CAPÍTULO 9
En la taberna
Me dejé llevar, tal vez un poco exageradamente, por ese espíritu mágico que muchas veces asociamos con la Edad Media europea (en especial la Alta Edad Media), con sus lugares fantásticos, sus unicornios y sus búsquedas del Santo Grial, cuando en realidad fue un mundo de violencia brutal, invasiones de todo tipo, guerras permanentes, ignorancia profunda, hambrunas, pestes, vida puramente parroquial, decadencia de las ciudades, que por otra parte eran agujeros inmundos, en los que la basura se acumulaba sobre las murallas (¿qué dirán de nuestro mundo de hoy dentro de unos siglos?); un mundo dominado por la religión y por la única institución que había salido más o menos indemne de la catástrofe del hundimiento del Imperio y con una organización política más o menos extendida: la Iglesia.
Era un mundo muy diferente del nuestro, un mundo que se veía a sí mismo como decadente y viejo, que recordaba las épocas del Imperio como una edad de oro, que tenía como ideal la restauración y no el progreso (lo cual se ve bien en Carlomagno) y que sin embargo, al mismo tiempo, fantaseaba con su próximo fin: el Juicio Final, el Milenio, el Segundo Advenimiento, que llegarían más pronto que tarde. Por eso cuesta tanto atrapar todo en un relato.
Un mundo profundamente iletrado, en el que no había mucho lugar para una ciencia ilustrada, salvo la que se practicaba en los monasterios, cuya misión, sin embargo, era simplemente copiar y recopilar manuscritos que no entendían, con algunas pocas excepciones aisladas, como mi querido Beda el Venerable.
Además, cualquier pensamiento filosófico estaba tan sometido a (o mejor, diluido en) la teología que no podía producir algo verdaderamente diferenciado. La ciencia naturalista había arrancado de la separación entre los fenómenos naturales y los dioses, y la pregunta sobre cómo podemos obtener un conocimiento verdadero; esta época revierte ese proceso, fundiendo pensamiento y religión, y la vieja cuestión del conocimiento verdadero deja de ser un problema: el conocimiento verdadero es el conocimiento de Dios, garantizado por la revelación a la manera de San Agustín, en el que el amor divino provee el impulso que permite elevarse como el Eros platónico. Pero la revelación es necesariamente ambigua, y hace falta descifrarla, discutirla. Es el agujero por donde se filtrará la teología racional, que a la larga logrará independizar la filosofía de la teología.
Pero antes de seguir, antes de buscar (quizás infructuosamente) un relato que pueda describir un mundo tan disímil y extendido en el tiempo, vamos a detenernos por un momento en el que es, probablemente, el acontecimiento político más importante para la ciencia medieval europea, que paradójicamente se produjo fuera de Europa.
Veamos.
I. EL ISLAM
A fines del siglo VI y principios del siglo VII, Mahoma (su nombre real era Muhammad ibn ’Abd Alla hibn Abd al Muttalib ibn Hashim, lo cual explica por qué en adelante usaremos los nombres árabes más o menos occidentalizados), consiguió unificar a las tribus de nómades de la península arábiga, dotarlas de un libro (el Corán), unificarlas bajo la égida de un solo dios (Alá), y un solo mandato: la jihad (la guerra santa), la conquista del mundo, que tuvo un efectivo cumplimiento.
Salieron de Arabia en el 632 y en poco más de un siglo ocuparon desde la India hasta Anatolia, así como el norte de África y lo que hoy es España, formando un imperio de dimensiones romanas. Incluso avanzadas árabes atravesaron los Pirineos e intentaron la conquista de Francia, pero fueron detenidas en la batalla de Poitiers (732) por Carlos Martel, entonces mayordomo (jefe) de palacio de los reyes merovingios (quien, aprovechando su resonada victoria, la usó para sustituir a la muy poco brillante dinastía merovingia por la suya, mucho más exitosa: la carolingia. De hecho, Carlomagno, su nieto, recibió su nombre en honor a él).
MAPA DE LA OCUPACIÓN ISLÁMICA
Bueno, pero la cuestión es que el imperio árabe se extendió como un puente desde China a España, transportando cultura, ciencia e inventos; además, la posesión de los centros de cultura que ocuparon, y que todavía sobrevivían, los puso en contacto con los miles de libros que habían sido llevados a Oriente por los sabios que escapaban de las diferentes persecuciones. Hubo algún breve episodio piromaníaco en la Biblioteca de Alejandría, que ya les conté, pero no fue más que un episodio: lejos de desinteresarse por la ciencia, los musulmanes se fascinaron con ella, y se convirtieron en coleccionistas de manuscritos como lo habían sido antes los Ptolomeos. (Hay, al respecto, una anécdota curiosa y seguramente falsa, pero divertida y que vale la pena contar: durante el reinado de Al Mammun—809-833—, un califa súper ilustrado, se creó la Casa de la Sabiduría en Bagdad, donde se operaba de manera parecida a la biblioteca alejandrina; la leyenda cuenta que el sultán pagaba los manuscritos en oro de acuerdo con el peso de los manuscritos, lo cual llevó al desarrollo de una caligrafía espaciada y llena de blancos.)
La verdad es que los árabes se ocuparon de la traducción en gran escala: Aristóteles, Galeno, Hipócrates, Platón; los Elementos de Euclides, el Almagesto de Tolomeo y los «papers» de Arquímedes.
En el siglo XI, pleno de grandes científicos, se fundó en El Cairo el Hogar de la Ciencia, para fomentar los estudios superiores y la investigación científica que, entre los siglos IX y XI, experimentaron un progreso desconocido desde la época de los Ptolomeos, en Alejandría. También se construyeron hospitales y observatorios astronómicos (desconocidos en Occidente), y se multiplicaron las escuelas y las «Casas de Sabiduría». En los siglos X y XI, había por todo el mundo islámico cientos de bibliotecas; la de la Casa de la Sabiduría de El Cairo, por ejemplo, tenía unas dieciocho mil obras, mientras había otras, como la de Maragá, de la que se decía que poseía cuatrocientas mil. Las cifras, seguramente, están infladas, pero vale la comparación con La Sorbona, que apenas llegaba a las dos mil obras en el siglo XIV.
La ciencia árabe
Pero el Islam no se limitó a traducir, compilar y sistematizar las grandes obras de la ciencia griega, sino que las tomó en el punto en que habían quedado y emprendió su desarrollo, combinándolas con otras influencias y habilidades, como por ejemplo el papel, los tipos móviles y la brújula de los chinos o la numeración decimal y el cero de los hindúes, que fueron adoptados a principios del siglo IX por los científicos de Bagdad. Por eso, y aunque la idea proviniera de la India, al pasar a Occidente, bastante más tarde, fueron y siguen siendo conocidos simplemente como «números arábigos».
