CAPÍTULO 8

Plantas, animales y lugares que nunca existieron

Roma, que no ha sido en este relato más que una sombra, se había desarrollado a partir de una minúscula ciudad etrusca en el siglo VII a.C. hasta convertirse, a partir del siglo I a.C. y culminando en los siglos I y II de nuestra era, en un gigantesco imperio que, gracias a una agresiva y organizada política de conquistas, dominó prácticamente todo lo que hoy conocemos como «Europa occidental», incluida, por supuesto, la mismísima Grecia. Pero si los romanos se ocuparon, con todo éxito, de conquistar el territorio, de lo cual no cabe duda, la cultura griega, silenciosamente, «conquistó» la romana. Así, Horacio, el gran poeta romano del siglo I a.C., se atrevía a asegurar: «la cautiva Grecia cautivó a su vencedor e introdujo las artes en el rústico Lacio». Pensar, para los pocos ilustrados romanos que había, era pensar en griego, como bien lo muestra Marguerite de Yourcenar en Memorias de Adriano, esa extraordinaria autobiografía apócrifa del tercero de los «emperadores buenos» (como los llamaba Gibbon siguiendo a Maquiavelo):

El griego tiene tras de él tesoros de experiencia, la del hombre y la del Estado. De los tiranos jonios a los demagogos de Atenas, de la pura austeridad de un Agesilao o los excesos de un Dionisio o de un Demetrio, de la traición de Dimarates a la fidelidad de Filopemen, todo lo que cada uno de nosotros puede intentar para perder a sus semejantes o para servirlos, ha sido hecho ya alguna vez por un griego. Y lo mismo ocurre con nuestras elecciones personales: del cinismo al idealismo, del escepticismo de Pirrón a los sueños sagrados de Pitágoras, nuestras negativas o nuestros asentimientos ya han tenido lugar; nuestros vicios y virtudes cuentan con modelos griegos. Nada iguala la belleza de una inscripción votiva o funeraria latina; esas pocas palabras grabadas en la piedra resumen con majestad impersonal todo lo que el mundo necesita saber de nosotros. Yo he administrado el imperio en latín; mi epitafio será inscrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tíber; pero he pensado y he vivido en griego.

Así y todo, la mentalidad romana fue poco afecta a lo que, anacrónicamente, podríamos llamar «ciencias naturales» o, más acorde a la época, estudios de la physis. Mucho más interesada por cuestiones éticas, políticas, retóricas y religiosas, la ciencia griega con la que se manejó fue, por lo general, de carácter divulgativo y carente del rigor aristotélico o tolemaico.

De modo que si la relevancia política del Imperio Romano es insoslayable para la historia occidental, su importancia para una historia de las ideas científicas es más bien lateral. Más allá de la tarea divulgativa y enciclopedista que llevaron a cabo, no se movió demasiado el formidable carro que habían puesto en marcha los griegos.

Y para colmo hacia el siglo III, y ya pasada largamente la época de esplendor de la dinastía de los Antoninos (Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio y el monstruoso Cómodo), empezó a dar signos de agotamiento histórico y fue víctima de una crisis interna plagada de guerras civiles, de efímeros emperadores, y hasta de escenas grotescas, como cuando la guardia pretoriana remató el trono del Imperio al mejor postor en 193 d.C. Todo este caos duró hasta que Diocleciano, que asumió como emperador en 284, consiguió rehacer la unidad política y, mediante severísimas medidas sociales y económicas (que implicaban atar a los campesinos a la tierra, a los artesanos a sus corporaciones con prohibición de cambiar de oficio, devaluación constante de la moneda —en aquellos tiempos se devaluaba simplemente disminuyendo la cantidad de metal precioso que la moneda proclamaba en su acuñación… era un simple «ajuste»—), lo puso nuevamente en pie, no sin antes desatar una feroz persecución contra los cristianos.

Pero el Imperio estaba herido de muerte: en 410, las tropas imperiales, ante el empuje de los sajones, debieron abandonar Inglaterra, que estaba protegida aún por la muralla construida por el emperador Adriano, y que no sólo dejó desguarnecido por siglos el sur de la isla, sino que dio pie a un bellísimo cuento de Stephen Vincent Benét, el autor de «El diablo y Daniel Webster», «La última de las legiones». En él, se presenta un diálogo entre un romano y un griego, que pertenecen precisamente, a la última legión que abandona Inglaterra; mientras el romano tiene una actitud triunfalista estilo «ya volveremos», el griego lo mira con comprensión y le dice: «Nosotros los griegos sabemos lo que significa decaer».

Digresiones aparte (les recomiendo, no obstante, que lean ese cuento si es que logran encontrarlo), el Imperio se retrae. Al mismo tiempo, el crecimiento de una secta judía —el cristianismo— adquiere cada vez más poder. En 313, mediante el Edicto de Milán, el emperador Constantino proclama la libertad de cultos en todo el Imperio; en 380, Teodosio I proclama al cristianismo como religión de Estado y en 395, a su muerte, divide de manera definitiva el imperio entre sus dos hijos, dejando, por un lado, el Imperio de Occidente, con capital en Roma, y el de Oriente, con capital en Constantinopla; en 407 se proclama delito la herejía y en 472, el paganismo, y empiezan las persecuciones y las quemas de templos (algo de eso habíamos visto en relación a la Biblioteca de Alejandría y la muerte de Hypatia).

En 406 se fuerza la frontera del Rin, el orgulloso Limes, la línea Rin-Danubio, límite del Imperio durante siglos; en 410, Roma es saqueada; los pueblos bárbaros penetran en el Imperio y se establecen (con el consentimiento de los débiles emperadores de turno), en España, en la Galia, en la misma Italia, donde forman reinos autónomos «asociados», hasta que en 476 Odoacro, rey de los ostrogodos, termina con la farsa: entra en Ravena, donde a la sazón estaba la capital del imperio, derroca al último emperador, Rómulo Augústulo (que había sido agraciado con el título a la avanzada edad de 14 años) y envía las insignias imperiales a Bizancio, dando por terminado el Imperio de Occidente. Es una curiosa coincidencia que el último emperador haya llevado el nombre del fundador de Roma y su primer rey y el del primer emperador, Augusto.

¿Qué esperamos agrupados en el foro?

Hoy llegan los bárbaros.

¿Por qué inactivo está el Senado e inmóviles los senadores no legislan?

Porque hoy llegan los bárbaros.

¿Qué leyes votarán los senadores?

Cuando los bárbaros lleguen darán la ley.

¿Por qué nuestro emperador dejó su lecho al alba,

y en la puerta mayor espera ahora sentado

en su alto trono, coronado y solemne?

Porque hoy llegan los bárbaros.

Nuestro emperador aguarda para recibir a su jefe.

