Aquella tarde, el maestro prefirió no parar en la pequeña papelería del pueblo donde solían guardarle un ejemplar del diario vespertino, que era gratuito, y así no se enteró de la noticia acerca de la requisa sorpresiva que había tenido lugar en la madrugada en el centro correccional para menores, El Atolón, donde trabajaba desde hacía poco más de un año.
El motivo por el que dejó de hacer la parada rutinaria en El Porvenir y en consecuencia dejó de leer La Tarde, aunque comprensible, era inconfesable para alguien del carácter y los hábitos mansos del maestro. Pero el maestro, esposo fiel de una mujer enferma y padre de dos niñas de tres y siete años, acababa de conocer a una joven de San José Pinula, huérfana de padre y madre, soltera y quince años menor que él.
Matilde, a sus veinte años, vivía con una tía abuela, una anciana enjuta de cuerpo menudo y una vitalidad extraordinaria para alguien de sus años. Hacía poco había tenido el infortunio de resbalar y caer al suelo saliendo del mercado de Concepción, Pinula, donde tenía una venta de frutas y licuados, y se había roto una cadera. Matilde atendía ahora en lugar de la vieja el puesto en el mercado, donde el maestro solía almorzar todos los miércoles. Tenía un hermano un poco menor que ella —le había contado al maestro el día que se conocieron— que murió en la primera adolescencia. Un marero del barrio de la Candelaria, donde vivían todavía Matilde y su tía abuela, le abrió el vientre con un cuchillo. Ellas no tenían miedo de seguir viviendo allí —le dijo la joven al maestro— porque a este marero, un extorsionista de diecinueve años, Primer Palabra de su clica, lo mataron no mucho después que a su hermanito. Policías vestidos de civiles lo habían capturado una noche, según los rumores, y había desaparecido.
—Ojalá lo hayan hecho papilla —había dicho Matilde mientras recogía los platos sucios del almuerzo bajo el toldo de nailon azul en las afueras del mercado—. ¿Cómo permite Dios que existan basuras así, no le parece, maestro? De aquí ya los sacamos a todos, pero a todos.
El maestro la miró con indulgencia, movió apenas la cabeza de un lado para otro.
—No todos son tan malos.
En la boca de Matilde se produjo una pequeña explosión de aire.
—Usted qué sabe, maestro. ¿Los conoce, pues?
El maestro estaba observando los incisivos, los colmillos blancos, las encías color coral, los labios de la joven. Le pareció que, por el momento, era mejor guardar silencio. Dio un trago de su limonada, miró su reloj —un Cartier chino.
—¿Ya se va?
El maestro se puso de pie.
—Tengo que irme. —Extendió la mano—. Mucho gusto. Saludos a su tía, por favor.
Matilde se acercó, mientras, en voz baja, le corregía: «Es mi tía abuela». Le dio un beso en la mejilla. El maestro lo recibió con sorpresa.
—¿Y cuándo va a regresar?
El miércoles siguiente el maestro volvió a tomar el almuerzo en el puesto de Matilde en las afueras del mercado. Como por tácito acuerdo, no hablaron del fin de semana; había sido un tiempo inexistente. Pero hablaron de muchas otras cosas: el uno quería saberlo todo acerca de la otra, y viceversa. Con su odio intenso por los mareros, la droga y la pobreza, Matilde era una chica bastante corriente. Se había convertido al evangelismo, como el resto de su familia. Su sueño era mudarse a la capital (que estaba sólo a una hora en autobús), donde, si tenía suerte, abriría una tienda de ropa para mujer. El maestro dijo que le parecía una excelente idea. Había que hacer, tal vez, un plan.
Matilde quería saber en dónde daba clases el maestro. Además de la escuela de secundaria en la zona 18 trabajaba —él le contó— dando talleres literarios, de lectura y escritura, los jueves por la mañana en un correccional para menores. No era la clase de trabajo que había imaginado cuando estudió magisterio, pero ahora comenzaba a gustarle más que la enseñanza tradicional. ¿Dónde estaba ese correccional?, preguntó Matilde. Parecía indignada. En Pinula, dijo él. San José. Hacia Palencia. Bien bonito el lugar, dijo. Una hondonada. Un edificio que parecía una escuela, rodeado de un campo y unos pinos.
Matilde no se mostró muy interesada en la topografía. Deberían estar —dijo— en el infierno.
—¿El Infierno? Ésa es una prisión para mayores.
—No. Yo digo el otro, el de verdad.
—Yo creo que el infierno, si existe, va a dejar de existir. En el poder de Dios está.
—¿Está loco? ¿Usted defiende a esos criminales?
—No. Pero algunos de esos patojos no han cumplido los diez años. Viven como en un campo de concentración, rodeados de alambradas, observados desde torres de vigilancia. Prisioneros.
—¿Y qué? Son criminales.
El maestro reprimió sin esfuerzo el impulso de darle a Matilde una lección de humanidad. Los criminales se hacen, rara vez nacen, y la miseria, la sordidez en que crecían esos muchachos podría ayudar a explicar su mentalidad antisocial, sus crímenes —dijo.
Matilde se alejó del puesto para vaciar un bote de basura —dejó caer los contenidos en una alcantarilla abierta. El maestro tomó un Nuestro Diario, abandonado sobre una mesa, lo abrió. Se quedó mirando, en la segunda página, la foto de un marero célebre —arrestado la víspera por crímenes múltiples—, el cráneo rapado, la cara, los hombros y los brazos cubiertos con hermosos tatuajes. Sintió la respiración de Matilde a sus espaldas.
—Parecen tatuajes japoneses. O maoríes, mejor dicho. Calidad, no friegue. —El maestro recordó una ilustración de Queequeg, el arponero del Pequod y amigo de Ishmael. Recordó al mismo tiempo a su padre, maestro por vocación en su juventud, convertido más tarde, por necesidad, en contador: era suya la vieja edición ilustrada de Moby Dick que el maestro recordaba ahora.
—Pues no. Ése se parece al que mató al Alex, fíjese. —Matilde rodeó la mesa para ponerse otra vez frente al maestro—. Además, no me gustan los japoneses, no me pregunte por qué. Ni los chinos ni esa gente de por ahí.
