CAPÍTULO 3

Ser o no ser

Los milesios, mientras se ocupaban de fundar la ciencia liberando a las explicaciones de elementos mitológicos, caían, como hemos visto, en una debilidad fundamental: escuchar el discurso de las cosas y construir desde allí, sí… ¿Pero cómo podemos estar seguros de que oímos bien? Al fin y al cabo, los sentidos son débiles e imperfectos, y nos someten a ilusiones, como cuando, por poner un ejemplo fácil, vemos que el cielo y la tierra (o el mar, si es que estamos en una playa, paisaje por demás abundante en Grecia) se juntan en el horizonte. ¿Cómo podemos estar seguros de que no sufrimos alucinaciones auditivas y que aquello que nos «dicen» los fenómenos o aquellas explicaciones que deducimos de los fenómenos son verdaderos?

En la ausencia de la idea de experimentación, mucho más tardía, y que tampoco resuelve del todo la cuestión, como veremos, este problema era una grieta fatal en la construcción milesia, que requería una respuesta. Una respuesta que llegó desde la ciudad de Elea.

En esta etapa primaria de la ciencia (y probablemente hasta la llegada de Aristóteles o aún más), no había, ni podía haber, una distinción entre «ciencia» y filosofía, tal como las entendemos ahora (y veremos que aún hoy en día las dos parecen, a veces, confundirse). Ocurría que estos filósofos-científicos que trataban de explicar el mundo tenían que formular, al mismo tiempo que las teorías sobre las cosas, una teoría del conocimiento (epistemología) y una metodología del conocimiento, un mecanismo que permitiera acceder al conocimiento, y que asegurara que éste fuera verdadero. Así, los milesios establecían como primer principio metodológico separar a los dioses de las explicaciones y, como mecanismo, observar la naturaleza sin dioses, y pensar a partir de las observaciones.

Es este último principio el que será cuestionado en Elea. En síntesis, no hay que escuchar el discurso de las cosas, sino, por el contrario, ignorarlo, o al menos tomar ciertas precauciones antes de concederle un grado de veracidad. El protagonista de esta postura se llamó Parménides, Parménides de Elea. Retengan ese nombre, porque es uno de los filósofos más importantes que haya dado la Historia.

Parménides conduce a la ciencia a un callejón sin salida

Parménides nació en la segunda mitad del siglo VI y murió a mediados del siglo V en Elea, una ciudad cuyo nombre actual es Velia y que fue también una colonia griega en la península italiana. Contemos, de paso, y para ubicarnos históricamente, que en la mitad de la península había una ciudad no griega llamada Roma, envuelta por ese entonces en interminables luchas intestinas y contra ciudades rivales. Es muy difícil que Parménides o sus amigos hubieran oído hablar de esa población minúscula y sin importancia, del mismo modo que es difícil que los habitantes de Roma hubieran siquiera soñado con el papel que habrían de jugar en el mundo apenas tres o cuatro siglos más tarde.

La cuestión es que Parménides pone la filosofía y la ciencia patas arriba. En un poema muy famoso, su poema ontológico, que es lo único que dejó escrito o se conservó, aunque fragmentariamente, y a cuya exégesis se han dedicado ríos de tinta ya desde la Antigüedad, establece un principio muy simple y general. Antes de ponerse a estudiar la realidad, hay que demostrar que hay una realidad y averiguar cómo es, qué características fundamentales tiene. Fíjense que no estoy diciendo naturaleza, no se trata de la physis de los milesios, sino de la realidad, del conjunto de las cosas que existen: todo lo que es.

Parménides sintetiza este ambicioso punto de partida con una de las frasecitas más famosas de la historia de la filosofía.

Lo que es, es. Lo que no es, no es.

En el comienzo del poema, se presenta una diosa que lo guiará en el camino de la verdad (camino al que, dicho sea de paso, no cualquiera puede acceder) y le habla a nuestro filósofo:

Ea pues, yo hablaré y tú escucha mis palabras.

Sólo dos vías de investigación se pueden concebir.

La una afirma: es y es imposible que no sea.

Antes que nada, habría que preguntarse de dónde sale todo esto. Parménides parte del principio de que «lo mismo es pensar y ser». Sólo se puede pensar en lo que es, y lo que es, por lo tanto, es. Pero no puedo pensar en lo que no es, porque pensar en lo que no es, es pensar en la nada, y pensar en la nada es no pensar en nada…

Lo mismo es pensar y ser.

Lo mismo es el pensar, y aquello por lo cual se cumple el pensamiento.

Porque sin el ser, en el cual se expresa, no hallarás el pensar;

no hay ni habrá Nada fuera del ser…

Del no ser no es posible ni decir ni pensar

que no es

por lo tanto, lo que no es, no puede ser.

El punto de partida, como habrán podido ver, es radicalmente distinto al de la escuela milesia: ni empieza por los fenómenos, ni sugiere que el origen de todo está en una sustancia elegida más o menos caprichosamente, o con argumentos débiles: el agua, el ápeiron, el aire. Nada de eso: el punto de partida es el pensar. El camino correcto, el que conducirá a la verdad, lo será solamente si se parte del pensar y de lo que se puede pensar. ¿Y qué es lo que se puede pensar? El ser. ¿Y qué es lo que no se puede pensar? El no ser, la nada. Por lo tanto, el ser es y el no ser no es.

