CAPÍTULO 1
La ciencia antes de la ciencia
Vamos a emprender un largo viaje. En él, exploraremos la manera en que las primitivas visiones del mundo pudieron llegar a convertirse en la cosmovisión altamente compleja y matematizada que tenemos hoy sobre el funcionamiento del universo y las cosas que hay en él. Un largo viaje, sí, que se extiende desde las más primitivas teorías científicas hasta la Relatividad, el Big Bang, y este mundo de motores, computadoras y aparatos en el que, un poco a los tumbos, nos acostumbramos a vivir. En esa travesía empezaremos, cronológicamente, por la ciencia en la Antigüedad y nuestra primera estación será, como es tradicional, Grecia.
Pero antes de que Grecia entrara en escena y la hiciera fulgurar, hubo grandes imperios y ciudades, hubo pirámides y ziggurats, y, antes aún, la fructífera, brillante y larga noche prehistórica, durante la cual nosotros, los humanos, nos abrimos paso a través de la maraña de la evolución, luchando trabajosamente contra un mundo adverso. No podemos olvidar todo esto, de modo que tenemos que hacer algunas escalas antes de conocer al hombre que inventó la ciencia.
Allá vamos.
Océanos de tiempo
Primero vino el fuego, el árbol que ardía,
la floresta incendiada que aquellos hombres monos mirarían pasmados.
Luego la quemadura y el grito: hubo una conjunción momentánea y milagrosa.
Apenas el fuego y la piel se separaron, nació todo relato y cada mínima leyenda.
Hablo del origen, de la vegetación de piel húmeda,
de la selva sudorosa y tranquila.
Del trueno metálico, la madera elemental.
Era el tiempo en que nacían los lenguajes,
cuando el mito rodó por los fogones.
Hablo de la tribu sentada junto al fuego,
como ahora
nosotros.
Del grito de la horda,
del sonido áspero, de la piedra contra la piedra ablandándose,
haciéndose lenguaje, sometiéndose
a la lenta presión de la gramática.
La especie hacía pie sobre la roca viva,
los días eran cortados a cuchillo,
la noche apenas duraba.
Las cavernas se poblaron de alfareros,
entre gritos nacía
la imperfecta redondez de la cerámica.
Y el primer relato: «yo hice esto».
«Yo lo fabriqué», «contiene el agua».
Las palabras viajaron cambiando las formas, inventando
las costumbres, adaptándose
a la torre y al arado.
Los metales temblaron.
Alguien saludó a alguien, alguien dijo
que tuvo miedo esa noche.
El viaje, el peligro, el trueno,
se hicieron relato,
anticipando la Ilíada y la radio.
Por eso es que a veces nos callamos frente al fuego,
reavivando fogones ancestrales,
evocando esa memoria de la especie,
donde duermen vigilantes las abuelas
tejedoras.
No hay que olvidar que la historia humana, lo que consideramos historia humana, es apenas una pequeñísima, casi miserable fracción de nuestra historia como especie, e incluso de nuestra historia como especie tecnológica. En otras palabras: no hay que perder de vista que en general, cuando pensamos en la historia del hombre, abarcamos apenas los últimos diez o doce mil años, cuando la verdadera historia, la que se remonta hasta el origen del Homo sapiens, tiene alrededor de cien mil. Y muchísimos más si nos estiramos hasta nuestros antecesores, los homínidos, que tuvieron por cierto sus propias tecnologías, a veces bastante sofisticadas (lo cual no es poco decir: significa que hubo ciertamente algo que podemos llamar, sin remordimientos de conciencia, «tecnología prehistórica»).
Y así, si hace cien mil años surgieron los esqueletos anatómicamente modernos, ya hacía cuatrocientos mil que se habían encendido las hogueras del hombre de Pekín. El control del fuego fue una de las revoluciones tecnológicas más importantes de la historia humana. Al calor del fuego (que aseguraba el abrigo y la defensa, además de la luz), nacían también la cerámica y los instrumentos de piedra; la fabricación de jabalinas de madera (hace cuatrocientos mil años), el arco y la flecha, los cepos, las trampas y las redes (hace veintitrés mil).
