CAPÍTULO 5
La escuela de Alejandría
¿Recuerdan a Alejandro, el hijo de Filipo de Macedonia que había tenido el privilegio de ser educado por Aristóteles? Bueno, resulta que ese tal Alejandro, a los trece años, se convirtió en un gran rey, y armó un inmenso imperio que, aunque breve, produjo un giro decisivo en la cultura griega.
El designio de una monarquía universal (como pretendió Alejandro) no podía sino minar el papel de la polis, que había sido el eje moral de referencia de los filósofos y científicos griegos. No nos olvidemos de que los grandes sistemas de Platón y Aristóteles tenían, precisamente, un fundamento moral y político: el orden del mundo era el orden de la polis, y el objeto último de la filosofía era el desarrollo de los ciudadanos.
El imperio de Alejandro duró poco, pero a su muerte, en 323 (¡a los 33 años!), se dividió en diferentes reinos (Egipto, Siria, Macedonia y Pérgamo), que fueron gobernados por reyes —en general, los propios generales de Alejandro— que fundaron a veces largas dinastías, que habrían de durar hasta la conquista romana.
Al ocaso de la polis no sucedió la implantación de nuevas estructuras de la misma envergadura moral, capaces de dotar de un nuevo punto de apoyo a la especulación filosófica y científica, sino estructuras bastante inestables, incapaces de generar en el antes ciudadano una relación de pertenencia que le permitiera pensar en un proyecto común. Más bien al revés: de ciudadano, el griego se convirtió en súbdito, y la vida de los nuevos Estados se desarrolló independientemente de su voluntad.
Las antiguas virtudes cívicas fueron reemplazadas por las necesidades técnicas necesarias para la administración, y el pensamiento griego, al quedar desprovisto de la polis, se volcó a un ideal cosmopolita, favorecido por el hecho de que Alejandro hizo un notable esfuerzo por integrar a los «bárbaros» en la cultura helénica. Hizo instruir a miles de ellos y ordenó que los soldados macedonios contrajeran matrimonio con mujeres persas, logrando así, con relativo éxito, borrar la tajante distinción que los propios griegos habían establecido entre los bárbaros y ellos mismos.
Naturalmente, al entrar en contacto con tradiciones y creencias diversas (y de raíz oriental), la cultura griega se impregnó de nuevos significados, y forzosamente asimiló algunos elementos: de helénica, se transformó en helenística, y así alumbró un nuevo mundo cosmopolita, que allanaría el paso a la cultura romana, que empezó a expandirse a partir del siglo II a.C. En 146, Grecia fue conquistada y se convirtió en provincia romana.
Los nuevos centros de cultura (Pérgamo, Rodas y, en especial, Alejandría) eclipsaron el fulgor ateniense, aunque, desde ya, no lo oscurecieron del todo; al fin y al cabo, los procesos culturales son lentos y rara vez completos —aun examinándolos ex post— y hasta el siglo II d.C. los aristócratas romanos completaban su educación con una estadía en Atenas, del mismo modo que los aristócratas de muchos lados, en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, consideraban inexcusable una estancia en París. El cosmopolitismo dio paso —y no podía ser de otra manera— a un eclecticismo intelectual, que centró sus líneas de investigación política y moral en los problemas que afectan no al hombre en general sino a cada uno de los hombres en particular, en lo cual, seguramente, influyó el espíritu latino, con su concepción de un derecho universal y su espíritu práctico.
El carácter de la ciencia alejandrina
La ciudad que Alejandro, con la modestia propia de los grandes reyes, llamó con su propio nombre, fue fundada en 331 a.C. Estaba ubicada próxima a la desembocadura del Nilo, con lo cual gozaba de un fructífero intercambio comercial con las rutas que cruzaban el Mediterráneo oriental, por un lado, y por otro se beneficiaba al recibir todos los productos del hinterland, que Egipto producía Nilo arriba. Después de la muerte de Alejandro, el poder recayó en Ptolomeo Lago (o Ptolomeo I), iniciador de una dinastía estable que habría de durar hasta el 30 a.C, cuando Cleopatra abandonó este mundo mediante los amables servicios de un áspid y Egipto pasó a ser una provincia romana.
Los Ptolomeos centraron su esfuerzo helenizante en Alejandría —dejando de lado al resto de Egipto, que siguió conservando su estructura de estado oriental— y, para ello, invitaron a intelectuales y científicos a instalarse en ella. La población crecía muy rápidamente y así se iba generando el típico ambiente cosmopolita y helenístico.
Y miren lo que pasó. Estas cosas ocurren más allá de los designios de los hombres y de los reyes: a partir de 297, Demetrio de Falero, que procedía de Atenas y había tenido que refugiarse en Alejandría, estableció una relación estrecha con Ptolomeo I (que lo designó preceptor de su hijo) y concibió el proyecto grandioso de fundar algo así como el Liceo aristotélico, pero de proporciones mucho mayores, reuniendo en una gran institución todos los libros y los instrumentos científicos que se pudieran conseguir.