El maestro movió la cabeza de abajo para arriba con lentitud; no quería mostrar su reprobación. Habrá que instruirla un poco más, pensó. Matilde —era evidente— tenía algo de la raza mongólica, por conducto maya. Decidió cambiar el tema.
—Usted, ¿dónde estudió?
Pronto, como por arte de magia, estuvieron otra vez en armonía. Hablaron de cualquier cosa por un buen rato.
—¿Pero usted me dijo que estaba casado? —dijo Matilde poco después, sin que viniera al caso.
El maestro llevaba en el anular la argolla matrimonial; la hizo girar con el pulgar.
—No me asusta. ¿Hijos?
—Dos hijas.
Lo que pasaba —comenzó a explicar el maestro— era que su esposa, a la que adoraba, estaba enferma. Hacía cosa de un año le habían diagnosticado un cáncer uterino, y desde entonces su vida se había convertido en un calvario, se quejó. En parte por eso había aceptado el empleo en el correccional. Pronto esperaba encontrar una plaza en la Normal para Señoritas. Eran mejores estudiantes que los varones. Mucho más inteligentes, al menos a esa edad, pensaba él. Era uno de los sueños de su vida. No era el único.
Matilde alargó una mano para ponerla en la del maestro.
Terminado el almuerzo, Matilde sugirió que dieran un paseo.
—Tengo poco tiempo. —El maestro miró su Cartier.
Matilde sacó del fondo de un canasto una bolsa plástica, donde guardaba un sudadero y un bolso. Dejó el puesto a cargo de su vecina, una mujer alta de pelo blanco y muy rizado (los rumores decían que alguna vez vendió carne de perro), y se fueron andando ella y el maestro hasta una placita del pueblo, que tenía vistas hacia los barrancos y, más allá, los llanos de Pinula y la Sierra de las Nubes. Se sentaron al pie de una cruz de mampostería. El maestro pensó en la mujer de pelo blanco, sin saber por qué. Sería buena materia para un cuento, con su venta de carne de perro. Eran unos mareros los que se la proporcionaban —le había dicho, meses atrás, la tía abuela de Matilde. Matilde sacó de su bolso un paquete de Rubios, rompió con unos dedos regordetes y muy oscuros el forro de celofán. Se comía las uñas, el maestro observó.
—¿Fuma?
—Obvio. ¿Le molesta?
El maestro no consiguió contener una mueca, muy ligera.
—Eso hace mal.
—No es para tanto. Fumo poco.
El maestro se encogió de hombros.
—¿No le molesta el olor?
—Para nada… —Pero era una semimentira. Su mujer también fumaba, antes del cáncer.
Matilde le ofreció los labios.
—Venga acá. Quiero un beso.
Estuvieron besándose un buen rato, y el maestro se dijo a sí mismo que sin duda ese olor a humo de tabaco en el aliento de Matilde le gustaba. Matilde encendió el segundo y el tercer Rubio mientras continuaban.
—Voy a tener que irme —dijo el maestro por fin.
—Pues vamos.
Se pusieron de pie. Antes de comenzar a andar, él se agachó a recoger las colillas que Matilde había dejado en la base de la cruz.
—¿Qué está haciendo?
—Es basura. ¡No podemos permitirlo! Contamina.
Con las colillas en la palma de la mano, con una solemnidad cómica, dio unos pasos hacia el bote de basura municipal al borde de la placita, donde las dejó caer. Se sacudió las manos.
—¡Es un maniático! —exclamó Matilde, pero sin ánimo de molestar; sonreía.
El aire, por un momento, olió a bosta de vaca.
Anduvieron ahora de la mano de vuelta hacia el centro del pueblo por una callecita que bordeaba una cañada. Eran las cuatro, y el sol acababa de esconderse detrás de una nube muy grande, sopló una brisa fría. Matilde puso un brazo alrededor de la cintura del maestro, y pronto dejaron de andar.
La nube se había movido, y el maestro recibió un rayo de sol en la sien. Mientras tanto, las sombras se arrejuntaron, como absorbidas por la tierra, se concentraron en los dobleces más profundos de las laderas y los montes que se alzaban más allá del pueblo. La imagen de las sombras absorbidas por la tierra, ¿dónde la leyó?
—Venga, pues —dijo Matilde.
Lo condujo hasta el borde de la cañada, donde comenzaba un sendero para bestias. Descendía zigzagueando por un filón de arenisca.
—Qué. ¿Tiene miedo?
El maestro, con una voz ronca, dijo que no, pero soltó una risita nerviosa.
—Tiene miedo —dijo Matilde, y siguió bajando con rapidez, dando saltos de vez en cuando y apoyando las manos, ahora la izquierda, ahora la derecha, en la pared de tierra color crema, como una niña.
Pronto llegaron a un descansillo natural, una plataforma alargada sobre un hombro del barranco; la carretera de Pinula formaba un gancho muy cerrado unos metros más abajo. Allí había tres cavernas, sus bocas oscuras de tamaños iguales, evidentemente cavadas por el hombre. Para extraer arena, pensó el maestro; en desuso, calculó, desde hacía unos diez años. Comenzaban a parecer naturales. Las paredes de la cueva en que entraron por un arco de musgo y helechos estaban cubiertas de grafiti. Corazones, flechas, nombres, iniciales, un par de pechos, un falo. «Este corazón aquí —dijo Matilde— lo dibujó mi hermano, una semana antes de que lo mataran. Ella —señaló el nombre, Missy— fue su novia. Su primera y última. Resultó una zorrita. También la mataron».
Se recostó de espaldas en la pared porosa. El maestro puso las manos a ambos lados de la cabeza de ella, que presentó los labios para recibir un beso. La pared de la cueva estaba helada y rezumaba humedad. Había un ligero olor a lodo podrido.
—No tenga pena. Aquí no viene nunca nadie.
Se oyó un ruido, como el de un objeto (¿una piedra, un sapo?) que caía en el suelo limoso de la caverna. No hicieron caso, por seguir como seguían en lo suyo.
