A mi regreso ese domingo llamé a Franco. Quería contarle lo que había visto en el viaje a Sonsón y tal vez sacarle unas palabras que me ayudaran a asimilar la forma en que se murió Ernesto. Cuando llegué, mi mamá, que debió notar que algo pasaba, me dijo «no se le olvide, mijo, que esta es su casa». Claro, estaba preocupada porque no le avisé que me iba de viaje por dos días. «Lo siento mucho, mamá», quise decirle, pero ella me acarició la cabeza y me dijo que debía comer algo porque me veía muy flaco.
Por la tarde lo llamé a la casa, aunque, mientras hacía girar el disco del teléfono, presentía que él debía estar donde Sole. De todas maneras terminé de marcar. Quería saludar a su mamá, que siempre era muy amable conmigo. Contestó Franco. Sentí su voz lejos de todo lo que yo había vivido en las últimas horas.
—El hombre se suicidó con una media de mujer —le dije.
—¿Se colgó?
—Peor. Se la metió a la boca. La empujó con los dedos hacia adentro hasta que no pudo respirar.
—¡Mierda! Pero eso es imposible. El instinto…
—Pues así fue —dije. Franco se quedó en silencio. Yo tampoco tenía ganas de hablar ni de terminar la llamada.
—¿La media era de Raquel? —dijo.
No lo había pensado y no supe qué contestar. No relacioné la pregunta de Azucena con la media. Qué ingenuo.
—¿Ya estudiaste para el examen de Álgebra? —me preguntó.
—No. Y no creo que tenga ánimos para estudiar.
—El Turco dijo que nos concentráramos solo en la teoría de Abel y en la de tu amigo Galois —Franco lo dijo para mostrarme el lado bueno de sentarme a preparar el examen—. Veámonos mañana temprano en la u —dijo.
Seguro me sintió muy bajado y por eso se ofreció a estudiar conmigo antes de la hora del examen que estaba programado para las cuatro de la tarde. Mi mamá también decidió hacer algo por mí. Llamó a la puerta de mi cuarto y luego la abrió un poco, lo suficiente para asomar la cabeza y un charol con comida. Le conté lo de la muerte de Ernesto, le mencioné las medias de Raquel sospechosas de participar en el suicidio. «No lea tanto, mijo. Se le va a secar el cerebro», me dijo. Cuando se fue con el charol vacío desempolvé las notas de Álgebra donde estaba la teoría de Abel y escribí en una hoja: «El teorema de la imposibilidad». Así me acordaría del planteamiento de Abel que luego Galois demostró. Tal vez el Turco nos quería decir algo con la idea de concentrarnos solo en el teorema de Abel.
A las ocho el único que estaba en la cafetería era Antonio. Le conté lo de la media y le dije que cada vez me parecía más macabra toda esa historia. Él me oyó el cuento. No se mostró muy sorprendido. Tal vez ya lo sabía y no había querido contarnos los detalles. Me dijo que desde el día en que se enteró de la muerte de Ernesto se había puesto a investigar sobre suicidios de matemáticos y había encontrado varios. Sacó la libreta en la que acostumbraba apuntar datos inútiles, como ese de cuánto pesaba En busca del tiempo perdido, y leyó: «Yutaka Taniyama. Treinta y un años. Fundamental para la demostración del teorema de Fermat. Se suicidó después de escribir una nota para sus colegas en la que les pedía perdón por las incomodidades que pudiera causar su muerte. Decía que estaba cansado».
—¿Cansado a los treinta y uno?
—Cansado, dice la nota. Yo la tengo copiada —dijo.
—¿Quién más?
—Alan Turing. Lógico matemático inglés. Importante en los inicios de la informática. Dicen que se suicidó porque no soportaba las persecuciones por su homosexualidad.
—¿Quién más?
—Uno que lo intentó, pero no lo logró: Ramanujan. Un indio que, dicen, estaba bendecido por las divinidades. Intentó matarse varias veces. Al final murió de una mezcla de tuberculosis y amebiasis hepática.