Son océanos de tiempo de los que cada vez nos da más detalles el trabajo de los arqueólogos: la prehistoria constituye el 99 por ciento de la historia humana, sobre todo, como decíamos antes, si tomamos en cuenta a nuestros antepasados, los homínidos, que dejaron en Laetoli (Tanzania, África) treinta metros de huellas, conservadas debido a la erupción de un volcán que las cubrió de cenizas y que, según la datación, se remontan a tres millones de años atrás.
Tres millones de años atrás… es difícil de imaginar, pero es el largo amanecer de la especie humana.
Respecto de la tecnología: es posible que todos los adelantos hayan surgido de manera accidental, o mediante el sistema de prueba y error, o simplemente por el impulso imaginativo para ver el comportamiento de cierta sustancia. Por supuesto, no son más que conjeturas.
¿Pero podemos referirnos a todo esto como «ciencia»? No lo creo. Por un lado, no se puede negar que todos estos pueblos, para conseguir sus técnicas, experimentaron, en el sentido general de la palabra. Es decir, los «experimentos», o mejor, las pruebas, no fueron ideados para probar teorías sino para un mejoramiento pragmático del producto final (por ejemplo, el ensayo de técnicas de fundición para la obtención de mejores aleaciones, como lo hace cualquier artesano moderno). Tampoco implicaban teorización consciente, pero sí evidenciaban una capacidad de observación y aprendizaje basada en la experiencia. Esto se nota en la complejidad y minucia de muchos sistemas de clasificación descubiertos en las sociedades «primitivas» tales como, por ejemplo, el de Filipinas, que enumeraba 461 tipos zoológicos.
Revolución
Hace unos diez mil años, más o menos, se produjo una revolución tecnológica, quizá la más importante de la historia humana (o la segunda, si consideramos la domesticación del fuego): el descubrimiento de la agricultura. El proceso se extendió a lo largo de unos pocos miles de años y de alguna manera definió las líneas generales de la cultura globalizada. El paso de la caza y la recolección a la agricultura implicó tecnologías nuevas (como el riego, o la domesticación de semillas y animales) y, sobre todo, la aparición del concepto de propiedad. Para un nómada, la propiedad (en especial si es pesada) representa una molestia en su permanente transportarse; para un sedentario, no, y puede ser fuente de codicia, de rivalidad y poder.
Acostumbrados a la (aparente) velocidad con que hoy cambia la tecnología, nos cuesta imaginar que una innovación de tanto peso como la agricultura se difundiera a un ritmo de tortuga, aunque —parece— firme y constante.
Pero piensen que esa revolución todavía hoy no se ha completado del todo: doce mil años después, siguen existiendo pueblos nómades, pueblos seminómades, pueblos cazadores-recolectores y existen pueblos, incluso, que nunca han tenido (ni quieren tener) contactos con la cultura occidental —y en muchos casos no cabe sino darles la razón—.
Sea como fuere, en un período «corto» de tres o cuatro mil años, la agricultura se extendió a todos los lugares donde después se asentarían grandes civilizaciones: China, el valle del Indo, México y Perú, la Mesopotamia, Egipto. Dije a propósito «un período corto de tres o cuatro mil años», para dar una idea de lo que es la larga duración, en la que mil años no significan nada. Es una perspectiva que nos suele resultar extraña, justamente porque nuestra perspectiva, por el contrario, es de muy corta duración: al fin y al cabo, una vida humana dura en promedio 80 años, que son solamente treinta mil días (dicho en días parece muy poco, ¿no?). Por eso, pensar en la larga duración desconcierta: a un griego del siglo V las pirámides le parecían antiquísimas (como testimonia Heródoto, historiador y viajero del siglo V a.C.). Y no es raro, ya que la distancia temporal entre Heródoto y las pirámides (¡veintitrés siglos!) es más o menos la misma que la que hay entre Heródoto y nosotros.