Al que hará entrega de un largo pergamino.

En él escritas hay muchas dignidades y títulos.

¿Por qué nuestros dos cónsules y los pretores visten

sus rojas togas, de finos brocados;

y lucen brazaletes de amatistas,

y refulgentes anillos de esmeraldas espléndidas?

¿Por qué ostentan bastones maravillosamente cincelados

en oro y plata, signos de su poder?

Porque hoy llegan los bárbaros;

y todas esas cosas deslumbran a los bárbaros.

¿Por qué no acuden como siempre nuestros ilustres oradores

a brindarnos el chorro feliz de su elocuencia?

Porque hoy llegan los bárbaros

que odian la retórica y los largos discursos.

¿Por qué de pronto esa inquietud

y movimiento? (Cuánta gravedad en los rostros.)

¿Por qué vacía la multitud calles y plazas,

y sombría regresa a sus moradas?

Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.

Y gente venida desde la frontera

afirma que ya no hay bárbaros.

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?

Quizás ellos fueran una solución después de todo.

KONSTANTINO KAVAFIS

El ocaso del Imperio

Y así fue como terminó el Imperio de Occidente, esa fabulosa construcción política que dominó el Mediterráneo durante cinco siglos. Europa fue retrocediendo hacia un mundo rural (en especial al norte), los acueductos y las grandes obras de infraestructura romana fueron abandonados, así como los caminos y vías de comunicación, y la economía fue decayendo hacia la subsistencia, que caracterizaría los primeros siglos medievales, situación que duraría más o menos hasta el siglo XI. Los pueblos de la Europa desestructurada (y casi completamente iletrada) que siguió habrían de evocar al Imperio como una época de oro, perdida y quizás irrecuperable.

Naturalmente, los europeos de la Edad Media no sabían que eran medievales, pero la idea que tiene de sí mismo el intelectual de los primeros siglos de la era cristiana es la de un mundo que había retrocedido a la barbarie desde una alta colina dorada.

Las épocas que siguieron inmediatamente a la caída del Imperio Romano estuvieron marcadas por el miedo, el aislamiento y las constantes invasiones bárbaras. En lo que hace a la ciencia, sólo se puede rescatar un cierto «enciclopedismo» que intentaba cristalizar el saber para preservarlo y que consistió principalmente en la copia de manuscritos. La problemática «intelectual» se limitó a encontrar la forma de rescatar el conocimiento pasado que se estaba dispersando y en congeniarlo con las enseñanzas divinas de la nueva religión, que distaba aún de abarcar a toda Europa.

Suele suceder. Pero de todos modos, las instituciones tardan en morir, y las culturas, aun en medio de acontecimientos tormentosos como los que les acabo de contar, tienen una enorme inercia. Estoy seguro (aunque no me consta) de que hasta muy tarde se conservaron las luchas de gladiadores, por poner una de las más repulsivas costumbres romanas. Así y todo, todavía, en las ciudades ricas del Mediterráneo o las ciudades griegas con fuerte tradición, hubo chispazos, pequeñas bengalas que iluminaron (un poco, malamente) esa larga noche que se avecinaría por cinco o seis siglos.

La nueva religión

A pesar de las persecuciones de las que fueron víctimas los cultores del cristianismo en los primeros siglos del milenio, buena parte de los pensadores más educados se sumaron paulatinamente al nuevo credo y dedicaron su tiempo a abstrusas cuestiones religiosas que poco a poco construyeron el dogma cristiano (y la forma occidental de abordar el mundo, se podría arriesgar). Por eso, la primera etapa de esta forzada coexistencia entre ciencia y religión comienza antes de la Edad Media (¿recuerda el paciente lector a Tales separando ciencia y religión?). Las discusiones que preocupaban a los intelectuales y sabios de la época pueden parecer algo extrañas a los ojos actuales: los debates sobre la naturaleza de Cristo, el origen del mal, si el hombre tiene capacidad de decisión o está dirigido por Dios, si el mal es parte de la obra de Dios o si es su contraparte, si Dios es uno o trino, o dual, o solamente trino…, en fin, todas estas cuestiones, motivo de las más acaloradas discusiones, fueron la piedra fundacional sobre la que se fue construyendo, en un lento proceso, la ortodoxia cristiana.

En el camino, la observación de la naturaleza fue relegada a un segundo plano y puesta en función de las reflexiones teológicas: los Padres de la Iglesia, como Clemente de Alejandría, Orígenes o Lactancio (que pensaba que la Tierra era plana, ya que si no en las antípodas el trigo crecería cabeza abajo), eran poco más que fundamentalistas antipaganos o ignorantes.

El resultado de todo esto fue, como se pueden imaginar, un abandono del interés por el mundo y la ciencia positiva en general. Al mismo tiempo, buena parte de las obras antiguas, y en especial las de Platón y Aristóteles, dejaron de circular por Occidente y se refugiaron en bibliotecas e instituciones orientales. El «discurso de las cosas» se transformó en el discurso de la salvación, de la elevación hacia Dios por medio de la Fe (del mismo modo que en Platón había un impulso del Eros para elevarse al mundo de las Ideas). Había un problema fundamental que «legitimaba» tal abandono: la verdad es que las cosas callan, interrumpen un discurso que, como es natural, y del mismo modo que el latín se fragmentó en lenguas romances, se disuelve en dialectos locales: el hombre de la Edad Media temprana sólo escucha a las plantas de su jardín y de vez en cuando relatos de viajeros que cuentan cosas exóticas.

No nos detendremos en las argucias teológicas, aunque sí en la figura de San Agustín (354-430), que fue el puente a través del cual pasaron las principales tradiciones de la Antigüedad grecolatina a la Europa cristiana medieval.

Hijo de una ferviente cristiana, Agustín se mostraba brillante desde joven, lo cual llevó a su familia a utilizar sus escasos fondos para asegurarle una educación acorde a sus capacidades. En un comienzo rechazó la devoción cristiana de su madre y consideró que la filosofía era el camino que debía seguir… Pero no deambulemos detrás de sus idas y venidas por el maniqueísmo, el gnosticismo y otros «ismos»: vamos directamente a su adhesión final al cristianismo, que le permitió ser obispo de Hipona hasta su muerte y producir el grueso de su pensamiento teológico, del cual se destacan sus Confesiones, escritas a los 45 años, y La Ciudad de Dios.