Camino de su casa, el que solía hacer en bicicleta, el maestro no iba pensando en su mujer, que lo esperaba tendida en una cama Queen, fruto de tantos ahorros, que ya no podían compartir más que para yacer hombro con hombro, sino en la joven de la que acababa de despedirse en Concepción, cerca del mercado. Se sentía feliz, no tanto por el placer físico como por el recuerdo del buen humor de Matilde. «Una amante», se dijo a sí mismo. No había imaginado hacía poco —ni nunca— la posibilidad, para él, de una amante. Y menos una como Matilde. «Su belleza es de la clase que no se arruina al abrir la boca», pensó, recordando el eslogan.
¿Talleres? ¿Y qué hacen en esos talleres? ¿Se ponen overoles?, le había preguntado.
El maestro comenzó a explicar lo que eran los talleres de lectura y escritura. Hablaba a los muchachos del oficio de escritor (y de cómo había escritores que vivieron al margen de la ley, como William Burroughs) y de lo fructífero de la lectura, que servía para vivir otras vidas: cosa útil para quien no tiene libertad. Daba ejemplos de cuentos, de poemas, de novelas. Prefirió omitir el detalle de que la mayoría de los reclusos de El Atolón que asistían a los talleres como voluntarios eran también mareros.
—Pues a mí me gusta todo eso —dijo ella—. Me gustan mucho las novelas.
—¿Le gustaría escribir?
—Tengo historias que contar. Como lo que le pasó a mi hermano… —Se quedó pensativa.
—Pues hay que comenzar, entonces —había dicho el maestro, entusiasmado.
Al lado de un poste de la luz, donde solía encadenar su bicicleta, se habían dado un beso rápido (por temor a ser vistos, aunque ya no había gente en el mercado) y se despidieron. Dos perros hambrientos en busca de restos de comida merodeaban en el fondo de la calle por donde, al doblar la esquina, Matilde desapareció.
El maestro bajaba velozmente por los ganchos de Pinula casi una hora más tarde que lo usual. Antes de entrar a San José, había un retén de policía. Algunos autos y dos radiopatrullas estaban parados a la orilla del camino. Metralletas al cuello, los agentes revisaban los papeles de los conductores y los interrogaban. A un joven de cabeza rapada, muy gordo, los antebrazos tatuados, lo habían puesto contra el paredón natural que bordeaba el camino. Un agente lo registraba, mientras él —las piernas abiertas, los brazos en alto— lo miraba de reojo con resentimiento.
No detuvieron al maestro, y poco después pasaba frente a la papelería El Porvenir. Optó por no parar, por el retraso —y luego se arrepentiría. Al final de la calzada principal, dobló a una callecita, que se convirtió en un camino de polvo que bajaba a una hondonada; desde allí se veía, en el horizonte más lejano, el pico de Palencia —un cuerno solitario— recortado contra el cielo casi nocturno. Un camión agrícola con sobrecarga de coles subía por el otro lado de la cañada, y el maestro no tardaría en darle alcance. Sin el retraso, habría dejado que se adelantara, para evitar la polvareda, pero temía preocupar a su esposa: muy rara vez se retrasaba. Sus hijas, a las que una vecina caritativa habría recogido en la escuela para llevarlas a casa, estarían ya con hambre. De modo que siguió pedaleando con esfuerzo cañada arriba envuelto en la nube de polvo levantada por las llantas del camión.
Con la bicicleta al hombro, subió las siete gradas hasta la puerta de su casa, una puerta de hierro pintada de azul nacional. A través de la lámina llegaba el sonido de caricaturas de televisión. Esas voces falsas eran nocivas para los niños, se dijo a sí mismo. Abrió la puerta con su llavín y metió la bicicleta para apoyarla en la pared de un zaguán oscuro y angosto. Sentada en el centro de la salita, mirando el televisor, su hija menor, sin volverse para verlo, dijo: «¡Hola, papi!» El maestro se acercó a la niña, se inclinó sobre ella para darle un beso en la cabeza. El olor agridulce del cuero cabelludo de su hija, muy tierno, le hizo instantáneamente feliz. Era una felicidad pequeñita, pero completa, pensó. ¿Apagar la televisión y ponerse a jugar con ella? Ya lo había intentado, sin éxito; a aquella hora, ella prefería el aparato.
La puerta del cuarto principal estaba entreabierta. Podía ver la luz de la mesita de noche, y sabía que la otra hija estaba allí, sentada al borde de la cama o en un sillón de vinilo desvencijado, haciendo compañía a la madre. El maestro empujó la puerta. Hundida en el sillón, la niña leía un libro, en silencio. La mujer, tumbada de espaldas en la cama, roncaba muy suavemente.
—Papi —dijo la niña al verlo—. ¿Qué te pasó?
La mujer abrió los ojos. Dijo con voz apagada, pero con humor:
—Es el polvo.
—Ah.
Se pasó la mano por la cara, el pelo. Sintió alivio al pensar en la máscara de polvo que ocultaba su sonrojo. La sangre le zumbó en los oídos. Dijo:
—Me tocó darle detrás de un camión. —Se quitó la mochila, la puso en el suelo al lado del sillón.
—Estás todo blanquito —le dijo la mujer.
La niña cerró su libro y lo dejó en la mesa de noche, se cruzó de brazos.
—¿Por qué venís tarde? —Había curiosidad, más que reproche, en su voz.
—Una reunión.
Ni siquiera él sabía muy bien por qué, pero no había contado nunca a su mujer ni a su hija que trabajaba en el correccional. ¿Para protegerlas? Era claro. Y haría cualquier cosa por evitar contrariar a su mujer, dadas las circunstancias. (Ella se lo reprocharía.) Aun así, le molestaba tener que disimular. Tenía «reuniones» los jueves, el día de los talleres. Eso, se dijo a sí mismo, debía cambiar. ¿Dejaría ese trabajo, que, por otra parte, le parecía tan gratificante, tan útil? Creía en verdad que era posible rescatar a algunos de aquellos muchachos. El Pensador, por ejemplo.
Después de quitarse la chaqueta y colgarla en uno de los ganchos de la puerta, lanzó un beso al aire, lo repartió entre madre e hija con un ademán, y se dio la vuelta para entrar en el cuarto de baño. Encendió la luz y se miró en el espejo. Su cara cubierta de polvo, con el rojo de los labios que parecía artificial, recordaba la de un payaso. Abrió el grifo y comenzó a limpiarse; culebritas de agua color máscara se escabullían por el caño. Tomó una toalla y, al secarse la frente, la manchó. Sacó la cabeza por la puerta para decir:
—¡Ya salgo y preparo la cena! ¡Voy a tener que usar la regadera!