Pero volvamos. La agricultura genera una transformación radical de la sociedad, porque implica la transición de una sociedad nómada a otra sedentaria: hacen falta asentamientos permanentes para sembrar y cosechar; los sembrados deben ser cultivados y defendidos y paulatinamente se impone la norma del sedentarismo.
Es así: la agricultura crea el poblado, el crecimiento de los poblados lleva a la ciudad (en el 8000 antes de nuestra era ya tenemos la primera, en la meseta de Anatolia, hoy Turquía), y la ciudad a la invención del Estado y a la distribución del trabajo entre quienes cultivan, quienes defienden y quienes distribuyen (o se apropian de) el producto y los excedentes (cuando los hay). Esa división, mutatis mutandis, es a grandes rasgos la que sigue existiendo hoy, con todas sus variaciones y matices. Seguramente, he aquí el comienzo de eso que se llama «división del trabajo», y de la posibilidad de que algunos también dispusieran de un tiempo no dedicado a la subsistencia que redundó, finalmente, en una organización cada vez más compleja de las incipientes sociedades…
La revolución agrícola, así, conduce a la construcción de grandes imperios que aplican tecnologías a gran escala, como Egipto, China y los diversos regímenes mesopotámicos, que utilizaban técnicas muy avanzadas. Y tenemos que ocuparnos un poco de esos imperios en nuestro camino hacia el origen de la ciencia occidental.
Mesopotamia
La Mesopotamia, ubicada entre el Éufrates y el Tigris, donde apareció la escritura, fue un rejunte de pueblos que adoptaron una multiplicidad de formas organizativas, que iban desde ciudades gobernadas por reyezuelos hasta imperios (como por ejemplo el temible Imperio Asirio, que duró, con sobresaltos, desde 1780 hasta 609 a.C., y que en algún momento se extendió hasta la frontera con Egipto). Todo lo cual, como se imaginan, generaba un estado de guerra permanente y de constante incertidumbre («¿cuál será el próximo invasor?»), que incentivó el desarrollo de las «artes adivinatorias», heredadas de viejas tradiciones neolíticas (de la Edad de Piedra), o transportadas por los pueblos que cada tanto «buscaban hacerse un lugar», por decirlo suavemente, con su secuela de matanzas, guerras y calamidades, en esa región por lo demás fértil. Tales «artes adivinatorias», por llamarlas de alguna manera, estaban basadas fundamentalmente en el escrutinio del cielo, en el que los astros eran asimilados a dioses y también en el examen de las entrañas de las víctimas de los sacrificios, junto a toda una parafernalia de amuletos, y de indagaciones sobre si las aves volaban a la izquierda o a la derecha y cosas por el estilo.
En gran parte por eso, la observación del cielo, particularmente, fue minuciosa, y derivó en la acumulación de larguísimas series y tablas de datos que permitían predecir, a grandes rasgos, eclipses de Sol y de Luna y otros fenómenos celestes: los mesopotámicos reconocieron los planetas visibles a simple vista como distintos de las estrellas, nombraron constelaciones, muchas de las cuales tomaron, levemente modificadas, los griegos, e introdujeron el zodíaco, que marca el camino anual del Sol, la Luna y los planetas a lo largo del año (el camino o movimiento aparente, ya que todavía obviamente no se pensaba que es la Tierra la que se mueve).
A diferencia de las cosmogonías mitológicas, todos estos datos, así como las tablas aritméticas para sumar, multiplicar y dividir que desarrollaron en extremo, incluyendo el uso de fracciones, revistieron un carácter «terrenal», que no estaba ligado a dioses de ningún tipo.
