CAPÍTULO 4

Platón y Aristóteles

En estos dos primeros capítulos que pasaron vimos cómo los filósofos-científicos griegos fueron creando y afinando sus instrumentos: los milesios descubrieron la naturaleza y las explicaciones naturales, los eleáticos cuestionaron la empiria y llevaron la ciencia a un callejón sin salida. Para sortearlo, los atomistas fracturaron el Ser de Parménides en infinitos átomos que se movían en el espacio vacío, Empédocles rompió la unidad del elemento originario que trababa la cosmovisión milesia, los pitagóricos emprendieron un itinerario puramente intelectual tras el cual chocaron con la muralla invencible de la raíz cuadrada de dos.

Cada uno de ellos, cada escuela, ejercitó su instrumento con especial virtuosismo. Sólo faltaba que se juntaran en una orquesta y dieran un sonido único, un gran acorde armónico que combinara con diferentes énfasis a todos.

Y es que el escenario ya estaba listo para las dos gigantescas síntesis de la filosofía antigua, las que llevaron a cabo dos de los pensadores más importantes de la historia occidental (a tal punto de que hay quien afirma que todo el pensamiento posterior no es más que una nota al pie de sus escritos): Platón y Aristóteles.

Ambos, con sus sistemas y sus debates, determinaron la filosofía y la ciencia posteriores. Y es por eso que vale la pena ocuparnos de ellos con cierto detalle.

La muerte de Sócrates

Hemos desembarcado en El Pireo, el puerto de Atenas, y por las conversaciones que logramos entender de entre la multitud comprobamos que lo hemos hecho en un día aciago: Sócrates ha sido condenado a muerte por el tribunal ateniense y deberá beberse la copa de cicuta antes de que se ponga el sol. Nos apresuramos hacia los tribunales del gobierno ateniense para acompañar al Maestro.

Así entramos en un pequeño salón en el que Sócrates está reunido con sus discípulos. Con tanta mala suerte que, apenas cruzamos la puerta, el Maestro se levanta y pasa a otra cámara para bañarse. Por suerte el baño dura poco, lo que tarda Sócrates en despedirse de sus hijos y mujeres. Vuelve, al rato, con sus discípulos y nosotros (que también, como todo occidental, somos sus discípulos). Y ya cerca de la puesta del sol, llega el funcionario a quien le han asignado la funesta tarea de darle a Sócrates la orden de beber la copa que acabará con su vida. Algo conmovido, y en un griego bastante accesible, dice:

—Sócrates, no pensaré de ti lo que pienso de otros que se enfurecen contra mí y me maldicen porque les traigo la orden de beber el veneno, según obligan los magistrados. De ti ya he conocido en todo este tiempo que eres el hombre más noble, paciente y bueno de cuantos jamás vinieron aquí, y ahora sé bien que no te enojas contra mí, sino contra los culpables, que ya los conoces. Ahora, pues, como sabes lo que vengo a comunicarte, adiós, y procura soportar sencillamente lo inevitable.

Llorando, da media vuelta y se marcha. Sócrates dice, imperturbable:

—Salud también a ti, y yo haré lo que me dices. Que alguien traiga el veneno.

Desde un rincón se escucha una vocecita tímida:

—Me parece a mí, Sócrates, que todavía está el sol más alto que los montes y que aún no se ha puesto. No tengas prisa, que aún hay tiempo.

Sócrates responde:

—Con razón esos que tú dices lo hacen, pues creen que ganan algo con hacerlo, y con razón yo no lo haré, pues no me parece que sacaría otro provecho con beber un poco más tarde que el que se rieran de mí por aferrarme a la vida y andar ahorrando lo que ya nada es. Así que obedeceré.

Con lágrimas en los ojos, uno de los discípulos le hace un gesto al otro villano involuntario de la sesión, el burócrata encargado de darle el veneno disuelto en una copa. Sócrates, tan acostumbrado a hacer preguntas cuyas respuestas conoce mejor que su interlocutor, esta vez indaga con humildad:

—Vamos, amigo, tú que sabes de esto, ¿qué es lo que hay que hacer?

—Nada más —dice— que dar unas vueltas después de beber, hasta que te venga en las piernas pesadez, y entonces has de acostarte y de esta manera hará su efecto.

Dicho esto, alarga la copa a Sócrates. Él la toma y, muy serenamente, sin temblar ni alterársele ni el color ni el rostro, aplica la copa a los labios y apura la bebida. Sócrates, el más importante pensador de la Grecia clásica, ha bebido el veneno y su tiempo de vida es contado. Todos lloramos.

—¿Qué hacen, hombres desconcertantes? —dice Sócrates, quien continúa imperturbable—. Precisamente por ese motivo despedí a las mujeres, para que no cometieran estos excesos, pues en verdad tengo oído que se debe morir en religioso silencio. Así, pues, no alboroten y conténganse.

Después de dar unos paseos, que miramos con solemne atención, dice que le pesan las piernas y se acuesta boca arriba. El que le había dado el veneno le aprieta fuertemente los pies y le pregunta si lo siente. Sócrates dice que no. Mirándonos, va tocando cada vez más arriba y nos explica que el veneno va subiendo y enfriando el cuerpo. El momento final será cuando llegue al corazón.

Ya está frío el bajo vientre cuando Sócrates se descubre, pues estaba cubierto con un velo, y dice algo sobre una deuda que olvidó pagar a Esculapio. Con estas últimas palabras, se extingue la vida del gran filósofo, quien, según sus discípulos, fue el más justo y el más prudente de todos los hombres.

En un rincón, llora un hombre joven y de anchas espaldas. Preguntamos quién es, y nos dicen: Platón. Y nosotros, a pesar de la congoja, nos alegramos de verlo, ya que veníamos, precisamente, a buscarlo.

Atenas, capital del siglo V

En aquella época era posible, como en pocas más, ser a la vez inteligentes y felices.