Y así, el polvo del camino —pensó el maestro mientras se quitaba la ropa— servía de pretexto para lavar la suciedad (una suciedad halagüeña) y el olor del polvo en sentido figurado. El pensamiento de Matilde resurgió de pronto en la forma de una súbita erección, que el maestro acarició una vez bajo la regadera de agua tibia. Al terminar de ducharse, volvió a mirarse en el espejo. El gris en las sienes no era suciedad, sino canas incipientes.
En menos de tres minutos estaba en la cocina, con ropa fresca y limpia, preparando una sopa de sobre y recalentando un plato de arroz con pollo. La niña mayor le ayudó a servir una bandeja para la enferma, que no se levantaba de la cama para comer.
Hubo protestas de la niña menor cuando el maestro la levantó del suelo, sin apagar el aparato, y la colocó en su sillita alta frente a la mesa del pequeño comedor.
Después de cenar, el maestro apagó el televisor y supervisó la rutina nocturna; el lavado de dientes, la puesta de pijama. Metió a la pequeña en su corralito, y luego ayudó a la mayor a abrir su cama. Eran pasadas las nueve cuando, apagadas las luces, excepto un huevito que brillaba en el dormitorio de las niñas y la luz de su mesa de noche, el maestro se acostó.
—¿Trajiste la prensa? —le preguntó la mujer.
—No, mi amor.
—Ah.
—¿Apago?
—No. No tengo sueño. Me hubiera gustado oír unos poemas.
Era una costumbre semanal: el maestro leía a la enferma los poemas que publicaban los miércoles en La Tarde. ¡Era la primera vez en más de un año que lo olvidaba! Estuvieron un rato en silencio; el maestro tomó el libro que su hija había estado leyendo. Una novelita rosa.
—Te llamé varias veces. No contestaste —dijo la mujer.
—Uhn… —respondió el maestro. Volvió a poner el libro en la mesa de noche. Se levantó de la cama y fue a buscar en los bolsillos de su chaqueta. Se agachó para revisar la mochila—. Hombre, olvidé el celular.
Se acostó de espaldas en la cama, y quedó inmóvil al lado de su mujer. Tieso —pensó, y se sintió— como una tabla.
—¿Por qué viniste tan tarde?
—Tenía que corregir exámenes.
Pero —se preguntaba a sí mismo— ¿dónde quedó el celular? ¿Se le había caído al agacharse a recoger las colillas de Matilde, o más tarde, en la cueva?
—En la fotocopiadora. Ahí lo dejé, de plano.
—¿Osvaldo?
—¿Mi amor?
—¿Vos me querés todavía?
El maestro se volvió hacia su mujer, le dio un beso en los labios —unos labios anchos pero resecos, acartonados.
—Vos sabés que sí.
—No me importa si me lo decís de vez en cuando.
—Te quiero.
La mujer lo miró, la expresión iluminada.
—Gracias —dijo.
—Estás muy chula.
Un poco más tarde, ella:
—Cuando me muera, vas a conseguirle otra mamá a las niñas.
El maestro cerró los ojos, los abrió, la miró con toda la dulzura de que fue capaz.
—Pero, mi amor, no pensés en esas cosas. El doctor lo dijo…
—Bah —contestó ella, sin amargura—. ¿Viste? A mí no me babosea ese doctor.
Minutos más tarde ella dormía profundamente. El maestro se incorporó en la cama y alargó un brazo para apagar la luz.
Lo despertó la voz de su hija mayor, que regañaba a la pequeña: se había hecho encima. El maestro comprobó que su esposa seguía durmiendo, de modo que se levantó de la cama sin hacer ruido y salió al corredor. «Shhhhh», hizo al entrar en el cuarto de las niñas. La pequeña, sentada en su corralito, lloraba. La sacó de allí y la llevó al baño, la desvistió, la lavó y secó y regresó al dormitorio, donde la niña mayor estaba terminando de vestirse. Sacó la ropa sucia del corral.
—¿Mosh?
—Gracias, papi —dijo la niña.
Unos minutos después, la vecina llamaba a la puerta: venía por las niñas para llevarlas a la escuela guardería.
—¡Vamos! —El maestro acababa de poner unos bananos, maníes con cáscara, galletas y botellitas de agua en sendas loncheras de plástico. Acompañó a las niñas hasta la puerta.
La vecina, una mulata gorda y de cara amable, saludó alegremente y preguntó por la enferma. Invocó el nombre de Dios a la manera evangélica, dio una mano a la pequeña y con la otra tomó su mochilita, y la niña mayor se echó su propia mochila —quince libras de libros, por lo menos— a la espalda.
—Pórtense bien —les dijo el maestro, y dio un beso a cada una en la frente.
Recogidos los restos del frugal desayuno de la enferma —un licuado de apio y zanahoria acompañado con media tortilla a medio tostar, además de una docena de pastillas de distintos tamaños y colores, una ampolla vitamínica y un jarabe reconstituyente—, el maestro se cambió de ropa y preparó su mochila para el día: medio ciento de hojas en blanco y lápices para los ejercicios del taller; fotocopias de unos cuentos de un autor local, un joven que hablaba el lenguaje de los marginados —sin serlo, claro—; un diccionario manual. Luego fue a despedirse de su esposa, pero, de nuevo, dormía. Escribió en una hoja de bloc: «A mediodía viene doña Chenta a darte de comer. Un beso», y firmó.
A las siete y cuarto pedaleaba ya cuesta arriba hacia Pinula, agradeciendo el hecho de que, ahora, ningún carro, ningún camión apareciera cuesta arriba o lo adelantara para cubrirlo de polvo. A las ocho menos cuarto, puntual, estaba frente al alto muro de bloques pintado de verde oscuro y coronado con rollos de alambre de cuchillas. Encadenó la bicicleta a uno de los tubos de estacionamiento a la puerta del correccional, a la vista de los guardias que solían estar apostados en las torres de vigilancia, pintadas de blanco —¿o sólo a la de las cámaras, que probablemente, pensó el maestro, no funcionaban? «Correccional para menores El Atolón. Prohibida la entrada a personal no autorizado. NO CELULARES. PELIGRO. ALTO VOLTAJE» —decía un cartel.
