CAPÍTULO 10
Magos, brujas, humanistas e ingenieros: de la Edad Media al Renacimiento
Bueno, me costó bastante —y no sé si lo conseguí— tratar de sintetizar el desarrollo de las ideas científicas medievales, con sus sutilezas teológicas, con el realismo y el nominalismo, con la famosa navaja que finalmente iba a cortar el vínculo vicioso entre Razón y Fe, mediante palabras por momentos parecidas a las que más tarde usará Galileo: palabras que, de alguna manera, comenzaron a establecer, ya en el siglo XIV, un nuevo clima basado en la combinación de racionalismo y mentalidad experimental, las dos herramientas del pensamiento que acompañarían el crecimiento de Europa, y la conducirían a la Revolución Científica.
Ojo: no es que Guillermo de Ockham inventara el mundo moderno, sino que, al revés, creó su navaja porque el mundo moderno ya estaba inventado o, mejor dicho, estaba inventándose en el corazón del orden medieval. No quiero caer en el reduccionismo economicista o sociologista, pero es obvio, creo, que las ideas se fraguan y fructifican solamente — ¿solamente?— cuando el terreno es fértil. Ockham puso a disposición de los científicos por venir el escalpelo con el que cortar definitivamente con una época en la que la religión se entrometía constantemente en la observación del mundo.
Naturalmente, los factores que contribuyeron a la aparición de una nueva cultura fueron muchos, pero me gustaría destacar dos: por un lado, la decadencia del Papado y el Imperio, los dos principales actores políticos medievales, en favor de las monarquías nacionales, las signorias y los principados italianos y alemanes; por el otro, la emergencia y consolidación de una nueva vida ciudadana y una nueva clase, la burguesía, por ahora más mercantil que industrial. Ambos favorecieron la ruptura del orden social feudal, en el que cada persona ocupaba un lugar fijo e inamovible en un sistema total, y permitieron que se fuera gestando una perspectiva que otorgaba más elasticidad, movilidad, protagonismo y libertad al individuo. Noten que no digo «el sujeto».
Así es como nos aproximamos con alegría, rotundamente, al Renacimiento, un período que podemos ubicar más o menos entre la segunda mitad del siglo XIV y finales del siglo XV. Aunque sé que no fue así, no puedo dejar de imaginar a la Edad Media iluminada por la luz mortecina del atardecer de invierno, y a la Florencia renacentista, pletórica por el sol de un mediodía primaveral. Insisto: es sólo producto de mi imaginación, o de la del volátil autor de estas páginas, que también soy yo, que ni siquiera vuela por su cuenta, sino que se deja llevar por la imagen que forjaron los propios renacentistas. En realidad, al abordar este período, nos vemos enfrentados al eterno problema de la ruptura y la continuidad: ¿es el Renacimiento una continuación y desarrollo de las fuerzas que ya se manifestaban en siglos anteriores, o hay una ruptura más o menos radical?
Si nos pusiéramos en la cabeza de los renacentistas, la respuesta carecería de cualquier tipo de ambigüedad: así como les decía que los medievales no sabían que eran medievales, los hombres del Renacimiento fueron muy conscientes (y se esforzaron para dejarlo en claro) de que estaban viviendo una nueva etapa del pensamiento y la cultura, una etapa que chocaba de manera radical con las corrientes filosóficas y científicas de los siglos medievales.
En rigor de verdad, la fama de la Edad Media como un período negro para la historia de la humanidad (fama que, si se tomara en cuenta sólo hasta el siglo XI, estaría sensatamente ganada) nace con el Renacimiento, cuando los intelectuales, en especial los italianos, deciden que entre la antigüedad clásica y ellos se interpuso una etapa de oscuridad y retroceso.
¿Era esto cierto? ¿Estaban los renacentistas forjando una verdadera revolución cultural?
En realidad, es muy difícil saber cuándo se está viviendo una revolución cultural hecha y derecha: pensemos en nosotros mismos, que hoy percibimos la aparición de Internet y las nuevas tecnologías como una ruptura radical, aunque acaso algunos historiadores, dentro de doscientos años, lo vean como un eslabón más del proceso de expansión de las comunicaciones iniciado con el telégrafo en el siglo XIX.
Haya habido una genuina revolución o no, lo cierto es que la época del Renacimiento consolida el ascenso de una sociedad burguesa a cuyas necesidades hay que atender. Los artistas, ingenieros, hidrógrafos, arquitectos, inventores, no esperarían a que fraguaran las grandes teorías y las poderosas herramientas de la Revolución Científica del siglo XVII, que obviamente no podían imaginar, para actuar, desarrollarse y beneficiarse con la protección de los príncipes (en el caso de los italianos, muchas veces grandes señores banqueros o descendientes de banqueros, como los Médicis de Florencia).
A lo largo del siglo XV, la multiplicación de los grandes trabajos civiles y militares reconfiguró el mapa y la teoría militar a partir de la invención, o descubrimiento e implementación, de la pólvora, e impuso nuevos desafíos, que cambiaban por completo las artes y técnicas de la guerra; la publicación de tratados especializados, por otra parte, familiarizó a los espíritus con esas ingeniosas máquinas que asociamos con Leonardo da Vinci, pero que —recordémoslo— deberíamos asociar también con las profecías de Roger Bacon en el siglo XIII sobre aviones y submarinos.
No hay ni qué decir de la aparición de la imprenta, que multiplicó y abarató notablemente el costo de los libros: solamente en Venecia, la ciudad con mayor «mercado editorial» de Europa, se publicaron dos millones de ejemplares en el siglo XV.
Pero sí quisiera decir algunas cosillas sobre otro de los grandes acontecimientos de la época: el «descubrimiento» de América, que cambió la cosmovisión europea de una manera radical e insospechada.
Un navegante afortunado
Hagamos una aclaración obvia: Colón y los que lo siguieron no descubrieron nada o, en todo caso, «descubrieron» algo para los europeos en el mismo sentido en que uno puede contarles a sus amigos que «descubrió» un nuevo restaurante, o que «descubrió» tal o cual ciudad durante un viaje. No tiene sentido decir que «descubrió» un continente donde vivían noventa millones de personas.
