A Susana y a Jose les llegó la hora de empezar en la de Antioquia. A las dos se les sentía la emoción en todo lo que hacían. Cuando hablaba con Susana en la ventana de su casa yo veía que los ojos le brillaban y se le atropellaban las palabras contándome de los libros que había comprado.
—Mire, mijito: Lévi Strauss, Marta Harnecker, Louis Althusser.
—Sí, Susana. Palabras mayores —le decía yo, y ni siquiera hacía el intento de sugerirle una pronunciación diferente de esos nombres. Le prometí que iría a verla el primer día de clases.
—Yo creo que tenemos un descansito a las diez de la mañana. Después nos toca ir a las once a una reunión en el bloque de Idiomas.
—Allá estaré, Susana.
Fui solo. Me despedí de Antonio y le dije que iba para la de Antioquia a cumplir una cita de amor. Se quedó desconcertado. Cuando le hablaba de esas cosas nunca sabía qué decirme.
En esa universidad se sentía la agitación del primer día de los nuevos. Iban en grupitos por los corredores buscando los salones donde debían meterse a recibir clase. Me dio risa pensar que Franco y yo habíamos dado en la Nacho el mismo espectáculo de nerviosismo frente a los otros estudiantes fogueados en esas rutinas. Nos habrían visto como el primíparo alto que siempre iba con el flaquito a su lado. Como un don Quijote grueso y un Sancho seco, ambos desorientados en el mundo. Busqué a Susana entre todos ellos y no la encontré. Me fui a esperarla en la fuente de agua de la plazoleta, donde habíamos quedado de vernos a la salida de su clase. Allá estuve un rato solo. Tuve tiempo de repasar los últimos días de la muerte de Ernesto, pero, en lugar de recordar lo más reciente, me devolví a los primeros semestres, cuando andaba acechando a Raquel y todavía creía que podría ser un gran matemático. Mucho de lo de aquellos días de asombro se me había quedado en el camino. Era una persona diferente a la del comienzo de la carrera. Quién sabe si Susana se habría fijado en mí en ese tiempo. Tal vez ahora me miraba porque yo era mayor, porque hablaba raro, porque ella también quería crecer y sentir que podía hablar de cosas interesantes.
Me gustaba que Susana pensara en mí. Me habría gustado pensar en ella en la misma proporción. Seríamos más el uno para la otra. En esos momentos nos sentiríamos muy juntos, y yo no la pensaría como un sueño a punto de deshacerse. Yo sabía que, entre esos nuevos, o entre los demás veteranos de muchos semestres, estaba el que me iba a reemplazar. Uno de esos me daría un codazo y tomaría posesión de mi lugar. Sería alguien que pudiera pasar más tiempo con ella en la u. Uno que la esperara al mediodía para almorzar juntos en alguna cafetería y luego se echara a dormir a su lado en una manga hasta la clase de dos de la tarde. Ese la iba a hacer reír y la acompañaría hasta la casa en las noches. No tendría problema en subir todos los fines de semana para estar con ella en El Retiro. Hablarían de cosas intrascendentes. Irían a Pillo’s juntos. El domingo a misa. Un encanto para la mamá.
En el momento en que más brillaba el sol en la plazoleta, cuando el agua de la fuente parecía pedacitos de cristal fragmentado, vi aparecer a Susana con un grupo. Iban hacia el bloque de Idiomas. Ella me vio y se desprendió de los demás. Recorrió los cincuenta metros que nos separaban sin quitarme la mirada de encima. Sentí que venía hacia mí sin pensar en nadie más. Todavía no aparecía el fulano que me reemplazaría. Aún no debía preocuparme. Esos fueron los segundos de la esperanza. A medida que se acercaba le veía con mayor claridad los ojos negros, el pelo oscuro, suelto sobre los hombros, las orejas escondidas. Traía unos zapatos zuecos que sonaban a su paso. Además, usaba una blusita de color azul claro, suelta adelante, como las de maternidad, atada atrás con una cinta de la misma tela. «No te puedo perder, Susana», dije entre dientes.
—¿Qué?, ¿me dijo algo?
—No, Susana. Solo pensaba que sos una mujer muy bonita.
Me dijo que los profesores eran muy buenos.
—Uno de ellos nos habló en la lengua de los indígenas del Amazonas. Muy emocionante, ¿cierto?