Su concepción del conocimiento tiene una clarísima raigambre platónica. Según él, hay dos tipos de verdades absolutas que están en el interior del hombre: por un lado, las verdades matemático-lógicas y morales y, por el otro, la conciencia de la existencia propia. Lo absoluto de estas verdades nos lleva a la existencia de Dios, al que encuentra fácilmente identificable con el Demiurgo de Platón. Desde ya, Agustín considera que la fe está por encima de la razón. Cuando la razón no alcanza hay que apelar a la fe. El mal es amor de sí, y el bien es el amor de Dios (aquí, obvia referencia platónica; recordemos que la Idea Suprema era la del Bien); el conjunto de los hombres que viven para el verdadero Bien, para Dios, constituyen la ciudad celeste o de Dios; por otra parte, la ciudad terrena es la de aquellos que viven para el hombre, y el origen de esta división está en Caín y Abel, y aunque parezca que en este mundo el «ciudadano terreno» está condenado, mientras que el que habita la Ciudad de Dios tiene garantizada la salvación.

Agustín sostiene que la verdad es externa a los hombres y, como pretende encontrar alguna base para el conocimiento, recurre a las ideas eternas de Platón… lo cual lo lleva a un comprensible desinterés por los fenómenos físicos, que pesará durante todos los siglos medievales hasta la reaparición de Aristóteles a partir del siglo XI. La naturaleza queda así vacía de interés. La razón misma no es la que fija que tal o cual cosa sea, sino más bien lo que ocurre es que la razón misma se encuentra sometida a leyes más profundas que la determinan y que tienen que ver con el verbo divino, Cristo, quien ilumina la conciencia y establece que una verdad sea absoluta.

Al llegar la muerte de San Agustín en el año 430, el Imperio Romano de Occidente entraba, como vimos, en su fase terminal. Aunque hubo quienes lo consideraron algo extravagante, sus ideas fueron la espina dorsal del pensamiento cristiano, al menos hasta la irrupción de Santo Tomás de Aquino y su nueva síntesis.

Después de tanta religión y sutilezas del dogma, que poco hicieron por mantener viva la llama de la perdida cultura grecorromana, vuelvo a mi pantalla, y pienso en el último gran intelectual romano, que de alguna manera fue como una bisagra entre los viejos tiempos ya muertos y los nuevos y desconocidos por venir: Boecio (480-524).

Así como San Agustín no me inspira ninguna simpatía, me gusta Boecio. Latino, funcionario del rey ostrogodo Teodorico, Boecio era probablemente consciente del gran cambio cultural que sobrevenía sobre Europa. Último de los intelectuales bilingües con acceso a las fuentes griegas, tradujo al latín y comentó corpus de obras de lógica, De Materia medica de Dioscórides, y algunas pocas obras de Aristóteles, que fueron la fuente principal para el estudio de la lógica y las matemáticas hasta el siglo XII, y expuso también elementos de aritmética, geometría, música y astronomía (el quadrivium), conservando así algo de Euclides y Ptolomeo. Mejoró las artes liberales del trivium (gramática, retórica y lógica), que fueron, junto con el quadrivium, los puntales de la enseñanza medieval.

Como muchos intelectuales a lo largo de la historia, Boecio sufrió el triste destino de morir asesinado. Fue acusado de complot contra Teodorico, torturado y, luego de un año de cárcel, ejecutado. Pero ese año le alcanzó para escribir De consolatione philosophiae (La consolación por la filosofía), un diálogo ficticio en el que un personaje, Filosofía, le explica a Boecio muchos de los problemas del mundo; entre otras cosas, le dice que la felicidad se encuentra en nuestro interior, dentro de uno mismo, y que, por lo tanto, se puede ser feliz aún en la cárcel: aquí vemos pensamiento cristiano, pero en el que aún sobreviven elementos del pensamiento griego socrático. Se puede pensar que Filosofía le dice a Boecio que él es aún un ciudadano de la polis o del Imperio; Agustín le habría aconsejado que se afiliara a la ciudad de Dios (que no es una polis, por cierto).

La filiación de Boecio con el pensamiento griego es evidente en toda la obra. Me interesa de todos modos que se vea esto en las teorías del conocimiento de ambos autores. Como venimos viendo desde que empezamos con esta aventurada empresa de resumir la historia de la ciencia occidental, toda investigación, explícita o implícitamente, viene acompañada de una concepción filosófica bastante precisa que indica para dónde se puede seguir avanzando. Creo que una de las ideas que organiza este difícil recorrido es precisamente ésa: toda ciencia tiene, necesariamente, una filosofía que la sostiene, lo admita o no. Escuchemos a Boecio:

Si buscando el hombre la verdad desde el fondo de su corazón no quiere desviarse del camino, debe volver sobre sí mismo los ojos de su mente y replegar su propio espíritu con amplio movimiento, a fin de comprender que todo lo que penosamente busca en el exterior se halla encerrado en los tesoros de su alma. No tardará en ver más claro que la luz del sol aquello que parecía oculto entre las nieblas del error. Pues de la inteligencia no ha desaparecido totalmente la luz por haber aportado el cuerpo su pesada masa, propicia al olvido; queda, sin ningún género de duda, en el fondo de nosotros mismos, una semilla de verdad, que brota de nuevo al cálido soplo de la investigación y la doctrina. ¿Por qué, si no, respondéis con exactitud al ser preguntados? Es que en el fondo de vuestras almas permanece latente el fuego de la verdad. Si la Musa de Platón dice verdad, lo que aprendemos no es otra cosa que una serie de conocimientos olvidados, que de nuevo hacemos presentes a la memoria.

Es la famosa teoría de la reminiscencia platónica, que vuelve revestida de pensamiento cristiano.

Dos o tres siglos después de la muerte de Boecio, distintos religiosos vieron en él una figura de mártir, lo que le valió un lugar especial dentro del cristianismo y mayor repercusión de sus obras, especialmente una dedicada a la Trinidad.

Luego, la cultura de la época no dejó prácticamente rastros de interés. Aunque mientras tanto, en el monasterio de Vivarum, en el sur de Italia, Casiodoro empezaba a reunir manuscritos que pacientes monjes copiaban (probablemente sin entender una palabra) en los scriptoria. Éste habría de ser uno de los mecanismos por los cuales se salvaría parte del saber antiguo.

Una buena muestra de la decadencia del conocimiento en Occidente es el brillo inusitado de que gozó Isidoro de Sevilla (556-636), que en sus Etimologías, mayormente fantasiosas, hacía un repaso de tipo fantástico sobre el saber antiguo: a la astronomía le dedicaba apenas cinco páginas, con nociones elementales, y sin prestarle la menor atención a Tolomeo, del cual no sabía (o no entendía) nada. Creía que la Tierra tenía forma de rueda y estaba rodeada por los océanos. Alrededor de la Tierra se movían las esferas que arrastraban a los planetas y las estrellas, y arriba estaba el cielo de los bienaventurados.

Herbarios y bestiarios

La verdad, la naturaleza de todas las cosas en este mundo, es decir, las materias que conciernen nuestra vida cotidiana, están aquí descifradas y declaradas.