BERTRAND RUSSELL

Salimos afligidos al aire libre de Atenas, pero las lágrimas no nos impiden comprobar apenas con una mirada (estamos en la segunda mitad del siglo V) que Atenas ha crecido hasta convertirse en el centro intelectual de Grecia. Los filósofos precedentes solían enseñar en las regiones de Jonia (como Mileto) o en la magna Grecia (Elea), pero a partir de la generación de Sócrates (470-399 a.C.) cada vez más los pensadores importantes o bien nacen aquí, o bien pasan aquí buena parte de su vida intelectual.

De hecho, Platón y Aristóteles, al fundar la Academia y el Liceo, respectivamente, convocaron a filósofos y científicos de toda Grecia. Pero ésa es sólo una de las transformaciones. La otra, imprescindible para entender contra quién discute Platón, es la expansión de los sofistas, filósofos ambulantes e independientes que buscaban sus alumnos entre los jóvenes de la polis, y que iban más allá de la educación tradicional griega, que se centraba en la gramática, la música y la poesía, extendiendo sus disertaciones a cualquier tema. Y cobraban por sus enseñanzas, además, lo cual escandalizaba a Platón. Estos hombres investigaron, más que problemas de la physis o del origen, al hombre como ciudadano: la incipiente democracia ateniense necesitaba, para consolidarse, de hombres que supieran expresarse y persuadir al público de que su opinión era la correcta.

Así, los sofistas se dedicaron a enseñar el arte de la persuasión y cuestionaron la existencia de un mundo objetivo más allá de las percepciones privadas de los hombres, inaugurando una forma de relativismo que Platón quiso combatir con un sistema filosófico cuyo objetivo fue determinar algún absoluto al cual aferrarse.

Y, por fin, hubo otra transformación que incidió sobre el desarrollo de la filosofía y de las ciencias en el Siglo de las Luces griego (y, de rebote, en todo el pensamiento posterior): Sócrates, ese gigantesco pensador, feo y desgarbado, a cuya desalentadora muerte asistimos, que contribuyó de manera decisiva a reorientar la filosofía hacia un pensamiento más centrado en el hombre que en la naturaleza.

Sobre este complejo panorama se cierne la figura impresionante de Platón.

Platón y sus andanzas

Aquel hombre joven que lloraba se llamaba en realidad Arístocles, había nacido en 427 a.C., habría de morir en 347 a.C., y era conocido por todo el mundo como Platón («el de anchas espaldas»); así lo llamaremos nosotros. Lo importante es que la mirada platónica del mundo sobrevivió durante siglos a través de su obra y de la influencia que ejerció sobre algunos filósofos contemporáneos, empezando por Aristóteles.

Platón nació en Atenas en el seno de una familia noble y tuvo la mejor educación que se podía tener en su tiempo. A los veinte años conoció a Sócrates, por entonces de 63, del cual fue alumno hasta que se produjo la tragedia de la cicuta. Después de varias aventuras y viajes (entre las cuales destaca un breve cautiverio entre los piratas) y de algunas tentativas infructuosas de dedicarse a la política, regresó a Atenas y fundó la primera escuela de filosofía organizada, la Academia, que situó en las afueras de la ciudad, en jardines que el héroe Academo había dedicado al culto de Cástor y Pólux, y que condujo durante veinte años bajo el lema «que no entre aquí quien no sepa geometría». Los filósofos naturalistas habían tratado de explicar el mundo o los fenómenos del mundo apelando a causas físicas o mecánicas, con la excepción de la escuela de Elea, los pitagóricos y Anaxágoras, un filósofo del que no hemos hablado aún —falta grave— pero que es importante porque traduce el clima intelectual de la época de Sócrates. Vamos a dedicarle unas palabras.

Anaxágoras: el nous

Anaxágoras (500-428 a.C.) fue no sólo uno de los filósofos más originales y famosos de su época (lo cual le valió, dicho sea de paso, una condena al exilio), sino quien detenta el gran honor de haber introducido la filosofía en la que pocos años después se convertiría en la capital indiscutible del pensamiento filosófico de la antigüedad.

Aunque nació cerca de Mileto, en Clazomene, Anaxágoras se trasladó a Atenas, donde se hizo famoso como especialista en las «cosas del cielo» y disertó ante audiencias selectas entre las cuales uno podía encontrar, si miraba con atención, al dramaturgo Eurípides o al mismísimo Pericles, gobernante de Atenas. Se cuenta que, en una ocasión, alguien le criticó su falta de interés por las cuestiones públicas y de la patria. Señalando al cielo, respondió que nadie más que él se preocupaba por su patria.

De hecho, nuestro filósofo se ocupó de intentar describir cómo era esa naturaleza (physis) que había intrigado a los pensadores desde Tales en adelante, a tal punto que se cuenta que pudo predecir la caída de un meteorito (esto es naturalmente falso, ya que la caída de un meteorito no se puede predecir; si la leyenda es cierta, digamos que tuvo suerte) y afirmar, muy temerariamente, que los astros no eran de ninguna manera dioses sino piedras comunes y silvestres. Al mismo tiempo, sugirió que el Sol era una piedra ardiente del tamaño del Peloponeso y que era quien mandaba su luz a la Luna, que esta última estaba habitada y que los terremotos no eran otra cosa que el movimiento de la superficie terrestre producido por la agitación de masas de aire encerradas en las vísceras de la Tierra.

Otra anécdota interesante relata que cierta vez un campesino le llevó a Pericles, cuando aún no gobernaba Atenas, una cabeza de carnero que tenía un solo cuerno en la frente; mientras que un adivino interpretó el hecho como un vaticinio del futuro triunfo de Pericles, Anaxágoras prefirió analizar el cráneo para determinar las razones anatómicas de la anomalía.

Bueno, ahí tienen. Y ya les conté que por no respetar las creencias tradicionales fue expulsado de la ciudad. Pero el punto central de su filosofía, de acuerdo con los pocos fragmentos de que disponemos, tiene que ver con el problema del origen de las cosas, que, como vimos, fue una obsesión para los griegos y, como veremos a lo largo de este libro, lo sigue siendo para nosotros.