Debajo de una calavera roja con las tibias cruzadas alguien había escrito, en letra muy pequeña, las palabras: «En esto te convertirás». Era la primera vez que lo advertía.
El cancerbero de turno le dio el saludo con cierta sorpresa. Como si no hubiera estado esperándome hoy, pensó. Pero no le pidió que mostrara el carnet y lo dejó pasar.
Bajó por el corredor en declive, un túnel de cemento armado, malla y lámina, hacia el módulo central del edificio, flanqueado por dos alas de celdas. El aire llevaba un ligero olor a tortillas frescas, y a lo lejos se oía música norteña, proveniente de alguna tienda o cantina de la aldea Las Moras, que, en lo alto de la ladera, no se veía. En el recibidor entre el comedor administrativo y las oficinas, la cocinera, que no llevaba el uniforme, hablaba —¿con una hija?— por su celular. Interrumpió la conversación al ver al maestro y le dijo con tono de urgencia: «Están en el comedor. Pase, pase. Hay problemas».
Alguien, en alguna parte —¿el patio, una celda?—, lanzó un grito que al maestro le pareció que era un grito de guerra; ¿la cocinera no iba a incluirlo en su conversación? El maestro empujó la puerta del comedor.
En una de las mesas de formica y metal estaba el profesor de matemáticas, parecía que jugaba algún juego electrónico en una Blackberry desgastada. No se caían bien, él y el maestro. ¿Cosa de temperamento? ¿O sería sólo que el otro era un hijo de la grandísima puta?, se preguntaba a veces el maestro. El director del presidio estaba de pie en el fondo del salón, hablando con dos carceleros. «No han desayunado, jefe», decía uno de ellos, y el otro agitó una vez los brazos en el aire. «Pero oigan», decía.
—Qué desayunado ni qué ocho cuartos. Se tienen que calmar si quieren comer —el jefe concluyó.
El maestro se quitó la mochila, la puso en una silla, se sentó en otra. Unos minutos más tarde, cuando se percató de su presencia, el jefe se le acercó.
—No vamos a tener talleres. ¿No se enteró de la requisa? —El maestro se puso de pie, sintió un leve mareo—. Intenté llamarlo ayer. ¿No funciona su celular? Le dejé un mensaje. Pensé que no vendría. —Miró de reojo al matemático; tampoco él, quería decir, debía estar allí.
—¿Qué pasó? —dijo el maestro.
—Se llevaron al Primer Palabra al Infierno y al Páradais a Pavón.
—¿Al Primer Palabra? —Eso había sido un error, pensó. El Primer Palabra era tallerista, casi un amigo, diría el maestro. El Muerto, le decían. Había escrito un par de buenos poemas. Las líneas
Soy un campeón de la tristeza; me sumerjo en ella
separo sus numerosas hebras
Aprecio sus variadas sutilezas
eran, por increíble que pareciera, suyas. (¿O las plagió?, se preguntó en ese momento.)
El jefe asintió; ya eran mayores de edad, dijo. Agregó:
—Les encontraron, además, drogas, tablets, celulares.
—Están muy encabronados —dijo un carcelero—. Yo digo que vamos a tener chunga.
—Ya que estamos aquí —dijo desde su mesa el matemático—, desayunemos, ¿no?
El maestro también estaba hambriento, no puso objeción.
—Desayunemos, pues —le dijo el jefe a la cocinera, que acababa de volver al comedor.
—¿Y los reclusos? —preguntó uno de los carceleros.
Se produjo un silencio, que la cocinera, una treintañera con cara de deidad olmeca, decidió romper:
—Que se coman entre ellos —dijo.
En ese momento, como si le hubieran oído, pensó el maestro, desde el patio de ejercicios —un área abierta con suelo de cemento bordeada por una franja de césped en medio de una U de celdas— llegó un murmullo de muchas voces enfurecidas, insultadoras —los broders, pensó el maestro, discutían entre sí.
El jefe se había puesto de pie, y ahora daba la espalda al profesor, mientras atendía una llamada.
«Qué bonito —dijo por su celular. Se quedó escuchando un rato. Luego—: Visitas conyugales diarias, mire, ¡pero si son menores! No vienen sus esposas. Lo que arman son unas grandes cogiendas. Y que les devuelvan a su Primer Palabra y al otro maricón, el Páradais, además de sus aparatos, robados, desde luego. Tenían paneles solares, o sea, su propia energía, y listas de nombres y números de teléfono de sus víctimas, y chips y celulares, los pobrecitos. ¡No vamos a negociar! Óigalos. Parecen animales».
Además del griterío proveniente del patio —que a veces se reducía a un extenso murmullo— se oían unos golpes muy fuertes; los descargaban contra alguna pared y hacían temblar el edificio.
—Tienen una almádana —dijo uno de los carceleros, que llevaba al cinto un arma de fuego, además de la cachiporra y el par de esposas. No parecía asustado.
El otro carcelero no tenía aspecto de buena salud, estaba pálido y no dejaba de sobarse la nariz, como desentendido de lo que pasaba. Pero asintió.
—¿Una almádana? ¿De dónde la sacaron?
Ésa era una pregunta inútil a esas horas, poco importaba la respuesta, pensó el maestro. Los golpes seguían sonando en algún lugar más allá del patio. Metal y cemento y vidrio retemblaban.
—Voy a pedir un pelotón antimotines —dijo el jefe—. No vaya a ser.
—Que les echen verga, digo yo —dijo el matemático.
—Tal vez… —comenzó el maestro, y luego guardó silencio.
Tal vez —siguió pensando para sí—, hasta cierto punto, los muchachos tenían razón en protestar. Muchos —la mayoría, según el maestro— estaban allí sin razón. O mejor: sin otra razón que las circunstancias y el lugar en que crecieron.
Acababa de oírse una nueva oleada de gritos.
—Oigan —dijo uno de los guardias—, están aquí al lado.
