CAPÍTULO 2
El eclipse
El 28 de mayo de 585 a.C. se produjo un eclipse total de sol que fue visible en casi todos los lugares que hoy conocemos como Medio Oriente. Los eclipses, y en especial los eclipses totales de sol, significaban un oscurecimiento absoluto del mundo en pleno día, lo cual los rodeaba (y con razón, o por lo menos comprensiblemente) de una aureola de terror: se los consideraba una señal de enojo o advertencia de los dioses, hasta el punto de que —se dice— ese 28 de mayo los medos y los lidios interrumpieron una batalla decisiva entre ellos y llegaron a un acuerdo de paz.
Cuenta Heródoto:
Estaban guerreando con igual éxito cuando ocurrió que, durante un encuentro que tenía lugar en el año VI, el día se convirtió en noche. Tales de Mileto había predicho esta desaparición de la luz del día a los jonios, fijando dentro de qué año el cambio tendría efectivamente lugar. Entonces, cuando los lidios y los medos vieron que el día se convertía en noche, dejaron de pelear, mostrando un común afán en concertar la paz.
El hombre que había predicho el eclipse fue el primer filósofo-científico en el sentido en que entendemos esas palabras ahora. Si hubiera que ponerle una fecha al comienzo de la ciencia occidental, arbitraria como todas estas cosas, yo elegiría la fecha de ese eclipse. Así que, si ustedes me lo aceptan, podemos decir que la ciencia (o por lo menos la ciencia occidental) comenzó el 28 de mayo de 585 a.C.
La ciudad de Mileto
Mileto era una ciudad-colonia griega, sobre el mar Egeo, cerca de la desembocadura del río Meandro, en lo que hoy es Turquía y en esos tiempos los griegos llamaban Asia Menor. Era una zona que había estado habitada desde la Edad de Bronce (Homero cuenta que participó en la guerra de Troya), y que en el siglo VII a.C. había conseguido un verdadero imperio marítimo. Por esa época se consolidaron en las ciudades griegas las instituciones que habrían de florecer en la polis, la ciudad-estado griega, en especial el gobierno por la asamblea de ciudadanos (interrumpidas cada tanto por diversas tiranías).
Desde ya, estas asambleas no eran nada democráticas, miradas con la óptica de hoy: ni las mujeres, ni los extranjeros, ni —por supuesto— los esclavos participaban de ellas. Pero así y todo, el debate permanente sobre la mejor forma de gobierno erosionaba el criterio de mera autoridad, humana y divina, y se abrían paso los principios de la libre discusión y del acceso público a la información mediante la cual habría de juzgarse a una persona o idea.
«Refutar», «demostrar», «probar» son palabras que la ciencia tomó del vocabulario político-jurídico, de la discusión permanente sobre la mejor manera de llevar los asuntos de la polis, que se convirtió en una costumbre: las ideas políticas, y con ellas, por arrastre, todas las demás, salían a la esfera pública.
Además, Mileto era una ciudad pujante por la que pasaban las grandes rutas comerciales que conectaban a Grecia con el Oriente, y estas condiciones, a las que se agregaba un intenso intercambio de mercancías, permitían que ese pueblo tuviera la posibilidad de conocer culturas y leyes completamente distintas, incorporar concepciones mentales diversas y verse enfrentado a sistemas de costumbres y dioses diferentes, que contribuían a relativizar cualquier pensamiento dogmático.
En el año 547 a.C., Mileto, como toda la costa de Jonia, fue conquistada por el Imperio Persa. Tras una revuelta, que fue sofocada, la ciudad fue incendiada y sus habitantes deportados, hasta que en 479 a.C. los griegos derrotaron de manera decisiva a los persas en la Grecia peninsular, y Mileto fue liberada de su yugo.
Fue pasando por diversas manos, desde los espartanos hasta los griegos helenísticos de Alejandro Magno, y más tarde integró el Imperio Bizantino. Finalmente, los otomanos y luego los turcos selyúcidas utilizaron la ciudad como puerto para comerciar con Venecia en el siglo XII. Al sedimentarse el puerto, la ciudad fue abandonada. Sus ruinas actuales se encuentran a diez kilómetros del mar.