De paso, ya que estamos, hay que decir que las civilizaciones babilónicas, aquellas que ocupaban la Mesopotamia inferior o Baja Mesopotamia, tuvieron una herramienta crucial en el manejo de los números, porque desarrollaron un sistema de numeración con dos rasgos originales respecto de todos los sistemas antiguos. Se trata de un sistema de numeración posicional de base sexagesimal (es decir, de base 60 en lugar de 10). Ambas innovaciones, la posicionalidad y la sexagesimalidad, tendrían una larga vida: de la cuestión sexagesimal todavía quedan rastros en nuestra división de las horas en sesenta minutos y de los minutos en sesenta segundos. El sistema posicional, que se contrapone al principio de yuxtaposición que fue el fundamento, prácticamente, de todos los sistemas antiguos y que se conserva en la notación con «cifras romanas», es el que usamos hoy en día: el valor de un signo numérico depende de su posición relativa en el número escrito (por ejemplo, en 555 cada uno de los «5» tiene distinto valor, aunque el carácter empleado es idéntico).
Por otra parte, los babilonios habían logrado inventariar por medio de tablas algunas de las operaciones matemáticas más frecuentes, incluyendo tablas de cuadrados, de raíces cuadradas, cubos y raíces cúbicas, y resolvían ecuaciones simples. Tenían excelentes aproximaciones de π (3,14159…), que como ustedes saben es la relación entre el diámetro y la longitud de la circunferencia y está relacionado con todos los cálculos y observaciones que se hacen sobre el cielo…. Y también sobre la tierra: π es fundamental en arquitectura, en la medición de distancias, puesto que se mete con todo lo que sea circular. A veces pienso que el desarrollo matemático de una cultura se puede medir por la aproximación que tienen de π, aunque esta idea mía probablemente no es más que una exageración. ¿Saben cuántos decimales sabemos hoy en día? Más de dos mil millones, aunque con sólo seis alcanza para enviar un cohete a Saturno.
En fin: la astronomía y las matemáticas babilónicas fueron de gran importancia para el movimiento especulativo, filosófico y científico que comienza en Grecia en el siglo VI a.C., al cual le vamos a dedicar una buena parte del libro, porque es allí donde se empieza a construir, de manera sistemática, el pensamiento científico tal como lo concebimos hoy en día.
Y no es casualidad que Babilonia fuera esencial para los griegos, dado que había sido la ciudad más grande, más rica y más culta del mundo. Tan tarde como el siglo II d.C., el mismísimo Claudio Ptolomeo accedió a registros de eclipses bastante completos desde el reinado de Nabonasar (siglo VIII a.C.) en adelante, y utilizó el primer año del reinado como punto de partida para todos sus cálculos astronómicos.
Estos registros babilónicos se realizaron originariamente con fines astrológicos o para verificar el calendario, lo cual implica que habían emprendido numerosas observaciones de una variedad de fenómenos celestes. Sin embargo, a pesar de las tablas y los cálculos «desprovistos de alma», la cosmología babilónica siguió imbricada con la mitología y no parece haber habido un esfuerzo por desprenderla de ella, o simplemente, si lo hubo, no nos ha llegado. De esa cosmología vamos a hablar enseguida, cuando veamos cómo concibieron el universo las primeras grandes civilizaciones.
Egipto es un don del Nilo
Egipto, alrededor del 3000 a.C., se constituye como un Estado territorial y centralizado. ¿Qué quiere decir «territorial»? Quiere decir que es un Estado que gobierna un cierto faraón con una burocracia imperial, que tiene límites y fronteras precisos, dentro de los cuales, y solamente dentro de ellos, valen las leyes egipcias. Es un experimento político importante que durará tres mil años, no todos tranquilos por cierto.
En posesión de la escritura desde el 3000 a.C., y de técnicas de construcción extraordinarias (con mano de obra ilimitada y gratis, no está de más recordarlo), los sacerdotes egipcios también observaron el cielo y los astros (como en el caso mesopotámico, identificados con dioses), entre otras cosas, para predecir las crecidas del Nilo, que una vez por año inundaban la franja a sus costados y depositaban el limo fértil que garantizaría las cosechas, de lo cual dependía la prosperidad del país. Así, determinaron que la aparición de la estrella Sirio (Sepedet, para ser más justos con los egipcios) al amanecer, después de varios meses de ausencia, marcaba el comienzo de la crecida del Nilo, eje de la vida de la nación. El mismísimo Heródoto decía que «Egipto es un don del Nilo», y nosotros podríamos decir que los egipcios nacieron «ex Nilo», como alguna vez me dijo alguien de cuyo nombre quisiera acordarme.
