Habían pasado dos meses desde la partida de Franco. No me acostumbraba a la idea de que ya no estaba para hablar sobre los asuntos de cada día. La noche anterior me había acostado pensando en la falta que me hacían él y Sole. Debió ser uno de esos fenómenos que estudian los psicoanalistas cuando una cosa en la que uno ha estado pensando ocurre en la realidad. Yo pensaba en Franco y en Sole y me despertó una llamada de la mamá de Franco para decirme que había llegado una carta de Sole para mí a su casa. «Ven a recogerla cuando quieras. Aquí estaré», me dijo. Ese mismo día fui a buscarla. Era sábado y no tenía clases. La llamada se me presentaba como la oportunidad de revivir sensaciones que había dejado atrás. Ir a El Poblado siempre había sido una aventura cuando estábamos en el colegio. La casa de Franco quedaba junto a los árboles que escondían una de las tantas quebradas de ese barrio.
—Es que esto antes era puras fincas —me dijo Franco un día.
—¿Fincas o mangas? —pregunté, pues a la gente de Medellín le gustaba decir «todo esto eran puras mangas».
—Naa. Esto nunca ha sido mangas. Siempre ha tenido dueños.
Tal vez tenía razón. Medellín se fundó primero en ese sector, pero era apenas un poblado con dueños de las tierras. De todas maneras, cuando yo iba a visitarlo, pensaba que viajaba al pasado a pesar de que cada vez había más edificios nuevos. Pero la casa de Franco era una construcción vieja de techos altos, garaje grande, tres patios y un balcón inmenso. Podíamos pasar tardes enteras hablando, fumando, bebiendo, sin que la mamá fuera a interrumpirnos. Toqué la puerta con una sensación de historia vivida muchas veces. Hablé con ella mientras me tomaba un jugo de guanábana con torta de zanahoria. Me dijo que David estaba bien. Ya había llegado a Chile y se quedaría en Antofagasta un tiempo.
—Tú sabes cómo es él. Me dijo que era un pueblito de mineros con un nombre muy poético. Yo sé que se va a quedar por allá mientras le dure la poesía. Después va a volver.
Le pregunté si le podía escribir, pero ella dijo:
—Mejor no. Tú sabes cómo es él.
Por último, trajo la carta de Sole. Quería hablarme de ella.
—Soledad es una niña muy especial. Lástima que David y ella no llegaran a nada.
—Cierto —dije, y miré el sobre que todavía no me entregaba. Quería irme pronto a leerla donde a nadie le importara que me temblaran las manos por la emoción. La mamá de Franco era muy amable. Debió darse cuenta de mi afán.
—Ven, dame un abrazo —me dijo, y me entregó la carta. De nuevo sentí el olor del perfume de Sole que aumentó mi ansiedad.
Guapo, te he pensado mucho. Si vieras que a veces me parece verlos a ustedes en versión gringa, pero nada, ustedes son muy distintos a los de por aquí. Ustedes tenían algo que no encuentro en otras partes, ¿una ilusión?, puede ser una ilusión, ¿un miedo?, también puede ser una especie de miedo. O un coctel de todo eso: ilusión, miedo, curiosidad, en fin, no sé. Lo que sí sé es que te he pensado.
Sentí a Sole cerquita, a pesar de que estaba a miles de kilómetros. Allá lejos se atrevía a decirme que me había pensado. Lo dijo dos veces, aunque, para ser sincero, debo reconocer que no dejaba la costumbre de meter a Franco en la conversación. No me quedaban dudas de que seguía enamorada de él. Se veía que estaba nostálgica en el momento de escribir la carta. Hablaba de otros momentos en los que nos reíamos mucho en la cafetería y también mencionó mi explicación del número áureo.
Tú sí que sabes explicarnos a los legos temas complicados. El número áureo me ha servido mucho para mis conversaciones con estos gringos que se quedan maravillados cuando les hablo en términos matemáticos, dicen que soy muy original, pero ¡mentiras!, soy una copietas y yo les digo que todo eso lo aprendí en la desconocida ciudad de Medellín, Colombia, Suramérica. What? Ellos creen que el mundo se acaba en Texas, como si no existiera nada que valiera la pena fuera de los McDonald’s donde familias enteras se inflan de grasa. Aquí hasta tú engordarías, no vas a creer lo que me toca hacer para no dejarme llevar por los hábitos de esta gente. Traigo ensaladas al trabajo y todos me miran como a un bicho raro porque como puras lechugas y las paso con agua. Por la noche salgo a caminar o a correr, en eso sí nos llevan mucha ventaja porque uno puede salir a cualquier hora de la noche y no hay peligro de que te atraquen o de que te pase algo malo.
La carta de Sole me puso a pensar otra vez en salir. En menos de dos años terminaría la carrera y tendría que escoger el camino que iba a seguir. Docente o científico. Repetir o crear. Calma o vértigo. El mismo dilema con diferentes fachadas.
Cómo me gustaría verte por aquí, estudiando y trabajando en alguna universidad, ¿no?, si no es aquí, en gringolandia, tranquilo, guapo, vete a otra parte, pero vete, no te quedes en Colombia, el mundo es muy grande, no dejes pasar estos años bellos sin conocerlo.
Cuando terminé de leerla, después de la parte en que decía «Recíbeme un beso», quería gritar de felicidad. Era como si me hubiera prometido el paraíso. Pero no grité. En cambio, compré una cerveza en una tienda del parque de El Poblado y me paré en la puerta a tomármela, sorbo a sorbo, y a mirar el mundo que a esa hora me parecía más posible que nunca.