Anaxágoras intentó despegar la filosofía de Parménides del inmovilismo a que conducía con el objetivo de lograr explicar el evidente discurrir del mundo. Para eso, como los atomistas, supuso que todas las cosas, en el origen, estaban juntas al mismo tiempo, «infinitas tanto en cantidad como en pequeñez», y que a partir de ellas, por un proceso que no llegaba a explicar muy bien, se formaba todo lo que conocemos.

Esta mezcla desordenada y heteróclita no podía empezar a ser sino gracias al trabajo de un Intelecto (nous), que funcionaba como un principio encargado de poner en marcha el movimiento. Obviamente, con semejante teoría del origen, Anaxágoras no podía sino pensar que, en última instancia, el verdadero conocimiento no podía sostenerse en el testimonio de los sentidos, que muchas veces se mostraba débil, sino que debía centrarse en el nous.

En principio, la teoría le encantó a Platón, aunque luego aseguraba que se quedaba a mitad de camino. Él mismo nos lo dice:

Habiendo oído que Anaxágoras afirmaba que el Intelecto es el Ordenador y la Causa de todas las cosas, gocé con la explicación y me creí contento de haber encontrado la verdad sobre la causa de los seres. Pero entonces vi que mi héroe no utilizaba para nada el Intelecto y que no le atribuía ninguna causa al ordenamiento de las cosas, sino que recurría, como siempre, al aire, al éter, al agua y a otras cosas extrañas.

Es decir que Anaxágoras postulaba el intelecto, pero al final no lo usaba para nada.

Los «dos mundos» de Platón

Lo que Platón descubrió, o determinó, o decidió, fue que el impulso de los naturalistas, que había sido decisivo para el comienzo de la filosofía y de la ciencia griegas, llegaba hasta un punto en el que no podía motivar más el avance. Desde el comienzo, desde Tales, los naturalistas habían intentado explicar lo sensible en función de lo sensible mismo, de buscar la causa de todas las cosas naturales, de todo lo empírico, en otras cosas naturales (ya fuera el agua, el aire o los cuatro elementos). Pero se topaban con problemas irresolubles: si el agua dio origen a todo, ¿quién dio origen al agua? ¿Y cómo podía salir del agua su opuesto, el fuego? Había algunas soluciones tentativas, como el ápeiron de Anaxágoras, pero lo cierto es que hasta ahí parecía llegar el naturalismo griego.

Por el otro lado, la filosofía de Parménides había detenido el desarrollo de la ciencia en la especulación metafísica sobre el ser. El pensamiento oscilaba como un péndulo entre la dudosa empiria y la metafísica del ser. Por lo tanto, era necesario abrir una vía nueva o el péndulo seguiría oscilando para siempre. Platón, entonces, tomó el toro por las astas y postuló la existencia de dos reinos: al ser de Parménides lo redefinió como mundo suprasensible, «inteligible», accesible sólo mediante el intelecto, y toma la empiria naturalista, y la convierte en el mundo de los sentidos, el mundo sensible, y los hace coexistir.

Pongamos un ejemplo de Platón que empezará a aclararnos el panorama: ¿Por qué nos parece bella una cosa? Es una cuestión difícil de resolver. No se trata de decir qué cosas son bellas sino de definir verdaderamente qué es la belleza, es decir, qué es aquello que hace que todas las cosas bellas sean bellas. Una postura naturalista lo atribuiría a elementos puramente físicos: color, figura, tamaño o a cualquier combinación de cualidades, pero Platón nos dice que esos rasgos aprehendidos por los sentidos no aseguran nada: si algo es bello es a causa de algo superior que le otorga la cualidad de belleza.

Ese algo, que no pertenece al mundo de lo sensible, es una idea o forma de lo bello, que hace que las cosas sensibles sean bellas participando de ella. Y este razonamiento se aplica a todo, lo cual implica que para que exista cualquier objeto físico debe haber una causa suprema y última que no es de carácter físico sino metafísico. Así, hay dos planos: uno fenoménico y visible y el otro captable sólo con la mente.

Estas «causas» de naturaleza no física fueron llamadas por Platón «ideas» (eidos en griego significa «forma») y son las que pueblan y estructuran el mundo del Ser. No son proyecciones ni representaciones mentales ni pensamientos, sino cosas que existen realmente. Son la esencia de las cosas, aquello que hace que cada cosa sea lo que es. No dependen del sujeto ni son modificables por él, sino que, al revés, se imponen al sujeto de manera absoluta y no están sometidas al mundo sensible del devenir.

Una cosa bella puede corromperse y dejar de ser bella, pero la idea de belleza es absolutamente inmutable, como lo es la idea de silla, la idea de caballo o la idea de libro. Así que, si son platónicos, pueden sentirse tranquilos: si alguna parte de este libro se pierde o se corrompe, la idea permanece.

Así, y en cierto modo como los atomistas dieron estructura al no ser, poblándolo de vacío y de átomos, Platón le da estructura al mundo suprasensible y lo puebla con entes suprasensibles que están organizados de manera jerárquica. Las ideas inferiores participan de las superiores, que van elevándose hasta la cúspide de la jerarquía, que es la Idea del Bien. Hay, pues, una cierta dinámica en el mundo suprasensible en vez de la inmovilidad parmenídea. Y de alguna manera, al postular un espacio inmutable (el mundo de las ideas) y otro sometido al cambio y el devenir (el mundo sensible), consigue zanjar la disputa entre los eleáticos y otro filósofo al cual hemos descuidado hasta ahora: Heráclito. Me olvido, pero finalmente los recupero. Ustedes me perdonarán.

Heráclito nació cerca de Mileto, en Éfeso, y escribió lo que escribió en un estilo oracular, es decir, en un estilo que requería una complicada tarea de interpretación por parte de sus lectores. Uno de los problemas de este estilo oracular, según dicen algunos, es que su dificultad hizo que fuera mal leído y mal interpretado por todo el mundo, a tal punto que nos llegó a nosotros la idea de que es el filósofo del «todo fluye» cuando, en rigor, no es para nada así.

