsable del ochenta por ciento de los asesinatos cometidos en las zonas conflictivas en los últimos veinte años. El documento fue publicado y presentado al público en la propia catedral de la ciudad de Guatemala. Un verdadero acontecimiento. Pero a los dos días, un domingo por la noche, el monseñor fue brutalmente asesinado. Volvía de casa de su hermana, parece, y cuando entraba en su vivienda, en la parroquia de San Sebastián, a pocas calles de la catedral, alguien lo atacó, lo mató a golpes con una piedra o un ladrillo. Le destrozaron el cráneo y la cara, totalmente. No se sabe quién, por supuesto que no. El gobierno dijo que seguramente se trataba de un crimen común, pero nadie lo tomó en serio. La policía guatemalteca comenzó a investigar, característicamente, con suma torpeza. No sólo lavaron la sangre a las pocas horas del crimen y no aislaron el área para recoger huellas, sino que dejaron ir a los únicos testigos, un grupo de indigentes que solían dormir a las puerta de la parroquia, y ahora nadie los encuentra. Dos o tres días después llegaron a Guatemala unos agentes del FBI para colaborar en la investigación. Hasta la fecha no han averiguado nada. Las malas lenguas dicen que llegaron sólo para borrar las huellas que los agentes guatemaltecos pudieron dejar intactas, con el riesgo de que algún investigador privado contratado por Minugua o por el arzobispado o alguna organización no gubernamental las encontrara. Claro que todo el mundo sospecha que detrás de esto debe de haber algún personaje importante, a quien quizá los norteamericanos necesitan proteger. Lo que no está nada claro es el móvil del crimen en sí, cuando ese documento ya existía. Mucha gente piensa que fue una especie de advertencia, para que nadie vaya a creerse eso de que las cosas han cambiado en Guatemala, como para decir: todavía estamos aquí y todavía mandamos. Es posible. Yo sin embargo creo que debe de haber un motivo digamos más puntual. Me preocupa, desde luego. Claro. Mi hermana y un grupo de mujeres publicaron varios artículos de protesta contra el asesinato. Al principio, se limitaron a escribir que no se podía tolerar algo así a estas alturas, que exigían justicia y todo lo demás. Luego comenzaron a decir que era necesario, urgente, abolir el ejército, que estaba comprobado que era una institución criminal, que sin duda los militares tenían algo que ver con este asesinato, directa o indirectamente. Y después, y esto tal vez fue un poco tonto, empezaron a mencionar nombres. Con la premisa de que un crimen de esa categoría sólo pudo ser planeado por alguien muy poderoso, se pusieron a señalar a los personajes que tenían reputación de corruptos y violentos. La lista es larga, pero no tanto. Publicaron una veintena de nombres. Dos o tres expresidentes, varios coroneles, algunos grandes finqueros, uno que otro industrial, banqueros y narcos. Una temible colección, las fuerzas vivas y más o menos ocultas del país, que todos saben que son capaces de cualquier cosa pero que nadie había señalado como posibles sospechosos de este asesinato, y, la verdad, la probabilidad de que uno de estos señores estuviera mezclado en el asunto era grande. Por eso me preocupo, doctora. Claro que la podrían matar por algo así. Por menos. A ella o alguien cercano. Sabe, doctora, hay algo en usted que me recuerda a mi hermana. Las amenazas no han faltado. Sí. No. Llamadas telefónicas. Es por eso que viene, sin duda. Por eso es que, más allá de una reacción, por la sorpresa, en realidad no me puedo enojar.

 

