Los zurdos se hicieron sentir en marzo. Empapelaron la universidad con letreros contra el vicerrector de la sede de Medellín, contra el rector que gobernaba desde Bogotá, contra el ministro de Educación, contra el presidente, y convocaron a asamblea.
—Vamos a salir a paro —dijo Antonio. Tenía sus razones para decirlo—. Después de los primeros parciales siempre proponen asamblea. Este semestre la mortandad en Ingenierías subió un veintitrés por ciento. Casi todos se rajaron en Cálculo I y en Cálculo II.
Franco y yo habíamos pasado muy bien los exámenes, sin embargo, pensamos que no nos caería mal un descanso. De los cuatro semestres anteriores solo uno terminó en el tiempo previsto. Los demás se retrasaron por cuenta de las parálisis en la Nacho. Habíamos aprendido a disfrutarlas. Al principio solo nos dábamos el gusto de levantarnos tarde y luego salir a caminar por el centro de la ciudad, ver alguna película en el Libia o en el Ópera o en el Odeón. Sentarnos en las escalinatas de la catedral a fumar y a soñar hasta que fuera la hora de volver a la casa. Pero cuando aprendimos a calcular la duración de los paros nos atrevimos a salir de la ciudad. Lo que más nos gustaba era ir a las montañas de oriente. Tomábamos un bus y nos bajábamos donde veíamos bosque. Nos metíamos entre pinos y robles y cuando no podíamos con el cansancio nos echábamos en la manga a mirar el cielo que se movía lento. Después empezamos a salir cada vez más lejos, hasta volvernos casi expertos en caminos antiguos de piedra y en ranchos abandonados. Esta vez el paro nos llegaba en un momento de confusión. Por lo menos yo estaba confundido. No sé Franco. Él era una tortuga con caparazón fuerte.
La asamblea fue todo un éxito para los zurdos. Lograron una buena votación, casi unánime, que ordenaba suspender clases y actividades académicas en toda la sede de Medellín. Nosotros habíamos estado atentos a votar en favor del paro. A Ernesto en cambio lo vimos votar en contra, y al final, cuando todos salimos aplaudiendo y gritando consignas, él se quedó solo, sentado en la primera fila. Era la misma escena de cuando se acababa una clase. No se movía de su puesto. No se despedía de nadie. Seguía mirando el tablero. Después se iba.
En quinto semestre ya estábamos acostumbrados a la rutina de los paros. Al principio los zurdos nos pedían a las bases, o sea, a nosotros, que no nos dispersáramos, que estuviéramos atentos a los comunicados del vicerrector, o del rector, o de quien fuera la autoridad. Organizaban grupos de estudio para analizar la situación del país y en particular las condiciones en que vivíamos los estudiantes colombianos. Se presentaban grupos de música, teatro, títeres; de pronto aparecían obreras de fábricas en huelga que armaban fogatas y repartían sancocho y aguapanela a todos los que se acercaran. La revolución se sentía fuerte en la Nacho. Al principio, Franco y yo nos quedábamos a vivir todo eso. Nos metíamos en los círculos de lectura de El capital, cantábamos canciones, oíamos discursos. Después nos aburríamos y armábamos los paseos para las mangas de las afueras de Medellín. Esa vez Ernesto estuvo atento a los comunicados. Él y Antonio alargaron sus jornadas de ajedrez, pero luego de una semana Ernesto desapareció de la Nacho. Antonio nos dijo que el papá lo presionaba mucho para que le ayudara en la finca.
—Ernesto odia el campo, pero le tocó irse —nos dijo—. Además, también cerraron todas las residencias de la universidad, incluida la del centro donde él vive.