Y fue en esa polis donde vivió Tales, el hombre que tuvo la revolucionaria idea de que los fenómenos naturales no podían seguir siendo explicados como consecuencia del trabajo de los numerosos dioses griegos, sino que debían tener sus propias causas naturales. Con esa audaz decisión, inventó la ciencia.
Vida de Tales
Tales nació alrededor del año 624 a.C. Como la ciudad mantenía tráfico comercial con Egipto y Babilonia, es probable que visitara el país del Nilo en su juventud, donde seguramente estudió con los sacerdotes: de los babilonios debió aprender astronomía y conoció seguramente las viejas tablas mesopotámicas, que se remontaban a muy antiguo, y que incluían larguísimos ciclos astronómicos, como el Saros, un período de 6.585 días, algo más de 18 años, que marcaba las recurrencias de los eclipses de Sol y que le permitió predecir su propio eclipse.
Aristóteles nos cuenta que fue un importante consejero político en su ciudad, y famoso en toda Grecia. También un hábil comerciante:
Como lo injuriaban tanto por su pobreza como por la inutilidad de la filosofía, supo, por medio de la astronomía, cómo sería la producción de aceitunas. Así, cuando aún era invierno, se procuró una pequeña cantidad de dinero, y depositó fianzas por todas las prensas de aceite de Mileto y de Quíos, arrendándolas por muy poco, puesto que nadie compitió. Cuando llegó el momento oportuno, al ser muchos los que a la vez y de repente las deseaban, las iba alquilando como quería, reuniendo mucho dinero, demostrando así que es fácil a los filósofos enriquecerse, si quieren.
Por su parte, Platón nos dice que
Tales, mientras observaba los astros, y miraba hacia arriba se cayó en un pozo, y una bonita y graciosa criada tracia se burló de que deseara vivamente conocer las cosas del cielo y no advirtiera las que estaban detrás de él y delante de sus pies.
La criada tenía bastante razón: a Tales le interesaban —por suerte— las cosas del cielo, y no tanto las que estaban delante de sus pies. En el terreno de la astronomía, además de la predicción del eclipse de 585, se dice que fue el primero en sostener que el Sol se eclipsa cuando la Luna, que es de naturaleza semejante a la de la Tierra, se interpone perpendicularmente bajo él. En matemáticas estableció varios teoremas, como el que dice que el diámetro divide el círculo en partes iguales, y el famoso «teorema de Tales» que musicalizó el conjunto Les Luthiers. Se le atribuye el haber establecido la altura de las pirámides, midiendo la sombra que proyectan comparándola con la de su bastón.
En fin, Tales pensó e hizo de todo, pero su mayor obra fue sentar el punto de partida de todo el pensamiento científico posterior.
Tales toma una decisión
Tales partió de una posición radical: mantener a los dioses apartados de las explicaciones naturales y científicas. Decir se dice fácil, pero las implicaciones son tremendas. Porque al apartar a los dioses, la naturaleza se transforma en algo impersonal, sin voluntad. Y si la naturaleza no tiene voluntad pero igual hace cosas (como los terremotos, o los eclipses), las tiene que hacer por alguna razón general, y esa razón es una causa, una causa que no puede ser resultado de la voluntad o del capricho de un dios. Es decir, la causa tiene que ser también un fenómeno natural, algo impersonal. ¿Pero qué causó ese otro fenómeno natural? Una nueva causa. Y esa nueva causa, ¿qué causa tiene? Es decir, tiene que haber una cadena de causas, y en esa cadena de causas (tal vez infinita) no interviene la voluntad de nadie.
Así, Tales aísla y establece la idea abstracta de «causa», causa natural, que estará presente en toda la ciencia posterior. Un buen ejemplo es su famosa teoría sobre los terremotos. No se deben ya, como relataba la tradición griega, al enojo de Poseidón (hermano de Zeus, dios y señor del mar), que golpeaba el fondo del océano con su tridente y hacía vibrar la tierra. Nada de eso. La Tierra, sostiene Tales, es un disco que flota sobre el mar (aquí tenemos evidentes reminiscencias babilónicas y de Hesíodo; Tales no dejaba de ser hombre de su tiempo), y es el oleaje de ese mar el que la sacude. Es una explicación que hoy nos puede resultar elemental, y que resultaba elemental ya a Aristóteles, pero que representa un salto enorme y cualitativo para el pensamiento científico. Poseidón queda liberado de la fastidiosa y burocrática tarea de golpear el suelo con su tridente para decretar los temblores (aunque quizá le gustaba y no le era tan fastidiosa; los dioses griegos eran caprichosos, vengativos y crueles): es el mar, anónimo e involuntario, el que agita el suelo y hace conmoverse a los hombres.