Una película. Un docudrama. Fue tomada en la plaza de un pueblo del altiplano, tal vez era Chajul. En primer plano un hombre armado, con cara de caballo. Atrás hay un grupo de gente, un árbol solitario. La escena recuerda las pinturas negras de Goya. En el suelo, a los pies del hombre, aparece una mujer, gorda, muy fea. Está embarazada. El hombre le da un golpe en la cabeza con la culata de su fusil, y luego le dice a alguien que está fuera de la toma: ahora pegale vos. Esta persona, que permanece invisible, obedece, le da un golpe en la espalda a la mujer con un azadón. Y luego todos comienzan a apalearla. Lúgubre, sí. En ese informe del arzobispado hay relatos de cosas peores. La práctica de obligar a la gente a participar en los linchamientos era cosa común. Echó raíces. Todavía hay linchamientos, en los sitios remotos, casi todos los días. Hay mucho odio, y pobreza, doctora. Claro que es horrible. No, supongo que no. ¿Que por qué? Es que me siento un poco culpable, ya se lo he dicho. Tal vez la llegada de mi hermana me ha hecho recordarlo. Porque ella sí ha hecho, o ha intentado hacer algo, mientras que yo sólo me vine para acá. Le di la espalda a todo eso. Es una razón, ¿no le parece? ¿Pesadillas? Hace tiempo, sí. Cuando acababa de venir. Hace diez años. Un tío, no le había hablado de él, murió quemado. Unos campesinos del Quiché habían tomado la embajada española como protesta contra el ejército por una serie de matanzas. Mi tío estaba ese día, por mala suerte, en la embajada. El ejército no pactó. Entraron por la fuerza y mataron a todos los que estaban allí. Sólo el embajador pudo escaparse. A los pocos días de llegar aquí tuve esta pesadilla. Tenía poco dinero. Vivía a solas en un loft, una nave, y pasaba un poco de hambre. Pues soñé que lo único que tenía para comer era… me da pena decirlo. Bueno, era el pene de mi tío, asado, quemado, como un chorizo. Lo probé, y me desperté inmediatamente, con una náusea horrible. Sí. Asco y miedo, pero un miedo como abstracto ante ese sueño inexplicable, incomprensible, doctora. Creo que nunca había hablado de esto con nadie. No sé si me siento mejor. Eso fue hace tiempo. Creo que a la doctora Rosenthal no se lo habría contado. Está bien, no hablemos de ella. Disculpe de nuevo. ¿De qué otra cosa le puedo hablar? No, no pasa nada. Es sólo que tengo la mente en blanco. ¿Rechazado? Tal vez. No, ya pasó. Pero no sé qué más decirle. Sí, he sentido algo parecido en otras ocasiones, desde luego. La otra noche tuve un sueño. Lo había olvidado. Soñé que tenía relaciones sexuales con una lagartija. Sí, bueno. Era femenina, seguro. No sé por qué, yo estaba prisionero. Lo curioso es que la prisión era un avión de dos motores. La lagartija, yo lo sabía, era sumamente ponzoñosa, y al principio le tenía muchísimo miedo. Me mordió un dedo, pero sin llegar a herirme, sólo para inmovilizarme. Yo estaba echado en una litera, listo para dormir. Ella enroscó su cola, que de pronto se había hecho muy larga, alrededor de mis genitales. Me causaba mucho placer. Se estableció una como telepatía entre nosotros. Una sensación de bienestar. Ahora estaba en un llano, todo era verde. Verde hierba. ¿Mi hermana? No. Ella durmió en la sala, en un sofá cama. Como le dije el otro día, la han amenazado. No. Se separó de él hace tiempo. No volvió a casarse, pero vivió con otro hombre varios años. Ahora vive sola. Tiene dos hijas, de quince y dieciséis. Las dejó con el padre, que es biólogo. En Belice. Allí no corren peligro. ¿Aquí? Sí, conoce a alguna gente. Exiliados. Ella cree que fue el ejército. Por venganza. ¿Yo? No sé. Es posible. Pero no creo que haya sido un gesto de la institución. El de unos cuantos, o de uno solo, ¿por qué no? Hay, por ejemplo, un general que fue presidente por golpe de Estado durante los años más difíciles. Quisiera ser presidente una vez más. Aunque parezca increíble, todavía es bastante popular, en la capital por lo menos. Las matanzas ocurrieron en el interior, en los sitios más apartados. Las elecciones se deciden en la capital. Los campesinos no votan, o muy poco. De todas formas, el famoso informe pinta bastante mal a este señor. Me parece un buen candidato para sospechoso. Como hipótesis, eso es. Hay otro, ya retirado, que tuvo fama de muy sanguinario. Lo apodaban el Lobo. Dicen que estando en el poder se aficionó al arte maya. Al jade en particular. Y se dice que posee una de las colecciones privadas más importantes del mundo. Se apropió de mucha tierra, además, y su nombre aparece en el informe varias veces. Nadie lo ha relacionado con el asesinato del monseñor, pero yo no veo por qué no. Claro, un supuesto. Es curioso, hace unos años se convirtió al hinduismo. Es discípulo de Sri Baba, nada menos. Un periodista ocurrente escribió que eso era un anacronismo, que su gurú debió de ser Ali Baba. No, se lo juro, doctora. Va a la India todos los años, pasa allá varios meses. Ha fundado el primer ashram de Sri Baba en Guatemala, y es su representante espiritual. ¿No me cree? Puedo jurárselo. Ah, me alegra que me crea. Da que pensar, ¿no? Acerca de Sri Baba. Supongo que como padre espiritual está obligado a aceptar a todo el mundo. De todas formas, me pregunto si conocerá la historia de este general, el Lobo. Así le dicen todavía los que se acuerdan de él. ¿La exguerrilla? Sería absurdo. En fin, la política, usted lo sabe, no es mi fuerte, doctora. Pero las cosas parecen bastante claras. Bueno, claras no es la palabra, tiene razón. ¿Yo? Pero qué podría hacer. Esos guiones en los que he trabajado intentaban presentar al público estas cosas, la situación de mi país. Pero a nadie le interesa producir películas así. No tienen un final feliz. Según yo, tienen, en cambio, algo de suspense, y creía que por eso podrían enganchar a alguien. Pero no. Demasiado deprimentes, me dicen, demasiado sombrías.

 

¿Doctora? Sí, ya sé que es sábado, perdone que la llame. Ah, me alegro. Mal, doctora, muy mal. Es mi hermana, ha desaparecido. No sé qué pensar. No vino a dormir anoche. ¿Cómo? Sí. No, no estoy en casa, la llamo desde mi móvil, mi celular. ¿De veras? Estoy bastante cerca, sí. Voy para allá. Gracias, doctora.

 