Con semejante instrumento, los matemáticos árabes lograron un gran desarrollo de los métodos de cálculo y de los algoritmos aritméticos, algebraicos y trigonométricos, que a su vez ya eran conocidos en la India y en China, donde se aplicaban con procedimientos menos rigurosos. El primer manual de aritmética que utiliza el principio posicional (es decir, aquel principio según cual el valor del símbolo «5», por decir alguno, se define por el lugar que ocupa en la cifra), es el que compuso Muhammad Ibn Musa Al-khwarizmi (c. 780-850), matemático y astrónomo persa que vivió en Bagdad durante la primera época dorada de la ciencia islámica. Su libro sobre matemáticas elementales, llamado Kitab al jabr wa al muqabalah (El libro de la integración y la ecuación) se tradujo al latín en el siglo XII y dio origen al término «álgebra» (por «aljabr»). Kitab al jabr es una compilación de reglas para encontrar soluciones de ecuaciones lineales y cuadráticas, para la geometría elemental y para aplicarla a los complejos problemas de sucesiones hereditarias y sus proporciones, y multitud de aplicaciones para las necesidades de la sociedad civil. Iba mucho más allá de donde Diofanto había dejado la disciplina en el siglo III. Al-Khwarizmi no sólo legó a Occidente la palabra «álgebra» sino que escribió también un tratado llamado «Acerca del arte hindú del cálculo», luego traducido al latín como Algoritmi de numero Indorum, que dio origen al término «algoritmo», que se utilizó para designar todo el sistema de la aritmética decimal basada en el principio de posición (por ejemplo el algoritmo de la división, que ahora utilizamos como método de cálculo).
No les voy a hablar de los múltiples matemáticos árabes, pero sí del más grande de todos, Omar Kayyam (1048-1131), considerado además el máximo poeta de su tiempo, con sus celebrados Rubaiyat. Como algebrista se le debe una clasificación completa de las ecuaciones de primero, segundo y tercer grado, en la que se especifican 25 casos distintos, según el tipo de ecuación. Como curiosidad, digamos que Omar Kayyam manifestó su desconfianza y analizó (como ya lo habían hecho matemáticos anteriores) el famoso quinto postulado de Euclides, que trató de demostrar en vano.
Y ya que estamos con Omar Kayyam, que fusionó las matemáticas con la poesía (y la poesía con la enología, gracias a su glorificación del vino), leamos algunas de sus alcohólicas Rubaiyat.
Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy.
Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna
y bebe pensando en que mañana
quizá la luna te busque inútilmente.
Nuestro tesoro es el vino y nuestro palacio la taberna.
La sed y la embriaguez son nuestras fieles compañeras.
Ignoramos el miedo porque sabemos que nuestras almas,
nuestros corazones, nuestros cálices y nuestras vestes manchadas
nada tienen que temer del polvo, del agua ni del juego.
Y, por último, uno de los más hermosos de todos:
Cuando vaciles bajo el peso del dolor,
y estén ya secas las fuentes de tu llanto,
piensa en el césped que brilla tras la lluvia.
Cuando el resplandor del día te exaspere,
y llegues a desear que una noche sin aurora se abata sobre el mundo,
piensa en el despertar de un niño.
Astronomía y óptica
Otro de los campos en los que el Islam brilló, la astronomía, se desarrolló en parte debido a necesidades prácticas, como por ejemplo determinar la dirección de La Meca, en la que debían desarrollarse los rezos diarios. Pero los astrónomos árabes adquirieron una destreza enorme en el manejo de la astronomía tolemaica, que conocían al dedillo (el nombre de Almagesto, «el más grande», que le pusieron a la obra de Tolomeo, demuestra su reverencia por él), y recalcularon y mejoraron sus datos, para lo cual desarrollaron instrumentos de observación como el astrolabio o la esfera armilar.
Pero además, el particular carácter universal de los sabios árabes, llamados hakim, conocedores de todas las ciencias, los enfrentó con la vieja contradicción: el sistema tolemaico no respondía a la física de Aristóteles (¿recuerdan?), por lo cual se sintieron libres de esbozar algunos ensayos para mejorar y adaptar el antiguo y abandonado sistema de las esferas homocéntricas centradas en la Tierra, introduciendo recursos adicionales bastante audaces (que en general eran dotaciones extra de esferas) y dando lugar a los primeros modelos celestes no estrictamente tolemaicos, aunque siempre geocéntricos. Es posible —sólo posible— que Copérnico, durante su estadía en Italia, tuviera contacto con estos desarrollos.
Las ideas que pusieron en marcha en óptica abandonaron la vieja tradición de Platón, aceptada por Euclides (bah, por casi todos en general), que sostenía que la visión se producía por rayos que emanaban del ojo, y la sustituyeron por rayos que emanaban de los objetos, resolviendo así diferentes problemas que, más tarde, darían origen a la perspectiva. Alhazen (c. 965-1039), por ejemplo, trató las propiedades de los espejos parabólicos, la cámara oscura, las lentes y la visión.
Alquimias
Hablemos un poco de alquimia. No me siento cómodo haciéndolo, ya que esta seudociencia degeneró en pura charlatanería, pero lo cierto es que, aunque rodeada de una atmósfera mágica y mística, la alquimia fue un primer paso interesante en la constitución de la química como disciplina, y esto tiene que ver, fundamentalmente, con su carácter forzosamente experimental: encerrados en sus laboratorios, perdidos entre ollas y alambiques, los alquimistas lucharon con la materia para arrancarle lo imposible y, así, empezaron a conocerla y a probar y rechazar procedimientos.
Si bien la palabra «alquimia» es árabe (al-Kimiya: «kimiya» es un derivado del griego «χυμεία», que significa «verter juntos» o tal vez de la palabra egipcia «chemi», que significa «negro»), la alquimia como práctica tuvo su origen en el Egipto de la era tolemaica y fue recibida por el Islam con sorpresa y curiosidad. Alentados por el Corán (que promovía toda práctica científica y matemática), muchos hombres se propusieron convertir metales cualesquiera en oro, para poder atisbar así la voluntad divina. Tal vez el más importante de todos ellos, por su modo «científico» de encarar el problema, fuera Jabir ibn-Hayyan, nacido en 760 y, por ello, testigo de la época más esplendorosa del imperio árabe.
Geber (tal fue su nombre cuando se occidentalizó) era un gran admirador del pensamiento griego, no obstante lo cual se atrevió a contradecir al incuestionable Aristóteles: en un arrebato de valentía, afirmó que la doctrina de los cuatro elementos estaba equivocada, y que la naturaleza se componía solamente de dos elementos: azufre (agente de la combustibilidad) y mercurio (portador de las propiedades metálicas). Cualquier metal bajo difería del oro únicamente por las inexactas proporciones de mercurio y azufre; trocarlo en oro sólo era una cuestión de recombinarlos adecuadamente. Pero Geber estaba convencido de que para lograrlo se necesitaba un catalizador, un compuesto capaz de acelerar el proceso y que quedaría intacto al terminar: un elixir, que no sólo tendría la propiedad de trocar en oro cualquier metal sino también de curar enfermedades incurables, inducir la juventud permanente o la vida eterna. El elixir, o la piedra filosofal, fue uno de los grandes protagonistas de la historia de la alquimia.
