El punto de inflexión fue, no obstante, la ilegal, chapucera y vengativa invasión anglo-estadounidense de Irak, que acabó en 2003 con la dictadura de tinte socialista del vilipendiado Sadam Husein. Existe consenso entre historiadores y expertos a la hora de señalar que la bacanal de sangre y extremismo que desde hace meses arruina el norte de este país y el noreste de Siria es fruto, en gran parte, del error absoluto cometido por la Administración republicana y neoconservadora norteamericana —dirigida por George W. Bush y representada en Bagdad por el procónsul Paul Bremer III— de destruir el Ejército iraquí y, sobre todo, de aniquilar las estructuras nacionales baazistas, transformando una tiranía en un estado fallido. Un desatino que abrió las puertas a la expansión de Irán en un territorio afín que ambicionaba —pero que durante décadas fue su mayor enemigo y principal muro de contención a sus ambiciones expansivas— y despertó los recelos de Arabia Saudí, consciente de que su enemigo chiíta se cobraba una presa esencial en la lucha por la influencia política en la región. La caída de Sadam Husein facilitó el fortalecimiento del eje Teherán, Damasco, Beirut meridional (fundado en 1987), al que ahora se sumaban tanto el nuevo Gobierno chií en Bagdad —expuesto a diferentes fuegos— como los históricos bastiones religiosos chiítas de Nayaf y Kerbala, y dio alas a las aspiraciones independentistas de los kurdos iraquíes, y por extensión a los kurdos sirios, turcos e iraníes.
Además, dejó un extenso latifundio en barbecho ocupado primero por la red terrorista internacional Al Qaeda —con el beneplácito de Irán— y en el que ahora florecen movimientos suníes yihadistas autóctonos en cuya agenda ya no prevalece la lucha contra la llamada hegemonía global, sino el afianzamiento del poder local —bajo la bandera del miedo— para crear una suerte de estructura supranacional y panislámica similar —solo en esencia— a la que soñó el fundador del Hizb al Tahrir. “El orden político que emergió en Irak tras la caída de Sadam Husein fracasó a la hora de producir un pacto político inclusivo en el que todos los grupos y ciudadanos se vieran representados como iraquíes”, argumenta Qawa Hasan, columnista del diario libanés An Nahar. Basta fijarse en el Presupuesto General del Estado, afirma. Desde que en 2006 se lograra comenzar a domeñar a los movimientos radicales suníes, el dinero se lo han repartido Erbil, sede del Gobierno Regional Kurdo, y Bagdad, predio del entonces primer ministro chií, el pro iraní Nuri al Maliki. Ambas capitales han utilizado los cientos de millones que han pasado por sus manos para enriquecer a sus partidos, garantizar la fidelidad de sus aliados y fortalecer sus milicias, desdeñando el desarrollo de la identidad nacional y de las estructuras federales, en particular la Administración y las Fuerzas Armadas. “La caída de Mosul a principios de junio y de Sinjar en agosto a manos de los milicianos del Estado Islámico sin disparar un solo tiro demuestra esta dolorosa realidad. Simplemente, el autoritarismo que se ha instalado en la era post-Sadam, no solo en el entorno del primer ministro Al Maliki, ha causado la sectarización de la política, el colapso de las (nuevas) estructuras de Estado, incluido el Ejército, la marginación de los suníes, el agravamiento de las disputas con los kurdos, la amenazante fragmentación de los grupos religiosos y étnicos, un capitalismo de amigotes y corrupción en los dirigentes de Erbil y Bagdad”, argumenta. Ignorados y reprimidos, es en este páramo de negligencia estratégica donde han germinado herejías suníes violentas de sustrato saudí-wahabí como el Estado Islámico, que a diferencia de Al Qaeda se nutren del descontento popular, se apoyan en estructuras tribales autóctonas y manejan una agenda local de realidades, obviando los sueños.
Al Zarqaui fue de los primeros en percibir esa nueva realidad, e instrumentalizarla en su propio beneficio. Recuerdo su tarjeta de presentación en Bagdad, la mañana del 7 de agosto de 2003. Avanzado aquel tórrido día de verano, una potente explosión hizo temblar la oficina de gestión de recursos hídricos a la que había acudido con mi compañero y amigo, Namir Subhi, para realizar un reportaje sobre los apagones, aún recurrentes hoy en la que fuera capital de los califas abbasíes. Apenas cinco minutos después, sudorosos y sin resuello, estábamos frente al edificio de la Embajada de Jordania en Bagdad, sacudido por un coche bomba en cuyo asiento delantero todavía eran visibles los despojos de un cadáver carbonizado. Una multitud de personas trataban de asaltar la legación diplomática y quemaban alfombras y retratos del rey, en un aquelarre de jolgorio y saqueo. Quebrada la segunda puerta, una ráfaga de metralleta cruzó el aire. Delante de mí cayó uno de los desvalijadores, abatido por los guardias de seguridad que aún permanecían dentro.
Doce días después, Jamaat Tawhid wal Yihad, la organización terrorista fundada en 1999 por Al Zarqaui, asumió la autoría de un segundo acto criminal en Bagdad. Despuntado el alba, un camión cargado de explosivos aparcó junto a la sede de la misión de la ONU en Irak. El potente estallido segó la vida de una veintena de personas, entre ellas el jefe de misión Sergio Viera de Melo y el capitán de navío español Manuel Martín-Oar, con quien aquel día tenía cita para comer. Su familia le había enviado una caja a “Base España”, en la localidad iraquí de Diwaniya, y me había pedido si se la podía llevar hasta Bagdad. La sede de la ONU, que había comenzado sus actividades en Irak apenas unas semanas antes, era uno de los pocos lugares donde se almorzaba bien en aquellos días postinvasión.
Aquel agosto concluyó con el atentado más osado —y simbólico— de los que cometerían Al Zarqaui y sus secuaces hasta la muerte de este el 7 de junio de 2006, víctima de un bombardeo de la aviación estadounidense sobre la región de Baquba, bastión de la insurgencia suní iraquí. El viernes 29, y en pleno rezo comunitario, 95 personas perdieron la vida en un atentado contra la mezquita Iman Ali, la más importante del chiísmo y cumbre del arte islámico en la ciudad de Nayaf. Entre los muertos, Muhamad baqr al Hakim, el influyente líder espiritual del pro iraní Consejo de la Revolución Islámica en Irak, al que apenas unos días antes tuve la suerte de entrevistar en su propia casa.
“El grupo de Al Zarqaui apuntaba naturalmente a las fuerzas de la coalición, pero sus ataques demostraban que tenía otros objetivos principales”, argumenta Lister. “A su tradicional enemigo, Jordania, a la comunidad internacional y a los chiíes, a los que Al Zarqaui veía como la principal amenaza al poder suní tanto en Irak como en la región”, prosigue. “Esta triple estrategia ponía de manifiesto el objetivo último de Al Zarqaui: socavar a las fuerzas de ocupación al tiempo que instigaba el conflicto sectario. Al Zarqaui creía que su organización podía sacar provecho del caos resultante al erigirse como el defensor de la comunidad suní y guiar [así] la creación de un estado islámico”, explica. Una táctica que heredarían sus sucesores y que aún hoy articula la estrategia del Estado Islámico.