Sí, apenas he dormido. Gracias, sí, hoy prefiero el diván. Ah, como siempre, me siento mejor estando aquí. No es sólo la luz, doctora. Usted no sabe por lo que he pasado. No sé qué hacer. Acabo de llamar de nuevo a casa, no ha llegado. Me estoy volviendo loco, doctora. Toda clase de cosas, por supuesto. ¿La policía? No, todavía no. Es que puede ser que simplemente se haya ido de juerga, no sería la primera vez. Si es así, voy a estrangularla. Pudo avisarme, ¿no? Quedamos en vernos en casa para ir a cenar. Me dejó una nota, que llegaría un poco tarde. Estuve esperándola hasta las diez, y entonces pensé, al diablo, y salí a cenar solo. Estaba enfadadísimo, desde luego. Tenía la intención de echarla del apartamento cuando apareciera, por desconsiderada. No sólo se deja venir prácticamente sin avisar, sino que ahora me trata como calcetín. Pues no. La cosa es que, pensando tal vez en vengarme, después de comer decidí irme de copas. Llevaba toda la intención de levantarme a alguien, por desahogo. Sí, he tenido mis épocas promiscuas. Pero hacía tiempo que no tenía un encuentro casual. Me fui a un bar de mala muerte que conozco. Pocas veces falla. Una peluquera. Guapísima. Del bar nos fuimos a CBGB’s, al sótano, sabe, donde tocan salsa. No sabía bailar muy bien, pero tenía ritmo. Lo pasamos bomba, aunque a cada rato yo me acordaba de mi hermana. De todas formas, uno diría que con eso del sida y la hepatitis B la gente iba a controlarse. Qué va. Como una moto, la muchacha. Joven, sí, veintitrés. Me llevó a su casa, y a pesar de la preocupación por mi hermana y todo nos fue bien. Quedamos en volver a vernos, aunque no sé. Por muy guapa que fuera, no era lo que se dice lista. Un poco aburrida. Muy tierna, eso sí. Ya veremos si la llamo. No tiene mi número, de todas maneras. Como dicen, si no eres casto, sé cauto. Un jesuita. Gracián. Gracioso, ¿verdad? ¿Gore Vidal? Tal vez, pero el cura lo dijo antes. Siglo XVII. Regresé a casa al amanecer, y ni señas de mi hermana. Me entró el pánico, doctora. Me acosté en la cama, tratando de calmarme, y me entró la sudadera. Me imaginaba lo peor. Que habían mandado unos matones detrás de ella. Delirante. Hasta de usted dudé. Que podía ser una confidente. Desde luego que no. Sí, por favor. Sin leche, una cucharadita, gracias. ¿Los hospitales? No, tampoco he llamado. Buena idea. Antonia. Y el mismo apellido que yo. Gracias. ¿Nada? Es buena señal. Claro. No, a ver, voy a llamar de nuevo a casa. ¡Antonia! ¿Dónde rejodidos estabas? Qué. ¿En Queens? ¿Por qué no me llamaste? Ya, qué lista. Por supuesto que no estoy en la lista de teléfonos. Ya, ya. Me estaba volviendo loco, ¿no te das cuenta? Ahora voy para allá. Claro que tengo ganas de darte una pateada. No te muevas de allí, ¿ok? ¿Qué le parece, doctora? La podría matar.

 

¿Bueno? Ah, doctora. Sí, todo bien. No, no. Un momento, por favor, que voy a cambiar de teléfono. Aló. Sí, ahora le oigo mejor. No, está durmiendo la mona. La goma. La resaca. El guayabo. Sí, de juerga, con sus amigos. Compatriotas, y otros de El Salvador. Terminaron en Queens y cuando se le ocurrió llamarme había perdido el papelito donde tenía apuntado mi teléfono. Tiene pésima memoria, para los números por lo menos. Y yo no estoy en la guía telefónica. Hace tiempo que no estoy. Desde que escribo guiones me entró la paranoia. Hablo mal de mucha gente. No quería ponérselo tan fácil, si me querían encontrar. De mucha gente. No, no me he metido con los norteamericanos. Pero hasta Ron, usted sabe, el esposo de la doctora Rosenthal, con quien he colaborado, tenía algo de miedo. No. ¿Los amigos de mi hermana? No los conozco muy bien. Uno es arqueólogo forense. Trabajó en ese informe del arzobispado que dirigía el cura que asesinaron. Desde luego, se asustó, y se vino para acá. ¿Los otros? Otro es salvadoreño, locutor de radio. Hay otro, cubano, que es músico. Nueva trova. Un poco de protesta, sí. No lo sé. Claro que es posible que estén metidos en política. ¿Política norteamericana? No lo creo, pero puedo preguntar. ¿Que cómo me siento acerca de eso? Cada cual debe hacer lo que cree que debe hacer. En eso apoyo a mi hermana, ya se lo dije. Ya sé que es peligroso, pero es una razón válida para existir. ¿Miedo? Estamos acostumbrados al miedo. Normal, tal vez no. ¿Adictos? Claro que no me gusta sentir miedo. Pero hay cosas… No sé, es lo que me dijo un día la doctora Rosenthal, y me disgusté. Que yo era sanguinario. Bloodthirsty. Se refería a una escena del guion que escribimos con Ron. Era la muerte de la protagonista principal. La asesinan un exmilitar y un especialista, un mercenario. Van a echar el cuerpo al fondo de un río. Para evitar que flote a los pocos días, tienen que abrirle la barriga y extraerle las vísceras. Le rellenan el vientre con pesos de buceo. Es, más o menos, la práctica normal en esos casos. Yo quería mostrar eso en toda su fealdad. Tal vez no era necesario mostrarlo en primer plano, pero los asesinos hacen la reflexión de que esta clase de trabajo sucio, que antes de la firma de la paz solían confiar a subalternos y que ahora tenían que hacer ellos mismos, podría ser motivo para cambiar de modo de vida, más que los credos o las ideologías. ¿Sadismo? Usted es la especialista, doctora. ¿Enfadado? No, pero sabe, no me gusta mucho hablar por teléfono. Sí, perdone. Hasta el lunes, doctora.