La búsqueda del oro seguía siendo infalible a la hora de convencer a personas para que se dedicaran a la alquimia. Al-Razi es el otro gran caso del imperio árabe. Repentinamente interesado por la medicina gracias a una amistad entablada con un farmacéutico, Al-Razi, un persa que vivió en Bagdad en el siglo X, escribió El secreto de los secretos, una obra en la que, lejos del misticismo de su título, se encargaba de describir minuciosamente los experimentos químicos que había llevado a cabo a lo largo de su vida y de clasificar científicamente las sustancias. En su búsqueda de la clasificación de los elementos, Al-Razi agregó al azufre y al mercurio «jaberianos» la sal, ya que, según decía, no era volátil ni inflamable.
A esta altura del partido (o, mejor dicho, del capítulo) ya es posible remarcar que dentro de todas las aspiraciones imposibles de la alquimia se estaban discutiendo también algunos temas importantes de la química. Pero no todo el mundo lo veía así, sobre todo porque, cuando se hablaba de producir oro, nadie se interesaba por el aspecto científico de la cuestión. Se dice que Al-Razi le envió al emir de Khorassan, al nordeste de Persia, un tratado de alquimia en el que se explicaba la receta para obtener oro y que el emir, intrigado, lo llamó a la corte para que hiciera el experimento públicamente. El resultado fue tan desalentador que el emir, enfurecido, golpeó brutalmente al pobre Al-Razi en la cabeza con su propio libro con tal violencia que, según la leyenda, fue la causa de la ceguera que acompañó al alquimista hasta su muerte, en el año 930.
Debajo de toda la superficie mística y mágica, ¿se estaba desarrollando una nueva teoría de la materia? Los alquimistas, es cierto, buscaban conocimientos que pudieran dar dominio sobre la naturaleza para manipularla y encontrar cosas inexistentes como el elixir de vida o la piedra filosofal, pero al mismo tiempo partían de un principio sumamente interesante y novedoso, un principio diferente del contemplativo-descriptivo gracias al cual podían manipular la materia en retortas y alambiques. Así, más allá de los objetivos inalcanzables que se planteaban y tal vez de manera lateral, se iba conquistando el conocimiento de productos como el alcohol, el agua regia (ácido nítrico y ácido clorhídrico) y diversos ácidos y álcalis. La práctica alquímica produjo una gran cantidad de información útil, aunque la teoría alquímica propiamente dicha tenía poco que ofrecer a la nueva química, que comenzó a surgir recién en el siglo XVII.
La medicina
Desde el siglo IX, los médicos árabes tenían acceso a las colecciones de Galeno y consideraban la medicina como una ciencia natural. Entre ellos, el más famoso fue el persa Avicena, autor en el siglo XI de un Canon de la medicina tan completo y perfecto que fue usado durante mucho tiempo en las universidades cristianas, en algunos casos hasta el siglo XVII.
Vale la pena señalar que en el siglo XIII el médico Ibn al Nafis escribió un comentario al libro donde describía la «pequeña circulación» de la sangre (el circuito entre el corazón y los pulmones). La influencia de la medicina islámica fue tan fuerte que dio lugar al primer centro de medicina profesional en Europa, en Salerno, al sur de Italia.
La verdad es que se podría escribir y escribir sobre la ciencia árabe, porque su contribución fue realmente pavorosa, pero tras este recorrido vertiginoso y parcial, ya que hay otras líneas de la ciencia del Islam que retomaremos luego, el relato nos fuerza a volver a Occidente, donde está por producirse una revolución tecnológica.
II. LA REVOLUCIÓN DEL SIGLO XI
Mientras la ciencia árabe alcanzaba su culminación y estaba pronta a estancarse, ya que al islamizarse las sociedades conquistadas los teólogos tomaron preponderancia sobre los científicos, Europa occidental vivía una verdadera revolución. Por empezar, el fin de las invasiones (de los vikingos, de los húngaros, de los sarracenos), que más o menos se produjo en el siglo X, generó una sociedad más abierta y menos a la defensiva. Al mismo tiempo, nuevas técnicas agrícolas permitían aumentar la producción.
A veces es impresionante ver la pequeñez de estas innovaciones en relación al resultado que produjeron: por ejemplo, la adopción del arado eslavo (común en el norte de Europa), más pesado que el romano, que permitía arar la tierra en profundidad; la utilización del caballo como animal de tiro y no sólo de guerra, resultado del descubrimiento de nuevas formas de enjaezarlo al arado sin ahogarlo, lo cual multiplicó su potencia por diez; la proliferación de las fuentes de energía con la incorporación de molinos hidráulicos y eólicos de diseño más eficiente. Todo permitió un mejoramiento de la dieta y, en consecuencia, una reducción de las hambrunas y mejora de la salud en general, lo cual condujo al aumento sostenido de la población, que, con idas y vueltas, se triplicó entre los siglos XI y XIV.
Y una cosa llevaba a la otra. El aumento de la necesidad de tierra cultivable corrió de manera sistemática la frontera agrícola. Los hijos menores de las familias numerosas (que no heredaban las parcelas, reservadas al hijo mayor) partían en busca de nuevas tierras, o bien emigraban a las ciudades; las ciudades, por otra parte, en muchos casos, se liberaban de sus señores feudales (siempre necesitados de dinero para sus guerras particulares) comprándoles sus libertades y la posibilidad de autoadministrarse, y a veces se constituían en comunas independientes de cualquier señor feudal y adonde los siervos de la gleba podían huir: «El aire de la ciudad hace libre», aunque fuera irrespirable.
La permanencia de un año y un día en la ciudad liberaba al campesino de su servidumbre y entonces podía ingresar como aprendiz en las corporaciones de artesanos o integrarse al gremio de los comerciantes y, con mucha suerte, lograr que sus hijos y nietos fueran los incipientes banqueros.
Los grandes actores políticos de la época seguían siendo el Papa, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y los reyes de los estados nacionales que empezaban a consolidarse, como Francia a partir de Felipe Augusto (1165-1223) o Inglaterra después de la ocupación normanda de Guillermo el Conquistador en 1066, aunque esta última fue durante mucho tiempo un país marginal.
Pero indisimuladamente y de a poco aparecía un nuevo actor social, la burguesía, que fue introduciendo un nuevo concepto: como busca el enriquecimiento, le interesa el progreso y el poder, no el estancamiento, y, además, basa sus capacidades ya no en la propiedad de tierras, baremo de todo en la Alta Edad Media, sino en algo mucho más abstracto, el dinero, que poco a poco va corroyendo las fronteras sociales basadas en la sangre y en la tierra. Y, lo más importante, la burguesía mira hacia el futuro.
Este proceso fue lento y, si ustedes quieren, no se completó del todo hasta el siglo XVIII, muy lejos del momento en que les hablo. Pero la ciudad y su crecimiento contribuyeron a fortalecer el proceso de abstracción, la reducción a las medidas y a las contabilidades, enormemente simplificada por la irrupción de los números arábigos, gracias, entre otros, a Leonardo de Pisa (Fibonacci).
Desde mediados del siglo XI, las Cruzadas (que si bien no fueron sino sangrientas expediciones de pillaje, en las que los piadosos caballeros cristianos cometieron una suma de barbaridades tan larga, aun para los estándares de la época, que nos llevaría un libro entero contarlas, pero que también enriquecieron a los banqueros venecianos e italianos en general, que prestaban el dinero para financiarlas y se veían favorecidos por el comercio que se incrementaba a través del Mediterráneo), las Cruzadas, decía, permitieron como «efecto colateral» la interacción entre el Oriente ilustrado, y el Occidente incivilizado, pero en rápida evolución y cambio.
