«Tímido y retraído». Un muchacho genial para las matemáticas, Évariste Galois, pero sin capacidades para defenderse del mundo en el internado en la Francia pos-Napoleón. El retrato a lápiz de la revista que me prestó Franco mostraba a un niño con la cara parecida a una fresa alargada. No alcanzaba a imaginar cómo vivió tantos años encerrado en la escuela con esa apariencia infantil, rodeado de otros compañeros que salían a las tabernas los fines de semana y bailaban, besaban, bebían, fornicaban, peleaban y luego volvían de regreso a la rutina de las clases. Él seguro los veía llegar cansados los domingos. Los miraba desde su cama mientras pasaba las páginas del libro de geometría de Legendre que ninguno de ellos jamás alcanzaría a entender. No tuvo tiempo de aprender a vivir en ese mundo de hombres que van a la caza de besos y caricias, y no supo que le esperaba una trampa vestida de mujer. Yo todavía no sabía mayor cosa de Galois. Todo lo que pensara de él sería pura imaginación. Tal vez por eso se me cruzaba su historia con la de Ernesto. Él también era tímido y retraído, con una enorme capacidad para entender el mundo de las matemáticas, pero negado para desenvolverse en la relación con las mujeres.
Al pensar en el encierro de Évariste en la escuela Louis-le-Grand de París se me venía a la mente el colegio donde Franco y yo habíamos estudiado. Hubo una época en la que el cuarto piso del edificio era el de las habitaciones de los internos. Franco siempre dijo que el colegio nuestro tenía la forma ideal para ser una cárcel: cinco pisos que rodeaban el patio principal. Desde arriba los hermanos vigilaban todos nuestros movimientos. En los tres primeros estaban los salones de clase. En una parte del cuarto piso, las habitaciones de los religiosos. En la otra, las de los internos. Estos venían de Panamá, la costa atlántica y algunos de otros lugares de Colombia. Eran seres muy silenciosos que siempre estaban estudiando cuando llegábamos en los buses en la mañana, y al final de la tarde, después del algo, y cuando todos nos íbamos, ellos volvían al gran salón a estudiar. Cómo serían las noches en el colegio mientras nosotros estábamos en la calle jugando fútbol o conversando en la esquina. A veces me daba por mirar hacia la montaña donde quedaba el colegio y pensaba en la vida tan triste de los que estaban encerrados allá. Lo peor para ellos debía ser los domingos, que en realidad eran días felices para mí. Yo iba a cine en la mañana. Por la tarde me sentaba frente al radio que tenía mi mamá en la cocina a oír el partido de fútbol y a imaginar los movimientos de los jugadores. ¿Y ellos? Seguro jugaban fútbol o baloncesto o se iban para la piscina para cansarse mucho y caer fundidos hasta la madrugada. Eran más prisioneros que los propios hermanos cristianos. Yo siempre me hacía amigo de los internos. Pensaba mucho en ellos. Mi mamá me decía que no me preocupara, que debían ser de familias ricas de la costa. «Esos ganaderos costeños tienen mucha plata», me decía. El internado desapareció del colegio porque se acabaron los alumnos. Quién sabe qué fue lo que pasó. Tal vez se fundaron buenos colegios en la costa. Quién sabe. Después de que se acabó el internado, el cuarto piso se convirtió en un misterio. Nadie podía andar por allí. Decían que a esas habitaciones llevaban a los hermanos más viejos, los que estaban a punto de morir.
Évariste debió ser un interno tímido y retraído. Seguro no tenía amigos. Los demás se burlarían de su aspecto frágil, muy distinto al de ellos, que eran mayores, casi hombres hechos y derechos. Pasó la adolescencia en la escuela, lejos de su familia. Tal vez oyó con interés las historias de los que salían los fines de semana a enfiestarse con mujeres en los bares. No tuvo a nadie que le hablara de sexo. Todo lo imaginó y lo padeció en silencio. Compensaría la infelicidad con los descubrimientos en el libro de geometría. Pero no sospechaba que al mundo le molestaba que fuera un descubridor de asombros. Profesores, supervisores de la disciplina de los estudiantes, compañeros de la escuela, todos lo miraban con recelo y no entendían en qué mundo vivía. Pasaba las noches despierto en el dormitorio con los ojos puestos en la oscuridad donde se formaban círculos, rectas, triángulos, figuras hermosas que se movían en ese aire pesado que respiraban los estudiantes. No se daba cuenta de lo que pasaba debajo de las cobijas de esos muchachos que ya habían sido picados por el estremecimiento del sexo. Veía amanecer mientras los demás se levantaban lamentándose y maldiciendo. Soportaba sin inmutarse el olor fétido de las letrinas y no le importaba que lo dejaran de último en la fila para asearse antes de clase. La geometría le prometió el paraíso y por eso sonreía en el infierno del internado.
Me habría gustado saber más de Galois. Esas frases escasas de la revista de Franco y lo que había dicho el profesor en la clase de Historia de las Matemáticas me dieron para hablar de él como si fuera otro más de la Nacho. Antonio era el que más atención me ponía cuando lo mencionaba, y siempre me pedía más información, pero todo eran solo conjeturas. Busqué la hoja en la que pretendía hacer apuntes sobre Galois y escribí: Siempre tendrás veinte años, Évariste.