 

Bueno, sí, doctora, me enfadé un poquito, para qué negarlo. A nadie, supongo, le gusta que le digan que es un sádico. Por lo menos a mí me pareció un insulto, sobre todo viniendo de usted. No le colgué, doctora. Me disculpo, si hace falta. ¿Síntoma? Espero que no. No es la imagen que tenía de mí mismo. ¿Callado? No estoy enfadado, se lo juro. Sólo un poco triste, tal vez. Me entró de repente una especie de cansancio. Abatido, sí. Puede ser el tiempo. El cielo encapotado. A veces me gusta, no crea. Me pongo en el diván, verdad. Sí, como siempre. Este rincón de su despacho me encanta. Si usted se sentara en esa silla sería aún mejor. Prefiero verla cuando le hablo. Sí. Ya me siento un poco mejor. ¿Mi madre? Qué. No, no se parece a mi hermana. Totalmente opuestas. Sólo en una cosa, ahora que lo pienso. Por ejemplo, mi madre es una persona sumamente ordenada, en su persona, en sus hábitos, sus cosas. Su casa siempre estuvo nítida, impecable. Mi hermana es caótica. Mi madre es bastante religiosa, católica. Mi hermana es irreverente, no atea, pero pagana. Cree o finge que cree en la Diosa Madre y cosas así. Ahora bien, las dos son mujeres fuertes. Y valerosas. En eso sí que se parecen, nunca he visto que se dejaran amedrentar. Ah, ya. Usted quiere decir mi vecina. No, nada que ver. Desde luego, ella también tiene una personalidad fuerte. Rebelde. Pero es otra cosa. Tiene un grave defecto que no tienen ni mi madre ni mi hermana. Es increíblemente vanidosa. Se hizo cirugía plástica, a los cincuenta. La nariz. La tenía aguileña, pero le iba muy bien. Se la puso respingada. Ella dice que le gusta cómo quedó. Desde entonces casi no la veo. Para mí que se arruinó la cara. ¿Qué? ¿Cruel? Tal vez soy cruel. ¿Es también eso, ser cruel, una enfermedad? ¿Y se puede curar? ¿Mi padre? Yo tenía cinco años. Sí, algo. Usted no me lo había preguntado. La verdad, no estoy seguro de si es en realidad un recuerdo de lo que ocurrió, o de lo que he oído contar a mi madre y a mi hermana. Dos hombres se metieron en la casa una madrugada. Era una casa de dos pisos, moderna, con muchas plantas y grandes ventanales. Yo dormía solo, en el segundo piso, en un cuarto al lado del de mi hermana, y el cuarto de mis padres quedaba en el otro extremo de un corredor. Abajo estaba la sala. Supongo que me desperté con los disparos, y salí a ver. Vi a mi madre que corría escaleras abajo, medio desnuda, poniéndose la bata. Iba gritando, como loca. Entonces vi a mi padre, tendido en el suelo de la sala, con el pecho del pijama ensangrentado. Es posible que lo viera en realidad. Mi madre se le tiró encima, lo abrazó. Creo que ya estaba muerto. Mi madre miró para arriba, me vio. Le gritó a mi hermana, que estaba a mi lado, mirando la escena por encima de la barandilla: ¡Llévate al niño, que no lo vea! Mi hermana me llevó a rastras hasta mi cuarto y me encerró. No, no recuerdo nada más. ¿Culpa? ¿Por qué me iba a sentir culpable? Ya, desde luego. Pero yo nunca lo vi de esa manera. Por favor, explíquemelo. Ya. Ajá. Maravilloso. Usted cree de verdad que en el fondo yo me alegré con su muerte. ¿Por la manera como se lo conté? Edipo, ya veo. O sea que según usted si no hubieran asesinado a mi padre cuando yo era tan pequeño, probablemente habría sido homosexual, ¿no? ¿No? Ah, es un alivio. Comprendo. De todas formas, prefiero que no sea así. ¡Ah! Por eso siento culpa. Ok. Claro: del mal, el menos. ¿A mi hermana? ¿Por qué iba a echarle la culpa a mi hermana? Vaya, qué complicado. No, es interesante. Así que estoy «enamorado» de mi hermana. Me divierte ese gesto, tan norteamericano, de dibujar las comillas con los dedos, como acaba de hacer. Estoy o estuve enamorado entre comillas, primero de mi madre y luego de mi hermana. Una mejora, ¿no? Y me siento culpable en relación con mi hermana porque arruiné, como usted dice, su matrimonio, conjurándome con su esposo, mi cuñado. Ése era el verdadero objeto de aquel plan, no el secuestro en sí, que nunca pensamos realizar. Interesantísimo, doctora. Genial. Y todo eso por obra del subconsciente. ¿Mi relación con el poder? Bueno, la autoridad. Ya, doctora, pero si el poder, el poder político en este caso, la autoridad en Guatemala, es una representación del Padre con mayúscula, ¡desde luego que hay que matar al padre! Sí, yo mismo se lo he dicho, creo que más de una vez, me siento un poco cómplice. Ah, le he dejado el papel de mata-padres a mi hermana. Comprendo. No, sólo un poco tirado por los pelos. Razonando así, yo a usted la situaría del lado del poder. Rivers, River’s, Del Río. Es el nombre de uno de esos generales de los que le hablé. El golpista. Un fanático, un loco. Demasiado cómodo. Como para libro, ¿no? Dejémoslo ahí. Claro que voy a reflexionar. Desde luego que no quiero interrumpir el análisis, doctora. Con usted, por Dios. No, en serio. Sí. Hasta pasado mañana, doctora.