Casos y cosas que tratan, por un lado, de introducirnos en un relato que acompañe más o menos a la historia, intentando atrapar su inverosímil multiplicidad y capturar procesos que a veces nacían de manera confusa y desconectada, y, por el otro, de encontrar una dirección, un sentido, que muchas veces es pura reconstrucción. Por ejemplo: ninguna de las mejoras técnicas se derivaba de la investigación o el pensamiento científico, pero, así y todo, instalaron la idea de la innovación racional. Los artesanos e ingenieros todavía anónimos serán los precursores de Roger Bacon, Leonardo y Galileo.
Nuestro problema —y supongo que será el tema central de este capítulo, o de lo que queda de él— es ver cómo se dio ese proceso, cómo, en medio de esta atmósfera, el pensamiento evolucionó desde la patrística hasta el triunfo del pensamiento experimental y la crítica racional.
Desde Chartres le contestan a un tal Pedro Damián
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó en una triste guerra ignorada y en una batalla casera.
BORGES, «La otra muerte»
Lo cierto es que a partir del siglo XI o XII, la atmósfera intelectual comienza a cambiar: por ejemplo, los hombres de la escuela de Chartres (fundada por el obispo Fulberto en 1028, como anexo a la catedral y considerada por mucho tiempo como el principal centro intelectual de Europa), creen en el progreso y Bernardo de Chartres (siglo XII) llegará a decir:
Si vemos más lejos, es porque estamos montados en hombros de gigantes.
Frase que luego retomará Newton y se convertirá en lugar común para analizar la evolución del pensamiento científico.
¿Qué era lo que estaba pasando? Indudablemente, la teología judeocristiana deja un resquicio: Dios crea el mundo y luego se aparta de él, interviniendo cada tanto mediante milagros. Es una fisura que permite investigar el mundo como si fuera una cosa más, e incluso da lugar a pensar que encontrar la manera de funcionamiento del mundo es glorificar la Creación, tal como pensaron los teólogos judeocristianos que identificaron las ideas platónicas con los pensamientos de un Dios que no necesita intervenir a cada instante, como Zeus con el rayo o Poseidón con los terremotos.
Lo dicen casi textualmente los hombres de Chartres: Guillermo de Conches (1080-1145), en su Filosofía del mundo, ataca aquellas interpretaciones de la Biblia que le parecen irracionales. Según él, el espíritu humano debe buscar la inteligibilidad en todas partes utilizando sus propios recursos:
Si una cosa que afirma la sagrada escritura escapa a la razón, debemos encomendarnos al Espíritu Santo y a la fe, pero primero hay que razonar y no hay que abandonarse a la pereza.
Tan sólo un siglo atrás, algunos pensadores se habían alarmado ante el despertar racionalista y de la dialéctica y así, un energúmeno como Pedro Damián (1007-1072), santificado luego por la Iglesia y convertido en pieza clave de «La otra muerte» de Borges, tronaba contra los dialécticos y aconsejaba que les arrancaran la lengua (procedimiento muy de acuerdo con la Fe, por cierto) sosteniendo que Dios, en su omnipotencia, está por encima de la lógica.
«¿Puede Dios hacer que Roma no haya sido fundada, habiendo sido fundada?», preguntaba San Pedro Damián, y su respuesta era obviamente que sí.
Guillermo de Conches, desde Chartres, parece responderle directamente:
Lo que importa no es el hecho de que Dios haya podido hacer esto o aquello, sino examinar esto o aquello, explicarlo racionalmente, mostrar su finalidad y su utilidad. Sin duda Dios puede hacerlo todo, pero lo importante es que haya hecho esta o aquella cosa. Sin duda Dios puede hacer un novillo de un tronco de árbol, como dicen los rústicos, pero ¿lo hizo alguna vez?
Es todo un programa de conocimiento, casi equiparable al destierro de los dioses llevado a cabo por Tales. El pensamiento, ahora, no se ocupará de lo que Dios podría haber hecho sino de lo que efectivamente hizo: la naturaleza no deja de ser un objeto creado por Dios, pero se reconoce que encierra sus propios mecanismos (también creados por Dios, claro está).
Así como para San Agustín las causas naturales carecían de interés, ya que no tenían otro fin que conducir a la causa primera (Dios), para la gente de Chartres son causas operantes. Y así es como, al lado de Platón, estudiaban a Galeno.
En conclusión, los hombres de Chartres no dejan de ser platónicos, pero de un platonismo naturalista: en Platón ven una concepción racional de los fenómenos físicos, e intentan una indagación directa y concreta de los fenómenos de la naturaleza.
Nacen las universidades y los universitarios
Todo cambiaba: además de las escuelas catedralicias como Chartres, empezaban a surgir entidades intermedias más o menos independientes del poder eclesiástico. Entre otras cosas, la oleada de traducciones de escritos del mundo antiguo necesitaba instituciones apropiadas como las universidades, que originariamente eran asociaciones gremiales de estudiantes o de maestros. Primero fue la de Bolonia (1158) y luego vendrían París, Oxford (1167), Cambridge (1209), Padua (1222), Nápoles (1224), Salamanca (1227), Praga (1347), Cracovia (1364), Viena (1367) y St. Andrews (1410). Hacia 1500, el número de universidades había llegado a 62.
Al principio, no fueron gran cosa: el plan de estudios se determinaba sobre la base de las siete artes liberales. Las tres primeras o trivium eran la gramática, la retórica y la lógica, y se dirigían a enseñar al alumno a hablar y escribir correctamente en latín. Después venía el quadrivium, integrado por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Sólo después de esto se podía estudiar filosofía y teología. El derecho (Bolonia) y la medicina (Salerno) se encuadraron en otras facultades o escuelas, pero ni la historia ni la literatura encontraron su lugar. A esta notable omisión se debe la reacción humanista durante el Renacimiento contra todo el sistema escolástico.
En la práctica, la enseñanza de la ciencia era muy escasa. La aritmética consistía en la numeración; la geometría en los tres primeros libros de Euclides; la astronomía iba poco más allá del calendario y del modo de calcular la fecha en que cada año caerían las Pascuas; física y música eran muy elementales. Había muy poco contacto con la naturaleza y con las artes prácticas.
Pero con el correr del tiempo, las universidades se convertirían en los centros de pensamiento y producción filosófica, por su misma naturaleza, cada vez más seculares, y su lenguaje y modos de pensar son los que darán lugar al surgimiento de la escolástica.
La escolástica tiene mala fama y es injusto
Si bien es verdad que la escolástica, es decir, el conjunto de doctrinas enseñadas en las escuelas medievales, tiene mala fama (especialmente propagada por los hombres del Renacimiento), no puede negarse que resultó protagónica entre los siglos IX y XII y fue a través de ella, a partir del siglo XI, donde se filtró poco a poco lo que más tarde se llamó teología racional, que empezó a minar subversivamente el viejo dicho de que «la filosofía es una simple esclava de la teología».
La palabreja venía del viejo término griego, scholastikos, que se utilizaba para designar a un filósofo profesional y, en las más tempranas escuelas religiosas cristianas, al director: scholasticus. Y se puede rastrear hasta el renacimiento carolingio.