PLINIO, Prefacio de la Historia natural

El estudio de la naturaleza en la Edad Media, como venimos viendo, estuvo no sólo muy limitado sino siempre sometido a discusiones de índole metafísica y teológica. Si se indagaba sobre la naturaleza, de manera tímida, era para buscar excusas para hablar de las verdades religiosas y morales. Se trataba de una visión del mundo como teofanía: los autores no trataban de resolver el problema de la clasificación, sino el de la manifestación; nadie pretendía que el estudio de la naturaleza condujera a hipótesis y generalizaciones científicas, sino que proporcionara símbolos vivientes de las realidades morales. La luna era la imagen de la Iglesia que reflejaba la luz divina; el viento, una imagen del espíritu; el zafiro tenía semejanza con la contemplación divina, y el número once, que «transgredía» el diez —representante de los mandamientos— era imagen del pecado.

La preocupación por los símbolos se manifiesta claramente en los herbarios y bestiarios que, naturalmente, tenían un origen anterior a esta época. Esopo (c. 620-c. 560 a.C.) fue uno de los precursores del interés por la naturaleza animal; son numerosos los escritos que llegaron a nuestros días y que repiten historias narradas oralmente por este fabulista griego. Pero si restringimos un poco más la definición de bestiarios como intentos de relevamiento de lo que se encuentra en la naturaleza, debemos señalar como uno de los precursores a Gaius Plinius Secundus, llamado Plinio el Viejo (23 d.C-79 d.C.) en tiempos del Imperio.

Este hombre nacido en Como, Italia, murió a los 56 años, con un curriculum vitae (nunca mejor aplicada esta expresión latina) envidiable: fue autor al menos de 75 libros. Sin embargo, su obra más recordada es la enorme Historia Natural de 37 tomos, completada dos años antes de su muerte. En ella se mezclaban lo real y lo fantástico: junto a algunas observaciones verdaderamente agudas, se describía a hombres con cabeza de perro que se comunicaban por medio de ladridos y otros sin ninguna cabeza pero con ojos en los hombros, víboras que se lanzaban hacia el cielo para atrapar aves, la «serpiente basilisco» de África, que mataba a los arbustos con sólo tocarlos, rocas que respiraban…

Plinio intentó sistematizar en esta obra todos los materiales dispersos y antiguos que pertenecían a la cultura encíclica (enkyklios paideia, en griego, origen del término «enciclopedia»). Hay al menos dos rasgos notables en su trabajo: su estilo simple y directo y la constante referencia a sus fuentes. En el libro II, por ejemplo, sistematiza los conocimientos referidos a la cosmología y la astronomía; el III y IV están referidos a la geografía histórica y física del mundo antiguo; en los libros XII hasta el XIX, dedicados a la botánica, fue donde Plinio más se acercó a hacer una contribución real a la ciencia, ya que se tomó el inusual trabajo de observar de manera directa. Esta obra marcó para bien y para mal a las similares que vendrían en los años siguientes.

A decir verdad, los herbarios brindaban una escasa idea acerca de la distribución geográfica de las plantas. Muchos de los autores intentaban identificar en su propio jardín las plantas mencionadas por el Herbarium del «seudo Apuleyo» (de quien sólo se sabe que probablemente en el año 400 a.C. armó un compendio con un montón de recetas medicinales de origen griego), o por el otro manual conocido, que era el de Dioscórides (40 d.C.-c. 90 d.C.), un médico y farmacólogo griego de los tiempos de Nerón, cuyo trabajo De materia medica, constituido por cinco tomos terminados cerca del año 77, contaba con excelentes descripciones de aproximadamente 600 plantas. Este trabajo, gracias a su vastedad, se transformó en la fuente de terminología botánica moderna y en el texto farmacológico más importante durante «apenas» dieciséis siglos.

Aunque no tenían el rigor de las recopilaciones antiguas (ni siquiera la de Plinio), y a pesar de estar «controlados» por los fines morales, los herbarios medievales constituyeron, también, un muestrario (aunque completamente desordenado) de plantas medicinales y sus usos. Junto a ellos aparecieron manuales de recetas prácticas (debidas, seguramente, a la tradición médica folklórica, local y subterránea), dosificaciones e instrucciones de uso, aunque el panorama de la farmacopea fue muy limitado, y la tendencia general no era a la reflexión (y mucho menos a la experimentación).

Así, los herbarios contribuyeron a introducir un poco de orden, o mejor, de ordenado desorden, en la farmacopea, a pesar del primitivismo y aderezos fantasiosos de los dibujos (que podían llegar a impedir reconocer una planta dibujada según la imaginación del copista). Recién en el siglo XV los dibujantes de herbarios aprendieron del realismo tridimensional del arte italiano y flamenco, cuando se alcanzó gran perfección gracias a los dibujos de Leonardo da Vinci y de Alberto Durero.

Esta tradición continuó hasta los primeros herbarios impresos, y es ahí donde se considera que empieza la botánica «científica» (lo pongo entre comillas, porque la botánica siguió siendo una serie de constataciones empíricas hasta que se produjeron los grandes ordenamientos del siglo XVIII con Linneo). Desde el punto de vista de lo que entendemos por «ciencia», ésta aparece recién cuando se integra en un sistema más o menos racional.

Los bestiarios, por su parte, eran compilaciones anárquicas que mezclaban observaciones reales de la naturaleza, comentarios zoológicos, ilustraciones muy creativas y una buena dosis de lecciones morales y religiosas. Ver algunas de las figuras que concibieron los hombres de la Edad Media nos hace dar cuenta de que los creadores de Star Trek, sin dudas, se quedaron cortos. Hay que tener en cuenta que los libros se reproducían por copia y cada copista se sentía libre de agregar algo de su propia cosecha. El manuscrito luego seguía su camino rumbo a otro copista que repetía la operación. Los estudiosos no salían a mirar el mundo que describían en sus libros sino que, a lo sumo, incluían la versión de algún soldado llegado de tierras lejanas con descripciones fantasiosas (como por ejemplo, un águila con patas y cola de león). Además de la obra de Discórides ya mencionada, existen muchos otros antecedentes de estas compilaciones.

El más exitoso de todos, que sufrió un largo proceso de transformación, fue sin duda el Physiologus. Este libro, en su origen (probablemente en el siglo II y en Alejandría, seguramente escrito en griego), era una modesta compilación de metáforas edificantes para la moral. Constaba de 48 secciones, cada una de ellas dedicada a una planta, animal o piedra, que a su vez remitía a un texto bíblico. El primero de estos capítulos, como era de esperar, trataba sobre el león, el rey de los animales, y, menos previsiblemente, finalizaba con el avestruz. Fue rápidamente traducido a varios idiomas, y cuando se estaba realizando la traducción al latín —aproximadamente en el siglo V— alguno de los copistas reemplazó las antiguas citas bíblicas del comienzo de cada capítulo por la frase «El naturalista dice…». Así fue que el libro trascendió con el nombre de Physiologus (palabra en latín que significa «naturalista»). La traducción latina fue la más exitosa y la cantidad de ejemplares copiados sólo fue superada por la Biblia.