Siendo políticamente más estable que la Mesopotamia, la observación del cielo era menos urgente para las artes de la adivinación: los egipcios no tuvieron tablas de la magnitud de las mesopotámicas, pero sí tablas aritméticas y de resolución de problemas algebraicos y geométricos. Al fin y al cabo, la inundación del Nilo borraba las demarcaciones y límites entre parcelas, que era necesario reconstruir cada vez por medio de operaciones geométricas. Según Heródoto, es de aquí de donde sale la geometría que adoptaron los griegos, y, de hecho, geometría no significa otra cosa que medición de la tierra. Pero como sus compinches mesopotámicos, los egipcios no trataron de elevar los conocimientos geométricos y aritméticos al nivel de generalizaciones, ni intentaron demostrar proposiciones generales.
También, del mismo modo, los conocimientos astronómicos y la cosmogonía general estaban completamente mezclados con la religión.
Ahora sí, podemos darnos el gusto de recordar las cosmologías egipcia, mesopotámica y griega, que tienen el encanto y el fragor de las mitologías.
Cosmologías precientíficas y mitológicas
El encanto y el fragor, sí, pero también la complejidad y la dificultad que trae acarreada la multiplicidad de dioses, que nos servirá para establecer un contraste con las primeras formulaciones cosmológicas científicas griegas. Empecemos por explorar las cosmologías mitológicas en la Mesopotamia.
El universo estaba regido por tres dioses, cada uno con diferentes dominios. El cielo le correspondía a Anu, la tierra y el agua alrededor y debajo de ésta eran el dominio de Ea, y Enlil gobernaba el aire que separaba a los dos anteriores (estoy poniendo los nombres babilonios, ya que los antiguos sumerios los llamaban de forma diferente). Anu era una especie de dios padre (y en consecuencia tenía un estatus ligeramente superior). El universo estaba regido, entonces, por el triunvirato Anu-Ea-Enlil.
Los dioses eran descendientes de un caos primigenio de agua, en este caso una mezcla de agua salada y agua dulce. Originariamente, los dominios de Anu y Ea estaban unidos y fueron separados cuando Enlil movió el cielo alejándolo de la tierra. El universo mesopotámico también incluía un bajomundo subterráneo gobernado por un dios o una diosa. No tenemos datos suficientes para determinar la forma que asignaban a la Tierra, pero con testimonios parciales podemos adivinar que la veían como un disco plano.
Por otro lado, el dios Marduk, divinidad particular de Babilonia, comandaba a la Luna, en la cual se basaba el calendario. Todos los años, la celebración del Akitu (el año nuevo) reproducía la victoria de Marduk sobre Tiamat (la serpiente), y sostenía los fundamentos del mundo. Fíjense que la serpiente Tiamat, diosa de la perfidia, es la que aparecerá transfigurada en el mito judío del génesis.
En Egipto las cosas eran ligeramente diferentes. Y no remarco el «ligeramente» por un capricho: es muy curioso constatar todo lo que comparten las cosmologías precientíficas, empezando por la división tripartita del mundo (cielo, tierra, mundo inferior). Los egipcios, en efecto, creían que el mundo constaba de tres partes: la tierra, de forma plana, estaba situada en el medio, dividida por el Nilo y rodeada por un gran océano (también, un tópico que se repite); sobre la Tierra, donde termina la atmósfera, el cielo era sostenido en su lugar por cuatro soportes, algunas veces representados por postes o montañas. Debajo de la Tierra estaba el infierno, llamado Duat. Esta oscura región contenía todas las cosas que estaban ausentes del mundo visible, tanto la gente muerta como las estrellas que desaparecen al anochecer o el Sol después de haberse hundido debajo del horizonte (se suponía que durante la noche viajaba a través de la región del bajo mundo, para reaparecer en el Este a la mañana siguiente). O sea, era un verdadero zaquizamí de astros y de almas.