Aunque ya para el siglo XV la escolástica se estancaría en discusiones sobre minucias sin sentido (por lo menos para nosotros), refrescó y puso en primer plano la discusión y el debate racionales (principalmente mediante la dialéctica, que significaba, precisamente, discutir con argumentos y contraargumentos, lo cual alarmaba tanto, y con razón, a San Pedro Damián). Ya Escoto Erígena, sucesor de Alcuino en la Escuela Palatina de Carlomagno, proclamaba que la filosofía era la búsqueda de Dios, y por lo tanto, no era diferente de la religión, pero que alcanzado el conocimiento de Dios, la razón, asistida por Él, tenía un papel en la indagación crítica para discernir la autoridad verdadera de la falsa.
Les recuerdo, de paso, que el mundo que describía Escoto Erígena estaba constituido por los cuatro elementos; incluso llegó a enseñar el sistema cosmológico de Heráclides Ponto, en el que Mercurio y Venus giraban alrededor del Sol y, parece, lo extendió a otros planetas como Marte y Júpiter, en una premonición de lo que medio milenio más tarde haría Tycho Brahe. Aunque quizá lo hizo porque, simplemente, no conocía a Tolomeo.
Bueno, pero esto fue una muy pequeña digresión: también fue el pensamiento escolástico el que recibió las obras de Aristóteles y logró conciliarlas con el dogma. Y fue dentro de la escolástica donde se dio el movimiento que llevaría por un lado a la ciencia experimental, y por el otro a la crítica científica racional.
III. EN LA TABERNA
La ciencia experimental y el análisis científico racional, que no es sino la aplicación de las matemáticas a las teorías científicas… Cuando estas dos vertientes se juntaran y se cortara el lazo entre razón y fe, estarían dadas las condiciones para el nacimiento de la ciencia moderna.
Pero trataremos de desbrozar el camino poco a poco, ya que la historia de la ciencia, como la historia en general, es confusa, y no tiende a ningún fin en particular. Muchas veces se detectan líneas de evolución, cambio o pensamiento (y de retroceso, por qué negarlo), que sólo existen en la cabeza del volátil autor de estas páginas a quien le gusta imaginarse sentado en una taberna, siguiendo los preceptos de Omar Kayyam, aunque no hasta el extremo de no poder seguir escribiendo. Tampoco al pie de la letra, ya que aquí venden cerveza caliente en lugar de vino, pero para el caso es lo mismo.
Del fondo provienen unos cantos rasposos:
In taberna quando sumus,
non curamus quid sit humus,
sed ad ludum properamus ,
cui Semper insudamus.
Quid agatur in taberna
Ubi nummus est pincerna,
Hoc est opus ut queratur,
si quid loquar, audiatur.
Quidam ludunt, quidam bibunt,
Quidam in discrete vivunt.
Sed in ludo quimorantur,
Ex his quidam denudantur
Quidam ibi vestiuntur,
Quidam saccis induuntur.
Ibi nullus timet mortem
sed pro Baccho mittunt sortem.
Con esfuerzo, logro traducir rústicamente:
Cuando estamos en la taberna,
No pensamos sobre cómo iremos al polvo,
sino que nos apuramos a jugar,
lo cual siempre nos hace sudar.
Lo que pasa en la taberna,
donde el dinero es anfitrión,
bien puedes preguntarlo
y oír lo que digo.
Algunos juegan, otros beben,
otros se comportan libertinamente.
Pero de aquellos que juegan,
algunos están desnudos,
otros con ropa,
algunos se tapan con sacos.
Aquí nadie teme a la muerte,
sino que se echa la suerte en honor a Baco.
En una mesa distingo a un grupo de estudiantes que bromea en latín (obviamente, ya que provienen de todas partes de Europa y el latín es la única lingua franca) y toman hidromiel…, algunos acusan a un joven de melancolía o tristitia, que consiste en negarse a gozar de los bienes espirituales que tanto abundan en la taberna; los más alegres, o los que tomaron más cerveza, tratan de seducir a la rechoncha tabernera.
La música del fondo continúa, y alcanzo a ver que proviene de un grupo de goliardos zaparrastrosos (algo así como clérigos-bardos) que, abrazados, continúan entonando canciones con el grueso humor medieval:
O, ó, ó
totus flore-ó,
iam amore virginalis
totus arde-ó,
novus, novus, novus amor est,
quo pé-reo.
Sin sospechar que mil años más tarde Cari Orff las retomará en su Carmina Burana.
Pero me dejo llevar por la conversación de los estudiantes, que en medio del barullo comentan los conflictos que enfrentan a alumnos y profesores en la Universidad de París. Aunque el latín del volátil autor de estas páginas es bastante flojo, le alcanza para entender que poco a poco la charla va derivando hacia una discusión profunda sobre el que probablemente será el gran tema de la filosofía medieval: la querella de los universales.
El nombre de la rosa
Algunos de ellos son realistas y piensan que los términos universales son preexistentes a los individuos particulares (es decir, que hay una rosa universal que preexiste a las rosas particulares); otros, nominalistas, sostienen que son los individuos particulares sumados los que construyen los términos universales, que en verdad no tienen ningún estatus ontológico sino que son sólo nombres, recursos lingüísticos: son las rosas de este mundo las que generan el universal lingüístico «rosa». La discusión no es menor, puesto que tiene consecuencias para el dogma: aceptar la postura nominalista implicaría que cada uno de los integrantes de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) es un individuo separado, lo cual conduciría al politeísmo. No es casual que los estudiantes alcen el tono de voz y se acusen los unos a los otros.
Pero el dogma cristiano, que es omnipresente, no es lo que nos interesa aquí: si la Trinidad esto o la Trinidad aquello no nos afecta especialmente; lo que sí hay que señalar es que los nominalistas, al jerarquizar los objetos individuales, incitan a estudiarlos natural o experimentalmente; los realistas, al poner el acento en las ideas, tenderán hacia las matemáticas y la lógica. Las dos vertientes, otra vez, que tarde o temprano terminarán por juntarse.
El otro gran tema medieval fue el de las relaciones entre razón y Fe: ¿cómo conciliarlas?, ¿cuál es superior a cuál? Este asunto… pero un momento; oigo mencionar a Aristóteles… para variar…
La vuelta de Aristóteles
Efectivamente, ahora los estudiantes están hablando de sus textos y burlándose de la absurda prohibición del obispo Tempier. Dicen que la reintroducción del pensamiento greco-árabe, realizada a través de verdaderas empresas de traducción (como la que funcionaba en Toledo, reconquistada por los cristianos en 1085, y que uno de ellos asegura haber visitado) representa un viento nuevo para el pensamiento, en especial por los problemas que produce: muchas de las tesis de Aristóteles son heréticas, dicen algunos, como la de la eternidad del mundo, que contradice la creación, o la necesariedad del mundo, que contradice la omnipotencia divina y precisamente por eso, argumentan otros, fueron condenadas por el Papa y prohibidas en 1277 por el obispo Tempier en París.
