La primera vez me sucedió en T., ciudad que creen misteriosa quienes no la conocen y quienes la conocen mejor. Amanecí, y me miraba en el mal conservado espejo del cuarto de baño en el piso superior de la Villa Sadi-Sahda, cuando noté el arañazo que me señalaba el rostro. Quise hacer memoria, pero no recordaba haberme herido la noche anterior, y si lo había hecho durante algún sueño, el sueño se había borrado por completo. Dos días tardó la señal en desaparecer de mi mejilla.
La segunda vez, siete noches después, estaba en M. Me desperté con un arañazo semejante, y sin el más débil recuerdo de un accidente o sueño alguno que lo explicara. Pero esta vez, acaso movido por la extraña sensación que el aspecto de la herida me causaba, me resolví a encontrar el motivo y a descubrir la manera en que se había producido.
Comencé por imaginar que yo mismo, en medio de una posible pesadilla, pude haberme señalado el rostro. Pero me parecía imposible que, dormido, hubiera conseguido producir dos heridas idénticas: una línea que comenzaba justo bajo el centro de mi ojo y bajaba, haciéndose más profunda, formando una media luna que terminaba junto a la comisura de mis labios. Así señalado, me resultaba embarazoso hablar con cualquiera, aun con los desconocidos.
Durante el viaje entre M. y G., decidí ir a hablar con un viejo amigo sobre mi problema. Cuando le hube narrado el caso, se sonrió. Y sin embargo, accedió a pasar conmigo las noches siguientes, para vigilar mi sueño. Nueve noches permaneció a mi lado, sin observar nada extraordinario. Pero la primera mañana cuya noche pasé solo, la señal apareció de nuevo. Así que fui a su casa para mostrársela. Después de examinarla, prometió que volvería a velar mi sueño. Se acomodó en la habitación contigua, y me pidió que hiciera un pequeño agujero en la pared divisoria, para que, según me explicó, pudiera observarme sin que su presencia afectase la posible actividad subconsciente durante mi sueño. A lo largo de veintisiete noches sin fruto me veló con perseverancia, y al cabo de este período ambos nos dimos por vencidos. Y otra vez, la segunda noche que pasé solo, la señal se produjo, aunque ahora con una variante: en lugar de la curva descendente, era una U invertida, justo bajo el ojo.
Estaba claro que una segunda persona, incluso oculta, impediría que el misterioso signo apareciera en mi rostro; así que renuncié a la idea de pedir ayuda externa. No salí de la casa aquel día; no quería ser visto por nadie, y me encerré en el cuartito que me servía de estudio, decidido a resolver el problema. Sólo una cosa sabía: la respuesta la tenía que encontrar yo solo.
Resultaría tedioso describir los diversos medios que ideé para mirarme a mí mismo mientras dormía, y reconozco que la idea misma era tan absurda, y tan monótona la busca abstracta a la que me había entregado, que, reclinado sobre el escritorio, me vi vencido por el sueño. Lo que soñaba no era sino la prolongación del asedio producto de mi obsesión. En el baño había un espejo circular, y soñé que lo descolgaba de la pared para llevarlo a mi cuarto. Tomé varios libros de la librería y con ellos levanté una columna para apoyar el espejo, de manera que, estando yo tendido en la cama, podía ver mi reflejo de cuerpo entero. Luego saqué dos pinzas de una cajita y, no sé cómo, las apliqué a cada uno de mis párpados, de suerte que me era imposible cerrar los ojos. Me quedé dormido con los ojos abiertos, y me miraba en el espejo oblicuo. Entonces oí algo, como el aleteo de un pájaro. Era algo sin forma claramente definida, una nubecita con garras, lo que vino a golpearme la cara. Inútilmente forcejeé, tratando de juntar los párpados. Y entonces, desesperado de mi propia impotencia, me desperté. Mientras reconstruía el sueño, me fui librando del miedo.
Más tarde por la noche, recostado en la cama, creyendo que así pondría fin al misterio, empecé a escribir este informe. Y no obstante, dos mañanas después, ahí tenía la señal, ahora inesperada, una letra U invertida debajo del ojo.