Esta deducción tiene la brillantez, la limpidez de un teorema, y —lo que es más importante— no tiene absolutamente ninguna conexión con la empiria, con la physis, con la naturaleza, con los fenómenos. Este enunciado en cierto modo sintetiza la filosofía y la metafísica de Parménides y es fecundo porque de él se deducen muchos otros, que tienen enormes consecuencias no sólo para la filosofía, sino también para la ciencia occidental.

Porque… ¿Cómo es ese Ser (esta vez lo voy a poner con mayúsculas, a veces lo pondré en minúsculas, sin que eso tenga un significado especial)? ¿Qué puedo decir de él?

Veamos: por empezar, el ser es único. No puede haber dos. Porque si hubiera dos, o bien están juntos (y son uno), o bien están separados por algo. Pero ese algo que los separa no puede ser Ser, sino No Ser, y como el No Ser no es, no puede ser. Por lo tanto: es único.

El ser tampoco puede haber empezado. ¿Por qué? Porque si hubiera empezado en algún momento, eso significaría que antes había no ser. Pero eso es imposible, porque ese no ser no es. Tampoco puede terminar, por la misma razón: ¿qué vendría después? El no ser, pero eso es imposible. El ser no tiene pasado ni futuro, es presente puro y eterno.

El ser no es engendrado, y también es imperecedero.

En efecto es un todo inmóvil y sin final ni comienzo

¿qué origen le buscarás?

¿cómo y dónde habrá crecido?

del no ser, no te permito decirlo ni pensarlo…

La idea de que es inmóvil se explica porque, si se moviera, viajaría hacia algo que es no ser, y dejaría no ser detrás. Por lo tanto, no puede moverse. Y, naturalmente, es incorruptible, porque si se corrompiera, ¿qué significaría? Que alguna parte de él se degradaría y convertiría en no ser. Lo cual, otra vez, no es posible.

El siguiente paso sería afirmar que eso que es no puede estar limitado, no puede tener ni forma ni límites. Pero acá Parménides afloja, y no da el paso. Es más, imagina ese ser como limitado, finito y perfecto:

El ser es completo, similar a la masa de una esfera armoniosamente redonda que por todas sus partes se distancia del centro.

Se imagina al ser como una esfera, un cuerpo perfecto, en el sentido que le darían los pitagóricos. Esto sería fundamental (y a veces fatal) en todo el pensamiento griego: la esfera es el cuerpo perfecto porque todos los puntos de su superficie equidistan del centro, porque es perfectamente simétrico y porque es el único cuerpo que puede girar sobre sí mismo en su propio espacio.

Así, el ser de Parménides es inmóvil, es eterno, es incorruptible (no admite cambios), es esférico y es perfecto. Lo cual plantea un problema nada simple. Porque si es así: ¿cómo se entiende que nosotros veamos, en lugar de este ser inmutable y permanente, una multiplicidad de cosas que cambian y se mueven? Hay una única posibilidad para explicarlo: esa multiplicidad de cosas que cambian y se mueven no es más que una mera ilusión.

Porque los sentidos son ilusorios: ven el tránsito del ser al no ser, ven que cosas que no son se transforman en cosas que son, y viceversa. Vemos al árbol crecer y morir, a la luz aparecer y desaparecer. Por lo tanto, de los sentidos no podemos sacar absolutamente nada, o por lo menos, nada que valga la pena. No queda más que rechazar nuestra confianza espontánea en la experiencia, reconociendo que es un camino de conocimiento falaz e ilusorio.

Así, pues, todas las cosas no son sino nombres

dados por los mortales en su credulidad:

nacer y perecer, cambiar de lugar y mudar de luminoso color.

La vía es el pensar, y sólo la razón es un medio eficaz para acercarse a esa obsesión: el conocimiento verdadero. Rompiendo la barrera de las apariencias, podemos captar la unidad profunda y «verdadera» de lo real. Los fenómenos no interesan mucho, porque lo que importa es lo que está por debajo del mundo sensible, lo que subyace, que es el mundo del ser. Es inevitable que tomemos datos de los sentidos, que escuchemos el discurso de las cosas.

Pero si le prestamos atención, estamos listos. Lo que se debe buscar es lo que hay detrás, o debajo. ¿Cómo lo hago? ¿Cómo se accede a ese sustrato? Por medio de la investigación. Trato de ver de qué manera lo que se dice, lo que se ve, lo que se mide (aunque todavía estamos muy lejos del concepto de medición) es un emergente, a veces muy deformado, de la verdadera realidad que hay detrás. Pero sé que ese fenómeno es un engaño de los sentidos, que son débiles y no dan cuenta del ser. El testimonio sensible es inseguro y engañoso. El mundo de los fenómenos es ininteligible, no tiene importancia.

Parménides establece así un principio filosófico general. Su especulación consiste, sobre todo, en una discriminación primera y rigurosa entre lo sensible y lo inteligible, que interesa a la ciencia por sus repercusiones metodológicas a lo largo de toda la historia del pensamiento.

Pero ese principio general de Parménides plantea un problema serio. ¿Por qué? Porque por un lado parece empezar dando un método, una guía: desconfíen de los sentidos; detrás de esta gran multiplicidad hay un sustrato que no cambia, y ese sustrato, el Ser, es lo que debemos comprender, y sólo lo comprenderemos razonando. Pero por otro lado, al mismo tiempo que inicia un método, parece terminarlo y no permitir seguir adelante. Porque si todo es inmóvil y nada puede cambiar, ¿cómo se explica la posibilidad de que en el mundo haya cambios, que es lo que efectivamente percibimos? ¿Qué es ese ser? ¿Y si fuera el agua de Tales? Pero si es el agua de Tales y lo seguimos a Tales, tiene que convertirse en otras cosas, y esas otras cosas antes no eran. Pero algo que es no puede producir cosas que no son, porque las cosas que no son, no son. Nada puede empezar a ser, porque el ser no puede empezar a ser. Es un problema muy serio, que parece paralizar absolutamente todo.