 

¿Aló? Doctora, sí, soy yo. Mal, pero mal. Gracias. Por eso la llamo. Si tiene un poco de tiempo, sí, me gustaría hablar. No lo va a creer. Una catástrofe. Y no crea que deliro. Sí, parte por parte. Sabe, ayer, al salir de su despacho, yo venía a casa pensando en lo que usted había dicho, reflexionando, y me pareció que tenía usted razón. Me reprochaba no tener las luces para reconocerlo de inmediato, y por haberme mostrado irritable. Después de todo, si uno es como es, no tiene otro remedio que reconocerlo, y tratar de cambiar, aunque parezca imposible. Usted me ha hecho verlo así. Pero prosigo, ya verá lo que ha pasado. Llego a casa de lo más tranquilo, con ganas de conversar largamente con mi hermana. El principio de, como diría la doctora Rosenthal, un sentimiento oceánico. Pero no hubo nada de eso. Resulta que la encuentro en casa, pero acompañada. El chico salvadoreño, ese que trabaja en la radio. Tiene mi edad, más o menos. Estaban sentados en el sofá cama, agarraditos de la mano. Me dio una rabia… Pensé: Contrólate, muchacho, esto es un ataque de celos. Vi rojo. Pero me quedé callado. Hubiera querido echarlos a la calle. Pero el Guanaco se puso de pie. Así les decimos en Guatemala a los salvadoreños. Ése es su apodo. Salud, mi hermano, me dijo. Me controlé, nos dimos un apretón de manos, nos sentamos. Noté con extrañeza que nos parecíamos un poco. Raro, sí. Mientras tanto, yo no podía dejar de pensar en usted, en sus palabras, doctora. Yo estaba enamorado de mi hermana. Ella estaba pálida, asustada. Le pregunté qué pasaba, y el Guanaco dijo que tenían un problema, que si no él no estaría allí. Que no le gustaba entrometerse, que se había permitido entrar en mi casa en mi ausencia con mi hermana sólo porque tenía que cuidarla. Por qué, le pregunté. Nos tienen amenazados, dijo, a todo el grupo. ¿Grupo?, dije yo. Sí. Habían formado un grupo. Resistencia pacífica. Exigían la investigación de varios crímenes cometidos muy recientemente, relacionados con el asesinato del monseñor que le conté. Otros asesinatos. ¿Quién los amenazaba? No estaban seguros. Habían señalado a tanta gente que era difícil saber quién se daba por entendido. Llamadas telefónicas. Y por lo visto alguien estaba siguiendo a mi hermana. Era un guatemalteco, me explicó el Guanaco. Un tipo oriental. Del oriente de Guatemala. Tienen fama de violentos. Casi todos los guardaespaldas de la gente rica son de allí. Jutiapa o Zacapa. El Guanaco me aseguró que lo había visto rondando por ahí. Inconfundible, me dijo, ni que llevaran uniforme. El típico traje azul oscuro, la corbatita, los zapatos negros y los calcetines claros. Pelo corto y bigotito mexicano. Los reconoces en medio de cualquier multitud, dijo. Uno diría que al venir aquí perderían el color, pero no. Yo también corría peligro, por un tiempo, dijo. Que anduviera con cuidado. A mi hermana iban a protegerla, que no tuviera pena. Estaban bien organizados. Mañana nos la llevamos a Chicago, me aseguró. Allá tenían apoyo. Chicago está lleno de centroamericanos. Allá no era tan fácil perseguirlos. Pero aquí en Nueva York no tenían suficiente gente, todavía. De todas formas, dijo, no había que alarmarse. Él se marchaba, dijo el Guanaco. Que miráramos bien antes de abrir la puerta a nadie. Que filtráramos las llamadas con el contestador. Se despidió, con un beso en la boca para mi hermana. Pero para entonces la historia de mi enamoramiento me parecía remotísima y no me molestó. Llegaría a recogerla de madrugada. Mi hermana y yo nos quedamos conversando. Pero no hicimos más que repetir que parecía increíble que aun aquí pudiera pasar algo como esto, que todo parecía irreal. Mi hermana estaba asustada, pero estaba decidida a irse a Chicago y pelear. Esa palabra usó, pelear. Contra estos trogloditas que nos amenazan. Le pregunté si no era un poco infantil pensar así a estas alturas, que ella no estaba preparada para nada así, pero su respuesta fue quedarse callada. Ya estaba decidida y no había discusión. Le dije que tal vez tenía razón. Tal vez yo también debía hacer algo. Claro, me dijo, usted podría hacer algo. Le dije que escribir un guion acerca de todo aquello sería inútil. No lo sabrá hasta no intentarlo, replicó. Me quedé pensando. Uno nunca sabe, con estas cosas. Todo es cuestión de aprovechar el buen momento. En fin, yo comenzaba a fantasear con escribir un guion, cuando alguien llamó a la puerta. ¿Cree que estoy delirando? No. ¿No? No. Entonces continúo. ¿Cómo? Ah, comprendo. No, de verdad. ¿Tranquilo? No, claro que no estoy tranquilo, pero no tenga pena. Gracias, doctora. Sí, era para mañana a las cinco. Claro que prefiero ir hoy. No, no se preocupe. Se lo agradezco. Allí estaré. Dentro de dos horas, entonces.