En realidad, las deidades griegas no eran muy aptas para manejar los fenómenos de la naturaleza. Durante los siglos precedentes, se había operado una profunda revolución teológica, ya desde Homero (siglo VIII a.C.): la completa antropomorfización de los dioses, hasta un punto al que ninguna otra civilización había llegado. Así, los dioses homéricos, inquietos, caprichosos, crueles, lujuriosos, movedizos, que desataban guerras y participaban en ellas, no parecían los mejores candidatos para sostener fenómenos regulares: obviamente no iban a tener la paciencia necesaria como para sostener un proceso natural y repetitivo. Es cierto que Atlas sostenía la Tierra sobre sus hombros todo el tiempo, y Faetón guiaba cada día el carro del Sol, pero aún así cuesta imaginarse a un dios griego quedándose quieto y sosteniendo el cielo sobre su espalda. Eran demasiado humanos, en fin, y puede ser que el contraste entre lo irregular de su comportamiento y los fenómenos regulares de este mundo ayudara a abstenerse de evocarlos.
Más allá de si ésa fue la razón, o si lo fue en parte, lo cierto es que en ese momento, en ese preciso momento, comienza la ciencia, el pensamiento racional, el crepúsculo de esos mismos dioses. Con la idea de causa en la mano (en la mente, mejor), Tales busca una explicación general de los fenómenos (los terremotos, en este caso). Es decir, se propone, a partir de lo particular y accidental, investigar lo esencial y permanente, inaugurando de este modo otro de los requisitos científicos básicos de todos los tiempos.
Es difícil darse cuenta de lo radical de esta innovación: ahora ya no es un dios el que decide, sino que es el mar el que se mueve. Son objetos naturales que actúan sin voluntad y que mueven la tierra. Los terremotos no son el resultado de una voluntad (la de Poseidón) sino de una causa natural (el oleaje).
Al hacer de la búsqueda de las causas la piedra angular de su novedosísima filosofía, Tales no podía sino preguntarse por el origen de todas las cosas. Esto es muy simple: si cada fenómeno tuvo su causa, es evidente que remontando la cadena causal tenemos que toparnos con un primer fenómeno, inoriginado, sin ninguna causa que lo anteceda, primerísimo en el sentido más puro de la palabra, a menos que aceptemos caer en un regreso infinito (estos problemas los veremos aún en la modernísima teoría del Big Bang sobre el origen del universo). ¿Cuál es ese primer principio? ¿Cómo es que lo que es llegó a ser? ¿De dónde viene todo lo que viene? ¿Cuál es el verdadero origen de todas las cosas?
Nuestro amigo decide que el origen de todas las cosas es, o está, en el agua. La elección puede parecer —y lo es— arbitraria, desde ya, pero lo importante no es cuál es el principio elegido, sino el hecho de que estuviera buscando un principio. Tales no nos cuenta cómo o por qué eligió el agua en particular, pero podemos imaginar que una sustancia que vemos transformarse claramente en vapor, o solidificarse en hielo, ante nuestros ojos, le pareció un buen punto de partida. Y, además, el agua protagoniza casi todos los mitos de origen (como aquel del océano primordial donde flotaban las antiguas tortugas que sostenían el mundo), mitos que, naturalmente, seguían circulando; al fin y al cabo, todo pensador es ciudadano de su tiempo.
Tales murió donde nació, en Mileto, en 545 a.C. Después vendrán Anaxímenes y Anaxágoras, Sócrates y Platón, Aristóteles y Copérnico, Newton y Galileo, Lavoisier, Darwin y Einstein. Pero todos, en definitiva, beben del elixir de Tales.
Los discípulos de Tales: Anaximandro y lo ilimitado
Como todo gran pensador, Tales tuvo discípulos o continuadores, como Anaximandro y Anaxímenes, que junto a él conforman lo que se conoce como escuela milesia, o escuela de la physis (es decir: de la naturaleza).