Parménides no niega el cambio en el mundo; simplemente establece que debajo de todo el aparente cambio hay algo que no se modifica, hay algo que forzosamente se queda como está, y que va a ser una y otra vez «la» pregunta: ¿qué es lo que no cambia mientras se suceden los fenómenos? ¿Qué es lo que permanece? Descubrirlo es lo único que nos garantizará el conocimiento verdadero. Y a lo largo de esta historia, como veremos, va a ser la masa o la energía, o el espacio y el tiempo absolutos los que ocupen el disputado sitio de la permanencia. Una y otra vez se intentará ir dando respuestas a este dilema.

En cierto modo, Parménides es el iniciador de la teoría como núcleo duro de la ciencia: lo que interesa no son los fenómenos, que son puramente ilusorios, sino aquello que está por detrás de los fenómenos, aquello que no cambia. Ahí hay una visión muy moderna, como cuando la física actual dice que busca «invariantes». La búsqueda de los invariantes, de las leyes de conservación, va a ser uno de los objetivos de la física moderna, y los invariantes muestran qué es lo que no cambia, qué es lo que se conserva (como la masa o la energía o el espacio o el tiempo absolutos) por debajo de lo que cambia. La ley de conservación de la masa inicia la química moderna; la ley de conservación de la energía preside toda la física del siglo XIX. Cada vez que se rompe, o se vulnera (o parece que se vulnera) una ley de conservación, hay una revolución en la ciencia.

Parménides, sin embargo, seguramente percibió que su filosofía paralizaba todo estudio o comprensión de los fenómenos, y trató de sortear el problema mediante un artilugio que se despliega en la segunda parte del poema, que nos ha llegado de manera fragmentaria: la inclusión de algunos opuestos en la esfera del ser. La luz y la oscuridad, por ejemplo, no son ser y no ser, la oscuridad no es el no-ser de la luz, sino que ambas pertenecen a la esfera del ser. Lo cual le permite introducir dentro de la esfera del ser una especie de dinámica que explique, o que por lo menos justifique, el cambio.

Pero no fue una solución muy convincente: al fin y al cabo, si luz y oscuridad pertenecen a la esfera del ser, y una no es el «no ser» de la otra, no se entiende por qué habrían de ser distinguibles. Al menos, es lo que les pareció a sus contemporáneos, que tacharon a la filosofía de Parménides de lo que hoy llamaríamos «irrefutabilidad» e inconducencia.

La defensa de sus tesis más duras, sin embargo, quedó en manos de sus discípulos, el notable Zenón de Elea y el temible Meliso de Samos.

Aquiles y la tortuga: Zenón de Elea

Así como en un sueño ni el que persigue puede alcanzar al perseguido ni éste huir de aquél, de igual manera Aquiles no podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar del divino Aquiles.

Ilíada, Canto XXII

Zenón de Elea (nacido entre finales del siglo VI y principios del V) es el autor de algunas famosas paradojas (como la de Aquiles y la tortuga) que son un excelente ejemplo de cómo razonaban los eleáticos.

El planteo, que fascinaba a Borges, es el siguiente: Aquiles, el más veloz de los guerreros griegos, que Homero califica como «de los pies ligeros» (ocus podas), no persigue ahora a Héctor alrededor de las murallas de Troya, sino que compite en una mucho más prosaica carrera contra una tortuga, que es el más lento de los animales. Convencido de que su epíteto está bien ganado, el héroe griego le da una ventaja a la tortuga. La pregunta que hacía Zenón, entonces, era la siguiente: ¿alcanzará alguna vez Aquiles a la tortuga? Obviamente todos sabemos que sí, que empíricamente sí, que fácticamente sí.

Pero Zenón razonaba descomponiendo y analizando el movimiento de la siguiente manera: salen los dos y la tortuga empieza a andar. Cuando Aquiles alcanza el punto en que estaba inicialmente la tortuga, la tortuga se ha movido un poco. Cuando Aquiles recorre el nuevo espacio que lo separa de la tortuga, la tortuga otra vez ha vuelto a avanzar. Cuando Aquiles recorre esto, la tortuga se movió un poquito más, y así sucesivamente. Es decir, Aquiles no la alcanza nunca.

Zenón no quería decir que en la realidad Aquiles no alcanza a la tortuga. Lo que quería mostrar era que el movimiento es incomprensible, ininteligible, no reductible a la razón, que conduce a paradojas lógicas. Que esa cosa empírica que uno ve —el hecho de que Aquiles en realidad la alcanza— no significa nada. El movimiento, en definitiva, no se puede pensar. Porque si nos ponemos a pensar en el movimiento, Aquiles queda siempre por detrás de la tortuga, cosa que no es lo que se observa.

Lo mismo ocurre con el planteo de los múltiples cuerpos. Él se preguntaba: ¿puede haber dos cuerpos separados? Y decía «no, porque para que haya dos cuerpos separados, quiere decir que hay algo en el medio, quiere decir que tiene que haber, por lo menos, tres, ya sea aire u otra cosa». Ahora, para que haya tres, tiene que haber dos más, y así sucesivamente. Esto nos lleva a un proceso infinito. Y cuando se llega a un proceso infinito, el pensamiento griego empieza a tener problemas. Tal vez por eso, el propio Parménides se detiene ante la infinitud del ser, y lo limita a una esfera.