Como es natural, tal emprendimiento atraería a investigadores y estudiosos de todo el mundo helénico, que no podrían encontrar tales cosas en ninguna otra parte: es así como nació el Museo (que etimológicamente significa Casa de las Musas) y, a su lado, la célebre Biblioteca.
El Museo ofrecía todos los aparatos para las investigaciones astronómicas, médicas y de historia natural, mientras que la Biblioteca llegó a tener la enorme cantidad de 700 mil volúmenes, lo cual la convirtió, como es obvio, en la más grande reunión de libros del mundo antiguo. La búsqueda de libros fue convertida en un deporte nacional, o más bien en una política de Estado, y no era raro que se retuvieran barcos en el puerto por todo el tiempo que tardaban las obras de a bordo en ser copiadas, práctica que —digámoslo de paso— no se veía trabada por copyrights ni derechos de autor, como los que ahora mismo están perturbando la difusión de libros, películas y música a través de Internet.
Pero además de producirse una enorme concentración de sabios e investigadores, el carácter mismo de la ciencia que se practicó en Alejandría varió con respecto a la que se venía usando hasta entonces. Lo cual no es nada extraño, dado que la ciencia cambia a medida que se nutre de los diferentes contextos sociales.
En efecto, los científicos dejaron un poco de lado los grandes sistemas filosóficos que habían servido siempre de cobertura a las investigaciones, y de alguna manera se independizaron de ellos, concibiendo las ciencias particulares como disciplinas en sí mismas y no como piezas de un esquema más general. Relegaron, así, el estudio de la filosofía a las escuelas supervivientes en Atenas, mientras se concentraban en geografía, astronomía, medicina, tecnología, sin necesariamente pensarlas como partes de un sistema total que explicara todos los resquicios del cosmos, y que incluyera cada disciplina como un engranaje fundamental: si los pitagóricos se habían dedicado a las matemáticas, era porque las habían considerado la base de su sistema del mundo; lo mismo había ocurrido con la Academia Platónica o, como veremos, con la mecánica de Aristóteles. El interés de esta gente era la resolución de problemas científicos concretos, más allá de las preocupaciones filosóficas, como podemos verlo con un ejemplo simple y genial.
Medir el mundo: varillas y camellos
En 246, Ptolomeo III llamó a Alejandría, para ejercer el cargo de director de la Biblioteca, a Eratóstenes de Cirene (276 a.C.-194 a.C.), que fue una figura impresionante: astrónomo, historiador, geógrafo, filósofo, poeta, crítico teatral y matemático; en resumen, un verdadero intelecto de la época dorada de la Grecia antigua, ya que en ese tiempo todas estas disciplinas relacionadas con el interés por la naturaleza y las artes no se separaban demasiado.
Había nacido en la ciudad griega de Cirene, en la actual Libia (norte de África), donde estudió junto a filósofos de la escuela estoica. Después de la obligada recalada en Atenas para seguir con sus estudios, viajó, como decía, a Alejandría.
Allí, además de dirigir la Biblioteca, abordó diversos problemas matemáticos, como por ejemplo el diseño de un método para encontrar números primos, que aún hoy se llama Criba de Eratóstenes y que, si no me equivoco, sigue siendo el único. También estimó, aprovechando los eclipses, la distancia desde la Tierra hasta el Sol y la Luna y el ángulo del eje terrestre respecto del plano del sistema solar. Sus ojos de matemático los aplicó al estudio del tiempo: construyó un calendario y las bases de una cronografía sistemática del mundo para poder dar fechas a los eventos políticos y literarios desde los tiempos de Troya. Al mismo tiempo se le atribuye un catálogo de casi 700 estrellas y diversos estudios de geografía, particularmente en cartografía: parece ser que fue el primero, o uno de los primeros, que dibujó un mapa del mundo, que era más o menos como pueden verlo en la imagen siguiente.
Pero aunque parezca suficiente, no es por todas las cosas que les vengo contando —o por lo menos no sólo por ellas— que quería hablarles de Eratóstenes. Hay algo distinto, algo que lo hace más que excepcional, y que empieza con una historia divertida: resulta que sus colegas le dieron el sobrenombre de «Beta», porque lo consideraban una persona brillante en muchas disciplinas, pero incapaz de descollar en ninguna. Por ese motivo siempre quedaba a la sombra de los «Alfa» y se lo consideraba un eterno «segundo» (lo cual muestra que ya entonces circulaban los chistes y burlas usuales en los laboratorios e instituciones actuales, que tantas veces esconden envidias y luchas de poder: los científicos no son santos por naturaleza). Sin embargo, Eratóstenes fue el responsable de realizar una de las más impresionantes demostraciones del poder de la inteligencia humana: medir la circunferencia de la Tierra.
Fue así: él había oído decir que, durante el solsticio de verano (el 21 de junio en el Hemisferio Norte, cuando el Sol alcanza su máxima altura en el horizonte al mediodía), en Siena (actual Asuán), al sur de Egipto, una varilla colocada verticalmente no proyectaba sombra sobre el suelo al mediodía. En Alejandría, que según calculaba estaba sobre el mismo meridiano, a la misma hora y el mismo día, la sombra formaba un determinado ángulo (de 7 grados) con la vertical.