Antes de dejarme llevar por la conversación, tengo que aclarar algo: uno de los principales agentes de la vuelta de Aristóteles fue Averroes (así fue «traducido» su verdadero nombre, Ibn Rushd, en el Medioevo) (1126-1198), el mayor filósofo musulmán. Su estilo librepensador lo enfrentó con la ortodoxia religiosa y le valió persecuciones y hasta el exilio. Buena parte de su vida la dedicó a comprender la obra de Aristóteles, «la más alta perfección humana». Según él, la revelación divina y la filosofía trabajaban en distintos planos, lo que impedía que se produjeran choques entre ambas. La filosofía tenía prácticamente el valor de una religión para quienes estuvieran más preparados intelectualmente. Según Averroes, y esto es muy interesante porque muchos creyentes «racionalistas» utilizarían el argumento, Dios era un principio de racionalidad y no un demiurgo caprichoso capaz de cualquier cosa. Es importante comprender este argumento porque permitirá a muchos intelectuales continuar con sus investigaciones sin tener que enfrentarse con la religión o con su propia necesidad de creer en Dios, a quien Averroes identificó con el primer motor inmóvil aristotélico.
Bueno, la cuestión es que el impacto de la filosofía de Aristóteles fue tremendo. Es posible que se debiera al esfuerzo de un puñado de científicos, y no hay que descartarlo, pero también al espíritu de crecimiento (y al crecimiento real) de Europa y a la actitud más secular que provenía de las ciudades, atentas a sus negocios más que a la doctrina cristiana. También puede ser que los márgenes del dogma cristiano fueran sentidos como asfixiantes en una sociedad de filósofos y pensadores (y tal vez científicos, por qué no) que quería ver más lejos montándose en hombros de gigantes. Y Aristóteles era un gigante, por cierto.
Desde ya, los nuevos textos avivaron la lucha que nunca terminaba entre razón y fe, porque, como bien señalaban los estudiantes, estaban plagados de ideas que se llevaban mal con el dogma cristiano.
El pensador medieval, entonces, se veía obligado a enfrentar un conflicto central. Si la cosmología cristiana se basaba en la fe y la nueva ciencia se había de basar en la razón, ¿cómo conciliarlas, teniendo en cuenta que los tiempos no daban para abandonar a —o por lo menos despreocuparse un poco de— la primera?
La ciencia había nacido de la separación entre razón y fe; luego la segunda había triunfado y ahora se trataba de hacerlas convivir pacíficamente.
Fue Tomás de Aquino (1225/6-1274), probablemente el más grande de los filósofos escolásticos, quien logró introducir a Aristóteles dentro del dogma. Se ordenó fraile dominico y estudió con Alberto Magno, uno de los aristotélicos más famosos de la época. Su gran logro fue convencer a la Iglesia de que el sistema de Aristóteles era preferible al de Platón como base de la filosofía cristiana.
La razón natural —dice Tomás— es deficiente en las cosas de Dios: puede probar algunas partes de la fe, pero otras no; puede probar, por ejemplo, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, pero no la Trinidad, la Encarnación o el Juicio Final. Tomás sostiene que es importante separar las partes de la fe que se pueden probar por la razón de las que no, tomando así la senda de la teología racional. La filosofía de Aquino coincide con la de Aristóteles, con la particularidad de adaptar el pensamiento del Estagirita al dogma cristiano con mínima alteración. En su tiempo fue considerado un atrevido innovador; incluso después de su muerte muchas de sus doctrinas fueron condenadas por las universidades de París y Oxford. Gracias a él, el escolasticismo dio un paso decisivo al incluir los textos aristotélicos.
La escuela de Oxford y el resurgimiento de la empiria
También estaba en el grupo un erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo. Prefería tener en la cabecera de su cama los veinte libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudición todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban dinero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima atención y cuidado al estudio. Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siempre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vocabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes morales. Disfrutaba estudiando y enseñando.
CHAUCER, Los cuentos de Canterbury
Con todo este asunto de la teología racional, dejé de lado el problema del empirismo, que pensaba tratar primero. Quizá me distraje con los estudiantes que discutían a Aristóteles y sus argumentos: es maravilloso cuando en un fragmento de conversación uno encuentra la síntesis de una época. En realidad, cree encontrar, ya que la síntesis de una época (y no quiero iniciar una discusión escolástica) raramente existe, pero noten que no me animé a decir «no existe».
Es difícil moverse en medio de todas estas sutilezas teológicas y dialécticas, pero es notable que la línea empírica haya provenido de los principales opositores al aristotelismo: los franciscanos, que luchaban por el poder intelectual contra los dominicos y su teología racional. Tuvieron dos centros: París y Oxford; en París, prevaleció una corriente principalmente mística; en Oxford, una tendencia platonista que los relaciona con los hombres de Chartres. Curiosamente, esta tendencia platonista se combinará con un vivísimo interés por los fenómenos naturales.
Un mundo de luz
Robert de Grosseteste (1175-1253), uno de los principales exponentes de la escuela de Oxford, no renegó del dogma y aseguraba que «la verdad de las cosas consiste en su conformidad con el Verbo», aunque esto no le impidió observar el mundo material con interés y, bebiendo del agua de Tales, armar una verdadera cosmogonía basada en la luz, considerada como forma primera y lugar de todas las sustancias. El Universo podía ser reconstruido racionalmente, aseguraba, partiendo de un punto desde el cual irradia la luz.
Naturalmente, esta cosmogonía colocaba a la óptica por encima de todas las demás disciplinas, y pretendía explicar todos los fenómenos por medio de líneas, ángulos y figuras geométricas simples. Con ello, apelaba ampliamente al principio aristotélico según el cual la naturaleza realiza siempre sus fines con el máximo de economía o, con sus palabras, «la naturaleza actúa según el camino más corto posible».
Lo cual tenía sus connotaciones epistemológicas: Grosseteste, como buen científico, se ocupó de reflexionar sobre el método y llegó a sugerir que se utilizara la falsación. Luego de hallar, por la clasificación de los hechos y por un acto original de intuición, las posibles causas de un fenómeno, admitía que se eliminaran por deducción todas aquellas en las que algunas de sus consecuencias resultaran contradictorias con la lógica o con nuevas observaciones.
El método sirvió para dar algunas explicaciones vagas, como que el cometa es un fuego sublimado, separado de la naturaleza terrestre y asimilado a la naturaleza celeste, especialmente a la de los siete planetas o que el arco iris es el producto de la intervención de dos refracciones en una nube convexa, la segunda de las cuales se produce en el límite entre la parte menos densa de la nube y la más densa de la llovizna.
Como buen platónico, Grosseteste creía que la naturaleza se esconde y engaña y que sólo en la matemática puede encontrarse una verdad incorruptible y absolutamente certera. De hecho, consideró a las ciencias físicas como subordinadas a las ciencias matemáticas, en el sentido de que sólo ellas podían dar la verdadera razón de los hechos físicos observados. Pero al mismo tiempo derivó el principio fundamental de su método de Aristóteles, aunque desarrollándolo de una forma más completa.
En fin: podría decirse que unió tempranamente y en apretada síntesis a Platón y Aristóteles y por eso se lo considera como fundador de la tradición del pensamiento científico en la Oxford medieval.