Permítanme hacer una pequeña digresión. El asunto del infinito (que se va a resolver, si es que uno lo considera resuelto, recién en el siglo XIX) va a aparecer una y otra vez como un problema, a veces como simple infinito matemático, a veces como la infinita regresión a la que puede llevar la teoría (por ejemplo, la de Tales con el agua), o como la extraña hipótesis de los múltiples universos que muchos consideran parte de la cosmología actual. ¿Qué dicen las cosas? Dicen relaciones matemáticas. ¿Cuál es el discurso de las cosas? El discurso matemático. Galileo sostendrá, dos mil años más tarde, que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. Pero hay un carácter, un signo, que no tiene traducción, y ése es el signo del infinito. No parece haber ninguna cosa infinita en el mundo real. Es un bache, un pozo mental de la ciencia donde caen los coches que circulan a toda velocidad.

Volviendo a nuestro tema: el hecho de que los fenómenos no sean inteligibles plantea, como es obvio, un problema serio. ¿Cómo se hace para articularlos de alguna manera con el ser? Ya vimos que Parménides intentó resolverlo en la segunda parte de su poema, y no le salió especialmente bien. ¿Y entonces qué debemos hacer? ¿Desechar por completo a los fenómenos, y entregarnos a la contemplación cuasi mística del Ser?

El problema (la paradoja) del movimiento dejaba abierta una posibilidad, aún más intranquilizadora, apenas una sospecha: quizá los fenómenos sean ininteligibles no sólo porque los sentidos sean débiles… sino porque la razón también lo es para analizarlos como es debido. ¿Y entonces? ¿Por qué habremos de confiar en los resultados que salen de la razón pura?

Meliso de Samos

La postura eleática, como vimos, se encuentra ante un callejón aparentemente sin salida. Meliso de Samos, el segundo de los grandes discípulos de Parménides, va a llevar las cosas mucho más allá: va a ir hasta el fondo del callejón y se va a parar junto a la pared donde termina.

En efecto, Meliso, a quien Aristóteles acusaría de «razonar como un campesino y con un método grosero», rompe con la esfericidad del ser de Parménides (arbitraria, si se quiere) y lo hace infinito, ilimitado. Ante el dilema de los fenómenos y su incompatibilidad con el mundo racional del ser, niega radicalmente cualquier posibilidad de conocer los fenómenos, hecho que Parménides había tratado de sortear con el truco que vimos.

Rara filosofía esta que, enfrentándose de manera radical a quienes practican otra manera de aproximación al mundo, «resuelve» el problema milesio a costa de conducir a un inmovilismo total. Tenemos principios generales. Sí, bueno, pero ¿cómo se hace para, con estos principios generales, explicar lo que vemos? El mundo de Parménides, Zenón y Meliso empieza y termina ahí, en el ser. Prácticamente no se puede seguir. Lo que está diciendo Parménides —o Meliso— es «esto es así y no se puede seguir».

Pero si nos empecinamos en seguir, tenemos que resolver el problema del inmovilismo del ser, resolver el problema del cambio, encontrar otra manera de acceder al conocimiento verdadero, de articular el mundo de los sentidos con el mundo metafísico y racional.

Los filósofos griegos siguieron. Y frente al inmovilismo, plantearon soluciones fecundas e interesantísimas.

Todos contra el ser: Leucipo, Demócrito y el atomismo

Sólo existen los átomos y el espacio vacío.
Todo lo demás es opinión.

DEMÓCRITO

Aquellos que quisieron resolver el problema del cambio tomaron dos caminos completamente diferentes. Uno es el camino radical que ya vimos: no sólo el no ser no es y eso impide el cambio y el movimiento (que también es un proceso de cambio), sino que el propio movimiento es lógicamente impensable. El segundo camino es el que deberíamos recorrer ahora: el de los atomistas, que con una genial intuición filosófica propusieron un principio que la ciencia, más de dos milenios después, se encargaría de revitalizar.

Acá, en realidad, hay un problema que tendremos que enfrentar permanentemente: el de los precursores. ¿Son los atomistas presocráticos precursores del atomismo moderno? ¿O más bien, como le gustaría a Borges, es gracias a los atomistas modernos que la filosofía atomista de la Antigüedad cobra para nosotros un sentido actual?

El problema es, en parte, irresoluble, y ya tendremos ocasión de ver la crítica que les dirige Aristóteles. Pero lo cierto es que los atomistas dieron vuelta el problema de los eleáticos: si lo que imposibilita el movimiento es que el no ser no es (y por lo tanto nada puede ir desde un lugar a otro, porque estaría moviéndose hacia algo que todavía no es), admitamos que hay no ser para que haya movimiento. Hagamos que el no ser sea. Es decir, partamos ese ser inmóvil, continuo, sin fisuras, de Parménides en bolitas de ser, en pequeñas bolitas de materia que no puedan dividirse, y que conserven los atributos del ser parmenídeo, al tiempo que admitimos que entre esas bolitas de ser (infinitas, «increadas», indestructibles, inalterables, homogéneas, sólidas e indivisibles) hay un espacio, un no-ser, en el que se mueven.