Esta diferencia sólo podía atribuirse a la diferente inclinación de los rayos solares sobre una Tierra esférica, cosa que todos los griegos cultos de la época, y ya desde los tiempos de Platón, sabían perfectamente.
La Tierra esférica
Recordemos que, para Tales, la Tierra era un disco que flotaba en el mar, y, para Anaximandro, un cilindro ubicado en el medio del cosmos. Pero pronto se recurrió a la Tierra esférica, en parte por consideraciones filosóficas (la esfera es el cuerpo geométrico perfecto), en parte por consideraciones físicas; algunos testimonios dicen que fueron los pitagóricos los primeros en aceptarlo.
Aristóteles demuestra la esfericidad de la Tierra dando varios argumentos. Uno de ellos es el famoso asunto de los barcos, que no se empequeñecen de manera continua hasta desaparecer, sino que van ocultándose por partes, como si bajaran por una escalera. Otro argumento era el hecho, también comprobable a simple vista, de que la sombra de la Tierra proyectada sobre la Luna era circular, lo cual solamente se explica si aquélla es esférica. Todos los cuentos sobre la creencia en una Tierra plana hasta los tiempos de Colón no son más que eso: cuentos, aunque es posible que los incultos marineros de Colón sí pensaran que era plana. Pero en realidad se sabía, desde el siglo V a.C., que la Tierra era esférica.
Eratóstenes se dedicó entonces a calcular la distancia entre Alejandría y Siena, para lo cual se le ocurrió contar el tiempo que tardaba una caravana de camellos (cuya velocidad promedio más o menos podía estimar) en llegar hasta allí. La distancia entre las dos ciudades resultó ser de unos 5.000 estadios (800 kilómetros). Y entonces, razonó así:
Si 7 grados de diferencia en la inclinación corresponden a 800 kilómetros, 1 grado de diferencia corresponderá a 800/7. Y 360 grados (la circunferencia entera) a 360 x 800/7.
¡Una regla de tres simple!
Con este procedimiento extraordinariamente sencillo, pudo calcular que la circunferencia de la Tierra medía cerca de 40.000 kilómetros. Casi lo mismo que indican los satélites actuales.
La simplicidad de esta idea todavía hoy produce escalofríos: una varilla (mejor, dos, una en Alejandría y otra en Siena), una caravana de camellos, y un problema de regla de tres simple. Y, sobre todo, esa extraordinaria máquina que se extiende entre las cejas y el pelo. Es una de las grandes hazañas del intelecto humano, estoy convencido.
¡Y le decían Beta!
EL CÁLCULO DE ERATÓSTENES
Euclides: axiomatizar la realidad
El fracaso de la escuela pitagórica y el naufragio del intento de reducir el mundo a las matemáticas, que se produjo al calor del gigantesco choque contra la muralla racional de la raíz cuadrada de dos, tuvo sus consecuencias: casi naturalmente, indujo una cierta desconfianza hacia los números y arrastró a la matemática griega hacia la geometría (cosa que se observa hasta la Revolución científica: en 1687, Newton, en sus Principia, razonará de manera casi exclusivamente geométrica).
La existencia de los números no reducibles a una razón (es decir irracionales) dejó agujeros en el espacio, una interrupción en la continuidad de ese ser continuo que quiso Parménides. En el Ser hay ahora un agujero… ¡Y un agujero matemático! Rellenarlo costará más de dos milenios (recién en el XIX, con la postulación de los números que fueron técnicamente llamados «reales» se zanjó el problema). El asunto es que la desconfianza hacia los números se extendió hacia el álgebra, y en verdad la obra algebraica de la cultura griega —y romana— fue bastante pobre al lado de la obra incomparable que llevaron a cabo en geometría.
El gran artífice de la sistematización fue Euclides (430-360 a.C.), otra de las figuras monumentales que dio la escuela de Alejandría. Vivió los cambios que se dieron en el mundo mediterráneo con la muerte de Alejandro Magno (356-323 a.C.) y la fractura de su imperio en reinos helenísticos, que incorporaron elementos del antiguo saber babilónico y las religiones de la India. Fue el fundador y el primer jefe de la gran escuela de matemáticos de Alejandría. Escribió varios libros, como una obra sobre las secciones cónicas, sobre óptica…, pero lo que lo inmortaliza de una manera indiscutible son los Elementos.
Euclides se hizo cargo del desastre pitagórico y edificó las matemáticas de forma exclusivamente geométrica. Construyó, así, toda la geometría, aunque sosteniéndose en la matemática desarrollada antes de él mismo. Los Elementos fue una obra tan amplia, tan definitiva, y tan inaccesible a los ataques que circuló increíblemente por la Antigüedad, y llegó a ser el fundamento de muchísimos estudios, a tal punto que cuando tambaleó el mismo edificio del mundo griego, y nuevas civilizaciones tomaron posesión de la gran herencia que dejaba, los Elementos siguieron incólumes, marcando el camino. Como la Ilíada, los diálogos de Platón, los Principia de Newton, o el Origen de las especies de Darwin, los Elementos de Euclides es uno de los más grandes testimonios del pensamiento occidental: es justo, por ello, que sea, después de la Biblia, el libro más editado, y se haya usado como texto en las escuelas hasta principios del siglo XIX, lo cual no es una mala performance, por cierto. Ojalá el libro que está ahora en tus manos, querido lector, tuviera el 0,01 por ciento de esa suerte.