El jefe le dijo:
—Usted, sígame. Vamos ya por esos refuerzos. —Activó su celular, y se dirigió al otro carcelero—: Y usted, se queda aquí con ellos. —Señaló con la cabeza a la cocinera y a los maestros—. Métanse en la cocina, no sea que rompan este muro. —Miró la pared a su derecha, y luego a la puerta de hierro de la cocina.
En ese momento, un golpe muy fuerte hizo vibrar la pared en el fondo del comedor.
—Vamos —el jefe los apremió. Seguido por el carcelero armado, salió al corredor.
Por la puerta batiente el maestro los vio alejarse a pasos rápidos por el túnel de alambrado que llevaba hasta una de las torres de vigilancia. ¿Cómo contentarlos? —se preguntaba. El Pensador era un muchacho que parecía más listo y menos insensible que los otros, que había tomado los talleres del maestro pero luego se había ausentado. ¿Querría negociar? Estaba casi seguro de que él y otro marero, Cocha Gorda —un quinceañero de brutalidad notable, preso por matar a su padre a machetazos—, serían los nuevos jefes, ahora que los otros no estaban.
El carcelero atrancó la puerta de metal con una barra y dos sillas.
Otro golpe, esta vez mucho más fuerte, llegó de nuevo desde la dirección del comedor, y no dejó que el maestro comenzara a formular una pregunta. Ahora la cocinera soltó un grito. El golpe siguiente había hecho temblar el cuarto: provenía de la pared opuesta a la de la puerta, por el lado de las aulas.
—Puta madre —dijo el matemático.
El guardia se persignó.
—Sangre de Cristo —dijo la cocinera, mirando a lo alto—, cúbreme.
«¡Heeeeeeey!», sonó una especie de aullido colectivo. Siguió otra serie de golpes que hicieron una y otra vez retemblar la cocina. Al maestro le pareció ver que uno de los bloques de la pared golpeada se agrietaba, se movía. «¡Heeeeeeeeey, aquí nos vamos!» Y más golpes.
El carcelero había quitado la tranca y las sillas de la puerta. Estaba a punto de abrirla, ¿para escapar?, cuando desde esa dirección se levantó otra ola de gritos. El carcelero devolvió las sillas a su lugar.
—Nos tienen rodeados —dijo; su cara tenía el color de la cera y estaba cubierta de sudor.
Un bloque de cemento se rompió. Por el boquete, del tamaño de un puño, llegaron más aullidos. «¡Huuuuuuuu!» Cuatro o cinco golpes más, y de pronto la cabeza rapada de un recluso parecía que estaba penetrando en la cocina.
—Sangre de Cristo cúbreme, sangre de Cristo cúbreme —la cocinera seguía con su mantra, las manos juntas y los ojos, que miraban al techo, cerrados.
El maestro se acercó a una ventana, y, a través de la reja doble, alcanzó a ver el patio, donde estaba reunido un grupo de muchachos amotinados. Vestían casi todos sudaderos grises o negros con capuchón. El Pensador y Cocha Gorda —Primeros Palabras supletorios— estaban allí, dando órdenes a la clica, como había imaginado.
Por la ventana enrejada, el maestro gritó:
—¡Vos, Pensador, me oís!
Pero no hubo reacción, como si nadie hubiera oído los gritos.
Cocha Gorda, que era un joven obeso, el torso cubierto de tatuajes, rapada la cabeza, saltones los ojos, comenzó a gritar: ¡Vi-vos nos los va-mos a co-mer! ¡Vi-vos nos los va-mos a co-mer!, como si de una porra se tratara.
Se oyó una voz que llamaba:
—¡Luz verde! ¡Luz verde!
Y el montón de presos que estaban en el patio corrieron hacia el módulo de las aulas y desaparecieron de la vista del maestro.
—¡Vamos, raza! —se oyó otro grito; y por el boquete en la pared, ya bastante más grande, entró en la cocina un muchacho, conocido del maestro, flaco y de cara triste, que apodaban el Rat. Detrás de él, el maestro vio pasar por el boquete el objeto que habían empleado como almádana.
—¿Qué pedo? —dijo el Rat, blandiendo un tubo de hierro con botes de pintura rellenos de cemento en los extremos: pesas hechizas; sustraídas del gimnasio, imaginó el maestro, mientras el próximo recluso pasaba por el boquete.
Ahora, desprendida de los goznes, la hoja de la puerta de hierro saltó; una docena de adolescentes como enloquecidos entraron en la cocina. El carcelero, que había empuñado una cachiporra, la ocultaba a sus espaldas, donde tenía las esposas, que colgaban de su cinturón bastonero. El Pensador y Cocha Gorda fueron los últimos en entrar. La cara del Pensador, como la del Rat, tenía una expresión de tristeza permanente, pero, a diferencia de éste, no era un muchacho feo. Dijo:
—Al suave, al suave. No les hagan nada. Inmovilícenlos, pero al suave, vatos.
—Nada la moronga —dijo Cocha Gorda, y le quitó la barra al Rat. Comenzó a moverla de un lado a otro en gesto de amenaza.
—¡Tenemos hambre! —dijo—. Óiganme las tripas.
La cocinera miró hacia la alacena que ocupaba una de las paredes.
El Pensador se sonrió.
—A ver —dijo—. ¡Nos van a dar comida!
Los jomis formaron una rueda alrededor del Primer Palabra, como a la espera de una orden. Sólo Cocha Gorda permaneció donde estaba, barra en mano, mirando a los rehenes; en eso acababan de convertirse el custodio, el matemático, la cocinera y él, pensó el maestro.
El Rat se acercó a la cocinera, la tomó del pelo y la llevó hacia la alacena.
—Suave, Rat —aconsejó el Pensador.
El Rat le dijo a la mujer:
—Ahora se hace algo bueno, no esa mugre de todos los días.
Cuando la soltó, dándole un empujón, la deidad olmeca asintió con la cabeza. Tomó en brazos un gran canasto cubierto con una toalla que estaba en el suelo y lo puso sobre la mesa central. Levantó la toalla y un vapor oloroso a maíz cocido salió de una montaña de tortillas.
Usando las esposas del carcelero y las rejas de una de las ventanas, el Rat y otros tres mareros inmovilizaron al carcelero y al matemático. El maestro quedó libre, pero rodeado por los jomis.