Pero así fue como lo leyó Platón, y es este aspecto el que nos interesa a nosotros aquí, puesto que es este aspecto el que Platón necesita solucionar para avanzar con la postulación de su propio sistema filosófico.

Heráclito se define, para Platón, en oposición con Parménides. Si el último es el propulsor de la idea de la estabilidad absoluta del ser, el primero asegura que la realidad es tan cambiante que, por ejemplo, nadie puede bañarse dos veces en el mismo río (puesto que el agua que pasa ya no es la misma que ha pasado y yo, la segunda vez, no soy el mismo que se ha bañado la primera). El ejemplo vale también para una ducha.

Desde ya, lo cierto es que Heráclito está convencido de que el fundamento de todas las cosas está en el cambio y en el fluir, en la contradicción y la lucha entre los contrarios. Lo cual no significa, en absoluto, que el cambio y el fluir sean anárquicos, sino todo lo contrario: están sometidos a leyes muy precisas, al logos (una especie de razón impersonal y universal) que organiza armónicamente, de manera invisible, lo que en la realidad aparece como caótico. Lo aparente son las multiplicidades aisladas; lo permanente es esa armonía oculta que debe encontrar el filósofo.

Pero volvamos a ese mundo que, con gran esfuerzo, está intentando construir Platón. Decíamos que la causa del mundo sensible es el mundo suprasensible, inteligible. Pero ¿cómo se articulan esos dos mundos? El mundo sensible participa del inteligible, aunque no está para nada claro cómo. Después de reconocer las dificultades que presenta este punto, Platón introduce un demiurgo, un dios hacedor semejante al nous de Anaxágoras, un artífice que, tomando como molde el mundo inteligible, ha plasmado el mundo sensible. ¿Por qué lo hizo? Por bondad y amor al Bien. Y en consecuencia hizo la obra más bella y perfecta posible. El demiurgo otorgó al mundo un alma e intelectos perfectos, además de un cuerpo perfecto, convirtiéndolo de caos en cosmos.

El conocimiento

Tuve miedo de que mi alma quedase completamente ciega al mirar las cosas con los ojos y al tratar de capturarlas con los sentidos [y por eso] decidí que debía ubicarme en los razonamientos y considerar mediante éstos la verdad de las cosas.

PLATÓN

Hasta ahí, y muy a grandes rasgos, la imagen filosófica del mundo que nos ofrece Platón. Pero ¿por qué nos interesa todo esto? Porque plantea un problema sobre las bases del conocimiento científico. Suponer que la verdad excede el plano sensible exige que expliquemos cómo conocemos lo que conocemos. ¿Cómo hacemos para saber algo, para llegar a ese mundo inteligible, que parece tan alejado y tan etéreo?

Admitir la existencia de dos mundos distintos (el de las ideas y el sensible) exige una muy precisa epistemología, es decir, una muy precisa teoría que explique el mecanismo del conocimiento, y la concepción platónica del conocimiento, justamente, se ve ilustrada en dos de las partes más famosas de sus diálogos (recordemos que toda la obra de Platón está escrita en forma de diálogos en su mayoría protagonizados por Sócrates). En la primera, conocida como «alegoría de la caverna», Platón demuestra cuál es el verdadero conocimiento al que aspira y cuál es la situación en la que se encuentran los hombres normales (es decir, los no-filósofos); en la segunda, argumenta por qué piensa que conocer es, en realidad, recordar.

La alegoría de la caverna parte del principio de que los hombres vivimos como si estuviéramos encadenados en el interior de una caverna a espaldas de su entrada, mirando a una pared y sin poder darnos vuelta. Inmediatamente detrás de nosotros hay un muro «semejante al biombo que los titiriteros levantan entre ellos y los espectadores» (que ni percibimos porque no podemos darnos vuelta) y, detrás de ese muro, un grupo de personas va poniendo objetos encima del muro. Detrás de los hombres que colocan los objetos, hay un fuego. Nosotros, los hombres comunes, imposibilitados de mirar hacia atrás, sólo podemos ver en la pared las sombras que proyectan los objetos que colocan los hombres por encima del muro.

Eso que vemos tiene cierta relación con la realidad (la sombra de un jarro proyecta una sombra similar a un jarro propiamente dicho) pero no es la realidad. Es el equivalente de esas sombras lo que percibiremos siempre en nuestra vida cotidiana, a menos que rompamos las cadenas que nos mantienen atados e imposibilitados de mirar directamente lo que ocurre fuera de la caverna. Porque el conocimiento sensible da resultados provisorios y confusos.

El primer paso, al liberarnos de las ataduras, será enfrentar los objetos propiamente dichos; el segundo, poder mirar al fuego directamente; el último, salir a la luz del sol y contemplarlo de frente. El proceso es doloroso y cuesta mucho trabajo, pero es la única manera de garantizar un conocimiento verdadero.

En la analogía, el antro subterráneo es el mundo visible; el resplandor del fuego que lo ilumina es la luz del sol, y la región superior, fuera de la caverna, es el mundo inteligible.

El verdadero conocimiento, el que proviene de mirar al sol, se obtiene, según Platón, mediante el intelecto. Para liberarse de las cadenas de los sentidos, que son sólo un primer paso, cada hombre debe bucear en su interior, en la plena conciencia, olvidando el mundo sensible. Allí encontrará una certidumbre absoluta siempre que esté guiado por la razón.

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Con esta filosofía de base, es natural que Platón no se ocupe mucho de las ciencias naturales y, cuando lo haga, sea para revelar las operaciones de la razón en el universo. Así, por ejemplo, desprecia o ningunea la astronomía observacional y proclama que todo consiste en «salvar las apariencias» de lo que se ve mediante círculos y esferas. Asimismo, acepta la teoría atomística, pero la matematiza: toma la teoría de los cuatro elementos y asigna a cada uno de ellos uno de los cinco sólidos regulares (conocidos desde los tiempos de Pitágoras).