Se fue porque Antonio le dijo que el paro iba para largo, y en esos asuntos él le creía todo. Entonces Franco y yo también armamos viaje. Queríamos ir a visitar a un primo suyo que había vivido en Estados Unidos y ahora tenía una casa campesina por los lados de La Ceja. Desde la época del colegio, Franco me había hablado mucho de ese primo al que admirábamos por haber asistido a Woodstock. A medida que me contaba cosas de él, se me iba formando la idea de un hombre flaco, pelirrojo, pecoso de cara y de brazos, mal estudiante, mariguanero, mujeriego, lector de poesía. Se fue de Medellín sin despedirse de nadie, y Franco decía que antes de irse les robó a los papás la vajilla de plata, el reloj del comedor y todos los ahorros que tenían en el cajón de las medias. Desde Nueva York les escribió y les dijo: «Los quiero mucho, pero yo no vuelvo a ese mierdero». En la familia lo borraron de todas las conversaciones y nadie volvió a mencionarlo. Franco decía que a él sí le escribía de vez en cuando y le pedía que no le contara a nadie.
—Y mirá, le tocó volver a este mierdero.
Volvió en silencio. Sin aspavientos de viajero. Se acomodó en el cuarto que siempre había sido el suyo desde chiquito, hasta que, a los poquitos días, llegó una gringa dizque a vivir con él. Los papás no se la aguantaron más de una semana por desaseada y por conchuda, entonces el primo se fue con ella y consiguió una casita en una montaña en el oriente. Franco decía que para ir allá había que tomar un bus que pasara por La Ceja, seguir carretera arriba hacia La Unión, luego debíamos caminar por un bosque, atravesar unos potreros y bajar al lago. Parecía muy seguro de la ruta.
—Si vamos a ir donde el Pecoso hay que llevarle comida y trago —me dijo.
Compramos sánduches en la charcutería Excelsior de El Poblado, una botella de vino y una de ron. Yo sabía que Franco, además, llevaría una buena dotación de cigarrillos de mariguana bien escondida entre el jamón.
Nos fuimos a esperar el bus a la salida por Las Palmas. Un señor que vendía confites en la entrada del centro comercial nos dijo que estaban pasando cada cuarenta y cinco minutos. Calculamos que, si el hombre tenía razón, por ahí a las cuatro estaríamos caminando por la montaña hacia la casita del primo. En esos momentos me pareció que todo era maravilloso. El clima, el paseo, el ron. Franco tomaba de la botella como si fuera un vagabundo de los que salían en las películas. Después de echarse un trago se la metía entre la chaqueta y el corazón. La sacaba de nuevo y me la entregaba sin mirarme. Franco había entrado en una especie de trance. Eso le pasaba a menudo. Dejaba de hablar. Ponía un escudo de aire pesado entre los dos y se dejaba llevar de quién sabe qué pensamientos. Yo prefería al Franco pretencioso que descrestaba a sus interlocutores con sus frases cortas, cargadas de conocimientos fragmentados que vaya uno a saber de dónde sacaba. Franco estaba raro.
Cuando por fin llegó el bus ya nos habíamos tomado media botella. Nos tocó sentarnos en sillas muy separadas y desde mi puesto lo vi tomar varias veces. Pensé que lo mejor sería olvidarme de mi parte del ron y me concentré en el paisaje del camino que se repetía: cercas de potreros iguales, fondas con campesinos tomando cerveza en mesas pintadas de colores encendidos. Mulas amarradas de las columnas de madera los esperaban con paciencia. Adentro siempre había un hombre que limpiaba el mostrador y miraba a los pasajeros de las ventanillas sin mucho interés. No se oía música, apenas el murmullo del viento. Todo sugería el mundo de soledad y silencio en el que entrábamos a medida que el bus se movía.
Desde la puerta, junto al chofer, Franco me gritó para decirme que habíamos llegado. Estábamos parados frente a una tienda igual a todas las otras a orillas de la carretera.
—Detrás debe estar el camino —dijo Franco.
—¿Ya habías venido antes?
—Claro que sí.
Buscamos el tal camino por detrás de la tienda y volvimos al mismo punto. Franco se fue a explorar hacia arriba y yo me quedé esperando una señal suya. Pensé que estábamos perdidos y tal vez no era ese el sitio donde debíamos bajarnos. Unos niños que jugaban con un perro flaco en la puerta de la tienda me dijeron que un poco más arriba había otra casa por donde la gente se metía hacia el lago.