Submarinos y máquinas voladoras
—Pero tú, Guillermo, hablas así porque en realidad no crees en el advenimiento del Anticristo, ¡y tus maestros de Oxford te han enseñado a idolatrar la razón extinguiendo las facultades proféticas de tu corazón!
—Te equivocas, Ubertino —respondió con mucha seriedad Guillermo—. Sabes que el maestro al que más venero es Roger Bacon…
—Que deliraba acerca de unas máquinas voladoras —se burló amargamente Ubertino.
—Que habló con gran claridad y nitidez del Anticristo, mostrando sus signos en la corrupción del mundo y en el debilitamiento del saber. Pero enseñó que hay una sola manera para prepararse para su llegada: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para mejorar el género humano.
—El Anticristo de tu Bacon era un pretexto para cultivar el orgullo de la razón.
—Santo pretexto.
ECO, El nombre de la rosa
El discípulo más célebre de Grosseteste fue Roger Bacon (1214-1294), quien no dejó de ser un medieval auténtico y un teólogo antes que nada. Aunque, como su maestro, entre discusión y discusión sobre la naturaleza de Dios, lanzaba frases sorprendentes, como la de que «nada puede conocerse de las cosas de este mundo sin saber de matemáticas» (tal vez evocando aquello que estaba escrito en la entrada de la Academia platónica) o, contradiciéndose a sí mismo, la de que «el razonamiento nada prueba; todo depende de la experiencia».
En rigor, Bacon fue un experimentalista que reconoció, tempranamente, la importancia de las matemáticas como herramienta de conocimiento. Este intento de conciliación entre lo racional y lo experimental es fundamental para entender la evolución del pensamiento científico. Escuchemos a Bacon:
Los latinos ya han echado las bases de la ciencia en lo que se refiere a las lenguas, a la matemática y a la perspectiva; yo ahora quiero ocuparme de las bases suministradas por la ciencia experimental, pues sin experiencia nada puede saberse suficientemente. Si alguien que nunca vio fuego prueba mediante el razonamiento que el fuego quema, altera las cosas y las destruye, el espíritu del oyente no quedará satisfecho con ello y no evitará el fuego antes de haber puesto en él la mano o una cosa combustible para probar mediante la experiencia lo que le enseñó el razonamiento. Pero una vez adquirida la experiencia, el espíritu se siente seguro en la luz de la verdad. De manera que el razonamiento no basta, hace falta la experiencia.
Razonamiento y experiencia: ambas cosas van de la mano y de su conjunción surgirá la ciencia moderna.
Dije, al principio, que Bacon fue sin lugar a dudas un hombre de su tiempo, y les mentiría si no les mostrara también esta faceta. El desarrollo de la ciencia experimental, creía, tendría que ser aprovechado por la Iglesia en provecho propio, por ejemplo, para luchar contra los infieles y conjurar los peligros que la amenazaban. Tendrían que fabricarse barcos sin remeros, carros automóviles, máquinas voladoras, aparatos para viajar por el fondo del mar, puentes colgantes e instrumentos que permitieran leer a distancias increíbles. A pesar de que —contrariamente a lo que hizo Leonardo da Vinci— estas ideas no fueron acompañadas por investigaciones, parece casi seguro que Roger Bacon conocía la pólvora y posiblemente inventó los anteojos, ya que estuvo muy interesado por las combinaciones posibles de lentes y espejos cóncavos. También fue un precursor de la fotografía, al usar la cámara oscura para observar un eclipse de Sol.
Y mientras yo me enredo en los intentos de Bacon y Grosseteste por entender la vacilante realidad, escucho que los estudiantes comentan la paradoja que tengo en mente desde el comienzo del capítulo y que no puedo explicarme de ninguna manera: fueron los aristotélicos los que siguieron la línea de revalorizar la razón, y los platónicos quienes hicieron fuerza por las ciencias empíricas.
«Quizá no era una paradoja, y simplemente sucedía que platónicos y aristotélicos estaban siendo arrastrados por el espíritu de los nuevos tiempos», me digo, mientras yo mismo, insatisfecho con mi propia explicación, me veo también arrastrado por la somnolencia que da la cerveza hacia uno de los más grandes pensadores del Medioevo.
IV. LA NAVAJA DE OCKHAM
Es así: ahora los estudiantes se han puesto serios y están hablando sobre Guillermo de Ockham. Tentado estoy de decirles que Ockham inspiraría el personaje de Guillermo de Baskerville, en El nombre de la rosa, pero seguramente no me creerían.
El canto de los goliardos se atenúa. Puedo escuchar claramente, entonces, lo que dicen los estudiantes sobre mi personaje favorito de la Edad Media. Me alegra que hayan abordado este tema, y más me alegra escuchar que todos sienten una admiración especial por Ockham, probablemente el responsable del corte definitivo con la discusión acerca de la relación entre fe y razón (lo cual le valió la excomunión del Papa y de la orden franciscana, a la que pertenecía).
Y es que Guillermo de Ockham (1284-1349) fue el pensador más importante del siglo XIV europeo, el que de alguna manera anunció el final de la escolástica medieval y el que estableció un nexo (temprano, por cierto) con lo que sería la nueva ciencia que representaría Galileo, doscientos cincuenta años más tarde.
Había nacido en la aldea de Ockham, a unos treinta kilómetros de Londres, alrededor de 1280, e ingresado en la orden franciscana. Realizó sus estudios en Oxford, donde se vio influido por Roger Bacon y donde funcionaba, dicho sea de paso, una escuela que investigó y encontró grandes novedades en física y en la teoría del movimiento; luego de escribir algunas de sus obras, fue llamado en 1324 a Aviñón (entonces residencia de la corte papal) por el papa Juan XXII (1244-1334), para responder a una acusación de herejía; en 1328, cuando la cosa se puso espesa y los problemas teológicos se implicaron con los políticos (puesto que tomó «la opción por los pobres» de los orígenes del franciscanismo en contra del despilfarro y la riqueza de la corte papal), se escapó y se refugió en Pisa bajo la protección de Luis VI de Baviera, a quien siguió después a Münich, donde murió en 1349 durante una epidemia de cólera.
El pensamiento medieval, como venimos diciendo y repitiendo, se arrastró en medio del difícil problema de conciliar la razón y la fe. Mientras que algunos pensadores optaban por la fe lisa y llana, y negaban la posibilidad de la razón o la subordinaban a la teología y a la revelación, a partir del siglo XII, con la reintroducción del aristotelismo, se produjo un esfuerzo marcado por encontrar entre ambas una articulación aceptable tanto para la teología y el catolicismo papal omnipresente como para la «ciencia según Aristóteles», que pretendía llegar a la verdad a través de la observación y el razonamiento. Ya vimos que había sido Tomás de Aquino quien le había dado al aristotelismo documento de identidad para moverse libremente por la Ciudad de Dios pretendida por la Iglesia (ciudad a la que el correr de los tiempos iba convirtiendo cada vez más en ciudad terrena).