 

Como ve, doctora. ¿Pálido? Sí, estoy sudando. Me vienen siguiendo, doctora. Se lo juro. No, no es el tipo de ayer. Es otro, pero la misma clase de persona. A ver, con permiso, doctora. ¿Puedo acercarme a la ventana? No, quiero ver algo. Ah, mire. Allí está. Ése, el de traje azul marino, sí, en la acera de enfrente. Con anteojos oscuros. Mire, ahora va a cruzar la calle. Claro que cuesta ver desde aquí, son nueve pisos, pero estoy seguro de que es él. ¿No tiene unos gemelos? Lástima. ¿La cara? No, no se la vi bien. Pero tiene bigote, como su colega. Usted no me cree, doctora. Pero ya verá, me está acechando. Me vine corriendo, prácticamente. Tomé dos taxis, y ni siquiera así lo perdí. No se va a mover de allí, ya lo verá. Bueno, supongo que aquí dentro estoy seguro. Gracias, un té está bien. En el diván, en el diván. Sí, estoy un poco mejor. Ya sé que cree que deliro, y es posible que delire, pero lo de ese tipo no es paranoia, doctora. Ya lo verá. A ver, en qué estábamos. Ah, sí, alguien llamó a la puerta. Por supuesto, era el oreja. Según mi hermana, me habían confundido con el Guanaco. Nos parecemos un poco, como le conté. Mismo tipo, misma estatura. Entonces habrán pensado que mi hermana estaba sola. No, no abrimos, desde luego que no. Al rato sonó el teléfono. Dejamos que la máquina contestara, como aconsejó el Guanaco, pero nada, colgaron. La segunda vez que llamaron casi contesto. No sé por qué se me metió que podría ser usted. Lo cierto es que nadie habló. Así tres o cuatro veces. Cenamos mi hermana y yo, y otra vez llamaron a la puerta, el mismo tipo. Yo estaba más nervioso que mi hermana. Que no pasaría nada, me repetía. Ella estaba preocupada por mí más que por otra cosa. Porque al día siguiente ella se iba a Chicago y en cambio yo me quedaría aquí. Me preguntó que por qué no me iba con ella. No, le dije, de ninguna manera. Intentó convencerme. Pero qué podría hacer yo en Chicago. Ya se lo dije, no me interesa tanto la política, y detesto las agrupaciones. No, mi vida está aquí, doctora. Ya me fui de Guatemala. Sí, una especie de huida. No voy a huir de Nueva York. En fin, al llegar a este punto, yo sintiéndome hasta un poco heroico por haber conseguido preocupar a mi hermana, con esa tranquilidad que viene con la resignación, nos acostamos a dormir. Lo curioso es que tuve un sueño. Con usted. Estábamos aquí, en su despacho, sólo que era un lugar mucho más amplio. Había mucha gente. La doctora Rosenthal y Ron estaban también. Era una fiesta. Yo estaba en el diván, que a ratos era una cama de tamaño real y a ratos se convertía en un banco. Placer y dinero, ¡no lo había pensado! Usted, aunque no era usted, me felicitaba. Yo no sabía por qué. Me explicó entonces que la fiesta era para celebrar que una famosa productora estaba realizando nuestro guion. Había un periodista que insistía en ver el manuscrito. ¿No se lo podía enseñar? ¡El manuscrito!, exclamé yo. Me entró una angustia de estudiante, sabe, como en esos sueños de exámenes finales. Y de pronto digo: Sí, aquí lo tengo, doctora. Y me abro la gabardina, una Macintosh negra. Estoy desnudo, debajo de la gabardina, pero mi piel está toda cubierta de palabras escritas como con tinta roja. ¿Autografismo? Y sabe, doctora, he sufrido de dermografismo. De todas formas, el periodista me dispara una foto con el flash, y entonces me despierto. Y es que mi hermana había entrado en mi cuarto y encendido la luz. Con el dedo en los labios, se acercó a mi cama. Se inclinó sobre mí para decirme al oído. ¡Ahí está! ¡El hombre ese, se metió por una ventana! Se había introducido por la ventanilla de una especie de armario que estaba entre el baño y la cocina. Ella había oído ruidos, se levantó y fue al cuarto de baño. Sin encender la luz, se asomó a la ventana. Así vio al hombre, que se estaba metiendo por la ventanilla del armario. La cosa es que ese armario está siempre con llave, o sea que el tipo estaba atrapado. Era cuestión de cerrar por fuera esa ventanilla, que tiene rejas de hierro, y ya. Yo estaba asustadísimo, claro. Y medio dormido además. Confusión total. Pero en un momento así uno hace de tripas corazón. Me vestí, porque ahora que comienza el calor duermo desnudo, y armado con un martillo sigo a mi hermana hasta el baño. En efecto, había ruido en el armario. El infeliz estaría cayendo en la cuenta de que estaba atrapado. ¡Rápido!, me dice mi hermana. Yo me apresuré a abrir la ventana del baño para sacar la cabeza, y cabal, ahí está el otro, a punto de salir. Me mira, lo miro. Él sigue saliendo, pero con dificultad. Yo, paralizado. ¿Qué pasa?, me pregunta mi hermana, que está detrás de mí y no puede ver nada. Allí está, se está saliendo. ¡Pues no lo deje!, me grita ella. ¡No sea imbécil —sí, doctora, así me dijo—, dele con el martillo! Y yo, automáticamente, le obedecí. Le pegué con el martillo en la cabeza. No había otro lugar. En la frente. Sonó muy feo. Le quedó como un hoyo. Pero no se desmayó. Siguió tratando de salirse. Gemía. Le di otro, esta vez creo que en la sien, y ahí sí se quedó quieto. Saqué un brazo y le di un empujón para que cayera dentro y después cerré la reja y la aseguré con un par de martillazos. Bueno, le dije a mi hermana, lo hemos logrado. De allí no se puede salir. Claro que pensamos en llamar a la policía, pero mi hermana decidió que no convenía. Sería complicar las cosas. El tipo estaba vivo, le oíamos dar gemidos. La idea era consultar con el Guanaco. Tal vez podían sacarle información. Quién lo había contratado y todo eso. Yo no podía pensar con claridad. Eran las tres de la mañana y el Guanaco había quedado en pasar por mi hermana a las cuatro, para tomar el avión de las seis. De modo que decidimos esperar. No volvimos a dormirnos, desde luego. Por absurdo que parezca, yo no podía pensar en otra cosa que en venir a contarle todo esto, como si todo me pareciera tan irreal que sólo con su ayuda podría darle algún sentido. En fin, esa hora pasó muy despacio. El tipo dejó de gemir, y pensé que había muerto. Pero no. Llegó el Guanaco. Le contamos la historia, y él de lo más tranquilo, como si fuera la cosa más natural. Lo mejor, dijo, sería avisar a la policía. Que sólo esperara a que ellos se fueran y llamara. Que les dijera que se trataba de un simple ladrón. A un tipo como ése era imposible sacarle información, dijo el Guanaco, en primer lugar porque probablemente no sabía nada de nada. Había sido contratado por un sub-subagente, y de todas formas, si sabía algo, probablemente lo callaría. Ellos saben que si hablan condenan a muerte a toda su familia. La de éste debía de estar todavía en Guatemala. Esas matanzas misteriosas donde dos o tres hombres armados asesinan a una familia entera, con todo y ancianos y niños, bebés y perros, como las que salen a menudo en los periódicos latinoamericanos hoy en día, son casi siempre debidas a venganzas de este tipo, nos explicó el Guanaco. Le dijo a mi hermana que recogiera sus cosas, que tenían que apurarse, y a mí me aconsejó que me mudara de apartamento cuanto antes, porque posiblemente al oreja lo iban a soltar bastante pronto y lo más seguro era que la cosa no terminara ahí. Cómo no, llamé a la policía, y llegaron inmediatamente. El tipo estaba vivo, pero inconsciente. Los policías llamaron a una ambulancia y se fueron. Bien hecho, hombre, me dijo uno de ellos al salir. Sí. No salí del apartamento hasta venirme para acá. Claro, doctora. Con su permiso. Mire, sigue allí. El tipo ese. Venga a ver. Claro que es el mismo. Pero doctora, ¿por qué no me cree? Mírelo, tiene un móvil. Sí, ése. Está llamando a alguien. ¡Mire! Miró para acá. No pudo vernos, ¿verdad? No, por el polarizado. Es curioso, tiene, me pareció, la cara del Guanaco. Claro. No puede ser. Pura imaginación. Sí, ya. ¿El pulso? Doctora, es la primera vez que me lo toma. ¿Cómo está? No es para menos. No me cree todavía, verdad. Sí, me están sudando las manos. ¡Pero no me engaño! ¿Cómo podría probárselo? Que ese hombre me siguió hasta aquí. Ya lleva allí casi una hora. ¿Otro paciente? Comprendo. ¿Hoy mismo? Como usted diga, doctora. No, no tengo nada que hacer. No tengo que ir a ningún sitio. De hecho, no quiero ir a ningún sitio. Sí, supongo que mi casa podría estar vigilada. Ah, ya tocan. Debe de ser su paciente. ¿Puedo quedarme un rato en la sala de espera, doctora? No quiero salir mientras ese tipo siga allí. Muchas gracias. ¿Qué? Para qué son esas llaves. ¿Su casa? Ah, comprendo. Pero no quiero importunarla. Ya, no, sí, se lo agradezco. Infinitamente, de verdad, doctora. No sabía que vivía aquí mismo. El piso diecisiete. Ok. Pues gracias a Dios por su amistad con la doctora Rosenthal. Supongo que sin eso no haría algo así, no podría, quiero decir, si se tratara de cualquier paciente. ¿No? ¿De veras? Me halaga mucho, doctora. Es usted un ángel, realmente. Pierda cuidado. Nos vemos dentro de unas horas. La llave pequeña para el ascensor, la grande para su apartamento. Gracias de nuevo. ¿Hambre? Ahora mismo no. De acuerdo. Muy amable. Hasta lueguito, doctora.