Ése es el camino que siguieron Leucipo y su discípulo Demócrito (siglo V a.C.). En griego, las partes se llaman tomos (palabra que permanece cuando hablamos, por ejemplo, de los tomos de una enciclopedia). Y como estas bolitas de ser no tienen partes, se las llama átomos, es decir, sin partes. Los atomistas, entonces, logran esquivar el problema de la inmovilidad haciendo que haya no ser, «vacío», y que en ese vacío pululen bolitas de ser que son los constituyentes de todas las otras cosas. Los átomos están permanentemente en movimiento, incluso cuando ya han formado los compuestos, lo cual explica que de una cosa surja otra: son simplemente átomos que se combinan y se recombinan incansablemente, ayudados por la existencia de un espacio vacío en el que tienen libertad para moverse.

Simplicio (490-560), en su comentario a la física aristotélica, aseguraba:

[Demócrito] suponía que la realidad de los átomos es sólida y plena, y la llamó «ser», y que se mueve en el vacío, al que llamó «no ser», diciendo que éste existe tanto como el ser.

Así, el no ser se identifica con el vacío; Descartes, dos mil años más tarde, suscribirá esta opinión y negará la existencia de ese vacío. Pero en el mundo de los atomistas, entonces, hay vacío. Y átomos. Solamente átomos y vacío. Ése es el conocimiento verdadero (episteme). Lo demás es doxa (opinión). Por otra parte, la existencia de los átomos es obvia, arguyen: ¿cómo puede explicarse, si no, que un cuchillo corte la manteca, si no hay intersticios por los cuales penetra en ella?

Como los otros «físicos», o filósofos de la physis, Leucipo y Demócrito postulan la indestructibilidad de la materia y la existencia de una unidad sustancial, pero, como los eleáticos, se alejan de la observación y de la experiencia (pues el átomo no cae bajo la órbita de los sentidos). Sólo los átomos y el vacío son reales y, aunque no sean sensibles, conservan un resabio de empirismo.

Las colisiones entre los átomos producen separaciones y uniones, formando todas las agrupaciones que se ven a simple vista. Las diferencias entre los objetos físicos (cuantitativas y cualitativas) se explican en términos de modificaciones en la forma, distribución y posición de los átomos. La verdadera realidad, el ser, no está al alcance de los sentidos, sino que subyace. El conocimiento legítimo es el que proviene del entendimiento.

No está claro si así como consideraron a sus átomos físicamente indivisibles, los consideraron también matemáticamente indivisibles. ¿No advirtieron que si los átomos difieren en forma implica que tienen volumen? Y entonces ¿por qué no se podrían, aunque fuera teóricamente, dividir? Aunque físicamente fueran indivisibles: ¿no podríamos pensar en dividirlos de manera teórica (matemática), del mismo modo que, si tenemos un cubo de material indivisible en la práctica, podemos pensar en la mitad de ese cubo? ¿O en un cuarto?

Otra cosa que resulta interesante es que Demócrito intenta trazar, aunque primitivamente, un vínculo entre la realidad física de fondo y las sensaciones. Por ejemplo, los diferentes sabores que experimentamos en el paladar están producidos, según su teoría, por las diversas formas de los átomos: aquellos que terminan en punta son los responsables del sabor amargo, los átomos redondeados se ocupan de producir la sensación de dulzura. Como ven, el círculo es siempre el prototipo de lo bueno, herencia de Parménides y Pitágoras que durará más de lo que hubiera sido bueno, ni más ni menos que hasta que Kepler haga su irrupción en el siglo XVII.

Asimismo, lo pesado y lo ligero de los cuerpos está determinado por las cantidades de átomos y vacío que los forman; si predominan los primeros, es pesado, si no, es leve (los griegos, y después lo confirmará Aristóteles, consideraban el peso y la levedad como dos cualidades diferentes)… y así sucesivamente.

En el sistema atomista no hay plan preestablecido ni ciclos a los que pueda asignarse un fin. La materia eterna engendra, por su sola estructura, la diversidad de las cosas, sin más ley que la del azar, que es un azar causal y que reina sin límites sobre los átomos.

La solución de Empédocles: los cuatro elementos (la fractura de lo Uno)

Decirlo otra vez no está de más: uno de los grandes problemas de la filosofía de Parménides, aquel al que tuvieron que enfrentarse con obstinación los filósofos posteriores, era el del cambio. La construcción de Parménides parecía genial, pero prácticamente imposibilitaba acceder a la explicación de cualquier fenómeno natural. Ahora bien: en rigor, este problema que la escuela eleática dejó como su gran legado para la historia del pensamiento ya estaba implícito en el sistema de los milesios. La ciencia milesia, en efecto, estaba basada en una sustancia original, fuera la que fuere, pero explicaba flojamente, muy flojamente, la manera en que esa sustancia se transformaba en las demás. ¿Cómo es que el agua llegaba a ser piedra? O, mejor aún, ¿cómo llegaba a convertirse en su contrario, el fuego? ¿Cómo explicar ese cambio? La verdad es que resultaba muy difícil. La condensación y rarefacción de Anaxímenes trataban de aclarar el asunto, pero en verdad aclaraban muy poco. ¿Quién podía creer seriamente que el aire se condensaba hasta hacerse duro como la piedra? Enfrentado a esta situación, Empédocles (siglo IV a.C.) se puso a buscar una solución al problema milesio. Y se podría decir que la encontró.

Empédocles, según parece, fue un personaje bastante estrafalario, que además de filósofo fue místico, taumaturgo, médico y político. Las narraciones sobre su muerte son fantasiosas: algunos cuentan que desa­pareció durante un sacrificio; según otros, se arrojó al cráter del Etna para demostrar que era inmortal, cosa que, al parecer, no dio resultado.