Naturalmente todo esto es especulativo, por no decir fantástico, pero muestra el impulso geométrico que arrastraba Platón. La leyenda «que no entre aquí quien no sepa geometría» no estaba escrita porque sí.

Pero abandonemos por un rato a Platón (y digo «un rato» porque siempre va a estar cerca de nosotros), y ocupémonos un poco de su más aventajado y genial discípulo.

Explicar el mundo: Aristóteles, un sistema completo

Aristóteles es un gigante intelectual que se planta frente al mundo y dice «voy a explicarlo todo» y —cosa increíble— lo hace. «Voy a reunir todo el conocimiento» y, también, lo hace, logrando una síntesis realmente formidable. No por nada su pensamiento tuvo una prolongada vigencia en Occidente: desde el siglo IV a.C. (en el que vivió) hasta bien entrado el siglo XVII, sus ideas y postulados fueron considerados casi indiscutibles.

Su obra es titánica, de una vastedad inabarcable: ética, medicina, biología, lógica, mineralogía, zoología, metafísica, política, economía, filosofía y mecánica son sólo algunas de las investigaciones de las que se ocupó a lo largo de sus 66 años de vida. Aristóteles es muy distinto de Platón, y organiza su pensamiento de manera diferente: escribe verdaderamente como un profesor, sus tratados son sistemáticos, minuciosos, exhaustivos.

Había nacido en Estagira, en Tracia, en el año 384 a.C. Su padre era un médico que estaba al servicio de Filipo de Macedonia. A los dieciocho años viajó a Atenas e ingresó en la Academia platónica, donde permaneció veinte años (la abandonó solamente tras la muerte de Platón en 347), y conoció a los científicos más famosos de la época. Durante un breve intervalo de tres años, viajó por Asia Menor, donde impartió clases y realizó investigaciones sobre el mundo natural. En 343-342, Filipo lo llamó a su corte y le confió la educación de su hijo, un tal Alejandro, que tenía trece años.

Permaneció en la corte hasta que su alumno subió al trono y, en 335-4, regresó a Atenas, donde fundó su propia escuela, el Liceo (porque lo hizo en edificios cercanos a un templo de Apolo Liceo). Como impartía sus enseñanzas mientras paseaba por el jardín vecino a los edificios, la escuela se conoció como peripatética (del griego peripatos, paseo), y se enfrentó y eclipsó a la Academia, en decadencia tras la muerte de Platón.

Finalmente, al morir Alejandro, hubo una fuerte reacción antimacedónica en Atenas, que lo llevó (no olvidemos que había sido su preceptor) a exiliarse. Murió en 322, después de unos pocos meses.

Aristóteles y Platón

Aristóteles, como les decía, pasó veinte años en la Academia de Platón, y se impregnó de las enseñanzas de su maestro, aunque luego se fue alejando paulatinamente de él. Sus intereses, entonces, fueron virando desde la metafísica platónica a una actitud más naturalista y empirista.

Pero para poder llegar a la empiria como objeto de conocimiento, Aristóteles tuvo, primero, que modificar decisivamente la metafísica de su maestro. En realidad, lo que hizo fue introducir un pequeño cambio, pero de esos pequeños cambios que alteran todo un sistema: Platón, para describir la interacción del mundo inteligible con el sensible, había hablado de una «participación» que nunca había logrado explicar satisfactoriamente y para lo cual necesitaba la acción de un demiurgo; Aristóteles, por su parte, elimina a ese demiurgo y «baja» las ideas platónicas a la materia, de modo tal que la tendencia al orden y el cambio no son decisiones de ninguna voluntad suprema, sino que son inmanentes a la naturaleza.

Las Ideas platónicas no están ya en un mundo aparte, sino que están en las cosas, y es allí donde hay que ir a buscarlas. La realidad sensible, empírica, dura, blanda, ingresa así masivamente a la esfera del Ser —todo lo que no sea pura nada, pertenece a la esfera del Ser, tanto si es de una realidad sensible como inteligible— y cae bajo la mirada de la ciencia.

El infatigable problema del devenir (que venía quitándoles el sueño a los filósofos griegos desde el comienzo, que Parménides había negado porque nada puede pasar del ser al no-ser y viceversa y que Platón había resuelto confinándolo al mundo sensible y excluyéndolo del inteligible) es resuelto por Aristóteles gracias a la postulación de dos modalidades de ser: en potencia y en acto.

Cuando la semilla se convierte en árbol no hay un paso del ser al no ser ni del no ser al ser, lo cual era imposible: el árbol está en potencia en la semilla, y en acto en el árbol desarrollado. No cambia su cualidad ontológica (ambos son existentes) sino su modalidad ontológica: en potencia o en acto.

Pero admitir que existe el cambio no significa que la naturaleza esté regida por la casualidad ni por el azar, sino que igualmente posee orden y regularidad. Y ese orden y esa regularidad tienen aparte una finalidad, que es uno de los componentes de la causa, de la idea de causa de Aristóteles. Algo no sólo está por algo, sino para algo.

Para Aristóteles, la Physike, segunda filosofía, o simplemente física, incluía el estudio de los objetos naturales que poseen, en sí mismos, la posibilidad de cambio o movimiento. Así, no sólo se abocó a lo que hoy circunscribimos como física, sino que también englobaba lo que hoy llamaríamos química, mecánica y diversas ramas de la biología.

Y justamente el cambio de estilo expositivo corresponde a esta visión diferente: el uso de la ironía socrática dio origen, en Platón, a un discurso y a un filosofar que se plantea como una búsqueda sin pausa —e inusitadamente bella y poética—, Aristóteles trabaja de manera orgánica y consigue una sistematización estable del conocimiento, que consiste en

conocer la causa de la que depende un hecho, y que éste no puede ser de otra manera.

Es decir, el conocimiento (episteme) consiste en encontrar las verdades universales de las que nos hablan las cosas —el discurso de las cosas, que vuelve, después de sus aventuras eleáticas, pitagóricas e incluso platónicas— y encontrar relaciones que son eternas y universales y se obtienen por deducción a partir de axiomas, definiciones e hipótesis. En sus tratados ­lógicos se ocupa cuidadosamente del método deductivo y de la prueba, llevando su análisis mucho más allá de lo que nadie había hecho hasta entonces.