Y éste es, también, el lugar de aclarar otro punto: desde el comienzo del libro, en que hablamos de las cosmologías primitivas, hay una notable ausencia de la «ciencia» desarrollada, entre otros pueblos americanos, por los mayas y los aztecas, y eso requiere una justificación. Lo cierto es que no sabemos demasiado sobre el pensamiento astronómico y científico en general de las grandes civilizaciones americanas, entre otras cosas porque los españoles se encargaron, en el «nombre de la verdadera fe», de quemar cuanto documento fuera combustible, y de destruir todo lo que pudiera ser destruido. El «descubrimiento» de América fue una empresa de saqueo y pillaje de una escala pocas veces vista en la historia (que, dicho sea de paso, financió en gran medida el desarrollo europeo), y un pavoroso genocidio, que no dejó en pie nada que podamos utilizar en nuestra historia.
Y ya que estamos con digresiones, vale la pena desarmar un mito que a veces, incomprensiblemente, persiste. La leyenda de Colón, que lo muestra como un visionario que sostenía que la Tierra es esférica ante la ignorancia de una época que la consideraba plana como un DVD, es una mentira flagrante. Como ya hemos visto cuando viajábamos por la Antigüedad, no sólo se conocía desde entonces la forma de la Tierra, sino que incluso se había medido su circunferencia; consecuentemente, en la época de Colón la esfericidad de la Tierra ya era un hecho perfectamente establecido (en el mismo año 1492 ya se hizo un globo terráqueo). Todo el mundo, o por lo menos todo el mundo ilustrado, sabía perfectamente que la Tierra es esférica y tenía una idea aproximada de sus dimensiones. Aunque, y no deja de sorprenderme, Copérnico, en su gran libro, cree necesario tratar el punto y demostrar la redondez de la Tierra, unos cuantos años después del viaje de Magallanes.
Pero hasta tal punto se confiaba en la redondez de la Tierra, que en el año 1487 el rey Juan II de Portugal —de acuerdo con una comisión de expertos— autorizó a dos navegantes, Fernando Dulmo y João Estreito, para que navegaran hacia el Oeste intentando descubrir la isla de la Antilla, una isla que, según se creía, estaba en medio de La Mar Océano (como entonces se llamaba al Atlántico).
Aunque la expedición de Dulmo y Estreito jamás regresó, nadie se permitía dudar sobre la redondez de la Tierra: el punto de conflicto entre Colón y los «sabios de la época» era muy otro. Colón basaba su idea en una estimación completamente falsa —o por lo menos totalmente especulativa— sobre la distancia a cubrir entre Europa y las Indias navegando hacia el Oeste: el Gran Almirante sostenía que se trataba, a lo sumo, de 4.500 kilómetros, y los geógrafos le contestaban que esa cifra era un disparate, con lo cual estaban mucho más cerca de la verdad que Colón. La verdadera distancia es de diecinueve mil quinientos kilómetros, que con algunas variantes era una cifra que manejaban los que se le oponían.
Colón seleccionó mapas que favorecían su idea, y se basó también en afirmaciones un tanto arbitrarias de Marco Polo, el gran viajero del siglo XIII, según las cuales Japón estaba a dos mil quinientos kilómetros de la costa de China. También es posible que hubiera oído hablar de los viajes de los vikingos, que a partir del siglo X habían llegado a América por el Norte e incluso establecido una colonia permanente en lo que ellos llamaban «la tierra de Vinland». A partir de comienzos del siglo XIV, al bajar la temperatura, en lo que se conoce como «la pequeña edad de hielo», los viajes vikingos por el norte helado se hicieron imposibles.
Lo cierto es que Colón manipuló cálculos y mapas de Alfageno, científico musulmán del siglo IX, y logró autoconvencerse de que Japón se encontraba a sólo 4.300 kilómetros al oeste de las Islas Canarias, cifra completamente ridícula, porque según ella Japón estaba ubicado más o menos donde está Cuba. Esto era forzar demasiado la geografía de la época, y no es de sorprender que los cosmógrafos consultados por los reyes de Portugal y Castilla consideraran irrazonable la empresa.
Naturalmente, ellos no podían adivinar que en el medio se iba a interponer la barroca figura de América. Pero tampoco lo adivinó Colón, que además, cuando la tuvo delante, fue incapaz de darse cuenta de que estaba en un nuevo continente y no en el Japón, como sostuvo hasta el final de su vida.
Lo cual no quita que el «descubrimiento» de Colón, el haberse topado de casualidad con una tierra nueva y completamente desconocida (para ellos), cambiara para siempre la cosmovisión europea: fue una ampliación de los horizontes, impulsó el desarrollo de las técnicas náuticas y geográficas, que ya estaban en plena evolución, y sobre todo significó un descentramiento del conocimiento que se reflejó, especialmente, en las ciencias naturales: plantas y animales nuevos, culturas distintas que aparte de ser explotadas hasta la extenuación y la muerte, obligaron a revisar la manera en que se pensaba el mundo y la humanidad… hasta tal punto que las discusiones sobre si los indios tenían o no tenían alma (es decir, en el fondo, si eran o no eran humanos), moneda corriente entre los teólogos, recién fueron saldadas gracias a la bula «Sublimis Deus» del papa Paulo III, en 1537.
Dicho esto, vamos a Italia.
Los humanistas
La verdad es que al volátil y deletéreo autor de estas páginas le resulta muy difícil dejar de ver la ciencia, el humanismo y el espíritu renacentista como una preparación para la Revolución Científica, en gran parte porque los métodos, desarrollos y observaciones de los científicos (y los artistas) de entonces no parecen estar tan subordinados a un esquema general como aquel en que se afanaban los medievales. Al fin y al cabo, ellos mismos definían su mundo como completamente nuevo y ensayaban respuestas nuevas para problemas como los que surgían de la aplicación de nuevas tecnologías, como por ejemplo los introducidos por la pólvora, tanto en las técnicas de guerra como en balística, como en medicina, a raíz de las heridas de combate producidas por este nuevo elemento bélico.