 

Hola. Trabajó hasta tarde hoy, ¿eh? ¿Yo? Muy bien. Aquí, como ve. Escribiendo un poco. Me tomé la libertad con este bloque de papel. Sí, es verdad, he escrito bastante, para un par de horas. ¿Cuántas? Cinco. Veinte folios, no es poco, no. Me temo que no, doctora, está en español. Siempre escribo en español. Es un monólogo. No, es la primera vez que experimento con esta forma. Todo el mundo lo ha hecho, desde luego. En mi caso, es por influjo de un amigo. Un escritor salvadoreño, tal vez lo conoce. Castellanos Moya. No lo conoce. Bueno, seguramente algún día. Ocurre en Nueva York. Si algún día alguien lo traduce, desde luego. Pero espere sentada, doctora. ¿Cenar? Sí, muchas gracias. ¿Aquí? No, por supuesto que no tengo inconveniente. ¿El que me sigue? No, desde aquí no se puede ver, esta ventana da a otra calle. Sí, por favor. Como usted diga. No, no, ya estaba terminando, sólo pongo el punto final. Ya está. ¿Qué? ¿De veras lo cree? Sí, después de todo ésa era mi queja, que no quería escribir. Y mire esto. Graforragia, sí. Usted manda, doctora. Bueno, ¿qué trato? Y cómo quiere que le diga. De acuerdo, ya no la llamaré doctora. ¿Cocinar? De vez en cuando. Claro que puedo picar ajo. Sólo dígame dónde está. Mientras usted se ducha, claro. Qué cabezota de ajo. Hermoso. Dos dientes, no, no creo que sea demasiado. Lo más finito, muy bien. Qué carne es ésa. ¿Venado? ¿Dónde lo consiguió? Ah, de Vermont. ¿Su novio es cazador, doctora? Lo siento, es la costumbre. Ya veo, por deporte. ¿Vendrá a cenar? ¿No? ¿Cómo que se disculpó? Entonces se disculpa a menudo. No comprendo. Ya, claro. Así es Wall Street. Sobre todo ahora con lo del eurodólar, lo puedo imaginar. ¿Y entonces usted vive en este gran apartamento sola? Sí, dúchese que yo me encargo de esto. No, adelante, doctora. Ah… perdón.