Las historias que cuenta este protobestiario son muy ilustrativas acerca de cómo se veía a la naturaleza por esos años: el león paría crías inertes a las que insuflaba vida respirando sobre ellas; el unicornio sólo podía ser capturado sobre la falda de una virgen; el pelícano que derramaba su sangre para resucitar a los muertos. Todas estas historias eran en realidad metáforas fabulescas de enseñanzas religiosas acerca de la resurrección, el sacrificio, y lo que se buscaba no era otra cosa que la simbología moral de los animales (la astucia del zorro, la lujuria de la hiena, la fuerza del león). Uno de los animales más destacados de estos bestiarios, que se utilizaba para ilustrar la resurrección cristiana, era el ave fénix, un ser mitológico de origen egipcio, del tamaño de un águila con plumaje escarlata y dorado, de un llorar melodioso, que podríamos atribuir a su soledad: un solo fénix podía existir por vez en el mundo y cada uno vivía al menos 500 años. Cuando sentía llegar su fin, este ave construía un nido con plantas aromáticas y especias, lo encendía (vaya uno a saber cómo producía el fuego) y se consumía en él. A los tres días resurgía de estas cenizas un nuevo fénix que colocaba las cenizas de su antecesor en un huevo de mirra, lo llevaba volando a Heliópolis, la Ciudad del Sol, y lo depositaba en el templo de Ra (reconocemos aquí la frase «resurgir de las cenizas»).

Pero mi animal favorito es la «hormiga-león», nacida de la cruza de estos dos animales, pero con tan mala suerte que, teniendo dos naturalezas, no puede comer ni semillas ni carne y muere de inanición.

Las sucesivas copias del Physiologus fueron transformándolo muy lentamente hasta derivar en todo un género de bestiarios, como el del francés Philippe de Thaon, de 1211, que utilizaba imágenes para describir el objeto de sus estudios y atraer a los analfabetos. El género creció y comenzó a incluir rimas y hasta historias de amor de moda en la época, que derivaron en las fábulas, más modernas, que poco tenían ya que ver con los bestiarios originales. El matrimonio de ciencia y religión había demorado algunos siglos en producir un inesperado género literario, las fábulas, primas lejanas de la zoología. Aunque también produjo un par de obras interesantes, como el De animalibus de Alberto Magno (s. XIII) y el tratado de cetrería escrito por Federico II Hohenstaufen (1194-1250), emperador del Sacro Imperio Romano-germánico (uno de los restos políticos del imperio de Carlomagno), y una de las personalidades más curiosas de la Edad Media, que mantenía en Sicilia una corte donde confluían eruditos latinos, griegos, árabes y judíos y florecía una cultura sincrética.

Las ilustraciones de los bestiarios no eran muy rigurosas que digamos: como en esa época los zoológicos no eran corrientes, prácticamente no había posibilidad de conseguir modelos vivos de leones, por no hablar de unicornios o de hombres con cabeza de perro, de modo que los dibujantes debían confiar en la descripción del autor y en su imaginación. Muchas de estas figuras fueron también reproducidas a lo largo del primer período de la Edad Media, por ejemplo, en los mosaicos de iglesias de Roma, Ravena y Venecia. Más adelante, sobre todo a partir del siglo XIII, y como en el caso de los herbarios, aumentaron constantemente las ilustraciones realistas. Esta tendencia se vio reforzada por las representaciones de plantas y animales que comenzaron a aparecer en las pinturas de artistas como Giotto (1276-1336).

De la misma manera que los herbarios, los bestiarios pueden, si se quiere, ser vistos como un antecedente de la zoología, pero ésta, como la botánica, sólo pudo aspirar al estatus de ciencia mucho pero mucho más tarde.

Monasterios

Bueno, aparentemente me distraje un poco con los herbarios (y especialmente con los bestiarios, que son más curiosos), pero me distraigo constantemente, y es que tengo que lograr que fluyan por estas páginas miles de cosas y tendencias.

Pues las ciencias son los ríos

que van a dar en la mar

que es el saber.

Allí van muchas teorías

decididas a triunfar

o fenecer.

Allí grandes fantasías

o hipótesis balbucientes

de la ciencia

enfrentan el agua fría

de esa diosa intransigente:

la experiencia.

Ya les había mencionado, hace un rato, a Casiodoro, un contemporáneo de Boecio que se ocupaba de juntar y hacer copiar manuscritos en Vivarum (al sur de Italia), y lo retomo ahora porque quería volver al tema de los monasterios que empezaron a crearse después de la fundación de Monte Cassino por San Benito en 529, porque allí se preservó buena parte de lo que se preservó, y porque junto a ellos empezaron a armarse las primeras escuelas medievales, que, en medio de la ignorancia reinante, trataban de transmitir lo poco que se recordaba del conocimiento antiguo, en general con fines piadosos y poco más (aunque en algunos sitios se incluía algo de matemáticas para resolver el eterno tema de calcular la fecha de Pascua, cuya dificultad llevó a plantear interesantes desarrollos aritméticos y astronómicos, y fue uno de los contados servicios que un problema religioso prestó a la ciencia positiva).

Una figura realmente simpática es la de Beda el Venerable (672-735), que vivió en el monasterio de Jarrow, Inglaterra, y que se entregó a los estudios históricos y de las escrituras, pero que además conoció el quadrivium, estableció tablas de mareas, y algunas observaciones generales muy bien hechas.

Su cosmología muestra la visión que tenía un hombre culto de su siglo: su universo está ordenado por causas y efectos identificables. Beda no pensaba que el mundo tuviera forma de rueda, sino que la Tierra era una esfera estática. Rodeando la Tierra, se encontraban los siete cielos: el aire, el éter, el Olimpo, el espacio ígneo, el firmamento con los cuerpos celestes, el cielo de los ángeles y el cielo de la Trinidad. El mundo corpóreo estaba compuesto de los cuatro elementos (tierra, agua, aire, fuego), dispuestos por orden de peso y ligereza.