La acompañé hasta que fue la hora de irse para la reunión en Idiomas. Podía sentir su conexión conmigo cuando se pegaba a mi cuerpo, me pasaba un brazo por detrás de la cintura y no le preocupaba que los de su grupo nos vieran. Yo pensaba que eran mis últimos días con Susana, me parecía evidente que alguno de esos muchachos con los que andaba por toda la universidad le montaría un operativo para conquistarla. ¿Cuánto tiempo podría resistir yo? Tal vez debía plantearme la posibilidad de cambiar mi manera de vivir, si es que quería conservarla, o prepararme para la ducha fría del desamor. Sin Franco en la Nacho sería más fácil pensar en dedicarle tiempo a Susana. Antonio, mi nuevo socio, era respetuoso de mis decisiones y no ejercía ese poder que tenía Franco sobre mí. Ya no estaba disponible el estudio donde hablábamos tardes enteras, fumábamos mariguana, soñábamos. Se había acabado el tiempo de las fantasías y ahora estaba a punto de despertar a la realidad. Ya estaba convencido de que no sería un matemático célebre, tenía una novia a la que todavía no le había declarado mi amor y me acechaba el peligro de perderla para siempre. Si Susana me dejaba, lo único que me quedaría en el mundo sería acelerar las cosas para salir del país, tal como se lo prometí a Sole.
Aquel día solo pude pensar en Susana con su blusita de maternidad y los zuecos que anunciaban sus pasos. «Ahora debe estar en la biblioteca», le dije a Antonio. Él no se atrevió a preguntarme de quién hablaba. Seguro se imaginó que me refería a Sole en la biblioteca del Congreso en Washington. Entonces me dijo algo del futuro, trataba de animarme para que siguiéramos adelante.
—Nos quedamos solos, Toño —le dije.
—Todavía estamos nosotros dos y Víctor.
—Cada uno más solo que el otro.
—Por ahora no necesitamos a nadie más —dijo. Esperaba que yo le dijera «tenés razón, Toñito. Nosotros tres somos suficientes», pero no se lo dije.
¿Suficientes para qué? ¿Cuál era nuestra misión ahora que estábamos solos? El cuentista se había alejado de la cafetería y de todo lo extraacadémico. Iba a clases y luego se perdía. Pensé que estaría escribiendo y por eso no tenía tiempo para estar con nosotros. Y Antonio no tenía un proyecto propio como el de Omar Khayyam o el de Galois. Su proyecto éramos nosotros, que teníamos la mente ocupada en otros temas.
Cuando creí que se había rendido y no iba a presionarme más para que reviviéramos la publicación, llegó con la cara iluminada por una alegría extraña. Me encontró subiendo las escaleras del veintiuno, mirando con desgano los anuncios de cursos y conferencias.
—Ya contestaron —dijo desde un piso más abajo, y siguió subiendo a la carrera—. Escribieron de Alemania. Me lo dijo la secretaria del departamento.
Yo suponía que me llamarían a mí para darme respuesta a mi carta. Pero se habían saltado la cortesía y mejor se comunicaron en forma oficial. No me gustaba eso. Antonio seguía excitado. Lo dejé que se soltara y me dijera lo que había averiguado.
—Van a mandar a un profesor experto en la teoría de Galois —dijo.
Eso no era lo que habíamos pedido. Los alemanes tergiversaron mi carta y me embolataron mi salida del país. Fuimos a hablar con el director y nos confirmó lo que ya le había dicho la secretaria del director a Antonio.
—Es un gran profesor —nos dijo desde su escritorio sin invitarnos a entrar—. Vamos a publicar en cartelera su currículo.
Al día siguiente apareció en la cartelera del cuarto piso la fotografía de un hombre rubio y joven, de cara alargada. Me impresionó la tristeza de sus ojos. Pensé que no estaría muy contento con su viaje a Suramérica. Debajo de la foto se podía leer su trayectoria como matemático, y al final decía: «Tesis de doctorado en la Universidad de Leipzig: Teoría de Galois».
—¿Qué le parece? —me dijo Antonio.
—No sé. Hay algo que no me gusta mucho.
—Se ve que es un experto. Eso era lo que queríamos.
—Sí. Debe ser un experto, aunque parece más un artista que un matemático.
—¿Por qué lo dice?
—No sé. Tiene un buen currículo, pero tal vez lo que más me gusta es que se llame Bertolt.