Los humanistas eran herederos de un paradigma general en disolución y no tenían un paradigma nuevo y claro con qué reemplazarlo, aunque con sus esfuerzos estaban contribuyendo a trazar sus líneas generales: habiéndose sacado de encima las cuestiones teológicas, como los conflictos entre razón y fe, apartados de las sutiles discusiones escolásticas entre realistas y nominalistas (y, no lo olvidemos, mientras los habitantes americanos morían masivamente en las minas de plata del Potosí), el humanista, el científico, el artista y el técnico renacentista, muchas veces reunidos en una sola persona, iniciaron en serio la fusión entre ciencia experimental y matemáticas, entre la empiria y la teoría; construyeron una nueva manera de percibir el espacio, el tiempo y el mundo, que cimentará en la filosofía mecánica del siglo XVII y la Revolución Científica.
Pero nos equivocaríamos si pensáramos en los humanistas como hombres de ciencia hechos y derechos al estilo moderno. En el zigzagueante transcurrir de la historia, y de la historia de la ciencia, se mezclan lo nuevo y lo antiguo, lo decididamente moderno y lo tradicional, la prodigiosa anticipación y la mera extensión de las investigaciones y el pensamiento de tiempos idos.
Así, por ejemplo, los humanistas seguían reconociendo en la naturaleza y en sus criaturas la revelación de la sabiduría y de la belleza de Dios, aunque separaban a Dios de la naturaleza y habilitaban el estudio de esta última desde una perspectiva no religiosa. Al mismo tiempo que la naturaleza se emancipaba relativamente de Dios, se poblaba de genios, demonios y fuerzas espirituales, controlables y comprensibles por medio de las ciencias ocultas, en especial la magia, que tuvo un enorme desarrollo hasta bien entrado el siglo XVI.
Si el mundo clásico, para los medievales, era motivo de nostalgia y de confirmación de la decadencia que veían alrededor, para los humanistas del Renacimiento resultó ser una especie de energizante que los convencía a cada momento de la irreductibilidad de ese mundo al esquema construido por el cristianismo. Desconfiaron de que pudieran conciliarse lo medieval con lo moderno y descubrieron, así, la conciencia histórica de su propia época: rechazaron el latín corrompido de las universidades, la lengua de expresión por antonomasia de las discusiones sin sentido del escolasticismo tardío, y renunciaron a una restauración imposible del Imperio. Aunque leyeron con aplicación a los filósofos romanos, como Cicerón y Séneca, su horizonte cultural es más bien griego que romano: pretendieron fundar la nueva Atenas en Florencia, el indiscutible epicentro de la renovación cultural (y recordemos que fundar una Nueva Atenas había sido el sueño irrealizable de Alcuino de York durante el breve renacimiento carolingio del siglo XI).
Pero lo que más nos importa a nosotros es que los humanistas ayudaron a restablecer, como lo había empezado a hacer Tales de Mileto unos dos mil años atrás, la plena autonomía de la naturaleza, de modo tal que apareciera como digna de ser estudiada no sólo de manera general sino también en sus estructuras particulares (y aquí vemos la influencia triunfante del nominalismo de Guillermo de Ockham). No es que el programa renacentista careciera de un trasfondo teórico general, pero, cada vez más, se fue cargando con las demandas de lo práctico: no se trata ya solamente de lograr una atractiva construcción intelectual que explique las cosas, sino, más bien, de obtener conocimientos que sirvan para la acción en el mundo.
Estos conocimientos técnicos son, precisamente, los que el intelectual renacentista se siente autorizado a valorar gracias a su interpretación operativa, no contemplativa, del saber. El nuevo enfoque, que exige la experimentación, tiende a transformar radicalmente el propio método de estudiar la naturaleza, renunciando de manera definitiva a hacer coincidir la ciencia con la investigación de teorías generales destinadas a explicar la totalidad del universo en un sistema cerrado y completo. Detrás de ese nuevo método, lo que se percibe es el progreso de una visión individualista del mundo, que concede la primacía a la experiencia personal, a la intuición inmediata e incomunicable, al encuentro directo con lo real concreto.
La masiva influencia de la ciencia y la literatura antiguas (es la época de los grandes descubrimientos de los códices, y de la lectura de los clásicos en su versión original, y no a través de traducciones, o de copias de copias medievales corrompidas) apenas altera la convicción del sabio renacentista de que es él el único y total responsable de todo, dado que lo que se les pide a los antiguos son, ante todo, hechos. El sabio del siglo XVI está convencido de abordar libremente la naturaleza con las únicas fuerzas de su genio.
Y sin embargo, y a pesar de lo que puedan pensar los humanistas, el Renacimiento debe mucho, pero mucho, a la Edad Media: de las universidades europeas medievales provienen los saberes desde los que emergen las teorías de los estudiantes del siglo XVI, aunque estos saberes ya no los limitan, sino que los estimulan a profundizar en el conocimiento de la naturaleza.
Tal vez por todo lo que conté en el capítulo anterior y estoy contando en éste, podría parecer que pienso que la ciencia moderna se construyó cuando el espíritu experimental se consolidó frente a los grandes sistemas teóricos, o a los grandes sistemas complejos y completos que se heredaban de la Edad Media, y también de la Antigüedad.
No fue así.
La ciencia moderna no es simplemente un programa experimental: lo que ocurrió es que el método experimental fue tomado directamente y con continuidad de la Edad Media, como vimos, mientras la fuente teórica, en cuya base estaba la matematización —que también tuvo un importante arraigo en el siglo XIV— necesitaba un replanteo mucho más radical.
O sea: hubo transiciones y continuidades. Y hay dos personajes que las encarnan bastante bien: Paracelso (1493-1541), el científico-mago, y Leonardo da Vinci (1452-1519), el científico-técnico. Hablemos un poco de ellos.
Paracelso: no hay tutía
No sé por qué me resulta tan desagradable este personaje, que es en general situado como una bisagra entre la medicina medieval y la moderna, entre la alquimia y la química: un típico renacentista. Hay quienes lo consideran pintoresco (lo era); hay quienes lo consideran extravagante (lo era); hay quienes lo consideran genial (¿lo era?), y hay otros que piensan, como yo, que sencillamente estaba loco de remate. Pero, así y todo, jugó su papel en esta compleja transición.