Pero, en fin, sigamos. De alguna manera, Euclides retoma el tema en el punto en el que lo habían dejado los pitagóricos, apartándose de la empiria y refugiándose en el «puro pensar»: en sus cerca de 500 proposiciones no figura una sola aplicación práctica, ni figura un solo ejemplo concreto, ni referencia alguna a instrumentos geométricos. No presta atención al discurso de las cosas. Pero si Euclides construye un sistema basado en el pensar, también se enfrenta al dilema que había dejado sin resolver la escuela pitagórica. ¿Por dónde se empieza a pensar?
No es un asunto simple. El pensamiento, como el ser de Parménides, parece ser inoriginado: si nos ponemos a poner en cuestión todos nuestros conocimientos, veremos que bien podemos llegar hasta el infinito, socavando incluso las bases que creíamos más firmes. Esto lo vieron bien los escépticos: pongamos, por caso, que quisiera investigar a los seres vivos. ¿No debería, primero, definir qué son «seres» y qué son «vivos»? Y una vez que tuviera esta definición clara: ¿no me vería obligado a definir los términos que utilicé para definir «seres» y «vivos»? Lo cual genera el regreso ad infinitum tan temido, que es necesario evitar para avanzar en el camino del saber y calmar la ansiedad por el «conocimiento verdadero».
Y Euclides logra evitarlo de una manera elegante, imponiendo algunos principios que da por verdaderos sin discutirlos: los axiomas. Establece una fuente, un comienzo, un origen del pensar, el método axiomático, ya preconizado en la lógica aristotélica, que estará destinado a convertirse en el método matemático por excelencia. Consiste en la explicitación de las propiedades que han de admitirse sin demostración para deducir, sin otro recurso que la lógica, todo el conjunto de proposiciones del sistema. Toda demostración, aun la más intrincada, debe remitirse en último término a estos axiomas y tenerlos como fundamento en última instancia.
El número de axiomas sobre los que se funda el sistema euclídeo es reducido: trece en total, cinco postulados y ocho nociones comunes, y sobre ellos se levanta el edificio de los Elementos con sus trece libros, que contienen un total de 465 proposiciones: 93 problemas y 372 teoremas.
Habría que tener claro que el método axiomático no es de fácil realización, ya sea por la elección de los supuestos básicos (¿por qué estos y no otros?), ya sea porque en el desarrollo deductivo pueden deslizarse admisiones implícitas de supuestos no enunciados. No me voy a detener mucho en las nociones comunes, como el de que el todo es mayor que una de sus partes, o que siempre es posible prolongar un segmento de recta, o que es posible construir una circunferencia a partir de cualquier centro, cualquiera fuese su radio, o que el punto carece de partes, pero miraremos con un poquito de atención los cinco famosos axiomas o postulados.
Postúlese:
1) que por cualquier punto se pueda trazar una recta que pasa por otro punto cualquiera;
2) que toda recta limitada pueda prolongarse indefinidamente en la misma dirección (notemos que aquí Euclides utiliza el infinito potencial y no el actual);
3) que con un centro dado y un radio dado se pueda trazar un círculo;
4) que todos los ángulos rectos sean iguales entre sí, y
5) que si una recta, al cortar a otras dos, forma los ángulos internos de un mismo lado menores que dos rectos, esas dos rectas prolongadas indefinidamente se cortan del lado en que están los ángulos menores que dos rectos.
Es a partir de estos cinco postulados que se construye toda la geometría. El problema es que, en cierta medida, pareciera ser que la elección de los postulados es arbitraria. La primera respuesta (que seguramente habría dado Euclides, siguiendo a Aristóteles) es que los postulados son verdades «autoevidentes», cosas de las que no se puede dudar, y que no necesitan demostración (del mismo modo que Descartes buscará una verdad autoevidente y, en esa verdad, fundará toda la filosofía moderna: «Si dudo de todo, no puedo dudar de que dudo, y si dudo pienso, y si pienso existo»). Pero la idea de «autoevidencia» no deja de encerrar una buena dosis de arbitrariedad, y de subjetividad.
Y para colmo… si bien parecería que no se puede dudar de los cinco postulados, que son claros, simples, contundentes y autoevidentes, había un pequeño problemita con el quinto postulado… Prestémosle un poquito de atención, dado que es algo diferente de los demás. Por empezar, parece más complejo e increíblemente más artificioso; en segundo lugar, implica el infinito, porque si las rectas son casi paralelas… ¿cómo sé que se cortan en algún momento?
Y el infinito, como ya sabemos, siempre trajo problemas. Euclides se cuidó mucho de este postulado; le generaba, y con razón, desconfianza. Cuando podía no usarlo, no lo usaba (realmente, una genialidad de Euclides fue, precisamente, darse cuenta de que ése tenía que ser un postulado).