 

¿Al horno o a la parrilla? De acuerdo. Vino tinto, ¿no? Un rioja, me encanta. Sí, mejor lo abro ahora mismo, así respira un poco. El venado abunda en esas partes, es cierto. Superpoblación. Casi una plaga. Tiene razón, tampoco es una hazaña. Pero debe de ser emocionante, matar uno. ¿Una cobardía? Tal vez. Yo desde luego que no tengo vocación de cazador. Por supuesto que estoy preocupado. Pero no es a mí a quien buscan realmente. Ya se cansarán. Supongo que vigilarán mi apartamento un par de días. No creo que sean tan pacientes. Ya lo veremos. Pero desde luego tengo que cuidarme. No sabe cuánto, aunque ya se lo dije, cuánto le agradezco el gesto. Delicioso este venado. Tierno. Sí. ¿No le gusta esa parte? ¿La quijada? Comprendo. Yo creo que paso también. Sí, nos acabamos la botella. Frambuesas, qué rico. Sí, claro. Con unas gotas de vino y una pizca de azúcar. Por qué no. A ver, yo la abro. ¿Una postal? ¿Y cómo están? Qué envidia, verdad. Es preciosa Florencia. Un poco artificial, para mi gusto. Tantos estudiantes. Pero en fin, para un año no está mal. Ah, sí. Yo preferiría ir a Venecia. Pero sobre todo a Nápoles. Sueño con pasar allá una temporada. Un día de éstos me voy, doc… mujer, quiero, cough, cough. Perdón, me atraganté. ¿Que si la llevo? ¡Por supuesto! ¿Cuándo? Ah, me está tomando el pelo. ¿Por qué Nápoles? Dicen que es muy alegre. Mucha música. Claro que me gusta la música. Prácticamente toda. ¿Bailar? De vez en cuando. ¿Ahora? Si usted quiere. ¿Tango? Eso es un poco complicado. Usted dirá. Voy a intentarlo. No sabía que hablara español. ¿Por qué no me lo dijo antes? ¿Cómo que mejor así? Oh. ¿De tú? Muy bien. Le, te creo. Le, te. Lete, sí. El río. El olvido. Todos vamos a beber de él. No será fácil acostumbrarse a dejar de ser tu paciente. Comencemos por un bolero. Hace años que no bailo tango. Así entramos en calor. ¿Dónde aprendiste? Qué bien. No, perfectamente. A ver. Sí, son Los Panchos. Romantiquísimo. No, no tengas pena, ni lo sentí. ¿El otro lado? Como quieras. De acuerdo, descansemos un rato. ¿Un coñac? Por qué no. ¿Esa canción? Te quiero dijiste, de Xiomara Alfaro. Te las sabes todas. Sí, hace calor. Un poco. ¿Puedo darte un beso? Ummm. Qué dijiste. Me derrito. La expresión es justa, si las hay. Sentimiento oceánico. ¿Otra mejor? ¡Hemorragia libidinal! Inmejorable. Ésa es la doctora en ti. ¿Dije algo malo? ¿No? ¿Ya no quieres bailar? Qué pasa. Claro que no. No. Espero que así sea. Que sea la primera vez. No, no tenemos que seguir bailando. Sí, deja la música, es mejor. No, ya no, gracias. Tal vez un poco de agua.

 

¿Dónde estás? Dónde está tu cuarto. No veo nada. Auch. Me choqué con una puerta. Enciende una luz, por favor, no veo nada. ¿En la cama? Ah, me habías asustado. Creí que estabas enojada. Pero si estás desnuda. No completamente. Qué piel tan suave. ¿Te lo quito? Ok. Sí, desvísteme tú. Ummm. Qué lengua más rica. Sí. Por donde quieras. No, ningún lugar sagrado. ¿Te gusta? Es toda tuya. ¿Como un ídolo? ¿Te parece? Qué forma más hermosa de adorar. No, fue un gemido de placer. A ver, quiero ver algo. Son perfectos. Eres una diosa. Haz lo que quieras. Dime qué quieres que te haga. Sí. A ver esos pies. Hasta eso te sabe bien. A ver, ahora por aquí. Ummm. Todavía mejor. Hemorragia libidinal indeed. ¿Llorando? Ah, eso. Será que está contenta. ¿Miel? Un poco salado para miel. Pero es como tú digas. ¿Ya quieres? Sí, más que listo. ¿Así? Hazte un poco para acá, que nos vamos a caer. ¿Tú crees? ¿Más? ¿Qué fue eso? ¿Agua? Un chorro de agua. Qué has hecho. ¿Yo? Increíble. ¿Puedo seguir? Ahh. Qué delicia. Ya. Uf. Muerto, sí. Da miedo, no te parece, tanta felicidad.