Ya les conté que la medicina medieval se había desarrollado, si cabe el término, como una mezcla de saberes que combinaban la siempre presente medicina popular con el uso de oraciones, pedido de milagros e intervención divina. La salud se consideraba principalmente como un estado espiritual y, por lo tanto, la curación del alma era tanto o más importante que la del cuerpo (lo cual significaba que, siempre y cuando el espíritu fuera purificado, no tenía mayor relevancia si uno terminaba vivo o muerto). Pero no sólo se usaban las invocaciones religiosas, sino algunos principios galénicos y remedios, principalmente vegetales, aunque también animales o minerales. Las recetas, extravagantes por cierto, incluían ingredientes como carne de serpiente, canela, madera de cedro, raspaduras de marfil, cortezas de limón, perlas, esmeraldas, médula y corazón de un ciervo, un escarabajo y cuerno de unicornio —es de suponer que molido—, oro, plata y azúcar (y esto, lo crean o no, está tomado de una receta de Copérnico, nada menos, que era también médico). Vaya a saber lo que le pasaba a uno cuando tomaba un mejunje como ése, o cuando tenía la suerte de conseguir tutía, palabra derivada del árabe tutiya (que no era sino sulfato de cobre), que se usaba en principio para enfermedades oculares pero que luego se convirtió en una especie de panacea y que, dicho sea de paso, dio origen a la expresión actual «no hay tutía», que significa, como saben, que no hay remedio, que se carece de solución para un determinado problema.
Obviamente persistía —no sé si hace falta decirlo— la teoría (casi una costumbre) de los cuatro humores y las cuatro cualidades. Para Galeno (autoridad indiscutible, recordemos) el organismo humano contenía cuatro fluidos o humores de cuyo equilibrio interior dependía la salud: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema, a cada uno de los cuales le correspondían dos cualidades (a semejanza de las que determinaban las cuatro sustancias fundamentales). Los remedios que se usaban, siguiendo la tradición de los grandes médicos árabes como Avicena, tenían en cuenta esas cualidades: si había un exceso de calor, por ejemplo, se aplicaba un remedio frío…
En todo este caos de medicinas populares y teorías médicas fantasiosas apareció la figura de Philipus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, o Paracelso, quien se puso su propio apodo (no demasiado humilde) para significar que se consideraba más grande que Celso, el enciclopedista romano del siglo I, que, sin ser médico, había compilado una admiradísima enciclopedia del saber medicinal de su tiempo, que se acababa de traducir y había tenido un enorme impacto.
Fiel al espíritu de la época, o a una de las líneas de la época, Paracelso no renunció a la mística alquimista sino todo lo contrario. No solamente buscó alquímicamente la piedra filosofal y el elixir de la vida, sino que incluso dijo haberla encontrado, y consecuentemente se proclamó inmortal, aunque parece que el elixir no funcionó del todo, porque murió antes de los cincuenta años. No se entiende muy bien por qué un médico que tiene el elixir de la vida siguió practicando «curaciones» por otros medios, pero todo indicaría que en realidad no había encontrado ningún elixir y que fue otra de sus muchas fanfarronadas.
Paracelso era un empírico puro que se había formado en su juventud junto a los mineros de la región de donde procedía, lo cual debe de haber inspirado su afección por el uso de metales. Negaba por principio toda teoría heredada, lo cual siempre es un poco imprudente (como bien sabían los hombres de Chartres antes que él) e incluso quemó públicamente los escritos de Galeno y Avicena, atacando la integridad de la teoría tradicional no sólo en sus aspectos teóricos sino también en los relacionados con la forma de recuperar la salud. Descreyó de la teoría de los cuatro humores, lo cual hubiese podido ser una buena cosa, pero los reemplazó por los dos principios de la medicina árabe (mercurio y azufre), a los que agregó la sal, lo cual en el fondo no hacía una gran diferencia.
Entre borrachera y borrachera, entre copa y copa o, mejor dicho, entre barril y barril, Paracelso pensaba que todos los procesos vitales eran fenómenos semejantes a los que se podrían observar y reproducir en sus morteros, hornos, retortas y alambiques. Es decir, eran todos —tanto vitales como no vitales— fenómenos químicos. Los cambios que llevaban de un mineral a una espada no eran de naturaleza distinta de los que determinaban la salud o la enfermedad en el ser humano. La enfermedad no era otra cosa que una mala mezcla de los tres principios: la melancolía y la parálisis, por ejemplo, se debían a un exceso del principio mercurio; la diarrea y la hidropesía, a la sobreabundancia del principio sal; el calor y la fiebre, al exceso del principio azufre. ¿Cómo restablecer el equilibrio perdido y recuperar la salud, entonces? Obviamente, incorporando al organismo enfermo determinados productos químicos capaces de reparar el déficit de un principio o el superávit de otro. Para ello, utilizó fundamentalmente como medicamentos sales de metales pesados, sustancias que hasta ese momento habían sido consideradas como venenos: todo depende, decía, de su dosificación. Cosa difícil, en verdad, en una época que carecía de instrumentos precisos de medición, y arriesgaba al paciente, como frecuentemente ocurría, a recibir dosis verdaderamente tóxicas de elementos como el mercurio, que se utilizaba para combatir la sífilis y que mataba antes que la propia enfermedad.
Al mismo tiempo, como firme creyente en la astrología, y en consecuencia en una estricta correspondencia entre macrocosmos (el cielo) y microcosmos (el cuerpo), sostenía la necesidad de indagar al primero para actuar sobre el segundo: las fuerzas mágicas que regían el macrocosmos eran en efecto —según él— las más idóneas para actuar también sobre el microcosmos, interrogando sus enfermedades. Correspondía estudiar el cielo y la conjunción de los planetas antes de hacer un diagnóstico y medicar… Digamos, en su defensa, que prácticamente todos los médicos de la época hacían lo mismo, de modo tal que por ahí uno tenía que esperar una conjunción, o proximidad, entre Marte y Júpiter, para ser obligado a saborear un poco de carne de serpiente, o de cuerno de unicornio molido, o de mercurio, o para que le hicieran una sangría que podía dejarlo al borde de la muerte.