Pero el asunto es que ni por lejos se parece a una verdad autoevidente, y de hecho el quinto postulado euclidiano será uno de los grandes protagonistas de la historia del pensamiento: en el siglo XIX provocará una revolución conceptual que ya tendremos tiempo de discutir, cuando lleguemos a las geometrías no euclideanas.
La raíz de 2, el quinto postulado: son agujeros, pequeñas basuritas que van quedando en la paciente construcción de la ciencia y el pensamiento científico. Euclides, al buscar sus axiomas, buscó verdades autoevidentes y procedió por deducción; alguien, dos mil años más tarde, dará el paso siguiente: buscará verdades arbitrarias. Ahora sí, los dejo con la intriga. Ya llegaremos allí. Pero ya que estamos, y antes de hablar de Apolonio, el segundo gran geómetra, echemos una mirada a los tres problemas clásicos de la geometría griega.
EL QUINTO POSTULADO
El oráculo de Delfos
El señor cuyo oráculo está en Delfos no dice ni oculta: sólo da signos.
HERÁCLITO
En el año 429 a.C., el gobernador de Atenas, Pericles, murió debido a la peste que castigaba a la ciudad, y un grupo de ciudadanos acudió al oráculo de Delfos para pedirle indicios de una forma de terminar con ese azote. La verdad es que el oráculo no fue muy generoso (en realidad, fue un cretino): su respuesta fue que debían construir con regla y compás un altar cúbico que duplicara en volumen al que ya existía. Matemáticos importantes como Hipócrates de Quíos abordaron el problema (y más tarde el mismísimo Eratóstenes), pero sólo llegaron a soluciones aproximadas, ya que para poder conseguir la solución del problema hace falta resolver una ecuación cúbica, cosa imposible con regla y compás. La verdad es que el oráculo de Delfos, si era tan oracular como se decía, no podía ignorarlo y por eso es de pensar que les jugó una mala pasada a los atenienses: el problema de la duplicación del cubo quedó sin resolver, como uno de los tres problemas clásicos griegos. También sirve como enseñanza de que, en casos de medicina, no es muy conveniente confiar en los oráculos.
El segundo problema clásico no tiene leyenda, pero es igualmente imposible de resolver: se trata de trisecar un ángulo cualquiera (esto es: dividirlo en tres partes iguales) con regla y compás: el desafío es insoluble (excepto para ángulos de 90 grados) y por las mismas razones que el de la duplicación del cubo: hace falta resolver una ecuación cúbica.
Y el tercero es el más famoso de todos: el de la cuadratura del círculo. Se trata, esta vez, de construir, siempre con regla y compás, un cuadrado de área igual a un círculo dado. Recién en el siglo XIX se demostró su imposibilidad, debido al carácter «trascendente» del número π (trascendente significa que no solamente es irracional, sino que no existe ninguna ecuación cuya solución sea π). La expresión «cuadrar el círculo» ha quedado como ejemplo de tarea imposible, callejón sin salida, intento sin resultado.
Ahora, ustedes se preguntarán por qué tanto empeño… Pero bueno, es que los matemáticos luchan sin cansarse contra los problemas difíciles, hasta vencerlos o demostrar que no se pueden resolver. Hace muy pocos años tuvimos un episodio parecido con el último teorema de Fermat.
Las cónicas de Apolonio
El segundo de la gran tríada de los grandes matemáticos alejandrinos es Apolonio de Perga (262-190 a.C.), más conocido como «El gran geómetra». El nombre de su escrito más famoso (y que se conserva casi de modo completo) es Cónicas, considerado por muchos una especie de complemento de los Elementos de Euclides. En él, Apolonio estudia los cuatro tipos de secciones que se obtienen cortando un cono con un plano que no pase por el vértice e introduce los actuales nombres: parábola, elipse e hipérbola. Las secciones cónicas habían sido descubiertas en la Academia Platónica, pero el gran sistematizador es Apolonio.
Si nos atenemos al testimonio de Claudio Ptolomeo, Apolonio también fue un gran astrónomo. Tolomeo le atribuye proposiciones astronómicas y la utilización de los epiciclos y de las excéntricas, de los cuales sería el inventor, y que en manos de Hiparco y del propio Ptolomeo se convertirían en las bases del sistema más exitoso de la astronomía griega.
Lo que resulta extraordinario de las cónicas es que, justamente, las figuras geométricas que se obtienen al cortar un cono mediante un plano son las que rigen las órbitas de los astros que se mueven bajo el influjo de la gravedad (por ejemplo, los planetas describen elipses alrededor del Sol, los cometas muchas veces parábolas, y así). Es decir: una reflexión puramente geométrica sirve para entender cómo funciona el universo. Todo esto habría de saberse mucho más tarde.
LAS CÓNICAS DE APOLONIO
Arquímedes de Siracusa: llegar al límite
Euclides es el que establece el origen del pensar, el que responde a la pregunta «¿por dónde empezamos?» y construye los cimientos del edificio matemático (que son los mismos que hoy), decidiendo de una vez para siempre cómo se trabajará en matemáticas. Apolonio domestica a las cónicas, que jugarán un papel tan importante más tarde. El tercer matemático de la tríada gloriosa es Arquímedes de Siracusa (colonia griega en lo que es hoy el sur de Italia), considerado por muchos como el científico más grande de la Antigüedad e, indiscutiblemente, uno de los matemáticos más importantes de la Historia.