Decíamos, entonces, que nuestro filósofo detectó muy bien el problema (la imposibilidad de explicar el cambio) e intentó resolverlo. Así como los atomistas dividieron el Ser, Empédocles fragmentó la sustancia originaria: propuso, así, que no hay una sola de la que surgen todas las demás sino que hay varias. Cuatro, en realidad, que son las que van a sobrevivir como los elementos griegos por excelencia: el aire, el agua, el fuego y la tierra. Es una elección bastante razonable, a la cual une los cuatro principios: lo húmedo, lo seco, lo frío, lo caliente. Pero también es un paso radical: lo «uno» tiene una atracción irresistible, pero cuatro suena un poco arbitrario… ¿Por qué 4 y no 5, o 10, o 92?

No hay una buena explicación al respecto. Sea como fuere, mediante la combinación de esas cuatro sustancias se forman todas las demás, por la acción de dos fuerzas, de unión y rechazo, que él llama Amor o Amistad (philia) y Odio (neikos). Incluso llegó a dar lo que nosotros llamaríamos «proporciones» de agua, tierra, fuego y aire, por ejemplo, en los huesos y en la sangre. Estableció que el hueso está integrado por fuego, agua y tierra en la proporción 4:2:2; la sangre y diferentes tipos de carne están formados por las cuatro raíces en igual proporción.

No es simple saltar de una cosa a la otra, de una sustancia originaria a cuatro. Pero ahora ya tenemos un principio para funcionar. Podemos analizar los objetos. El papel en que está impreso este libro será una mezcla de esas cuatro sustancias. Es cierto que la postulación no responde a nada que a nosotros nos pueda parecer un análisis químico, ni es en absoluto lo que hoy llamaríamos un «estudio cuantitativo», pero —de todas maneras— señalaba un camino.

En cuanto a su costado epistemológico, Empédocles admite, como Parménides, que los sentidos son débiles, cosa en la que en general casi todo el mundo está de acuerdo. No falsos sino débiles.

Mas, ea, observa con todas tus fuerzas cómo se manifiesta cada cosa, sin confiar más en la vista que en el oído, ni en el oído rumoroso por encima de las declaraciones de la lengua, ni niegues fiabilidad a ninguno de los otros miembros (órganos, partes del cuerpo) por los que hay un camino para entender, sino aprehende cada cosa por donde es clara.

La imagen que vemos en el espejo es ilusoria pero nadie intenta atravesar un espejo; nadie intenta atrapar el horizonte, pero sí distingue dónde está la puerta y sale por la puerta. Si se utilizan inteligentemente, los sentidos pueden ser una buena herramienta. Esta idea de «utilización inteligente de los sentidos», por definición engañosos y traicioneros, va a llevar siglos más tarde a la idea de experimento, a la tentación de aislar el fenómeno hasta un punto en que los sentidos lo puedan percibir sin posibilidad de error.

Si los sentidos son débiles, es tentador hacer el experimento con la razón mediante experimentos mentales. La paradoja de Zenón de Elea, con Aquiles y la tortuga, es un experimento mental; Zenón no necesita que la carrera efectivamente se desarrolle, le basta con pensarla. Lo que tiene de bueno un experimento mental es que, cuando uno lo piensa, puede operar con conceptos puros y así se libera de las molestias de la empiria.

Pero resulta que para Empédocles la razón también es débil.

Angostos son los recursos esparcidos por el cuerpo y muchas son las miserias que golpean dentro y embotan el pensamiento. Los hombres contemplan en su vida sólo una breve parte de ella, después rápidos en su morir se van volando como el humo, persuadidos sólo de que cada cual es arrastrado en todas direcciones, según su suerte. Pues, ¿quién se vanagloria de haber encontrado el todo? Estas cosas no deben ser vistas ni oídas así por los hombres ni captadas por el pensamiento. Tú, pues, ya que te has apartado a este lugar, aprenderás: el ingenio humano no puede alcanzar más allá.

En el caso de los sentidos, la definición de «débil» es más simple: los sentidos confunden, no reflejan cómo son las cosas en realidad. ¿Pero qué significa decir que la razón es débil? Pensemos lo siguiente: sabemos que hay un sustrato y, si queremos explicar el cambio, tratamos de explicarlo. Pero tenemos que explicar la relación entre el sustrato y el cambio. Una cosa es decir que hay un sustrato, algo inmóvil, lo que se conserva. Yo soy la misma persona ahora que ayer. Sin embargo, hago cosas distintas. Yo puedo explicar las cosas distintas que hago. ¿Pero cómo hago para explicar que es la misma persona la que hizo todas esas cosas distintas? Hay que explicar la conexión entre el sustrato parmenídeo (lo que es, lo que es inmóvil, lo que no cambia, en este caso yo mismo) y los fenómenos que se dan. Y eso no es simple. Entonces, como no es simple y no se puede explicar, Empédocles dice que la razón también es débil.

¿Es efectivamente débil la razón? Toda la ciencia moderna está construida sobre la presunción de que no lo es. Por otra parte, ahora algunas corrientes filosóficas sostienen que uno podría pensar que determinados fenómenos son demasiado complejos y no son reductibles racionalmente. De hecho, para que ciertos fenómenos caigan dentro de la ciencia, uno tiene que renunciar a reducirlos racionalmente. Aquí, como vemos, Empédocles plantea un problema. ¿Cómo podemos averiguar lo que es el conocimiento verdadero si fallan tanto los sentidos como la razón?

