I
Un hombre y una mujer escuchaban el viento que por las noches sube del mar a la colina. Acababa de retumbar un trueno, y la mujer había dicho: «Son un infierno, estos dolores», y se había pasado la mano por el vientre. Él no había dicho nada. Estaba pensado en sí mismo, y en el fondo de su conciencia imaginaba un cristal roto en pedazos.
—Quisiera estar lejos de aquí —siguió ella; no había duda en su voz. «Lo sé que sufres mucho», respondió él, se levantó de la mesa y fue a pararse junto al fuego. Ella salió del comedor, y él la oyó subir las escaleras y cerrar una puerta. Puso más leña en la chimenea, y pensó: «Ninguno de los dos es infeliz». A su derecha, las cortinas del ventanal se mecían suavemente y la sombra del muro que rodeaba el jardín se movía en los dobleces.
El calor de las llamas le obligó a dar unos pasos. Se acercó al ventanal, y oyó un quejido. Le pareció que venía de fuera. Apartó la cortina para mirar. Por encima de los árboles, una nube translúcida templaba la luz de la media luna. Soltó la tela y se quedó mirando distraídamente su vaivén. Oyó otro quejido, y sintió un frío en las manos. Corrió al segundo piso, abrió una puerta, y su mujer cortó un grito. «¿Qué pasa?», preguntó. Y él notó una luz extraña en sus ojos y un tono de burla en su voz. Cerró la puerta y volvió a bajar a la sala. «Es como una niña», pensó. Oyó otro quejido, y se dijo que era el viento.
II
Sus manos estaban extendidas sobre las brasas, la mirada fija y distante; innumerables recuerdos se revolvían en su mente —momentos que había vivido con ella; días que había olvidado, caras que habían admirado juntos, un amanecer y un lago, el pedazo de papel rosado con las dos piedrecitas que un niño les dijo que no era un hechizo, tardes y noches en la montaña. Dio unos pasos atrás y se dejó caer en el sillón que miraba al fuego. Al caer oyó un crujido, y sintió un dolor intenso en la columna. «Me he roto en dos», se dijo a sí mismo, y lo asustó el sonido ronco de su voz. Quedó ahí sentado; sus muslos estaban lánguidos. Pero al mismo tiempo se vio que se ponía de pie, pasó frente a la lumbre, salió al pasillo y salió de la casa.
La media luna se hundía detrás del camino que baja por la colina y se pierde en la playa. Dio unos pasos más y se detuvo. Miró a su alrededor y vio la sombra de la casa; luego miró a lo lejos, la tira borrosa entre el cielo y el mar. Con un ligero temor, que se provocaba él mismo, empezó a caminar colina abajo. Antes de llegar a la playa, vio un pequeño resplandor mar adentro; hubo un rumor como de gotas de lluvia, y luego voces lejanas. Siguió andando. Sin darse cuenta, con el declive, comenzó a correr.
Cuando llegó a la playa, alcanzó a ver una barca. Tres hombres, sus espaldas contra el cielo, remaban, acercándose a la orilla. Saltaron al agua y vararon en la arena. Estaban desnudos. Uno de ellos se cubrió con una manta y se puso a juntar ramas para encender un fuego. Los otros dos, uno delante del otro, tiraban de una larga cuerda atada a la popa de la barca. Pescados negros emergían, diez o veinte por brazada, y el rojo de sus agallas brillaba a la luz de la luna. El fuego creció y proyectó sombras que vibraban en la arena. Él miró las estrellas y pensó: «Tal vez son agujeros, y sus rayos son cordeles que otros pescadores tienen en sus manos». Comenzaba a clarear; los hombres alcanzaron el final de la cadena. Sintió frío, y recordó el fuego que había ardido en su casa. Después, se despidió de los hombres y emprendió el regreso. La arena se movió bajo sus pies. Al alcanzar el camino sintió deseos de correr. «No iré a la casa», pensó. Se pasó la mano por la frente y vio que sudaba. Corría colina arriba, y sus ojos daban suavemente contra el sol.