Arquímedes es un científico que podríamos calificar, casi, de actual: no escribió un gran libro sino que —al modo de los científicos actuales— se dedicó más que nada a escribir lo que hoy llamamos «papers» sobre los más variados campos: aritmética, geometría, astronomía, estática e hidrostática. No perteneció en rigor a la escuela de Alejandría propiamente dicha, pero fue su contemporáneo, viajó repetidas veces a la gran ciudad, y mantuvo correspondencia y polémicas con los científicos alejandrinos.
Nació en el año 287 a.C. y murió en el saqueo que siguió a la caída de Siracusa en manos de los romanos en el año 212 a.C., a los 75 años. En su tumba quedó grabado uno de sus más hermosos teoremas, relativo a la esfera inserta en un cilindro; justamente el detalle que le permitió a Cicerón, el gran orador de la República romana, identificar su tumba, perdida entre la maleza.
En sus escritos, Arquímedes siguió rigurosamente el método euclídeo de fijar previamente las hipótesis a las que seguían los teoremas cuidadosamente elaborados y terminados. Pero además escribió sobre temas de ciencia natural, astronomía y física, que los griegos incluían dentro de las matemáticas. También se le deben dos escritos de física-matemática que proporcionaron los primeros resultados perdurables de estática. El primero establece la ley de la palanca y el llamado «principio de Arquímedes». La ley general de la palanca dice que «dos pesos se equilibran a distancias inversamente proporcionales a su peso». Esto es: una masa de 100 kilos, veinte veces mayor que una de 5, se equilibra con ésta si se sitúa veinte veces más cerca del punto de apoyo.
Pero Arquímedes es más popularmente conocido por el principio que lleva su nombre, que establece una ley general de hidrostática y las condiciones de equilibrio de los cuerpos sumergidos y que está asociado a la leyenda según la cual se lo vio corriendo por las calles, probablemente desnudo, al grito de «Eureka, Eureka!» («¡Lo encontré! ¡Lo encontré!»). ¿Qué había pasado para que un matemático tan reconocido anduviera corriendo desnudo y a los gritos por Siracusa?
Había pasado que Hierón II, el tirano (gobernador, digamos) de Siracusa le había confiado oro a un orfebre para que le hiciera una corona. Cuando la tuvo, Hierón II sospechó que el orfebre —de quien la historia no conserva el nombre pero que sin duda le hizo un favorcito a la ciencia— había «distraído» una parte de oro y la había reemplazado por plata. La cuestión es que Hierón II, acostumbrado a pedirle a Arquímedes que le resolviera problemas imposibles, le solicitó que lo comprobara. Arquímedes vio que la corona pesaba exactamente lo mismo que lo que pesaba la cantidad de oro que el rey le había dado al orfebre. Pero eso no garantizaba nada: tranquilamente el orfebre podría haber mezclado otros metales y mantener el peso constante alterando el volumen.
Ahora bien: nuestro matemático sabía que la plata es más ligera que el oro: si el orfebre hubiese añadido plata a la corona, ésta debería ocupar un volumen mayor que el de un peso equivalente en oro (porque, en el mismo volumen, una corona de oro y plata pesaría menos que una de oro puro). El problema es que no tenía ni la más remota idea de cómo medir el volumen de algo tan irregular como una corona.
Y resulta que la solución al problema le vino en uno de los mejores lugares que existen para pensar: la bañadera (que en ese entonces no era sino una tina). Arquímedes vio que, al sumergirse, su cuerpo desplazaba agua para afuera, y sospechó que el volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volumen de su cuerpo. No había tiempo que perder: según se cuenta, Arquímedes corrió, desnudo como estaba, hasta su casa (por lo visto, no se estaba bañando en domicilio, sino en una casa de baños públicos, al estilo griego: no olviden que no había agua corriente), e hizo el experimento con la corona supuestamente adulterada y con el peso en oro puro. Resultó que, efectivamente, la corona desplazaba más agua, o sea, que tenía más volumen, o sea, que el orfebre le había mezclado metales no tan nobles como el oro. Por supuesto que el rey ordenó ejecutar al orfebre, que se convirtió así en un insospechado e involuntario mártir de la ciencia.
Pero no terminan aquí las dotes geniales de Arquímedes: fue un físico y técnico brillante, capaz de inventar una multiplicidad de aparatos destinados a sus investigaciones y máquinas de guerra de gran eficacia. Se cuenta que, durante el asedio de Siracusa por el general romano Marcelo, Arquímedes desplegó sus nuevas pero eficientísimas armas secretas, las catapultas, y un sistema de espejos y lentes que incendiaba los barcos enemigos al concentrar los rayos del sol (una idea que, con poco éxito, trataría de llevar a cabo el soñador José Arcadio Buendía, como pueden leer en el recuadro).
La guerra solar en Cien años de soledad
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron a una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa».
Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo.
A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa.