¿Qué compromiso podemos asumir para poder movernos en un terreno en el que evitemos esa debilidad de la razón? Hay un camino, hay un terreno en el que la razón se mueve a sus anchas, sin problemas y sin síntomas de debilidad: las matemáticas. Es un lugar donde no tiene que discutir con fenómenos ni ocuparse de fenómenos. Tiene que ocuparse de relaciones puras. Ése es el camino que eligió una escuela muy importante que venía desarrollándose a partir del siglo V en el sur de Italia. Viajemos hacia allí.

Pitágoras y el camino de los números

Muy poco es realmente lo que se conoce acerca de Pitágoras. Se conjetura que nació en la isla de Samos, la rival comercial de Mileto, situada en el mar Egeo, hacia la mitad del siglo VI a.C. y que luego se trasladó a Crotona, en la llamada Magna Grecia —es decir, territorios griegos en lo que ahora es Italia— para huir de la tiranía de Polícrates. Dicho sea de paso, Polícrates fue tirano de Samos desde 540 hasta 515 a.C. y, según cuenta la historia, era malísimo y no tenía ningún tipo de escrúpulo moral: se deshizo de sus hermanos que al principio habían reinado con él; solía emplear su gran flota en la piratería; terminó crucificado luego de ser engañado por el sátrapa persa de Sardes.

La figura de Pitágoras está rodeada por la leyenda, y así, aunque algunos autores dicen que fue hijo del dios Apolo, otros prefieren, de manera mucho más creíble, hacerlo hijo del rico ciudadano Mnesarcos.

Pitágoras fue el mentor de un grupo de matemáticos que tuvo gran tradición, de modo que muchos matemáticos del grupo ciertamente posteriores a Pitágoras le atribuyeron al maestro obras propias. Contrariamente a lo que sucedía con los milesios, al grupo pitagórico no le interesaba el estudio de lo relativo a la naturaleza. Además de sus virtudes científicas, fueron un grupo mancomunado por creencias y prácticas religiosas.

Creían en la inmortalidad y la transmigración de las almas y practicaron abstenciones rituales: por ejemplo, no podían comer alubias. Esta prohibición, que puede parecer rara, provenía de la tradición órfica, según la cual las almas, entre encarnación y encarnación, solían alojarse en las alubias, de modo tal que comerse un guiso podía significar almorzarse a una población entera. El grupo de Pitágoras fue influyente en el gobierno de Crotona, hasta que los ciudadanos se volvieron contra él, y tuvo que marcharse a Metaponto, también en el sur de Italia, donde finalmente murió.

La vida y la doctrina de Pitágoras fueron sin duda deformadas por la atmósfera mística que envolvió al grupo. La imposición del secreto y del silencio místicos que regía en la escuela pitagórica contribuyó sobre todo en lo que tiene que ver con la no-divulgación de los conocimientos. Pitágoras y su escuela pertenecen casi por igual a la ciencia y a la filosofía, a la mística y a la política: porque Pitágoras también fue un sacerdote de extraños rituales y un político que hasta tuvo que huir cuando los vientos del poder no soplaban del lado conveniente.

Los pitagóricos elaboraron un sistema astronómico, aunque fantasioso, muy interesante y del que hablaremos en su momento, y parece que fueron los primeros en asignarle a la Tierra una forma esférica. En cuanto a lo estrictamente matemático, que es lo que más nos interesa acá, es especialmente necesario señalar la opinión de Aristóteles, que como se habrán dado cuenta por las varias citas que fueron apareciendo, es una de las fuentes más importantes para entender qué pensaban los filósofos presocráticos (aunque hay que tener en cuenta que todos sus comentarios, como los comentarios de todo buen filósofo, sirven para apuntalar su propia doctrina). En su Metafísica, el gran filósofo griego explicaba:

Los denominados pitagóricos, dedicándose a las matemáticas, las hicieron avanzar, y nutriéndose de ellas, dieron en considerar que sus principios son principios de todas las cosas que son.

Es decir, el origen son los números.

Y, puesto que las demás cosas en su naturaleza toda parecían asemejarse a números, y los números parecían lo primero de toda naturaleza, supusieron que los elementos de los números son elementos de todas las cosas que son, y que el firmamento entero es armonía y número.

Múltiples semejanzas entre los números y las cosas… eso es mucho decir. Un ejemplo particularmente ilustrativo e interesante —también citado por Aristóteles— es la cuestión de la música: los pitagóricos descubrieron que hay relaciones numéricas precisas entre los sonidos. Una cuerda de la mitad de la longitud de otra da la misma nota, sólo que una octava más alta, y lo mismo ocurre con los acordes de cuarta y de quinta, que responden a relaciones numéricas. Estas relaciones no son para nada evidentes; no hay ninguna razón para suponer que la identidad de las notas tenga algo que ver con los números.

Pero los números parecen ser la razón subyacente de las armonías musicales: hay un sustrato en el que ocurren las relaciones numéricas, que se manifiestan en el mundo sensible como armonías musicales, de la misma manera que para los milesios había un sustrato en el que el aire o el agua se condensaban y se manifestaban como piedra.

Los pitagóricos habían llegado al principio de la semejanza formal entre los números y las cosas. Y la verdad es que podían haberse quedado en la idea de semejanza formal y su doctrina ya habría sido lo suficientemente novedosa como para merecer espacio en estas páginas. Pero había un paso audaz que estaba cantado, y los pitagóricos lo dieron: no es simplemente que las cosas se parecen a los números, sino que las cosas consisten en números. Así, establecen un principio abstracto como la esencia de todas las cosas; ya no es el agua, ni el aire, ni siquiera los cuatro elementos de Empédocles. Ahora la esencia de las cosas es una idea abstracta.

