La ida de Franco me puso a pensar que debía aprender a vivir de otra manera. El método de conocimiento que adoptamos en esos años consistía en tener a alguien al lado con quien hablar. Si a uno se le ocurría una idea, era apenas la primera etapa del pensamiento. La segunda, decirla en voz alta. En ese momento se producía una especie de milagro que nos hacía ver si era una idea coherente o una bobada. Luego el otro decía algo, aunque no siempre fuera una opinión. Franco apenas decía con su vozarrón «see» o «naa», y eso era suficiente. El milagro estaba hecho. No sabía cómo iba a ser ese nuevo semestre. Sin Franco y sin Ernesto. Y todavía peor, sin Sole.
No estaba preparado para tantos golpes juntos. Sole me dijo que se iba pronto. Fue a la Nacho a buscar unos certificados y aprovechó para buscarme en la cafetería.
—Llevo un rato esperándote —me dijo cuando me vio entrar.
Estaba sentada en la misma banca de la primera vez. Pensé que para ella también era importante ese recuerdo. Yo lo había recreado muchas veces y no sé por qué no entendí a tiempo que esa vez ella miró primero a Franco y no a mí. Ese gesto iba a marcar la relación de los tres. Yo me demoré en aceptarlo.
—¿Has sabido algo de Franco? —le dije.
—Se fue sin despedirse de mí. ¿Puedes creerlo?
—No. No puedo creerlo.
Le conté que yo había ido a visitarlo la tarde anterior a su viaje. Le dije que iba muy bien pertrechado y que por un tiempo tal vez no íbamos a tener noticias de él.
—Ahí está pintado el Deividcito.
—Pero va a estar bien —dije.
Se levantó a comprar cigarrillos sin contestarme. La miré un rato largo mientras hizo la fila. Se veía tranquila, como si todavía fuera estudiante y no tuviera afán por irse para ninguna parte.
—Sí. Va a estar bien —dijo cuando regresó.
Me gustaba como fumaba. Tenía una elegancia especial. Pensé que los gringos del Banco Mundial se llevaban el premio mayor de Colombia.
—Y vos, ¿te sentís fuerte para el viaje?
—A las mujeres todo nos cuesta más. Los hombres no creen en nosotras. No aceptan que seamos independientes. Eso lo he ido aprendiendo de decepción en decepción.
—Franco sabe que vos sos más fuerte que él. Por eso no quiso despedirse.
—No, guapo. Lo que pasa es que no acepta que yo tenga un proyecto de vida. Le parece muy tonto que yo me vaya a trabajar a Estados Unidos. Por eso se fue a retratar la pobreza de Latinoamérica. Para sentirse superior.
Sole tenía razón. No era sino oírla para saber que las cosas eran así de evidentes. De ella no solo me gustaban la forma de decir guau y la manera de expulsar el humo del cigarrillo como silbando, me gustaba sobre todo su sentido común. Siempre hallaba las palabras precisas para hablar. Por eso un muro de la Nacho conservaba su consigna que animaba a los estudiantes que la leían al pasar.
—¿Y tú, guapo?
—¿Yo?
Le confesé mi miedo a lo que venía. Entraba en la segunda mitad de la carrera y todavía no le encontraba la verdadera cara a la matemática. Le dije que no quería terminar recitando un libro escrito por otro.
—A mi edad no he hecho nada memorable. Y lo grave es que no creo poder hacerlo. Los matemáticos que a los veinticinco no han formulado una teoría importante se deben contentar con ser maestros.
Sole se rio con ganas. No supe bien cuál había sido el chiste, pero se reía de lo que yo le había dicho con mucha seriedad.
—¿Y quién te dijo que solo los inventores tienen derecho a vivir?
Intenté justificarme, pero ella seguía riéndose. Me puso una mano en el hombro y me dijo que nos iba a extrañar mucho. Recuerdo muy bien que no dijo «te voy a extrañar». Incluyó a Franco, a pesar de su desplante. No había nada que hacer. Ella lo quería.
Ese encuentro fue la despedida. Ya no íbamos a hablar más. Quería recordarla así en el futuro y quedarme con su imagen leve de pies medio descalzos, gafas grandes, pelo crespo y abundante, bluyines desteñidos, dos botones de la camisa abiertos, el brasier negro escondido tras los pliegues de la tela como la promesa de un tesoro. Han pasado varios años y todavía se me aparecen las cosas que me dijo ese día. «Vas a ser un buen matemático. No importa que no seas un genio». Me costaba aceptarlo. Todas las historias que conocíamos de matemáticos eran vidas excepcionales y la mía era muy normalita. «A Ernesto, te lo digo con todo el amor del mundo, lo salvó la muerte», me dijo una vez. Sole decía que tarde o temprano él se iba a estrellar con la realidad latinoamericana. Para ella no bastaba con armar el cubo Rubik en menos de un minuto. No había suficiente país para una persona de su inteligencia. «Todos ustedes son iguales. Cinco en teorías, cero en inteligencia emocional». Y cuando pensé que hablaríamos de otros temas más livianos, me dijo:
—Vete de Colombia, guapo.
Ella me vio desconcertado. Irme para dónde. Irme cuándo. Irme cómo. Y agregó:
—Vete y no regreses antes de diez años.
—¿Tú piensas regresar? —le dije.
—Claro. Somos de aquí, ¿o no?
«Irme, ¿por qué no? Ya veremos para dónde, cómo y cuándo», pensé.
—Que sea un compromiso entonces. Nos vemos en diez años —le dije. Esta vez se rio, pero no en tono de burla. Me pareció que repasaba sus planes para saber si podía comprometerse a cumplir la cita.
—Aquí voy a estar —dijo.
—¿Le decimos a Franco?
—Si lo ves, dile que está invitado a un cafecito, aquí mismo, pero dentro de diez años.
Me quedé mirándola y no me preocupó que me pillara con los ojos en su boca. Nunca antes había tenido ese lance de audacia. Solo me atrevía a recorrerla con la mirada cuando ella estaba distraída o hablando con Franco. Así me fui aprendiendo su cara centímetro a centímetro.
—Adiós, Sole —le dije, cuando me le acerqué a despedirme con un beso en la mejilla.
Después de la conversación con Sole todo me llevaba de nuevo a Galois. Me propuse asimilar la realidad de la clase de matemático que podría llegar a ser. Un aceptable matemático, pero no un genio. Uno que no formula teorías y no descubre soluciones a teoremas. Un matemático del montón, como miles, cientos de miles, que hay en el mundo. Latinoamericano. Colombiano, para ser más preciso. Y mientras más pensaba en lo que sería, más clara veía la imagen de Galois en su cuarto de alquiler la noche antes del duelo escribiendo tembloroso y sin esperanza. ¿Por qué se pasó la noche escribiendo? Sabía que moriría en el duelo. No quería luchar por vivir y recoger los aplausos por sus descubrimientos en el álgebra. Sin embargo, volvió a escribir los argumentos a pesar de que no sabía qué rumbo iban a tomar sus monografías. Qué clase de fe tenía el ingenuo Évariste. A quién se entregaba en cuerpo y alma. Sabía que en unas horas su cuerpo estaría tendido en el bosque, que nadie sabría por qué murió, ni siquiera conocerían su nombre, muy pocos dirían «se llamaba Galois, era un gran matemático». ¿Por qué no huyó? ¿Por qué no salvó su vida si sabía que era valiosa para la matemática? ¿Había descubierto una dimensión que yo ignoro del ser humano? Tal vez, o a lo mejor era solo que a sus veinte años estaba cansado de vivir.
Tardamos casi dos siglos para nacer, Évariste. Ya te habías ido.