—Listo. Ya no más matemáticos suicidas —le dije. Antonio cerró la libreta con ceremonia, como si fuera un libro sagrado.
A las diez llegó Franco y nos dijo que nos fuéramos para un salón a estudiar para el examen. Camino al bloque de Matemáticas no nos encontramos con nadie conocido. En épocas de finales la Nacho se mantenía muy vacía. En un descanso de las escaleras vimos que la secretaria del director del departamento pegaba en la cartelera el aviso de una conferencia sobre Deleuze. «Mala época para conferencias», dijo Antonio. Yo también pensé que no era un buen momento para invitar a actividades por fuera de la academia, pero cuando vi quién la dictaría les dije:
—¿Este no es Jorge Naranjo, el mismo de la conferencia sobre Durero?
Sí era. No pude evitar recordar que en esa conferencia vi las medias asesinas en la mochila de Raquel. Era el mismo líder de la «Ciencia no se gradúa». Ya era muy conocido en la Nacho por su pelea contra los académicos que pedían comisiones de estudio en el exterior y regresaban ganando más que el rector. Como él había renunciado a graduarse, algunos hinchas suyos estaban promoviendo que le dieran un doctorado honoris causa de la propia Nacho. El hombre era toda una celebridad.
—¿Se apuntan? —les dije—. A la salida del examen del Turco nos quedamos en la conferencia.
—Naa. Yo me voy para mi casa.
Miré a Antonio, tampoco estaba interesado.
—Yo tal vez sí asista. Todo depende de cómo me vaya en el examen —dije.
Tomamos posesión de un salón grande que estaba vacío. Franco escribió en el tablero una ecuación de grado n. Luego, al lado aclaró que n debía ser mayor o igual que cinco. Después se sentó con nosotros en la primera fila. Los tres miramos el tablero en silencio. Tal vez al mismo tiempo pensábamos en Ernesto. Quién sabe. Lo cierto es que hubo un momento en el que todo volvió a ser como antes y uno de nosotros habló, luego alguien contestó, después otra voz se oyó, y otra. Éramos de nuevo los estudiantes de Matemáticas de quinto semestre de la Nacho tratando de entender el sentido de lo que habían construido otros muchachos de un tiempo anterior al nuestro.
El Turco fue el primero en la universidad que nos hizo un examen diferente a todos los que habíamos conocido hasta entonces. Nos daba un tema y él se ponía a mirar por la ventana mientras nosotros lo desarrollábamos. Podíamos sacar nuestras notas, ir a la biblioteca, consultar con otros profesores. No le importaba. Lo único que pedía era que le entregáramos la hoja antes de que él se fuera del salón. La última en llegar fue Raquel. Esa vez no se sentó en su puesto de siempre, sino que se fue para la primera fila, muy cerca de donde el Turco fumaba y miraba por la ventana. El pelo le cubrió la cara durante todo el examen. No pude verla bien. Quería saber si en su semblante se evidenciaba alguna culpa, algún dolor, algo distinto a su sonrisa habitual. Todo el tiempo estuvo escribiendo y no habló con nadie. Tampoco sacó sus notas ni se levantó del puesto. Yo terminé temprano y me quedé esperando a que los demás acabaran. Había hecho un examen aceptable. Seguro el Turco lo iba a leer y me calificaría así, aceptable, nada notable. Me sobró tiempo para pensar en los suicidas que mencionó Antonio en la mañana. ¿Por qué se matan los matemáticos? ¿Por qué no dejan que sea la vida la que se acabe cuando deba acabarse? Escribí al final del examen: «¿Por qué se matan?». Dibujé a un ahorcado y debajo: «¿A qué le temías, Ernesto?». Después tracé unas líneas para tratar de representar a una niña. Debajo escribí: «Y vos, R, ¿tenés algo para decir?». Iba a borrar todo antes de entregar la hoja. Pero sentí que era un momento en el que podía hacer cosas inusuales, entonces repasé cada dibujo y cada texto y decidí no borrar nada. En cambio, agregué, con mayúsculas y bien grande, para que sonara como un grito: «TENEMOS MIEDO». Así le entregué al Turco mi examen final de Álgebra Abstracta.