Así, de alguna manera, unos doscientos años más tarde, el estagirita (o el filósofo, como se lo llamó en la Edad Media) retoma el camino de los primeros naturalistas, pero con una amplitud de miras y una capacidad de análisis que dan cuenta del formidable desarrollo del genio griego en apenas dos siglos.

Es impresionante, sí, aunque hace falta una severa advertencia: prácticamente ninguna de las teorías que Aristóteles propuso resultó finalmente correcta, e incluso casi todas ellas se convirtieron en graves escollos para el desarrollo de la ciencia moderna, que, a partir de Copérnico, en el siglo XVI, será una titánica construcción contra Aristóteles.

Es muy tentador «echarle la culpa» del destino ulterior de su sistema, que, justamente, por ser tan completo y exhaustivo, terminó por transformarse en un dogma paralizante. En todo caso, podemos hacer el ejercicio de despegar al propio Aristóteles del fundamentalismo aristotelista que, como todo fundamentalismo, tanto daño haría más tarde. Aristóteles no fue responsable de lo que dijeron quienes fueron más aristotelistas que él mismo.

Dicho esto, echemos, sin miedo, un vistazo a sus principales teorías, descubrimientos, indagaciones, investigaciones o como sea que queramos llamarlos. Y digo sin miedo porque, verdaderamente, internarse en un mundo que, visto desde ahora, es completamente equivocado —y a veces disparatado— tiene sus bemoles.

Pero la ciencia avanza a los tumbos, y muchas veces el camino del error juega un papel importante. Un sistema fuerte como el aristotélico puede convertirse en una rémora, pero también puede llegar a mostrar con claridad los puntos claves que hay que derribar, como efectivamente ocurrió con la construcción de la ciencia moderna.

La física de Aristóteles

Probablemente convenga empezar por la física, aquella disciplina que fue articulando el pensamiento científico griego desde Tales en adelante y a la que se le fueron planteando todos los problemas que hubo que intentar resolver filosóficamente. Aristóteles rechaza por completo el tipo de teoría física que invocaban los atomistas y el bueno de Platón, en las cuales las diferencias entre sustancias se reducían a diferencias cuantitativas y matemáticas, y postula que los problemas físicos deben ser explicados por causas físicas y no matemáticas.

Así, retiene los cuatro elementos originarios de Empédocles pero rechaza la existencia de los átomos, ya que considera la materia como infinitamente divisible:

No puede existir una parte tan pequeña de una magnitud que no se pueda obtener de ella otra más pequeña por división.

Y puede decirse que tiene bastante razón: como ya vimos cuando hablamos de Demócrito y Leucipo, si los átomos tienen forma y por lo tanto volumen, ¿por qué no podrían dividirse?

Los cuatro elementos se ordenan sobre una esfera de tierra, la Tierra, esférica e inmóvil en el centro del universo. Por encima de ella se ubica la capa del agua, en tercer lugar la del aire, luego la del fuego. Y por encima de la esfera del fuego, que llega hasta la órbita (o esfera) de la Luna, se extiende un quinto elemento (o quintaesencia), uno que todavía no hemos escuchado nombrar y que estará destinado a jugar un papel increíblemente protagónico en la historia de la ciencia: el éter, inmutable e incorruptible, del cual están hechos tanto los astros como las esferas que los mueven.

El mundo sublunar, por su parte, es (como ya se habían dado cuenta muchos de sus antecesores, entre los cuales habría que destacar al oscuro Heráclito) mudable, corruptible y sujeto a transformaciones, ya que la esfera de la Luna, mediante su roce, altera y mezcla las capas sublunares, que, si no, configurarían un mundo completamente estático.

La verdad es que esta dualidad mundo supralunar perfecto, eterno, incorruptible - mundo sublunar cambiante, sucio, asqueroso, imperfecto (pero interesante), recuerda la división platónica entre el mundo de las ideas y el más prosaico de la empiria. Pero justamente el adjetivo «interesante» es el que marca la diferencia.

El problema del movimiento

Vamos a mirar con cierto detalle la teoría aristotélica del movimiento, que según piensa el volátil autor de estas páginas será la piedra de toque de las discusiones y dificultades que van del siglo XII a Galileo (aunque con el importante antecedente de Filopón, del siglo V, de quien hablaremos llegado el momento).

¿Por qué se mueven los cuerpos? Aunque pueda parecerlo, porque convivimos con él, no es un problema simple. Ajustando un poco la pregunta: ¿Por qué algunos cuerpos están en reposo y otros se mueven? o ¿cómo puede ser que haya algunos que primero estén en reposo y después se muevan, otros que estén siempre en reposo y otros que se muevan todo el tiempo, como la Luna?

A primera vista, y siguiendo el panorama que da el sentido común, un móvil se mueve porque algo lo mueve, lo arrastra, lo empuja, lo lanza, o porque actúa un motor interno, como en el caso de un colectivo o un automóvil. Obviamente, Aristóteles no ponía este último ejemplo, pero sí el de los animales, que tienen un motor interno que produce sus movimientos.

Sin embargo, hay otros movimientos que son espontáneos: por ejemplo, el de caída de los cuerpos. Si el volátil autor de estas páginas (me gustó la expresión) suelta una piedra, se precipita a tierra sin que intervenga nada que la mueva, y cada vez con mayor velocidad, como si tuviera una voluntad propia. ¿No es extraordinario que la piedra caiga por sí sola? Obviamente, como la idea de gravedad todavía no estaba ni lejana en el horizonte, había que explicar de alguna manera hechos aparentemente tan inexplicables como el de una piedra que caía hacia el suelo o el del humo que ascendía indiferente.