—Oiga, pero tiene que andar mucho —me dijo uno de ellos cuando me despedí y me fui a buscar a Franco.
—No tenemos afán —les dije, y seguí caminando.
Franco se había sentado en un tronco y seguía con la botella escondida en la chaqueta.
—Hay que subir más —le dije sin detenerme.
Unos segundos después lo sentí a mi lado. Las piedras sueltas de la berma nos hicieron tropezar uno contra el otro varias veces.
Yo me había acostumbrado a la estatura de Franco. Las personas altas ostentan un aire de superioridad sobre las más bajitas. Siempre traté de no pararle bolas a eso y, para ser sincero, él tampoco abusaba de su altura. Pero esta vez había algo que no lo dejaba soltarse y hablar como siempre conmigo. Sus pasos eran más largos que los míos. Además, lo de la botella oculta me molestaba cada vez más.
—¿Por qué andás tan callado? —le dije por fin.
—No hay mucho de que hablar, ¿o sí?
Ese Franco hosco no se parecía en nada al otro que me había invitado a visitar al Pecoso. Cuando fuimos a comprar el ron y el vino para el viaje estaba animado y me dijo que había organizado un taller de joyería en un rincón de su casa. «Estoy experimentando», me dijo. El cambio súbito de humor me desconcertó y sus ciento noventa centímetros se me hicieron agresivos.
Encontrar el lugar por donde debíamos meternos produjo el primer milagro de la tarde. Franco sonrió y antes de agacharnos para pasar la alambrada me entregó la botella de ron.
—Salud —dijo.
—A ver si se te compone ese geniecito.
Me dio una palmada en la espalda y me recibió de nuevo la botella que ya estaba casi vacía. Me alegró verlo sonreír. Por un momento olvidé su comportamiento repelente y le puse la mano en el hombro para que siguiéramos el camino. Todo parecía volver a su punto natural. Ahí tenía a Franco el orgulloso respirando calmado junto a mí. Quise pensar que todo había sido un rato de confusión. O de tristeza. A veces a uno lo aplasta la melancolía sin saber de dónde sale.
Me concedió el honor de tomarme el último trago, después arrojó la botella al aire, y yo pensé que ese vuelo era la señal para que volviéramos a hablar y a reírnos sin recriminarnos. Caminamos por un bosque de pinos y luego cruzamos unas mangas que se nos tragaban las piernas hasta las rodillas. Andábamos con dificultad. Pasos grandes. Nos tambaleábamos. No quise preguntar si estábamos perdidos. Por fin vimos el lago. Franco dijo que le diéramos la vuelta y subiéramos hasta la casa blanca que se veía pequeña desde abajo.
—Esa es la del primo —dijo.
Llegamos cuando el sol de las cinco y pico pegaba en la puerta. En la pared de tapia se proyectaban dos sombras alargadas que se movían para asomarse por las rendijas hacia el interior. No se oía nada ni afuera ni adentro. Parecía una casa abandonada.
—¡Pecoso! —gritó Franco, la boca pegada a la unión de las dos puertas—. ¡Pecoso! —repitió, y le dio a la madera tres golpes con la palma de la mano.
—No hay nadie —dije.
Nos sentamos en el quicio. Pensé que en poco tiempo iba a oscurecer. Fumamos un cigarrillo y le dije a Franco que abriéramos la botella de vino.
—Ese güevón no me avisó que no iba a estar aquí —dijo.
Empezó a quitarle el sello a la botella y luego empujó con los dedos el tapón hacia abajo. Vimos cuando el corcho tocó el líquido y quiso devolverse. ¿Cuál principio de la física aplicaría? No habría podido contestar. Lo único que quería era sentir el alcohol en mi cuerpo a esa hora en que ya empezaba a hacer frío.