Como había leído a Plinio, tenía una idea de la cosmología griega: afirmó que el cielo de las estrellas giraba alrededor de la Tierra y que dentro de ese cielo los planetas giraban en un sistema de epiciclos. También expuso sobre las fases de la Luna y los eclipses, y afirmó, siguiendo sus lecturas, que la Luna era la responsable de las mareas. Sin embargo, el papel que le asignaba a la observación era prácticamente nulo: describió la muralla de Adriano, que quedaba apenas a doce kilómetros de donde estaba, a partir de lo que había leído y lo que le habían contado, sin dignarse a moverse hasta allí. Detalle que, aparte de lo dicho, me conmueve. Pienso en Beda, encerrado en su monasterio en medio de un mar de oscuridad, imaginando la muralla del luminoso Adriano.

También fue fruto de los monasterios ingleses lo poco que se escribió en medicina: en la primera mitad del siglo X se redactó un tratado que resumía los conocimientos médicos de la época: contiene partes terapéuticas, con prescripción de hierbas, se distinguen las fiebres tercianas, las cuartanas y las cotidianas, se hace mención del «contagio llevado por el aire» y a la viruela, entre otras enfermedades. La segunda parte es una recopilación de la medicina griega, lo cual muestra que ésta de alguna manera circulaba. Así como Beda el Venerable no se molestó en ir a ver la muralla de Adriano, hay poco y nada de observación clínica; no se tomaba el pulso, ni se verificaba el color de las heces, datos centrales para los médicos griegos y romanos.

La cultura, durante los siglos VI, VII y VIII, se retrajo a los monasterios benedictinos italianos e irlandeses y, posteriormente, ingleses y de Europa Central. Durante esta época la atención estuvo puesta principalmente en la conservación de los conocimientos anteriores, con poca producción nueva: el estudioso se dedicaba más a la hermenéutica y al copiado que a la observación del mundo. La lectura de los clásicos y su interpretación eran la forma de acceder al saber. Pero las copias, como ya se dijo, eran muchas veces fantasiosas, ya que los monjes de scriptorium muchas veces no entendían lo que copiaban. De la misma manera, la primacía que se otorgaba a los libros teológicos, colecciones de salmos y reglas religiosas llevó a la práctica de borrar los pergaminos y escribir encima de ellos, con lo cual pueden haberse perdido cientos de obras clásicas de importancia, en pro de vidas de santos y otras obras convencionales.

En fin: los años que van de la muerte de Boecio hasta el efímero renacimiento carolingio tuvieron muy poco para aportar a la historia de la ciencia. Vamos a dar un vistazo directamente, entonces, al primero de los «renacimientos» de la civilización occidental, que fue muy modesto, por cierto.

El renacimiento carolingio

En el año 800 se produjo una novedad política de importancia, al ser coronado Carlomagno por el Papa como emperador de los vastos territorios que había conquistado en la Marca de España, Dinamarca, Polonia, y, desde ya, lo que hoy es Alemania. De paso, vale la pena contar que, cuando Carlomagno se retiraba de España, su retaguardia fue sorprendida por los vascos en el desfiladero de Roncesvalles y completamente destrozada, muriendo allí su lugarteniente y sobrino Roldán junto a los once restantes pares de Francia, lo que dio lugar a la canción de gesta La Canción de Roldán (escrita siglos después), que inaugura la literatura francesa y en la que los vascos son trastrocados en moros. En realidad, Roncesvalles fue sólo una escaramuza sin importancia, pero que demuestra cabalmente que la literatura es más importante que la política, como dice André Maurois.

Pues bien, si la idea con la coronación de Carlomagno era restaurar el Imperio, hacía falta un sistema de gobierno. Y un sistema de gobierno necesita una burocracia mínimamente letrada, o sea, alguna política educativa. Para ello, Carlos llamó a Alcuino de York, un importante erudito inglés que había conocido en Roma, para que reorganizase (o mejor dicho fabricase) los estudios del nuevo imperio desde su capital en Aquisgrán (actualmente la ciudad más occidental de Alemania), fundando escuelas según la orden que impartió el emperador en una célebre carta de 788: «Abrir en cada diócesis y en cada monasterio escuelas en las que habrían de ser admitidos tanto los niños de condición libre como los de condición servil».

Alcuino pretendía convertir a la capital en la nueva Atenas (lo cual da una idea de lo despistado que estaba): el esfuerzo fue grande, pero los resultados, pobres, ya que se basaban en las tonterías de Isidoro de Sevilla o «sabios» por el estilo, que no pasaban de estudiar problemas elementales de aritmética, o acertijos como el del barquero que debe cruzar un lobo, una oveja y un repollo. No es gran ciencia, por cierto. El mismo Carlomagno era analfabeto, aunque parece que en su vejez aprendió a leer.

De todos modos, el renacimiento carolingio, que más que un verdadero resurgir de las ciencias fue un intento de reconstruir un cuerpo político devastado, duró poco: Carlos murió en 814 y el imperio subsistió apenas lo que vivió su hijo Ludovico Pío, para después fragmentarse en pedazos (que son los que, más o menos, dieron la Europa moderna).

La vida de Carlomagno fue tomada como modelo por los monarcas que lo siguieron; era el ejemplo perfecto de cómo debía ser un rey cristiano. Personificaba la fusión de las culturas germánica, romana y cristiana, que se convertiría posteriormente en la base de la civilización europea.

Después de Alcuino rigió la escuela palatina Juan Escoto Erígena, que, como curiosidad, enseñaba el sistema atribuido a Heráclides Ponto en el que Venus y Mercurio giraban alrededor del Sol, e incluso lo extendió haciendo girar también alrededor del Sol a Marte, Júpiter y Saturno. Después de su muerte, la escuela decayó irremediablemente y todo se hundió en la oscuridad.

Y eso fue el renacimiento carolingio. Nada del otro mundo (salvo para los carolingios, claro).

Hasta el siglo XI, excepto por el breve interludio del reinado de Carlomagno, ninguna estructura política brindaría estabilidad suficiente para un desarrollo del interés por la naturaleza. La única fuerza capaz de brindar alguna cohesión social y cultural era la Iglesia, que intentó con escaso éxito reorganizar los restos de los antiguos reinos y pueblos bajo control del Papa y los distintos poderes terrenales de reyes y emperadores, aunque las constantes disputas entre el poder religioso y el civil impidieron acuerdos mínimamente estables. Así, la religión siguió ofreciendo la perspectiva desde la que se miraban la política y la economía, así como la ciencia y el arte. Sólo el desarrollo de la burguesía gracias al comercio permitiría superar esta etapa paralizadoramente religiosa.