Parecen dos tipos de movimiento que no tienen nada que ver, y Aristóteles de hecho los distingue perfectamente: no es lo mismo aquel movimiento que requiere un motor o una fuerza que el movimiento de la piedra que cae naturalmente o el del humo que naturalmente sube. Estos últimos no necesitan que funcione ninguna fuerza: son, simplemente, procesos de restitución de los elementos a la esfera a la que pertenecen. Si alguna vez anduvieron a caballo, se habrán dado cuenta de que el último tramo, antes de llegar al establo, el animal, aunque agotado, hace lo imposible para llegar rápido. El establo es su lugar, el animal lo sabe y se esfuerza por estar allí. Más o menos así concibe Aristóteles el movimiento de este segundo tipo. La piedra (mayormente tierra) quiere retornar a la esfera a la cual pertenece, que es la más baja (¿recuerdan?), y de la cual fue apartada, y el humo, mayoritariamente fuego, se dirige naturalmente a la esfera del fuego, la más alta.

Si tenemos en cuenta la cosmología aristotélica, con las cinco capas, es lógico pensar que un objeto compuesto principalmente de tierra, como una roca, se caerá al soltarlo en el aire. Por el mismo motivo, la lluvia cae mientras que las burbujas de aire bajo el agua se moverán hacia arriba. Aristóteles completa la idea diciendo que cuanto más pesados sean los cuerpos, más ansiosamente se esforzarán por retornar a su sitio, ya que el peso no es otra cosa que la manifestación de su nostalgia por la esfera originaria. Por lo tanto, un cuerpo pesado caerá más rápidamente que uno liviano. El agua de los ríos, por su parte, fluye a la esfera del agua (y eso explica el movimiento de los ríos)… y así.

Cada objeto del mundo pertenece a su «lugar natural» y va a hacer todo lo posible para volver a él. Una vez alcanzada su posición en el sistema, los elementos permanecerán en reposo manteniendo toda su pureza como tales. Abandonada a sí misma, sin la acción de fuerzas exteriores que turben el esquema, la región sublunar sería una región estática, reflejo de la estructura propia de las esferas celestes.

¿Pero qué ocurre con los otros movimientos, aquellos que se inician si y sólo si hay algo que los genera (un motor), como es el brazo en el caso del lanzamiento de una piedra? Obviamente, no son naturales, y no llevan a las cosas a sus lugares naturales, sino más bien al revés: yo alzo la piedra y la alejo justamente de su lugar natural; lanzo una flecha y ésta sube (contrariando su naturaleza); los motores imponen a los móviles movimientos violentos, que duran mientras el motor actúa, y cesan apenas la acción motora se desvanece.

Lo cual podría estar muy bien, salvo por el hecho de que es inverosímil y completamente contrario al sentido común: es muy fácil de comprobar que si yo arrojo una piedra, ésta se sigue moviendo una vez que el motor —la mano— se ha separado de ella. Parece un argumento fatal para la teoría. Pero Aristóteles no se amilana por eso y propone una solución ingeniosa aunque inverosímil: cuando el motor abandona al móvil, es el propio medio el que sostiene el movimiento, y para explicar a su vez cómo un medio que habitualmente resiste el movimiento ahora lo mantiene, describe una complicada situación… que es mejor que la cuente el propio Aristóteles que yo mismo:

El motor original confiere la capacidad de ser un motor al aire, al agua o a cualquier otra cosa por el estilo que por naturaleza pueda comunicar o sufrir movimiento. Mas esta cosa no cesa de impartir y recibir movimiento simultáneamente. Deja de estar en movimiento en el momento en que su motor deja de moverla, pero sigue siendo un motor, por lo que causa movimiento a otra contigua, y de ésta se puede decir lo mismo. El movimiento disminuye cuando la fuerza motriz producida en un miembro de la serie de cosas contiguas es cada vez menor, y termina de cesar cuando uno de los miembros ya no hace que el siguiente miembro sea un motor sino que tan sólo lo mueve. Entonces el movimiento de los dos últimos, uno como motor y el otro como móvil, cesa simultáneamente y con ello todo movimiento.

Parece un galimatías, y en efecto lo es. El primer motor le transfiere al medio (agua, aire o el que sea) la capacidad de ser motor, y éste empuja al objeto gracias a pequeños fragmentos de aire que se van transfiriendo unos a otros la capacidad motora hasta que de repente, no se sabe bien por qué, dejan de hacerlo… No es demasiado verosímil. Y lo cierto es que se le escapó algo que será central para el triunfo de la ciencia moderna, algo que primero se llamó impetus y luego inercia, piedra (nada más apropiado) de toque de lo que será la ciencia del movimiento de Galileo.

Entonces: movimiento de las cosas que van hacia su lugar natural y movimiento impulsado por un motor. Pero hay, todavía, un tercer tipo de movimiento, diferente de estos dos: el movimiento de los astros, que es regular y eterno. ¿Cómo se explica entonces que los astros se muevan? Aristóteles, al igual que los pitagóricos, piensa que la tierra y el cielo, el mundo sublunar y el supralunar, están sujetos a dos conjuntos diferentes de leyes naturales. Los movimientos del mundo supralunar tienen que ser naturales, circulares, permanentes y mantener al cielo en un estado de profunda calma e inmutabilidad. Justo lo opuesto a la visión actual, que presenta al universo como un lugar de cambio, expansión, explosiones, y toda clase de accidentes.

Las esferas celestes tienen un motor: cada una de ellas se mueve por el impulso transferido desde la esfera inmediatamente superior, lo cual, evidentemente, lleva al problema del regreso al infinito. A la primera la mueve la segunda; a la segunda, la tercera; a la tercera, la cuarta. ¿Pero quién arranca el movimiento? El genio de Borges inmortalizó este inconveniente:

Dios mueve al jugador y éste, la pieza,

¿qué dios detrás de Dios la trama empieza?

La respuesta de Aristóteles es que la trama la inicia un «primer motor inmóvil», cuya condición de no moverse nos salva del problema del regreso ad infinitum. Y, de paso sea dicho, cada una de las esferas tiene, además del rozamiento de la esfera superior, su propio primer motorcito inmóvil, que también forma parte de las causas de su movimiento.