Al proponer una ruptura total con la antigua tradición, Paracelso tenía necesariamente que ser identificado como un enemigo por la mayor parte de los médicos que lo conocieron. Y efectivamente tuvo la oposición del establishment médico, no sólo por sus posturas antigalénicas, sino porque no pertenecía a la cofradía médica, ya que no se había formado en las universidades, y además porque enseñaba en alemán en vez de en latín, de lo cual, y de una controversia alrededor de honorarios, resultó su expulsión de Basilea. Esto tampoco lo contuvo y se pasó el resto de su vida viajando y denunciando furiosa y fanáticamente a sus enemigos y predecesores, hasta que murió en Austria en septiembre de 1541.
Lo cierto es que sus enemigos y predecesores no eran mucho mejores médicos que él ni se manejaban con una teoría mucho mejor que la de él. Después de Paracelso, la química (que no era muy distinguible entonces de la alquimia, y sólo lo es ahora, desde una mirada actual) se fue convirtiendo de a poco en una parte esencial de la formación médica. Durante casi todo un siglo, los médicos se dividieron en paracelsistas, partidarios de la administración de minerales, que habían de llamarse iatroquímicos, y herboristas, que se atenían a los remedios vegetales. Es interesante ver cómo esta tensión aún sigue vigente, aunque degradada, por el uso new age de la división entre «natural» y «químico».
Y respecto de la alquimia, hay que decir que nuestro personaje fue indiscutiblemente uno de los protagonistas principales. Creyó, por supuesto, que era posible la transmutación de los metales en oro. Fíjense que esta historia de la transmutación de los metales puede parecer disparatada desde el punto de vista actual, pero no lo era tanto si, como se creía, el cambio de los metales desde los menos perfectos hacia los más perfectos era una de las tareas que llevaba a cabo la naturaleza, haciendo que evolucionaran en el interior de la tierra, por influencias astrales, desde el más bajo, plomo, y pasando por los intermedios, como el cobre, el hierro y la plata, hasta transformarse en oro. Si la naturaleza lo hacía, ¿por qué no iba a poder hacerlo el hombre? ¿Por qué no se iba a poder acelerar manualmente este proceso?
En sus investigaciones alquímicas, buscando lo imposible, el excéntrico Philipus Theophrastus logró añadir algunos datos que serían de utilidad para el saber químico que estaba gestándose, por ejemplo la observación de que mientras los vidrios se derivaban de un metal, los alumbres se derivaban de una «tierra», es decir, un óxido metálico.
En fin: Paracelso perteneció por completo a la tradición hermética, y, por lo tanto, concibió a la ciencia como una empresa puramente cualitativa no matemática, experimental e inductiva, al punto de que uno de sus discípulos, respirando las enseñanzas de su maestro, aconsejaba «vender todas las posesiones, quemar los libros (en una época que veneraba los libros clásicos) y empezar a viajar en busca de todo tipo de datos de la naturaleza; comprar después carbón, construir hornos y experimentar incansablemente con el fuego».
No sé si quedó claro por qué me parece un personaje sobrevalorado e insoportable, pero yo tampoco lo tengo claro. Así que basta de Paracelso.
Volar es para los pájaros
Cuando La Gioconda viajó del Louvre a Nueva York en 1962, ninguna compañía fue capaz de asegurarla. Y no porque el monto fuera muy alto, sino porque fue imposible fijar un monto, imposible asignarle un valor monetario; estaba más allá de todo: es lo más que un artista puede esperar de una obra suya. Y de ese artista nos vamos a ocupar por un rato; porque así como Paracelso representa la línea místico-mágica, Leonardo da Vinci encarna la línea técnico-operativa.
Pocos intelectuales del Renacimiento han recibido tantos elogios, o se han convertido tan claramente en la encarnación del genio universal como Leonardo: en efecto, además de pintor, fue ingeniero, anatomista, diseñó fortalezas y canales, estudió la incipiente mecánica, inventó —o creyó inventar— montones de mecanismos y máquinas, en la tradición de Arquímedes, como tornillos para elevar el agua, paracaídas, bombas de irrigación… etcétera, etcétera, etcétera.
Nació en 1452, y era el fruto de una relación extramatrimonial de su padre Piero con una tal Catherine; hacia 1470 se trasladó a Florencia con la familia paterna y empezó a hacerse conocido por los numerosos dibujos de máquinas, proyectos hidráulicos y arquitectónicos, que le valieron ser llamado por Lorenzo el Magnífico, entonces el jefe de la Signoria, y de la poderosa familia de los Médicis, para trabajar bajo su tutela.
También él fue uno de esos caballeros errantes del Renacimiento, que iban de un lugar a otro, a veces llevados por los acontecimientos políticos, a veces movidos por sus propias e internas hormigas. Y así es como unos años después lo encontramos en Milán, al servicio del duque Ludovico Sforza el Moro. Es muy interesante ver la carta que envía a Ludovico, como presentación, en la que enumera las cosas que sabe y puede hacer:
Tengo especies de puentes livianísimos y fuertes, y otros seguros e inatacables por el fuego. Sé, en el sitio de una plaza, sacar el agua de las zanjas y hacer infinitos puentes y escaleras y otros instrumentos pertinentes. Si por alguna razón no se pudieran usar las bombardas, tengo maneras de arrasar cualquier fuerte o roca. Tengo, también, tipos de bombardas comodísimas y fáciles de transportar. Y si se estuviese en el mar, tengo muchos instrumentos activísimos para atacar y defender los navíos.
Y así sigue:
En tiempos de paz, creo satisfacer muy bien, en comparación con cualquier otro, en arquitectura, en construcción de edificios públicos y privados, y de conducir agua de un lugar a otro. Lo mismo haré en escultura de mármol, bronce o tierra, lo mismo que en pintura, todo lo que se pueda hacer mejor que cualquier otro.
Todo el mundo exagera su currículum cuando busca empleo (y Leonardo no es la excepción), pero de cualquier manera hay que admitir que es muy impresionante. También observen que despliega su panoplia centrándose en aparatos y objetos relacionados con la guerra, obsesión de los príncipes en un tiempo plagado de novedades bélicas, derivadas del uso de la pólvora.