Tiempo y espacio: el cosmos medieval

Es necesario decir aquí algo acerca de la imagen del mundo medieval, aunque sólo sea porque la ciencia moderna nació en gran parte del intento de superarla y porque en nuestra vida social pueden advertirse bastantes huellas de esa lucha. El esquema etéreo y cosmológico de Aristóteles y los astrónomos alejandrinos se había convertido en un rígido mundo teológico-físico, en un mundo de esferas u orbes. Figuraban en él las esferas del Sol y la Luna, las esferas de los planetas y, por encima de todo, la gran esfera de las estrellas fijas, sobre las cuales estaban los cielos. Como contrapartida teológicamente necesaria estaba el inframundo (los círculos y abismos infernales tan firmemente descriptos más tarde en la Divina Comedia —1321—, de Dante Alighieri).

El universo estaba ordenado por rangos y lugares. Se trataba de un compromiso entre la imagen aristotélica de un mundo permanente y la imagen judeocristiana de un mundo creado por un acto y solamente susceptible de ser destruido por otro. Era un mundo transitorio que, pese a tener sus propias reglas, era solamente un escenario en el que se representaba la vida de cada hombre, vida que, como dice Shakespeare

no es más que una sombra que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un idiota, llena de ruido y furia, y que nada significa.

Y de esa vida dependía en último término la salvación o la condenación.

La jerarquía de la sociedad estaba reproducida en la jerarquía del universo mismo; al igual que papas, obispos y arzobispos, emperador, reyes y nobles, existía también la jerarquía celestial de los nueve coros angélicos: serafines, querubines, etcétera. Cada una de estas jerarquías tenía una función en el universo y permanecía unida al correspondiente rango de las esferas planetarias para mantenerlas en movimiento. El orden inferior de los simples ángeles que pertenecían a la esfera de la luna tenía mucho que ver con el orden de los seres humanos que estaban precisamente debajo de ellos.

Existía un orden cósmico, un orden social, un orden en el cuerpo humano, todos representativos de estados a los que la naturaleza tendía a volver cuando se la apartaba de ellos. Predominaba una concepción del equilibrio, pero no en un sentido físico sino moral. Había un lugar para cada cosa. Los elementos estaban en orden: la tierra abajo, el agua sobre ella, por encima el aire; el fuego, el elemento más noble, por encima de los otros tres. El mundo mítico y el mundo real, físico, se mezclaban en una misma lógica.

También los órganos nobles del cuerpo —corazón y pulmones— estaban cuidadosamente separados por el diafragma de los órganos inferiores del vientre. Este cosmos —tremendo y complicado, pero ordenado— era también idealmente racional porque combinaba las conclusiones mejor establecidas de los antiguos con las verdades incuestionables de la Escritura en la tradición de la Iglesia.

Después de ver toda esta arquitectura del mundo se comprende por qué un ataque a cualquiera de las partes de la imagen del universo se consideraba como algo mucho más serio que una mera cuestión intelectual: era una agresión a todo el orden de la sociedad, de la religión, y del universo mismo. Por consiguiente, era necesario defenderse con todo el poder de la Iglesia y del Estado. El sistema del pensamiento medieval era necesariamente conservador, aunque no por eso menos imaginativo.

También era muy diferente la percepción del tiempo y el espacio: la dificultad de las vías de comunicación, el retroceso a una vida casi exclusivamente rural, la falta de relojes y de mapas (ya hablaremos de eso), hacían que el hombre medieval viviera en un mundo sin las coordenadas precisas que nos ubican (y a veces abruman) ahora. La mera idea de un «segundo» era inconcebible, y el hecho de que la noche y el día se dividieran en doce horas iguales cada una de ellas, generaba un tiempo elástico, en el que las duraciones eran difíciles de determinar, salvo por la salida y puesta del sol, y las campanas de las iglesias o los monasterios llamando a maitines o al ángelus. Cuentan que el rey Alfredo de Inglaterra mandaba encender antorchas sucesivas e iguales durante sus viajes, para tener una idea de la duración. ¡Y esto en el siglo IX!

Estas formas de percibir el espacio-tiempo se observan bien en las pinturas de las iglesias, como por ejemplo la que pueden ver en la siguiente imagen.

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No es solamente que la pintura no sea realista, sino que tanto el espacio como el tiempo están organizados alrededor de figuras que son icónicas, no tienen edad; no hay espacio o tiempo organizado donde transcurren los fenómenos que el cuadro cuenta, sino que lo que aparece es un mero telón de fondo que rodea y adorna la anécdota piadosa. Esto comenzará a cambiar sólo siglos después, «cuando la realidad vuelva a Europa», como dijo alguien alguna vez.

Por otra parte, durante esta primera mitad de la Edad Media, la vida se desarrollaba en el seno de la aldea, donde se cultivaban las parcelas propias y los campos comunales (todavía el feudalismo no había llegado a su plenitud), donde la población solía vivir aterrorizada por las invasiones de pueblos como los húngaros o los vikingos, que en algunos casos se extendieron hasta los siglos IX o X. En Inglaterra y Escocia, la actividad de los piratas escandinavos era continua, y en el siglo XI, cuando Guillermo el Conquistador invade y conquista Inglaterra, ésta había sido invadida por los escandinavos ese mismo día (lo cual fue una de las causas de que Guillermo pudiera ganar la batalla de Hastings —1066— y proclamarse rey).

Así era más o menos la Europa de la Alta Edad Media, aunque las cosas, naturalmente, eran distintas en las ciudades del Mediterráneo. Carlomagno, cuando viajó a Roma, se quedó pasmado por la riqueza de las ciudades italianas.

Geografías imaginarias

La tradición de la geografía griega comenzó su decadencia ya en tiempos romanos, y los grandes mapas trazados por Tolomeo, Eratóstenes o Hiparco quedaron en el olvido (o bien escondidos tras la vida de algún santo en un palimpsesto). Los mapas medievales eran simples representaciones de una tierra aplanada como un disco (como querían los padres de la Iglesia —recuerden a Tertuliano—) con Jerusalén en el centro, el paraíso terrenal a la derecha y arriba, y el mar océano que rodeaba todo, más representaciones esquemáticas de las tierras conocidas (de oídas).

Los extensos vacíos que se dejaban (tal como ocurría con la filosofía, la física, y cualquier otra disciplina) eran completados con inventos de lo más imaginativos. No es casual, por eso, la profusión medieval de terras incognitas, de lugares que, sencillamente, nunca existieron.

Los lugares inexistentes son una vieja fantasía humana, y suelen nacer de una referencia, de un relato, una reliquia, una alusión que corre de boca en boca y luego adquiere espesor geográfico en manos de cartógrafos propensos a la fantasía.