Como todos sus contemporáneos, Aristóteles está convencido de que la Tierra ocupa el centro del universo, y no podría estar en otro lado, por una razón estrictamente física (más o menos la que habían expuesto Anaximandro y Anaxímenes: tiene que estar en el centro, pues no tiene a dónde caer, ya que dista lo mismo de todas las partes). Así como la Tierra está inmóvil en el centro, el Universo entero está contenido dentro de la esfera de las estrellas. En todos y cada uno de los puntos del interior de la esfera hay materia.

Los agujeros y el vacío no tienen razón de ser. En el exterior de la esfera no hay nada, ni materia, ni espacio. Materia y espacio van juntos: son dos aspectos de un mismo fenómeno y, por lo tanto, la propia noción de vacío es completamente absurda. A partir de este presupuesto, Aristóteles explicó el tamaño finito y la unidad del Universo. Espacio y materia terminan en el mismo lugar: no tiene sentido construir un muro que limite el universo y preguntarse qué es lo que limita el muro.

Así pues, queda claro que fuera del cielo no existe ni puede existir ningún cuerpo. La totalidad del mundo está integrada por toda la materia disponible (…). Por lo tanto, ni existen ahora varios cielos, ni existieron antes, ni pueden existir; antes bien, este cielo es único y perfecto.

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EL SISTEMA ARISTOTÉLICO

Otro rasgo del movimiento según Aristóteles es que es absoluto, y esto es importante señalarlo, porque será uno de los grandes temas en discusión de la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII. Para Aristóteles, lo que se mueve, se mueve, y lo que está quieto (como la Tierra en el centro del universo), está quieto. Del mismo modo, arriba y abajo son direcciones absolutas en relación con el centro de la Tierra. La negación de estos dos postulados dará origen a la física moderna.

Lo cierto es que, a pesar de sus errores, los textos de Aristóteles suministran las primeras enunciaciones generales concernientes a las relaciones entre los diversos factores que rigen la velocidad de un cuerpo en movimiento. La velocidad es proporcional al peso del cuerpo:

Si un cuerpo dado se mueve cierta distancia en cierto tiempo, un peso mayor se moverá igual distancia en un tiempo más breve, y la proporción entre ambos pesos uno respecto del otro, la guardarán los tiempos uno con respecto del otro.

Al mismo tiempo, es inversamente proporcional a la «densidad» del medio a través del cual tiene lugar el movimiento, de modo tal que se moverá más rápidamente en uno que sea más «tenue e incorpóreo». Y aquí hay otro argumento contra la existencia del vacío, ya que en el vacío un móvil se movería con velocidad infinita, cosa que le resulta absurda.

Acá, hay que admitirlo, Aristóteles acierta bastante. Es cierto que, en el aire, los cuerpos pesados caen más rápidamente que los livianos de la misma forma y dimensiones, aunque esto no sea cierto en el vacío. Del mismo modo, el movimiento a través de un medio denso es generalmente más lento que a través de uno enrarecido: el inconveniente es que se simplifica mucho la cuestión al considerar que la relación es directa.

Y con este seudoacierto aristotélico, podemos abandonar la teoría del movimiento, siempre que nos comprometamos a no olvidarla porque va a marcar de manera pasmosa la historia del pensamiento hasta la Revolución Científica. Echemos un vistazo (rápido, necesariamente) a los otros campos en los que posó su universal mirada.

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EL ESQUEMA DEL MOVIMIENTO

Biólogo, químico, geólogo, minerólogo

En oposición a Platón, y a todos los filósofos-matemáticos herederos del pitagorismo, Aristóteles sostuvo firmemente la importancia del estudio de las particularidades pertenecientes al mundo del devenir. Insistía en que la observación de las partes exteriores de los animales no era suficiente y que incluso había que diseccionarlos, práctica con la que se aprendía mucho, según sus propias palabras. Sus estudios sobre los seres vivos se fueron construyendo, de hecho, como una pieza más de su impresionante sistema: los animales, que muestran propósitos y adaptaciones muchas veces extraordinarios, constituían, de alguna manera, un espejo en el que admirar el orden del cosmos.

Para lograr esto no alcanzaba con la pura especulación metafísica: era necesario embarrarse las manos. Y Aristóteles lo hizo sin problemas, recogiendo, por ejemplo, huevos en el campo y mirando cómo avanzaba la gestación de un pollito. A tal punto fue importante la biología, que llegó a establecer una clasificación general de los animales, la primera que conocemos en la historia.

Con rigor de científico actual, el mismo hombre que inventó el éter y el primer motor inmóvil, escribe fragmentos de una precisión sorprendente, como el siguiente:

Los llamados cefalópodos y los crustáceos presentan muchas diferencias con éstos. Para empezar, no poseen el conjunto total de las vísceras, como tampoco, ninguno de los restantes animales no sanguíneos. Hay otros dos géneros no sanguíneos, los testáceos y el grupo de los insectos. Todos estos carecen de sangre con la que formar las vísceras porque tal fenómeno es parte de su propia sustancia. Que unos tengan sangre y otros no se incluirá en el razonamiento que define su sustancia.

No podemos demorarnos acá, porque nos enredaríamos en complicadas descripciones anatómicas que nos llevarían demasiado tiempo. Lo que sí tenemos que decir es que, además de la biología, se ocupó con cierto detalle de meteorología, química, geología, mineralogía… y muchas otras cosas más.

Pero tenemos que abandonar, en algún momento, al infinito Aristóteles y seguir avanzando en el camino del conocimiento (enseñanza que la humanidad tardó muchos siglos en aprender).

La figura de Aristóteles está en el filo de una gran transformación política del mundo griego. A raíz de las conquistas de Alejandro, y la posterior fragmentación de su imperio, se impone en el mundo mediterráneo (oriental) una cultura más abarcativa y diferente de la predominante hasta entonces, aunque la ciencia helenística heredará muchos rasgos y continuará muchos de los caminos iniciados por Aristóteles y sus antecesores.

Mientras tanto, en la ribera derecha del Tíber, Roma crece y acecha.