Un poco más joven que Tales, Anaximandro (c. 610 a.C.-c. 546 a.C.), el segundo filósofo de la escuela milesia, también sostenía que todas las cosas provienen de una sola sustancia primaria. Sin embargo, rechazaba asignarle al agua o a cualquier otro elemento conocido la noble tarea de ser el primer principio, entre otras cosas porque advertía un punto débil de la teoría de su maestro: ¿cómo puede ser que el agua produzca su contrario, como el fuego? Y así, optó por algo más abstracto, infinito, sin edad y que envolvía a todos los mundos. Lo llamó ápeiron, que en griego significa «lo indefinido», «lo ilimitado», «lo indeterminado», un concepto difícil de imaginar que es el primer término técnico de la historia de la ciencia.
En el seno del ápeiron preexisten caóticamente todos los elementos, y los mundos, los mundos posibles, nacen por su separación y su reordenamiento. El cosmos crece como una planta a partir de una semilla diluida en el ápeiron.
Anaximandro, como Tales, no se ocupó solamente de buscar el primer principio sino que intentó resolver problemas naturales con explicaciones naturales: los vientos, sugirió, se generan al separarse del aire los vapores más livianos y cuando, al moverse, se concentran. Las lluvias se generan de los vapores de la tierra desprendidos por el Sol, y los relámpagos se producen cuando el viento, al golpear, desgarra las nubes. El trueno, por su parte, es el ruido de una nube golpeada. ¿Y por qué hay veces en que hay truenos y no relámpagos? Porque el viento en esos casos es débil, y no puede provocar llamas, pero sí ruido. ¿Y qué es el rayo? El curso del viento más ardiente y más denso.
También elucubró sobre el origen de los hombres y los animales: los primeros animales surgieron por primera vez en «lo húmedo». En cuanto al hombre, se generó a partir de animales de otras especies, lo cual dedujo del hecho de que las demás especies se alimentan pronto por sí mismas, mientras que el hombre necesita de un largo tiempo de amamantamiento. Por ello, si en un comienzo hubiera sido tal como es ahora, no habría sobrevivido. Así, del agua y la tierra calientes han nacido o bien peces o bien animales similares a los peces: en éstos los hombres se formaron y mantuvieron interiormente, como fetos, hasta la pubertad; sólo entonces aquéllos reventaron y aparecieron varones y mujeres que pudieron alimentarse por sí mismos.
La preocupación de Anaximandro por el origen era central pero no era la única: su indagación cosmológica lo condujo a explicar los astros como anillos de fuego, invisibles porque están rodeados por niebla, pero con aberturas a través de las cuales los vemos (el eclipse de Sol, por ejemplo, se produce al obstruirse la abertura por la cual lo vemos y se exhala el fuego); a proponer tres anillos para el Sol, la Luna y las estrellas, con diámetros de 27, 18 y 9 veces el de la Tierra (las estrellas, curiosamente, estaban más próximas que el Sol y la Luna); a imaginar a la Tierra como un cilindro ubicado en el medio de todo, que no necesita estar sostenido por nada, ya que es equidistante de todo el resto de las cosas, y no tendría hacia dónde caer. En su superficie superior vivimos (parece que llegó a dibujar un mapa de la Tierra), lo cual resolvía otra de las preguntas que la cosmología de Tales dejaba sin respuesta: si la Tierra era sostenida por el agua, ¿qué sostenía al agua?
Anaxímenes: el aire
Cuentan que un astrónomo estaba dando una conferencia y, al explicar que la Tierra era esférica y no estaba sostenida por nada, una viejita sentada en primera fila lo interrumpió diciéndole que eso era falso, que la Tierra era una semiesfera apoyada en el caparazón de una tortuga. «¿Ah, sí? —contestó el astrónomo—, ¿y entonces quién sostiene a esa tortuga?»
«Otra tortuga», dijo la viejita sin inmutarse. «¿Y a esa otra tortuga?»
«Otra más», dijo la viejita…, y al ver que el astrónomo se sonreía burlonamente, agregó: «Vamos, joven, todos sabemos
que allí abajo hay tortugas de sobra».