El más famoso de los sitios imaginarios —y uno de los pocos sobrevivientes de una larga lista— es, al mismo tiempo, uno de los más antiguos: la Atlántida. Esta isla, localizada supuestamente en medio del océano Atlántico, al oeste del estrecho de Gibraltar, tiene su origen en dos diálogos de Platón: Timeo y Critias. En este último, Platón relata cómo los sacerdotes egipcios, durante una conversación con el ateniense Solón, describen una isla más grande que Asia Menor y Libia juntas. Se trataba de un lugar que unos nueve mil años antes había sido tremendamente rico y sus poderosos príncipes habían conquistado muchas de las tierras del Mediterráneo, hasta ser finalmente vencidos por los atenienses y sus aliados. Luego los habitantes de la isla se tornaron malvados e impíos y la Atlántida fue devorada por el mar después de varios terremotos.

Los europeos medievales recuperaron la leyenda por medio de los árabes, la creyeron al pie de la letra e intentaron identificarla con alguna otra región. Después del Renacimiento, por ejemplo, se hicieron numerosos intentos por equiparar Atlantis con América, Escandinavia y las islas Canarias. Incluso es posible que Platón no haya inventado la isla por sí mismo, sino que haya tomado registros egipcios de una erupción volcánica en la isla de Thera en el 1500 a.C., que habría colaborado con la caída de la civilización minoica. Esta erupción, una de las más importantes de los tiempos antiguos, fue seguida de numerosos terremotos y tsunamis —olas gigantescas, generalmente producidas por un maremoto— que asolaron la civilización cretense, lo que habría inducido a Platón a creer en la existencia de la Atlántida.

La forma en la que estos mundos se creaban era variada. El Continente del Sur, por ejemplo, nació de un razonamiento «impecable» para la lógica de la época: si al norte del Ecuador había una gran masa de tierra, ¿no debería haber otra en el sur para balancearla? En el año 43, el geógrafo Pomponio Mela imaginó el continente austral. Tolomeo tomó la idea, y dibujó en sus mapas una «Gran Tierra Austral» que se extendía desde el sur de África hasta Nueva Guinea y Java, uniéndose a Asia por el este: una terra incognita que fue parte del credo geográfico durante siglos, ya que Tolomeo gozó durante muchísimo tiempo de una reputación sólida.

Otras tierras nacieron de rumores. Ése es el caso del Reino del Preste Juan, uno de los lugares imaginarios más buscados de la Edad Media. La historia es interesante y en su momento tuvo una repercusión comparable a la de ciertas telenovelas actuales.

El preste Juan fue el centro de un número de historias que se remontan hasta el Nuevo Testamento. Era un legendario miembro de la Iglesia Cristiana de Oriente que no aceptaba la autoridad del patriarca de Constantinopla, sobre el que se conoce mucho más por rumores y creencias que por datos certeros. Las leyendas de la época lo señalaban como un sacerdote-rey de un territorio «en el Lejano Oriente, más allá de Persia y Armenia».

La historia del Reino del Preste Juan surgió de una legendaria carta enviada por un tal «preste (presbítero) Juan», alrededor de 1150, al emperador Manuel I Comneno de Bizancio, a Federico Barbarroja (emperador del Sacro Imperio Romano-germánico) y, según parece, al propio papa Eugenio III, en la que les hablaba de su reino y les prometía ayuda para conquistar el Santo Sepulcro.

La velocidad inexplicable con la que corren las noticias, en especial las más extravagantes, se ocupó del resto: en poco tiempo, el relato fantástico que contenía la carta fue traducido a decenas de idiomas. Ávidos de historias sobre lugares remotos y, sobre todo, de una defensa concreta contra la amenaza musulmana, los cristianos adoptaron con alegría y esperanza la historia del Reino del Preste Juan.

Según se decía, este individuo había logrado someter a los musulmanes en su reino y había avanzado valerosamente para luchar por la Iglesia en Jerusalén. En verdad, cuesta creer hoy en día que alguien haya podido ver en ese texto un artículo de geografía en lugar de una bellísima narración (aunque, en rigor, si uno piensa en los platos voladores y otras cosas por el estilo, no sé si hoy en día se está tan al margen de ese tipo de historias).

Las descripciones de la carta son realmente asombrosas: las tierras del preste comprendían cuarenta y dos reyes «buenos y cristianos» y la Gran Feminia, gobernada por tres reinas y con un ejército de cien mil mujeres armadas.

Tenemos unas aves llamadas grifos que pueden transportar con facilidad un buey o un caballo al nido para alimentar a sus polluelos. También contamos con una clase de pájaros llamados ylleriones. No hay más que dos en todo el mundo y viven unos sesenta años, al cabo de los cuales se alejan volando y se sumergen en el mar. En una provincia de nuestro país hay un yermo y en él viven hombres con un cuerno que tienen un ojo en la parte delantera de la cabeza y tres en la trasera.

Desde ya, la carta del preste Juan, que además descendía de los Reyes Magos, no era más que una mera falsificación, que mezclaba los milagros de Santo Tomás, los viajes de Simbad el Marino y romances sobre Alejandro Magno.

Pero a los exploradores medievales les encantaba, y no se cansaron de buscar los dominios de ese señor: a veces lo confundieron con el inmenso Imperio Mongol de Gengis Khan, otras lo situaron más allá de Persia y Armenia. Osciló indefinidamente entre Asia y África y perduró en algunos mapas hasta el año 1573. El mismísimo Enrique el Navegante (1394-1460), rey de Portugal, amante de las artes y las ciencias, que no tenía nada de medieval y que fletó una expedición para llegar a las Indias por el Oeste setenta años antes de Colón, estaba convencido de su existencia y lo buscó activamente: exploró el Congo, el río Senegal, el Níger y el Gambia, e incluso envió emisarios a Jerusalén preguntando por el preste. Obviamente, no tuvo éxito: en Jerusalén contestaron que nunca habían oído hablar de esa persona, por preste que fuera.

Y el Reino del Preste Juan, finalmente y tras una agitada lucha de unos dos siglos, se esfumó tristemente y sin dejar rastros, salvo la legendaria carta que inspiró a miles de viajeros alrededor del mundo.

Las historias de fieles e infieles, de moros y cristianos, de reinos amenazantes como Gog y Magog y dominios redentores como el del preste Juan fueron las más importantes, sin dudas, de la imaginería geográfica medieval. Pero con el correr del tiempo todos estos lugares mitológicos fueron desapareciendo no sólo de la faz de la Tierra (aunque, en rigor, nunca estuvieron en ella), sino del imaginario colectivo.

Finale

La verdad es que me alegro de llegar al final de este capítulo, porque pese a todos sus aspectos sugerentes y maravillosos, la Alta Edad Media europea fue un período terrible. Y no solamente porque haya sido una época de profunda ignorancia y de prácticamente nula contribución a la ciencia y la filosofía, sino porque debajo de ese manto de lo maravilloso fue una época de pura brutalidad y violencia. Si avanzamos un poquito, podremos respirar con el Renacimiento europeo (el segundo, si contamos el carolingio) que se dio a partir del siglo XI.