Fue durante su permanencia en Milán cuando trabó amistad con el matemático Luca Pacioli, quien escribió una Summa de Arithmetica, que recogía todo el saber matemático de su tiempo, y también De Divina Proportione, donde se hablaba del número áureo y de la perspectiva, y para la cual Leonardo dibujó maravillosas imágenes de poliedros tanto regulares como irregulares.
Después de que el duque fuera derrocado por las tropas del rey francés Luis XII, llegó a Florencia nuevamente, tras haber recorrido Mantua y Venecia, donde dejó trazas de su impresionante actividad: pictórica en Mantua, técnica en Venecia (donde diseñó una especie de submarino y otros aparatos). Mientras tanto, se dedicaba a la disección de cadáveres (muchos de los cuales conseguía quién sabe cómo y otros seguramente los robaba), lo cual le servía, como se sabe bien, para hacer estupendos dibujos del cuerpo humano interno y externo, que sólo serían igualados por los de Vesalio, unas cuantas décadas más tarde.
Bueno, y así en todas partes: durante su segunda estadía en Florencia pintó La Gioconda y siguió con el estudio del vuelo de los pájaros, con las disecciones y con los consecuentes dibujos. Salteé y saltearé muchas andanzas, pero déjenme contarles que finalmente aceptó la invitación del rey Francisco I de Francia y se estableció en el castillo de Cloux, donde murió en 1519.
¿Hay un misterio en Leonardo? Lo hay.
Si bien es innegable que leía, y mucho, se definía a sí mismo como eminentemente práctico y como un «uomo senza lettere», lo cual demuestra, de paso, el espíritu del «práctico renacentista», muy distinto del humanista eminentemente letrado que lee y escribe en latín clásico. Como buen personaje del Renacimiento, Leonardo tomaba en consideración los datos que obtenía en la literatura científica, aunque revisándolos puntillosamente, y no aceptando el principio de autoridad:
Quien discute alegando la autoridad, no utiliza la mente sino la memoria.
Al mismo tiempo, rechazaba de manera rotunda (a diferencia de Paracelso) las artes ocultas, la nigromancia y la alquimia.
Entre los discursos humanos más sin sentido debe considerarse la credulidad en la nigromancia, hermana de la alquimia.
Ya he dicho que Leonardo tenía una conciencia muy aguda de la importancia de lo experimental:
Muchos considerarán que podrán razonablemente replicarme, alegando que mis pruebas están en contra de la autoridad, sin considerar que mis cosas han nacido bajo la simple y mera experiencia, que es la verdadera maestra.
Y lo repetía a cada rato…
La experiencia no falla, lo único que puede fallar son los juicios que se hacen sobre ella.
Incluso tipificaba el método con que debía realizarse una experiencia para errar lo menos posible:
Antes de hacer de un caso una regla general, pruébalo dos o tres veces, y mira si las pruebas producen efectos semejantes.
Sin embargo, su concepción no era completamente experimental y en sus estudios mecánicos se ocupaba de aclarar que:
Mientras la naturaleza comienza con la causa y termina con el experimento, nosotros debemos recorrer el camino inverso, comenzando con el experimento mediante el cual investigamos la causa.
Y por lo tanto:
Ninguna investigación humana puede considerarse verdadera ciencia, a menos que se haga mediante una demostración matemática.
O sea, intuía esa síntesis entre experimentación y matemática que habría de producirse un tiempo después cuando se coronara la Revolución Científica.
¿Cuál es entonces el misterio?
Que siendo un espíritu universal como pocos en la historia, y el intelectual más destacado de su tiempo, y el más completo y genial, que habiendo llegado a resultados notables y anticipatorios, haya ejercido una levísima y casi nula influencia sobre sus contemporáneos (ejerce más influencia sobre nosotros que sobre ellos): su prosa es críptica, escrita de manera también críptica, fragmentaria, dispersa por aquí y por allá, en manuscritos que, salvo rarísimas excepciones, no fueron publicados. Se diría que no escribía para lograr el adelanto de una disciplina, ni para los eruditos, ni para el gran público, sino sólo para sí mismo, para poder fijar sus propias dudas y cavilaciones. Renegaba de las disciplinas herméticas, pero su escritura parece inspirada por ellas, y sus manuscritos fueron revalorados recién en el siglo XIX.
De todos modos, no es la figura que es por lo que influyó, sino por lo que fue: la perfecta encarnación del artista práctico, ingeniero y arquitecto del Renacimiento, que se interesa por todo, y que, sin abandonar las grandes líneas de la física medieval, se eleva por encima de ella y captura, o mejor dicho intenta capturar, la naturaleza toda, pero no como un sistema metafísico completo, ni como un sistema de signaturas orgánicas y operativas, como lo hacían las artes herméticas (que como vimos aborrecía), sino como un conjunto o una colección de hechos particulares, que deben ser examinados, hilados y manipulados según un criterio experimental para poder después llevarlos al plano teórico.
Recién en el siglo XIX se lo rescató en toda su amplitud. Y digo en toda su amplitud, porque lo que sí lo puso al tope de su época fue su obra artística, que lo sitúa entre los pintores más grandes de toda la historia. Valga como ejemplo la historia de La Gioconda que conté al principio. Y a veces me pregunto si a Leonardo se lo hubiera rescatado si no hubiese sido porque a través de los tiempos, y a pesar de sus manuscritos ilegibles, ahí estaban sus tremendos cuadros para dar testimonio de su genio.
Una apostilla sobre el vuelo artificial, que tanto lo preocupó. Leonardo intentó persistentemente diseñar máquinas para volar, pero de manera tal que estaban naturalmente condenadas al fracaso. Lo cierto es que tales intentos, desde Leonardo da Vinci en adelante, terminaron en un callejón sin salida porque se tomaba como modelo el vuelo de las aves y se intentaba reproducirlo con artilugios mecánicos que imitaban las alas.