Nuestro héroe hizo lo mismo que José Arcadio pero aparentemente, según cuenta la leyenda, con más éxito. Sin embargo, los siracusanos se confiaron bastante y descuidaron sus defensas, lo cual fue aprovechado por los romanos para entrar en la ciudad. Durante la toma de Siracusa, precisamente, Arquímedes (también cuenta la leyenda que completamente absorto en el estudio de un teorema) fue asesinado por un soldado romano, en contra de las órdenes de su general, que había exigido proteger la vida del gran sabio.
El destino de los espejos
Los científicos de épocas posteriores trataron a menudo de reproducir los inventos de Arquímedes, en particular este que les conté de los espejos. El debate sobre si el artificio pudo realmente haber hundido la flota romana duró siglos, y muchos sabios famosos expresaron sus opiniones (incluido Descartes, que no lo creía y desechaba la leyenda). Pero luego, en 1747, fue finalmente sometida a la prueba experimental por el conde de Buffon, un gran erudito francés que volverá a aparecer en las páginas de este libro. Buffon levantó su aparato en París, en lo que ahora es Le Jardin des Plantes (entonces Le Jardin du Roi, del que era director).
Alrededor de 150 espejos cóncavos se montaron en cuatro marcos de madera y se ajustaron con tornillos para concentrar la luz reflejada sobre una plancha de madera a unos cincuenta metros de distancia. Una gran multitud observaba cuando el Sol salió de entre las nubes: en pocos minutos se vio salir humo de la plancha y se dirimió la cuestión. Más adelante, ese mismo año, Buffon, con gran aclamación, incendió algunas casas en presencia del propio monarca y recibió los cumplidos del propio rey.
El arenario y el infinito
En el trabajo (de bellísimo título: El contador de arena) que hizo para el hijo del tirano de Siracusa —de quien fue preceptor—, Arquímedes se propuso demostrar que el número de granos de arena no era infinito. Con tal fin, calculó cuántos granos serían necesarios para llenar el universo entero, adoptando para éste sus máximas dimensiones posibles e imaginables en la época. Basándose en la teoría heliocéntrica de Aristarco de Samos (de quien no hablamos, aunque lo haremos cuando estudiemos al infinito Copérnico) y en ideas contemporáneas acerca del tamaño de la Tierra y las distancias de varios cuerpos celestes, Arquímedes concluyó que el número de granos de arena que se requerirían para llenar el universo sería de 8x10 a la 63 potencia. Es decir:
8.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000
Arquímedes respeta la opinión de Aristóteles: el infinito es siempre potencial, algo a lo que se tiende, y no actual (que existe aquí y ahora). Pero esto significa que el universo no puede ser infinito, porque en este caso lo sería de manera actual. La falta de un concepto de infinito pone un cerrojo a las concepciones del mundo. Como veremos, pasar del infinito en potencia al infinito en acto llevará exactamente veintidós siglos.
Los juguetes de Herón
Arquímedes fue, además del matemático (y algunos dicen el científico, pero eso siempre hay que tomarlo con pinzas) más grande de la Antigüedad, un importante físico e ingeniero.
Y hablando de ingeniería, las (¿cómo llamarlas?) «disciplinas tecnológicas» tuvieron un destacado lugar en Alejandría, por obra de un grupo de tecnólogos, entre los que se destacaron Ctesibios, Pilón y Herón.
De Ctesibios se dice que era hijo de un barbero y que, haciendo subir y bajar automáticamente los espejos del negocio de su padre, fue llevado a inventar las máquinas hidráulicas, los juegos de agua, los autómatas y los relojes de agua, o la puerta de un templo que se abría al encender un fuego sobre el altar, pero éstos no eran solamente chiches recreativos, sino que estaban directamente conectados con el uso que hacían del vacío, de los efectos del calentamiento del aire, del vapor de agua.
Un buen ejemplo es la eolípila de Herón. Consistía en una esfera hueca llena de agua a la que se le colocaban dos tubos curvos. El agua de la esfera se hacía hervir, provocando que por los tubos bajara el vapor e hiciera girar la bola muy rápido.
Una buena pregunta que se plantea alrededor de este asunto es por qué los ingenieros de Alejandría no desarrollaron la máquina de vapor. Y la respuesta que más generalmente se da es que el hecho de vivir en un sistema esclavista, con abundancia de mano de obra gratuita y brutalmente oprimida, hacía innecesaria la búsqueda de máquinas que ahorraran energía. Es muy posible.
LOS CHICHES DE HERÓN
Diofanto: el canto del cisne
Las matemáticas alejandrinas decayeron como todo el conjunto después del siglo III a.C., y tardaron mucho, pero mucho, en recuperarse, con figuras como Tolomeo (siglo II d.C.) y Diofanto de Alejandría (siglo III d.C.), que en su aritmética muestra una serie de problemas algebraicos (recordemos lo reacios que fueron siempre los matemáticos griegos —maldición pitagórica— al álgebra, a favor de la geometría), en general resueltos de una manera numérica, pero sin el rigor de los grandes alejandrinos.