Hay por lo menos tres versiones diferentes sobre la creación del mundo en la cosmogonía egipcia, y todas tienen en común que empiezan con un estado de aguas primigenias, una ilimitada, oscura e infinita masa de agua que había existido desde el principio de los tiempos y que continuaría existiendo en todo el futuro (y que, a algún fanático de los «precursores» con un exceso de imaginación, puede hacerle evocar la sopa de partículas posterior al Big Bang).
Aunque los dioses, la tierra y sus miles de habitantes eran todos productos de las aguas primigenias, estas aguas todavía estaban presentes, envolviendo el mundo por todos sus lados, sobre el cielo y debajo del infierno. El estado líquido originario del caos era personificado por el dios Nun, quien le dio nacimiento a Atum, el verdadero dios-creador, y creó de sí mismo dos nuevos dioses, uno personificado por Shu, dios del aire, y otro por Tefenut, diosa de la lluvia y la humedad.
Después vinieron la Tierra y el Cielo, representados por las deidades Geb y Nut respectivamente. Sin embargo, la tierra y el cielo no estaban creados como partes separadas, sino que en un principio estaban juntos y unidos. Fue Shu quien levantó el cuerpo de Nut bien alto para que los cielos existieran, y al mismo tiempo Geb, libre de su atadura, formó la tierra. Y el relato de la creación continúa con la aparición de una variedad de nuevos dioses.
Los griegos también tuvieron su mitología de la creación, que aparece en la Teogonía de Hesíodo (escrita en el siglo VII u VIII a.C.) y que, como sospecharán, tiene bastantes similitudes con las cosmogonías conocidas de la Mesopotamia y Egipto. Aunque la Teogonía es, sobre todo, una cosmogonía, también da cuenta de la estructura del universo. Para Hesíodo, la Tierra era obviamente plana y estaba rodeada por un río o un océano (¡nuevamente!). Sobre la Tierra había un cielo hemisférico, separado de ella por una brecha brillante durante el día y oscura por la noche. Debajo de la Tierra se encontraba el Tártaro, un bajomundo simétrico con el cielo.
El recuento de Hesíodo de los primeros dioses es, al mismo tiempo, un relato sobre cómo los principales elementos del mundo físico fueron creados. No hay un creador, pero sí un estado inicial de caos desde el cual, sin ninguna causa o explicación, surge el cielo. La noche (Nyx) y la oscuridad (Erebos) son producidas, y después el día (Hemera) y el aire (Éter). El caos original, por su parte, no estuvo siempre ahí, sino que comenzó a existir en algún momento. Sin embargo, el texto de Hesíodo no da ninguna respuesta a la pregunta sobre cuál es el origen del caos o qué pasó en el principio.
Bien, tras este paseo cosmogónico-mitológico, viajemos, ahora sí, a orillas del mar Egeo, donde vamos a presenciar el nacimiento de la ciencia tal como la entendemos hoy. Porque obviamente, todo esto que vengo contándoles no alcanzaba para que hubiera ciencia propiamente dicha. Recién alrededor del siglo V se produce en Grecia «el» cambio fundamental que derivaría en la construcción del pensamiento científico actual. Aunque, para ser justos, debemos decir, que, a fin de cuentas, los griegos no surgieron de la nada ni crearon la ciencia mediante un golpe de magia. Como todo en la historia del pensamiento, se apoyaron en hombros de gigantes cuyos nombres desconocemos, pero cuyas investigaciones nada precarias resultaron lo suficientemente importantes como para que un griego pudiera predecir un eclipse y dar comienzo, verdaderamente, a la historia que nos proponemos contar en este libro: la historia de las ideas que conformaron la ciencia occidental.