Pero volar es para los pájaros: las cosas empezaron a cambiar recién cuando los ojos se posaron en otro objeto volador, mucho más prosaico, y conocido desde la Antigüedad: el barrilete, que era utilizado en Europa como juego por los niños ya en el siglo XII. Se trata de un objeto más pesado que el aire, que vuela según unas leyes que Leonardo no conocía (las de la aerodinámica) pero de las cuales podría haber tenido alguna intuición empírica y sospechado que un barrilete lo suficientemente grande podría acarrear a un hombre, como hace hoy el aladelta. Y como se hacía, de paso sea dicho, en China, donde los barriletes eran conocidos desde el siglo III y ya en el siglo VI hay referencias de vuelos humanos.
El mérito de Leonardo es que intuyó algo de esto, y, en las observaciones sobre el vuelo de las aves grandes, que baten poco las alas y planean durante largos trayectos, estuvo a un milímetro de formular las leyes aerodinámicas que rigen el vuelo del barrilete.
El martillo de las brujas
Hacia 1460, Marsilio Ficino (1433-1499), otro de los grandes humanistas italianos del Renacimiento, tradujo partes del Corpus Hermeticum, de Hermes Trismegisto, y su traducción tuvo un sinnúmero de reimpresiones y retraducciones. Era un texto que, según se creía, se remontaba a la más antigua o arcaica tradición egipcia, aunque se trataba de una falsificación escrita en el siglo II d.C., como se demostró hacia 1614. Es difícil entender cómo los humanistas, que se consideraban grandes filólogos, cayeron en esa trampa (a menos que quisieran caer en ella), pero lo cierto es que el Corpus se transformó en la base filosófica y el armazón del pensamiento de la época.
Porque el Renacimiento no es sólo el tiempo de los humanistas sino también el de los magos. La magia y la alquimia se confundían con la ciencia experimental, con la que compartían la tarea común de trabajar con sustancias concretas y objetos materiales, tal como vimos que hacía Paracelso, con sus desvaríos astrales y metalíferos, o como haría el matemático y médico Gerolamo Cardano (que era una buena pieza de corte paracelsiano, pero que, además, se dedicaba a robar ideas de los demás, especialmente al pobre Tartaglia, que no apareció todavía pero cuya triste historia voy a contarles en algún momento), o Gianbattista dalla Porta, que escribió una Magia Naturalis.
La palabra «magia» se originó en los magi, sacerdotes del dios Mitra (el dios persa de la luz solar, con gran influencia en la Roma imperial tardía) que fueron reconocidos como «sabios» por la cultura griega. La magia estaba, de algún modo, asociada a la sabiduría, como aparece en los cuentos tradicionales folklóricos. Y esta imagen incluso subsiste en la figura del «sabio loco» moderno: pensemos, por ejemplo, en el Dr. Emmet Brown (Christopher Lloyd), el científico de Volver al futuro de Zemeckis, a quien se lo presenta funcionalmente como un hechicero excéntrico y solitario, que se dedica a prácticas que nadie más que él comprende (y que, por lo tanto, parecen mágicas), pero que, finalmente, es el que tiene razón y resuelve los problemas.
La magia, o la creencia en la magia, está naturalmente asociada a la brujería, cuya persecución empezó a arreciar en esta época, desatando una etapa verdaderamente trágica: la propia Iglesia aceptaba como verdaderos los poderes de los brujos y magos, pero sostenía que estaban canalizados de mala manera, dado que el camino correcto para obtener beneficios de cualquier tipo de ser sobrenatural debía pasar inexorablemente por el clero de Dios. No importaba si la magia se practicaba para fines buenos o malos: los medios, absolutamente independientes de los que dictaminaba la Fe, eran signo claro de herejía, cosa que venía de lejos. Por eso, amablemente, el Éxodo XXII, 18 sugería:
No dejarás con vida a la bruja.
Pero comprobar que una bruja era efectivamente una bruja resultaba más difícil de lo esperado. Como las pruebas que la delataban eran inconsistentes, se inventaron evidencias ad hoc y se asignaron propiedades maléficas a determinadas cosas que, hasta entonces, habían sido perfectamente neutras. La creencia de que las hechiceras amamantaban a sus hijos con sangre o con un tercer pecho llevó a considerar cualquier malformación en el cuerpo en un determinante irrefutable de brujería. Ni hablar si, en la «escena del crimen», se encontraba algún inofensivo muñequito estilo vudú.
La primera condena formal a estas prácticas llegó en el siglo XII, cuando se incorporó al Corpus Juris Canonici un pasaje que repudiaba a
ciertas mujeres desamparadas, pervertidas por Satanás, que creen y confiesan cabalgar a lomos de ciertas bestias juntamente con la diosa Diana.
Según este texto, los actos de las brujas eran fantasías surgidas durante el sueño, y creer que fueran posibles durante la vigilia era herético. Más tarde la Iglesia cambiaría de opinión y empezaría a considerar aquellos actos no como producto de sueños sino tan reales como la Santísima Trinidad.
A mediados del siglo XV, la Iglesia no estaba del todo conforme con las labores inquisitoriales que se estaban practicando en algunos distritos. Muchos laicos e incluso algunos clérigos se negaban a dejar actuar libremente a los encargados de interrogar y asesinar brujas, con el sencillo argumento de que en sus provincias no se practicaban «esas enormidades». En ese contexto llegó la bula de Inocencio VIII, en 1448 (¡pleno Renacimiento y florecimiento del Humanismo!). En ella se establecía la primera definición oficial de la brujería y su clara asociación con la herejía y se designaba a dos inquisidores, Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, para que procedieran a la corrección, encarcelamiento y castigo «justos» de cualquier persona sin impedimento ni obstáculo algunos.
Kramer y Sprenger, dos estudiosos teólogos, se convertirían en fundamentales para la persecución luego de escribir lo que sería el manual más detallado y espeluznante de tortura, castigo y asesinato de las brujas: el Malleus Maleficarum (Martillo de las brujas) es un texto «erudito» publicado por primera vez en 1486 —otra vez, pleno Renacimiento— y aprobado unánimemente por los doctores de la facultad de teología de la Universidad de Colonia, Alemania. En él, Kramer y Sprenger detallan y analizan los hechizos que las brujas son capaces de practicar: el texto parece, hoy en día, una obra fantástica escrita por dos maniáticos homicidas, pero en su momento fue la justificación escrita incuestionable de la matanza que tendría lugar en los siglos XVI y XVII.