El tercer integrante de la escuela, Anaxímenes (585 a.C.-524 a.C.), rechaza el ápeiron y recurre a una solución más cercana al sentido común, al proponer al aire como sustancia primera: el alma es aire, el fuego es aire enrarecido, al condensarse el aire se vuelve agua, y luego tierra y luego piedra. Esta teoría tiene el mérito de establecer diferencias cuantitativas entre las distintas sustancias, de modo tal que todo es cuestión de conocer el grado de condensación.
Anaxímenes avanza así en la resolución de uno de los problemas centrales de la escuela milesia. Cuando Tales proponía el agua como elemento originario, no quedaba demasiado claro cómo era que todo salía de allí (inclusive el fuego). Anaxímenes explica esta transformación de los elementos como un proceso en dos direcciones: rarefacción y condensación, asociadas a las variaciones de calor y frío. No sólo es menos abstracto que Anaximandro, sino que se refiere a procesos observables y operantes en los fenómenos naturales. El aire se diferencia en las sustancias particulares: al enrarecerse se convierte en fuego, al condensarse, en viento, luego en nube, más condensado aún en agua, tierra y piedra; las demás cosas se producen a partir de éstas.
Tales, Anaximandro y Anaxímenes son, entonces, los tres grandes representantes y creadores de la escuela de Mileto, o escuela de la physis (de donde deriva, obviamente, la palabra «física»).
Balance de la escuela de Mileto
La mayor parte de los primeros que filosofaron no consideró los principios de todas las cosas sino bajo el punto de vista de la materia.
Aquello de donde salen todos los seres, de donde proviene todo lo que se produce, y adonde va a parar toda destrucción, persistiendo la sustancia, la misma bajo sus diversas modificaciones: he aquí, según ellos, el elemento, he aquí el principio de los seres.
ARISTÓTELES
La escuela de Mileto toma una posición ante los fenómenos del mundo: son sus ojos la herramienta y es la observación y el razonamiento sobre la observación (y a veces la fantasía) el motor de su acción. Terremotos, rayos, aire, agua: el mundo de Mileto es un mundo donde ocurren fenómenos permanentemente, un mundo de ocurrencias impersonales y neutras y no de voluntades divinas, sobre el cual los filósofos extienden sus garras poderosas y explican, explican, explican. Escuchan el discurso de las cosas, que ha sido separado del palabrerío y la charlatanería de los dioses.
Estricta posición frente al mundo. Pero la enorme construcción que significó la teoría milesia, que apartó a los dioses y los devolvió a ese conventillo que era el Olimpo, no pudo evitar dejar una fisura opaca y fina por donde se filtraría lo antiguo y lo desechado.
Sin embargo, dejaron planteado un problema, un problema de la máxima importancia: ¿cómo sabemos que las explicaciones milesias son verdaderas? ¿Y cómo comprobamos nuestras hipótesis? La respuesta moderna sería: se hace un experimento. Pero estos heroicos pioneros estaban lejos de lo experimental; tenían ojos que observaban la confusa empiria del mundo y construían a partir de lo que veían o de lo que adivinaban. Para escuchar el discurso de las cosas hay que tener el oído fino, pero el oído, como todos los demás sentidos, es falible, débil. Entonces, el problema es: ¿por qué debemos confiar en la observación a través de los sentidos, que son tan engañosos?
El problema que dejan planteado no es otra cosa que el peligroso dilema de la verdad: si los sentidos son engañosos, no podemos estar seguros de que nos revelen la verdad. ¿Cómo elegimos entre el agua, el ápeiron o el aire? ¿Cómo podemos elegir de una manera racional? O, de otro modo, una pregunta que atravesará todo el pensamiento griego: ¿cómo se hace para alcanzar el conocimiento verdadero? ¿Es suficiente con escuchar el discurso de las cosas?
Y así, desde la ciudad de Elea, en el sur de Italia (otra de las ciudades-estado que conformaban el mundo griego), vendrá una respuesta que sustituye a los sentidos como fuente de conocimiento.
Mientras tanto, podemos sentir el agua de Tales vibrando dentro de nosotros, viajando por nuestro cuerpo, corriendo por nuestras venas y dándonos fuerzas para enfrentar, cada día, un mundo sin dioses.