El primer trago me llegó con pedacitos de corcho y recuperé la confianza para mirar el paisaje que se iba oscureciendo. Recordé las tardes de vacaciones en fincas alquiladas por mi familia donde íbamos a temperar. A esa hora mi mamá estaría sirviendo la comida y mi papá se movería por los corredores de la casa hablando recio, recordando su infancia en el campo. Yo siempre me deprimía ante la idea de tener que encerrarnos hasta el día siguiente en medio del silencio y no entendía la euforia de mi papá que parecía rejuvenecido. Habría seguido allí pensando en el pasado si Franco no me hubiera interrumpido para decirme que la botella de vino también se estaba acabando. Me la entregó para que me tomara el último trago. Me paré frente a él y luego la lancé al aire tan alto como pude. El cielo se había oscurecido. Nos recostamos contra las columnas de madera que sostenían el alero del techo sobre el corredor. Cada uno de nosotros tomó posesión de su lugar. La oscuridad se echó entre los dos. El sonido de grillos y sapos picaba el aire frío de la montaña.
—¿Sabés que estoy con Sole?
A esa hora ya no le veía la cara. Sentí su voz como el choque de dos espadas suspendido en el aire. «¿Novios?», pensé.
—¿Novios? —dije, cuando estuve seguro de que no me temblaría la voz.
Franco no me contestó con palabras. Respiró profundo. Luego sacó un cigarrillo de mariguana y vi cuando la llama del fósforo le iluminó los alrededores de la boca, un poco de los ojos, la nariz, la sombra de la barba. Vi la claridad de su mano moverse hacia mí. Me llegó primero el olor de la hierba ardiendo entre sus dedos.
—Tomá —me dijo. Lo aspiré con rabia y me llené los pulmones de una fuerza extraña que primero fue tranquilidad. Tres chupadas, un silencio largo.
—¿Hace cuánto? —dije.
—¿Hace cuánto qué?
—Hace cuánto son novios.
—Eso no importa.
Franco se levantó del piso y dio unos pasos hasta llegar a la manga. Aquella tranquilidad se me fue convirtiendo en dolor. Él se veía grande en el telón oscuro. Yo seguía sentado en el piso, recostado contra la columna que me empujaba a pelear.
—No sabés nada de lealtad —le grité mientras caminaba hacia la noche de afuera. El viento me pegaba en la cara. Cuando estuve frente a él vi otra vez esa superioridad que quieren imponer los cuerpos altos sobre los demás.
—Calmate, güevón —me dijo.
—¿Que me calme?
—Hablemos.
—¿Hablemos?
Me puso su mano grandota en el pecho para alejarme. Retrocedí tres pasos. Pensé que nadie nos veía y que ese momento nunca iba a repetirse: Franco y yo borrachos en la oscuridad. Sole seguro sabía que esto iba a pasar y estaría en su casa esperando el desenlace. Me le acerqué de nuevo y esta vez me empujó con más fuerza. Ya no sentía dolor ni rabia. Solo un impulso como de salvaje. Quería que Franco no me hubiera dicho nada, que nada fuera verdad, que nunca hubiéramos sido amigos, que no fuera tan alto. Entonces lo embestí con todas mis fuerzas y los dos caímos a la manga que se había humedecido con la llegada de la noche. Él quedó tendido bocarriba a unos metros, inmóvil, como si solo estuviera acostado mirando las estrellas. Yo tampoco me moví. Me quedé allí, viendo los hierbajos cercanos. Pasaron unos minutos largos en los que ninguno de los dos dio muestras de querer levantarse. Luego, la sombra de Franco se alzó del suelo y pasó sobre mi cuerpo. Quería quedarme tirado hasta asegurarme de que Franco se hubiera ido. Dejarme llevar del viento de los pensamientos vacíos. Esperar a que amaneciera. Nadie iba a llegar a interrumpirme. Así estuve minutos, segundos, instantes. Cuando todo fue silencio eché a andar sobre los hierbajos que ya Franco había pisado.