Diofanto, además, hizo un chiste con su propia vida (mejor, con su muerte): en su epitafio planteó un problema que constituye un bello ejemplo para empezar a resolver ecuaciones de primer grado. Dice más o menos así:
¡Caminante! En esta tumba yacen los restos de Diofanto, al terminar de leer este texto podrás saber la duración de su vida. Su infancia ocupó la sexta parte de su vida. Después transcurrió una doceava parte de su vida hasta que su mejilla se cubrió de vello. A partir de ahí, pasó la séptima parte de su existencia hasta contraer matrimonio. Pasó un quinquenio y lo hizo dichoso el nacimiento de su primogénito. Su hijo murió al alcanzar la mitad de los años que su padre llegó a vivir. Tras cuatro años de profunda pena por la muerte de su hijo, Diofanto murió. Dime caminante, cuántos años vivió Diofanto.
Es decir: si los años que vivió Diofanto son nuestra incógnita, x, podemos decir que:
x/6 + x/12+ x/7 +5 + x/2+ 4= x
Si quieren saber cuántos años vivió Diofanto, sólo tienen que resolver la ecuación.
Decadencia de la Biblioteca
El período de apogeo de la ciencia helenística fue brillante y breve, como una supernova que estalla y brilla como una galaxia entera pero después se desvanece, y, aunque sigue arrojando su materia al espacio, lo hace más modestamente.
En el año 145, el rey Ptolomeo Physkon se enfrentó con los científicos de la biblioteca y el museo (por cuestiones políticas) y los obligó a emigrar, rompiendo la alianza entre el trono egipcio y los intelectuales griegos. A continuación, tanto el Museo como la Biblioteca entraron en una etapa de decadencia: en 47 a.C., durante la campaña de Julio César en Egipto, la Biblioteca se incendió y buena parte de sus 700 mil volúmenes se perdió. Diecisiete años más tarde, Octavio conquistó Alejandría y Egipto se convirtió en una provincia romana. No obstante, trabajaron allí todavía grandes científicos como Galeno y Ptolomeo.
A finales del siglo III, el emperador Diocleciano mandó quemar un buen número de libros, especialmente de alquimia. La razón es curiosa: Diocleciano, que había emprendido un riguroso «programa de ajuste económico» para salvar al imperio (y que, por supuesto, no hizo sino precipitar su ruina), temía que los alquimistas, en posesión de la «receta» para fabricar oro, destruyeran la moneda imperial…
Tras el triunfo del cristianismo, las cosas empeoraron; en 391 el emperador (ya cristiano) Teodosio ordenó quemar los templos paganos, mostrando de paso qué rápido los perseguidos se convierten en perseguidores, y la orden estimuló a Teófilo, obispo de Alejandría, a instigar una lucha callejera que terminó con lo poco que había quedado del Museo y la Biblioteca.
La última gran figura fue Hypathia (370-415), una matemática que llegó a ser directora de la Escuela Neoplatónica de la ciudad. Pero otro obispo, que ostentaba el cargo de patriarca de Alejandría, consideró peligrosa su filosofía pagana y alentó, nuevamente, a una turba que la asesinó.
La historia de Hypathia se convirtió en un verdadero mito, no sólo por ser una de las únicas mujeres científicas de la que se tiene conocimiento en la Antigüedad (lo habrán notado) sino porque, además, podría ser vista como la primera «mártir de la ciencia», en el sentido que después se le dará a la expresión a partir del asesinato de Giordano Bruno.
No es fácil imaginar cómo es que una mujer, en esa época, llegó a un cargo ejecutivo tan importante como el de directora de una de las principales escuelas alejandrinas. Lo que sabemos es que se formó al lado de su padre, el astrónomo y matemático Teón de Alejandría, y que empezó a dar clases sobre Platón y Aristóteles en su casa con un nivel tan alto que la gente viajaba especialmente desde todas partes para escuchar sus lecciones. Además, estudió y enseñó astronomía, matemáticas, lógica, filosofía, geometría y mecánica y escribió comentarios a muchas de las obras importantes de su tiempo, desde las Cónicas de Apolonio a la astronomía ptolemaica.
Pero Hypathia tuvo la malísima suerte de desarrollar su labor intelectual apenas veinte años después de que Teodosio hubiera convertido el cristianismo en religión oficial del Imperio y durante el patriarcado de Cirilo, uno de los obispos más intolerantes de la Antigüedad. Eran tiempos turbulentos: toda filosofía que no acatara dogmáticamente la ortodoxia (y el neoplatonismo no lo hacía) tenía un tufillo a herejía y era perseguida de manera implacable, lo cual llevó, entre otras cosas, al saqueo y destrucción de los ejemplares que habían quedado de la Biblioteca, ahora refugiados en el Serapeum (un santuario dedicado al dios oficial de Egipto). Para colmo, la amistad de Hypathia con Orestes, prefecto imperial que no veía con muy buenos ojos la intolerancia de Cirilo, no podía sino ser interpretada como una provocación por el patriarca de Alejandría. Así que, aparentemente, este Cirilo decidió cortar por lo sano: juntó a una multitud que la interceptó cuando volvía a su casa desde el Museo y la asesinó tajeando su cuerpo con caracoles, no sin antes arrastrarla durante un buen trecho por las calles de la ciudad. Con esta imagen se termina la ciencia alejandrina y empiezan los años oscuros.