La cocinera espolvoreaba las tortillas con un poco de sal que iba tomando de una bolsa de papel y las entregaba de dos en dos. Los jomis devoraron las primeras tortillas con avidez. Alguien dejó escapar un aire ruidoso y prolongado. Los jomis rieron como niños. Eran, claro, niños.
Mientras los demás comían, el Rat, con una sonrisa de oreja a oreja, levantó en una mano un cuchillo para carne que acababa de encontrar en un cajón de la mesa.
—Miren, vats —dijo.
El Pensador tomó el cuchillo de la mano del Rat, se lo guardó.
—¡Haga sho! —acalló Cocha Gorda a la mujer, que, terminada la repartición de las tortillas, había vuelto con su mantra—. ¡Comida para todos! Queremos carne, aunque sea la suya, ¿ah?
El Pensador parecía tranquilo.
—A ver, un celular —dijo, sin dirigirse en particular a ninguno de los rehenes.
El matemático, con la mano que le quedaba libre, extendió su celular en dirección a los mareros. Quien se movió para tomarlo era el típico escuintle costeño, de piel muy oscura, desnudo de cintura para arriba y con frondas de tatuajes azules en el tronco y en los brazos. Le decían Chorro de Humo y era el tesorero de la clica del correccional. Llevaba puestos unos tenis de color amarillo eléctrico y al andar parecía que daba pequeños saltos. Entregó el celular al Pensador y volvió a su sitio junto a Cocha Gorda. El Pensador, utilizando los pulgares, marcó rápidamente un número. Ahora estaba hablando con su voz aguda pero calmosa con el jefe del correccional.
Terminada el hambre —el maestro recordó el adagio de manera mecánica— comienzan los problemas.
«No le voy a dar casaca —decía—. Oiga la letra, pues. Si quieren viva a su gente, hoy mismo regresan aquí a nuestros Palabras. Queremos un papel firmado. Usted ya sabe. Visitas conyugales diarias, Simón. Y nos devuelven todo lo que nos quitaron ayer. Hoy mismo lo queremos todo. No estamos jugando. Si no cumplen, uno por uno vamos a ir descuartizando a estos cerotes. Ya le mando una fotito. Me llama de vuelta en tres minutos, ¿va?»
La cocinera, que parecía que oraba en silencio mientras el agua hervía, miraba a su alrededor como desorientada. El carcelero y el matemático, esposados mano con mano a las rejas de una ventana, miraban al suelo —para evitar los ojos de los mareros, pensó el maestro.
Él era de la opinión que las visitas conyugales diarias no eran mala idea. Las mujeres solían ejercer un influjo benéfico en aquellos adolescentes torturados y, en varios casos, enfermos de una especie de demencia. Creía tener los argumentos para convencer a las autoridades. Alzó la voz:
—Pido permiso para hablar.
—¡Se calla, culero! —le gritó Cocha Gorda, alzando la barra de pesas—. O le rompo el coco.
—Momento, Cocha —dijo el Pensador—. Dejalo hablar.
—Gracias —dijo el maestro—. Buena onda. —Hizo una pausa, se dirigió al grupo en formación de medialuna junto a la puerta—. Ustedes son menores todavía. Dentro de un año casi todos van a estar fuera de aquí. Si siguen con esto, les van a caer con todo el peso, ¿me entienden?
—Que coma moronga, vos, Pensador —gritó Cocha Gorda—. Quiere ganar tiempo. De un solo morongazo lo voy a callar.
—Maestro —dijo el Pensador—. Déjese de casaca. Ya vio cómo están los jomis. Sea más mente.
Chorro de Humo, que registraba los muebles del recinto mientras los jomis seguían comiendo tortillas, encontró ahora una pequeña Toshiba toca CD de nueve bandas. La levantó para que todos la vieran, dijo:
—Ya la armamos.
De pronto, un griterío llegó de la zona del patio. Por una de las ventanas el maestro alcanzó a ver a cinco o seis jóvenes que corrían hacia las celdas. Por el corredor alambrado bajaba una columna de policías antimotines —el uniforme azul oscuro, los cascos negros con visera, las corazas: una falange de pequeños Robocops. Volvió a pedir la palabra, pero esta vez no le fue concedida.
—¡Antimotines! ¡La pesada! —Sonaban la alarma los jomis desde el patio.
Cocha Gorda volvió a levantar la barra de pesas, listo para golpear a alguien. Su cara de bruto impresionó más que nunca al maestro. Es cierto —se dijo a sí mismo—, éste es un animal. Le inspiró un miedo que también era, se dijo a sí mismo, animal.
—¡Calma, raza! —gritó el Pensador. Con una mirada tranquila, abarcó el cuarto: la rueda de jomis, los rehenes. Después de alguna especie de cálculo mental, dijo en voz alta y clara:
—¡Rueda!
Cinco jomis se formaron en círculo frente al Pensador. Eran los jugadores titulares de un deporte brutal. Hablaron en susurros un momento. El Pensador disolvió el círculo.
—A ver, usted, maestro, por ser el más viejo —gritó—. Chorro, quitale el reloj al ruco, que te gusta, ya lo sé. Vamos a salir los tres —siguió, mientras Cocha Gorda entregaba la barra al Rat, y el maestro, que se decía a sí mismo que no estaba tan viejo, que sólo tenía unas canas, se despojaba de su reloj para entregarlo al Chorro—. Vamos a tener un meeting. Nos llevamos eso —siguió, mirando la Toshiba de nueve bandas, que Chorro de Humo le alcanzó—. Rat, Chorro, y ustedes, raza, se quedan aquí cuidando a éstos. —Los miró de reojo—. Al rato volvemos por el próximo.
Por el boquete en la pared pasaron, primero Cocha Gorda, luego el maestro y por último el Pensador. Ahora estaban en el aula número cinco —pensó con extrañeza el maestro—, donde solía dar sus talleres. Los recuerdos se precipitaron en cascada en su cabeza. Los relatos y novelas leídos a los jomis —«El cuento más hermoso del mundo», «Grandes esperanzas», «La vida nueva»—, las horribles historias que algunos de ellos revelaron, los poemas que intentaban escribir una semana atrás. Recordó, sin ton ni son, a la mujer de pelo blanco que vendía carne de perro. Iba a escribir ese cuento, pensó. No todo estaba perdido todavía. Los jomis, después de todo, eran capaces de razonar.