Pero no es de Tomás de Aquino sino de Ockham de quien hablan los estudiantes. Y me alegra, porque Guillermo toma una postura radicalmente diferente y opuesta a la de Tomás de Aquino: si éste había trabajosamente ordenado y jerarquizado las «verdades de fe» y las «verdades de razón», para nuestro buen Guillermo no existe ni puede haber ninguna articulación entre ellas: la razón y la fe no tienen nada que ver, la teología y la filosofía (o la ciencia) se ocupan de cosas distintas, por caminos distintos y no pueden prestarse ningún apoyo mutuo (una separación que en su momento marcará claramente Galileo).
Pero además, y a pesar de venerar a Aristóteles, Ockham rompía con el aristotelismo, negando la posibilidad de conocimiento universal: todo conocimiento se deduce de la experiencia con los objetos individuales, que luego puede o no plasmarse en ideas generales, que están en el pensamiento, pero no en el mundo. Afirmaba enérgicamente que la única fuente de conocimiento es la intuición sensible, que nos pone en contacto inmediato con la realidad de los objetos individuales: sólo esa intuición está en condiciones de llevarnos a efectivos juicios de existencia. Todas las otras formas cognoscitivas derivan de la experiencia y encuentran en ésta su adecuada justificación.
Así, establecía un fuerte énfasis en la importancia de lo experimental, que cuajará a través de Jean Buridan en la teoría del impetus, una descripción del movimiento que desbancará el temible y ya estrecho corset aristotélico sobre el tema, y que será la inspiración del joven Galileo para avanzar hacia la ley de caída de los cuerpos.
Esto fue en relación con las disciplinas científicas, o la filosofía natural, pero no fue todo: en teoría política, Ockham proclamó un dualismo parecido entre poder temporal (el emperador) y espiritual (el Papa): el Papa no era sino un príncipe de la Iglesia, falible como cualquiera, y por tanto ya no el árbitro de la verdad; los príncipes temporales, por su parte, se ocupaban de las cuestiones civiles y no tenían que rendir ningún tipo de pleitesía al Papa. No es extraño que tuviera que escaparse de Aviñón: en sus últimos escritos, reclamó la separación de la Iglesia y el Estado, avanzó singularmente hacia la tolerancia y la libertad de pensamiento («fuera de la teología, cada uno debería ser libre de decir lo que le parezca y le plazca»), valores que ya prenunciaban el Renacimiento, que todavía tendría que esperar un siglo para aparecer.
En fin: Guillermo de Ockham fue un pensador múltiple y feraz que adivinó la tolerancia y el pensamiento libre, que enfocó los principales problemas de su época y la liberó de la pesada carga del dilema razón-fe.
¿Y la navaja de Ockham?
Es una concepción que tiende a excluir del mundo y de la ciencia, en nombre de la economía de pensamiento, a todos los entes y conceptos superfluos, y, antes que nada, a los conceptos y los entes puramente metafísicos. En rigor, lo que él enunció fue que «no se debe multiplicar de manera innecesaria el número de los entes», y que cuando estamos ante dos teorías igualmente explicativas, se debe elegir la más simple.
Tras pasar por su navaja, la idea de Dios es totalmente distinta: en tanto no podemos tener experiencia directa de su existencia, sólo puede tenerse fe, y ésta no tiene nada que ver con la ciencia; de esta manera parece salvarse finalmente la necesidad de congeniar constantemente la palabra de Dios con la naturaleza que se percibe. Las complejas disquisiciones teológicas empiezan a perder atractivo y el mundo comienza a ser el lugar en donde deben buscarse las respuestas. Durante los siglos XIII y XIV el método experimental se extendió y aunque no produjera grandes teorías, o teorías que más tarde se verían como ciencias del Renacimiento, abrió la puerta para que las nuevas generaciones urbanas profundizaran el trabajo.
Así, pues, después de Chartres, Oxford, París , Santo Tomás de Aquino, y, especialmente, de Guillermo, la filosofía y el naturalismo dejaron de ser «siervas de la teología», y se deslizaron por esa fractura entre el mundo y Dios. Instalados con firmeza en esa grieta, no hicieron otra cosa que ensancharla.
La navaja de Ockham cortó de una vez por todas la ligazón entre razón y fe.
El camino quedaba despejado. Pero aún faltaba algo.
Nicolás de Cusa: el universo indeterminado
Es casi un lugar común afirmar que Giordano Bruno fue el primero que declamó la infinitud del universo y que, por eso, terminó como terminó: quemado en la hoguera por la no muy tolerante Iglesia Católica de la época, que habría de tener unos años más tarde un siniestro episodio con Galileo Galilei, el hombre que fundó la ciencia moderna, del que ya hablaremos in extenso.
Y sin embargo fue en realidad un clérigo, acaso la mentalidad especulativa más importante del tardío Medioevo, el que puso las primeras piedras del puente teórico que permitiría pasar del mundo cerrado de la Edad Media al universo infinito de la modernidad. Ese hombre, nacido en Cusa, se llamaba Nicolás, estaba fuertemente influido por el platonismo humanista y había estudiado en Padua, el mismo lugar donde estudiaría medicina Copérnico y donde Galileo terminaría por resolver el milenario problema del movimiento.
Cusa no decía, en realidad, que el universo fuera infinito sino que hablaba de una «indeterminación» de sus límites, lo cual acarreaba un fuerte corolario epistemológico: si el propio universo no estaba determinado en sus constituyentes, todo conocimiento que se tuviera de él, se adquiriera por la vía que se adquiriera, era parcial y refutable. Por eso la actitud aconsejable era la de una docta ignorantia, un reconocimiento de la imposibilidad de conocer la totalidad que no llevara a un abandono de la tarea de conocer sino todo lo contrario.
En consonancia con el complejo sistema metafísico que elaboró, Cusa proclamó, entre otras cuestiones revolucionarias para la época, que en ningún lugar de la naturaleza existían las órbitas perfectamente circulares sugeridas por el maestro Platón, que la Tierra se movía, que no era el centro del universo (porque en verdad era imposible determinar un centro para algo indeterminado) y que, por ende, el movimiento de los cuerpos era relativo:
está claro que la Tierra se mueve realmente, aunque no nos parezca así, ya que no aprehendemos el movimiento a menos que se pueda establecer cierta comparación con algo fijo. Así, si un hombre que estuviese en un bote en medio de una corriente no supiese que el agua estaba fluyendo y no viese la orilla, ¿cómo habría de aprehender que el bote estaba moviéndose?
Pero lo cierto es que, por más audaz e inteligente que fuera su pensamiento, nadie le dio mucha importancia, al menos hasta que Bruno y Copérnico reconocieron en él a un precursor. Tal vez ése sea el triste destino de los que se quedan a mitad de camino: porque, como dice Alexander Koyré, el mundo del cardenal «no era ya el cosmos medieval, aunque todavía no era en absoluto el universo infinito de los modernos».
V. FINALE
Los estudiantes abandonan a Ockham y a Cusa y se van. Ya es de noche y yo también debo irme, aunque me produce un poco de inquietud cruzar la puerta y salir a la noche medieval. Sin embargo, lo hago, y me sorprendo porque apenas pongo un pie en la calle una moto pasa rozándome: he vuelto a mi lugar.
Resuena en mí el canto de los goliardos:
O, ó, ó
Totus flore-ó
Iam amore virginalis
Totus arde-ó
Novus novus novus amor est
Quo pére-o.
Quo pére-o….