Y, a decir verdad, fueron tal vez un poco más lejos de lo aconsejable: identificaron a la Justicia con el número 4 por tratarse del primer número cuadrado (2 al cuadrado), al matrimonio con el 5, que representa la unión del macho (3) con la hembra (2), y creían que todo el cielo era una escala musical y un número y que, de acuerdo con la doctrina de la armonía de las esferas, los movimientos de los cuerpos celestes originan sonidos acordes, aunque inaudibles.

De cualquier modo, y por más mística y arbitraria que suene por momentos, la armonía de las esferas fue una creencia que duró hasta el mismísimo Kepler en el siglo XVII. El sustrato numérico pitagórico es un bello precursor del libro de la naturaleza escrito en caracteres matemáticos de Galileo, con todo el cuidado que hay que tener con la cuestión de los precursores.

Lo cierto es que si bien la metafísica pitagórica es central para comprender el pensamiento general de la escuela, y consiguió resultados tan impresionantes y bellos como el teorema de Pitágoras (todos conocen el enunciado de que la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo es igual al cuadrado de la hipotenusa), ellos también tuvieron que enfrentarse a un escollo serio, un escollo que partía del mismo glorioso teorema. Fíjense lo siguiente: si tenemos un triángulo rectángulo cuyos lados miden 1 cada uno, el cuadrado de la hipotenusa, si seguimos el teorema, tiene que medir lo mismo que la suma de los cuadrados de los catetos. Es decir: 1²+1²=H². Entonces H²= 2 y H=√2. Es decir que la hipotenusa mide exactamente √2.

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Y ahí surgió el problema fatal, porque los mismos pitagóricos lograron demostrar que √2 no es un número, o por lo menos no es un número como lo concebían ellos, ya que no es ni un número entero ni puede expresarse como la relación de dos números enteros p/q. Si quieren enterarse de cómo se demuestra la irracionalidad de la raíz de dos, pueden ver el recuadro de la página siguiente. Lo pongo así, en recuadro, para destacarlo y para que lo puedan saltear, pero les recomiendo que no lo hagan porque es, creo, una de las demostraciones más bellas (y sencillas) que existen, aunque tuvo consecuencias devastadoras para los pitagóricos.

Demostración de la irracionalidad de la raíz de 2

Vamos paso a paso.

Recordemos que cada número natural tiene una única factorización en factores primos, salvo el orden. Por ejemplo, 60 = 2. 2.3.5

Ahora fíjense que en un número al cuadrado, por ejemplo 60 al cuadrado, cada factor aparece un número par de veces, porque se repite la factorización del número base.

60 x 60 = 2.2.3.5.2.2.3.5

y eso pasa con cualquier número. Si en un número n el factor 7 aparece tres mil veces, en n al cuadrado, aparecerá seis mil veces.

Entonces: en cualquier número al cuadrado, el factor dos (o cualquier otro) aparece un número par de veces. Ahora volvamos a la √2

Y supongamos que √2 = p/q

De lo cual sale 2 = p²/ q²

Y que 2q² = p²

Lo cual no tiene nada de malo.

Ahora tenemos dos números iguales: 2q² y p², que, por ser iguales, tienen que factorizarse de la misma manera. Y veamos: ¿cuántas veces aparece el factor dos en p²? Un número par de veces, porque es un cuadrado. ¿Y cuántas veces aparece en 2q²? Un número par de veces, porque q es un cuadrado, más una vez que es el dos que aparece multiplicando del lado izquierdo, es decir, un número par de veces, porque q² es un cuadrado, y una vez más, o sea, un número impar de veces. Pero como los dos números son iguales, no pueden tener factorizaciones diferentes. Absurdo.

Imaginen. Ellos suponían que todo consiste en números y que el conocimiento expresa relaciones entre los números. Pero he aquí que una entidad, que ciertamente pertenece a la ciencia (la diagonal de un cuadrado) no puede ser expresada con números enteros. Un gigantesco golpe para la metafísica y la física pitagórica, que involucra toda una cosmovisión particular. Sería algo así como que hoy nos demostraran la imposibilidad lógica de que algo esté constituido por átomos. (Hoy, el concepto de número se extendió lo suficiente como para incluir entidades como las raíces cuadradas irracionales.)

¡Un número que no es un número! Era lo peor que les podía pasar, una verdadera tragedia, porque atacaba las bases mismas de su filosofía, y, además, parecía demostrar que la razón era débil donde más fuerte creía ser. Existe una leyenda según la cual Hipaso de Metaponto, miembro de la escuela, divulgó el secreto y los pitagóricos decidieron erigirle una tumba, por más que estuviera vivo, para demostrar que para ellos estaba muerto. Otras tradiciones sostienen que lo asesinaron.

Fue un desastre. Con la raíz de 2 cayó toda una cosmovisión que, sin embargo, sigue teniendo sus adeptos en la realidad. No es que alguien crea, a esta altura del partido, que el número 3 se corresponda con alguna entidad como la justicia o el amor. Pero sí son muchos los que creen —vergonzantemente a veces, a veces sin saberlo— que los números subyacen al mundo, y gran parte de la investigación científica actual se hace bajo este presupuesto. Sin ir más lejos, creo que todo matemático cree, en el fondo, que los números organizan la empiria, que lo que es matemáticamente posible, es, y que aquello que no es matemáticamente posible, no es. ¡Ah, Parménides!

Nos vamos, finalmente, a Atenas.