—Hay que hablar con el jefe. Está en la torre sur —se animó a decir—. Tal vez puedo ayudar.
El Pensador se volvió hacia el maestro con aquella cara hecha para la tristeza y la violencia.
—No, maestro. Ya está dicho. Vamos a sacrificarlo —le dijo en un tono neutro.
Un frío se extendió por la espalda, los brazos, hasta las manos del maestro. Ya no atinó a decir nada y, con el empujón que le dio Cocha Gorda, se dirigió a la puerta, que daba al patio. Bajo el sol candente de las once, el maestro, en medio de los Palabras, atravesó el campito de fútbol hacia el graderío que estaba en el fondo. A su derecha, apostados del otro lado del túnel de malla, una treintena de policías antimotines observaban; a su izquierda, desde las celdas, los reclusos lanzaban unos gritos que parecían vítores.
Al llegar al graderío el maestro vio una pirámide maya; recordaba las de Mixco Viejo, ¿o eran las de Rabinal?, en su simpleza —una simpleza pesada, militar. Cocha Gorda empujó al maestro para hacerle subir tres, cuatro gradas. El Pensador, desde la grada más alta, gritaba a los policías.
—Lo que van a ver es para que sepan que no estamos jugando —decía.
Cocha Gorda, investido de pronto con una dignidad macabra, fue a colocar la Toshiba a los pies del Pensador. La encendió, localizó como un experto una emisora de death metal norteamericana (¡Gorevent!), y subió el volumen al máximo del aparato, mucho más potente de lo que el maestro había imaginado. Ya los dos Palabras estaban bailando una rola —y también los jomis detrás de la malla en el ala sur, el ala de los mareros; daban saltos, alzaban los brazos, se chocaban unos contra otros en el aire. Seres de otro mundo, de otro tiempo, pensó.
Los agentes de azul oscuro solamente miraban.
Estaban buscando una estrategia, querían negociar, los otros —aún tenía esa esperanza, mientras la música, esa música estúpida, monótona, continuaba. En cualquier momento sonaría la Blackberry. El nuevo Primer Palabra mandaría bajar el volumen, y él y las autoridades llegarían a un acuerdo. Las paredes del patio estaban pintadas de blanco y azul nacional, como las de la escuela donde el maestro había estudiado; tuvo un recuerdo vívido, absurdo: estaba viendo, desde el banco de suplentes, un partido de fútbol.
Todo era posible todavía. Deseó poder ver la escena desde lo alto, como un pájaro. Había leído que cosas así podían ocurrir. Se desdoblaría en cualquier momento. Todo terminaría bien. Su mujer iba a sanar: un milagro, presintió. Matilde y él se verían tal vez una vez más y basta, era lo mejor. La idea de que sus hijas se enteraran algún día de esa aventura, por insignificante que fuera, lo atormentaba. Todo se sabe al final, pensó con desasosiego. Se prometió a sí mismo terminar la relación. Si hubiera leído La Tarde de ayer —se reprochó—, no estaría aquí ahora.
El motín, por otra parte, serviría para que las cosas mejoraran en el correccional. Había problemas graves en todo el sistema —y más allá de lo carcelario; había necesidad de ventilarlos. Salud mental era lo que hacía falta aquí. El Pensador era un muchacho listo. Todo es para mejor, dijo para sus adentros. Estaba empapado en sudor. Las piernas comenzaban a temblarle. Voy a hacerme encima, sintió.
La letra de «Odio eterno», la rola que reconoció, le hizo pensar una vez más en Matilde, esta vez sin remordimiento. ¿Mi último placer?, se preguntó.
—¡Pensador! —gritó, para que sus palabras pudieran oírse por encima de la música, pero el otro no iba a hacerle caso, eso era claro.
Cocha Gorda dejó de moverse. Un soplo de su aliento ácido llegó a las narices del maestro. Evitó mirarlo. Los ojos fijos en un lugar lejano —un trozo de cielo sobre el horizonte montañoso y familiar—, no oía la respiración entrecortada, acelerada del adolescente, pero lo veía respirar, excitado, salivoso. Hubo una explosión neumática, como el frenazo de un camión. Cocha Gorda había dado un golpe en el pecho del maestro, que perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre una grada. Ahora estaba inmovilizado por dos manos gordas y sudorosas —una le atenazaba la garganta; la otra le oprimía el vientre. Apartó otra vez la mirada.
En aquel momento de drama culminante, la cara del Pensador, vista desde un ángulo extremo, le pareció al maestro una mezcla entre pizote y lobo. ¿Por qué le decían Pensador?, se preguntó a sí mismo, y tuvo todavía tiempo para responderse que esa reflexión sólo aumentaba el absurdo torrencial de la existencia.
El Pensador había alzado el cuchillo por encima de su cabeza y —en menos tiempo del que tuvo el maestro para responder a una última pregunta, que también era absurda (¿No sería esta forma de morir una especie de severísimo castigo por su falta de fidelidad?)— lo dejó caer con fuerza.
Los ojos moribundos del maestro vieron tal vez un destello del cuchillo ensangrentado que, después del pecho, le abrió el vientre. (Pero no oiría los disparos, que llegaron demasiado tarde, ni las explosiones de bombas lacrimógenas ni los gritos, ni respiraría el aire con olor a gas pimienta.)
Cocha Gorda tomó el corazón del maestro y lo elevó en ambas manos hacia el sol de mediodía, como la caricatura sangrienta de un sumo sacerdote adorador de Tláloc o Chaac, habría pensado quizá el maestro, cuyo cuerpo rodó gradas abajo hasta el suelo.
Se produjo un instante de silencio casi absoluto.
El Pensador provocó a los policías. «¡Vieron que no estamos jugando!», gritó.
Fue sólo entonces cuando un alto oficial de la jerarquía carcelaria dio la orden y el pelotón antimotines irrumpió en el patio de ejercicios formando una V con sus escudos transparentes para reprimir el motín de menores —como quedó grabado en dos o tres cámaras de vigilancia que todavía funcionaban— con lujo de fuerza y con extrema violencia.
Capri-Roma, 2014