La conferencia era en un salón pequeño que se llenó con los profesores de la carrera y con otros señores de traje de paño y corbata. Vi cuando el Turco entró y encontró asiento en el extremo de una fila delante de mí. Antes de sentarse me miró como si me fuera a hablar. Después se acomodó en la silla y encendió un cigarrillo. Podía verlo bien. Serio. Casi triste. Traía la carpeta con los exámenes. El mío estaba ahí, debajo de su brazo derecho. Mis dibujos también.
Yo era el único estudiante en el auditorio. Todos los demás parecían saber mucho del tema. Apenas conocía el nombre del filósofo porque me había interesado en la explicación que me dio Antonio sobre el episodio del Matador. Había dicho «llevaba mucho tiempo leyendo a Deleuze». Por eso esperaba encontrar alguna clave de su locura en esa conferencia, y me dejé llevar por las palabras y los movimientos del maestro. Así supe que Deleuze era un filósofo muy distinto al que yo imaginaba. Naranjo dijo que era humilde en la conversación y elegante en su estilo literario. Se esforzaba por hacerse invisible a la hora de interpretar a otros pensadores, y, lo que más me gustó saber, sus razonamientos eran poderosos. Dijo que era un escritor capaz de transformar todo lo que tocaba con su palabra. Tremendo tipo. Luego habló de la teoría del cuerpo sin órganos, y me pareció que por fin iba a saber de qué hablaba el Matador cuando se enloqueció. Pero fue entonces cuando los del público pidieron la palabra para lucirse y mostrarse expertos. El Turco no parecía interesado en los discursos teóricos. Mientras los otros hablaban, él miraba la lámpara del techo. El conferencista se limitó a oírlos, y solo al final, cuando ya todos habían hablado, dijo: «Es el más grande de este siglo».
Durante las intervenciones de los asistentes me distraje mucho. Quería respuestas a preguntas que a ellos les habrían parecido demasiado elementales. Imaginé que levantaba la mano para decir «¿Por qué se matan los suicidas?». Seguro no tendrían respuestas. Nadie sabe nada de la muerte. Ni siquiera ellos, tan expertos y tan seguros. No podrían decirme por qué los suicidas se sienten atraídos por la quietud de la muerte. Qué los lleva a detener el flujo de la sangre en su cuerpo. Por qué aceptan dejar de ver la luz, escuchar el mundo, sentir el olor de las cosas y pasar a la nada. Me gustaría saber cuánto tiempo duran los muertos antes de morirse del todo. Qué pasa en ese tiempo. ¿Salen a deshacer los pasos? ¿Desandan los caminos? ¿Regresan a la infancia? ¿Visitan a los padres y a los padres de los padres? ¿Y a los padres de estos? ¿Y a los de estos? ¿Descubren verdades ocultas? ¿Se acaban los misterios? Nadie lo sabe. Ni siquiera los intelectuales de la conferencia. Todas las personas están en igualdad de condiciones a la hora de la muerte. «Tal vez eso es lo que atrae a los suicidas, que a la muerte se llega en persona», pensé. Recordé que Antonio alguna vez me había dicho que fue «en persona» a buscar a Ernesto a su pueblo. Una expresión que lo hizo sentir orgulloso de su aventura. Quizás eso era la muerte, una aventura que solo se puede vivir en persona. «Sí, Antonio», quería decirle en esos momentos, «nadie morirá por nosotros». Debemos hacerlo en persona. Guardemos preguntas para ese instante preciso. Dejemos las tristezas para cuando nos llegue la hora. Cuando no podamos más con la vida ahí estará la solución. Por un momento lo vi todo con claridad, como una especie de teorema esquivo. Era el teorema de la muerte.
En el momento de los aplausos me levanté para salir. El Turco hizo lo mismo y caminamos despacio detrás de otros que seguían aplaudiendo. Cuando llegamos a la puerta, él me dijo:
—Todos tenemos miedo.