Los capítulos alternaban la pura crueldad con la imaginación perversa. En primer lugar, los inquisidores dejaban en claro que no creer en la brujería era signo inobjetable de herejía. Luego, explicaban cómo debía ser el procedimiento cuando se tenía un detenido: en primer lugar, se lo llevaba desnudo («si es mujer, ha sido desnudada ya por otra mujer intachable») a que viera los instrumentos de tortura para que, sin que se los aplicaran, confesara «libremente». Pero si la mujer, aterrada, confesaba, lejos de terminar, el infierno apenas comenzaba: la tortura duraría tanto cuanto se pudiera para que delatara a sus «compañeras de andanzas».
Si no confesaba, los suplicios eran cada vez más siniestros: se utilizaban tiras de azufre a las que se les prendía fuego sobre el cuerpo del acusado y toda clase de prácticas perversas, hasta que, cuando el condenado finalmente confesaba, era trasladado (en general en una camilla, porque no podía moverse por sus propios medios) a la pira, donde, si no se arrepentía de su confesión, se le concedía la gracia de ser estrangulado antes de quemado y se le exigía, antes de morir, que reconociera que la sentencia había sido precisa y el juicio, justo.
Lo cierto es que la persecución y quema de brujas se convirtió, más temprano que tarde, en un verdadero negocio para todas los que participaban en ella: el jugoso botín que representaba la confiscación de los bienes de ciertas brujas nobles no era para nada despreciable… muchas personas directamente vivían de la caza y quema de brujas, ya que era un trabajo muy bien pago: Matthew Hopkins, el joven inquisidor que lideró la masacre en Inglaterra entre 1645 y 1647, obtenía alrededor de treinta libras al día, cuando el salario medio era quinientas veces menor.
Pero es interesante ver la reacción de las clases ilustradas y de los científicos alrededor de esta siniestra manía persecutoria. Uno esperaría que el avance del racionalismo que se estaba dando en los siglos XV, XVI y especialmente en el XVII, hubiera producido una condena unánime, pero no fue así. Personajes ilustres, incluso con mentalidades amplias e inmersos en la revolución racionalista de esos tiempos, propugnaron la caza de brujas con la misma inusitada crueldad que los inquisidores más fanáticos.
Un buen ejemplo es Jean Bodin (1529-1596), un filósofo, político y jurista francés con ideas revolucionarias sobre la democracia, precursor de las teorías económicas de Adam Smith y de la idea del Estado moderno y la soberanía e impregnado de humanismo renacentista quien, lejos de pugnar por la tolerancia, se dedicó a cazar y torturar a cuanta bruja se le cruzara por el camino. En 1580, al final de su vida, Bodin escribió una obra propia, De la Démonomanie des sorciers, que tuvo diecisiete ediciones hasta 1603 y que es, si cabe, más perversa que el Malleus.
El prestigio del demonio
Pero sin embargo no faltaron quienes, desde la incipiente ciencia experimental, combatieron la caza de brujas, para lo cual, dicho sea de paso, había que tener mucho coraje. El más importante fue sin duda Johannes Weyer (1515-1588), un médico del siglo XVI que se había interesado desde temprano por las enfermedades mentales.
En 1564, en su libro De Praestigiis Daemonum (El prestigio del Demonio), Weyer negaba que la brujería fuera un fenómeno genuino y menos que menos una amenaza para el cristianismo. Exigía, como buen científico, pruebas tangibles, aduciendo que nadie había visto hasta entonces las reuniones de brujas con Satanás y que nadie había cabalgado por los aires en compañía de una bruja; frente a acusaciones concretas, como la de que cierta enfermedad del ganado estaba provocada por hechizos, sugería que, en vez de quemar a una pobre mujer en la hoguera, era más aconsejable una fumigación con sustancias aromáticas y azufre. Decía:
Los médicos desinformados y torpes atribuyen todas las enfermedades incurables, o todas las enfermedades cuyos remedios desconocen, a la brujería. Cuando hacen esto, hablan de la enfermedad del mismo modo que un ciego sobre el color. Cubren nuestra ignorancia de la medicina con el truco de los maleficios, siendo así que son ellos mismos los que los practican.
Según Weyer, las brujas no eran más que enfermas mentales. Para demostrarlo, investigó «experimentalmente» varios casos de brujería mostrando que no tenían base alguna, entre ellos uno de los episodios más famosos de posesión, el de las monjas de Colonia en 1564, en el que demostró claramente que las violentas convulsiones no eran provocadas por visiones religiosas o demoníacas sino por las «visitas» de ciertos caballeros cercanos al convento que les habían prodigado «atenciones especiales». Las monjas habían transformado (hoy diríamos: «sublimado») romances intensos en exaltación religiosa.
Weyer, como era de esperar, fue atacado por la Iglesia y por la propia corporación médica. Pero, para muchos historiadores de la medicina, es uno de los fundadores de la moderna psiquiatría; de hecho, es uno de los primeros en describir de manera racional varias alteraciones mentales, muchas de las cuales aún hoy en día son consideradas por la mitología popular (en general rural) como causadas por demonios, brujas y otras invenciones fantásticas.
Curiosamente, tal vez para protegerse de las embestidas de la Iglesia o para burlarse (o en una de ésas porque se lo creía), Weyer publicó también Pseudomonarchia Daemonum, un detallado catálogo de demonios y sus atributos en 1563. Según su inventario, hay exactamente 7.405.926 íncubos y súcubos divididos en 1.111 divisiones de 6.666 cada una.
El Prestigio del Demonio tuvo muchísima repercusión y varias ediciones, y fue, para su honor, colocado en el Index de libros prohibidos por la Iglesia. Pero francamente, más que su contribución a la psicopatología, nada desdeñable por cierto, resalta su ubicación en la línea humanitaria del humanismo y en la comprensión de la brutalidad a la que se sometía a cantidades espantosas de víctimas: los cálculos hablan de un número que va de 300.000 a un millón de asesinatos.
Los procesos de brujas, sin embargo, no se detuvieron y el genocidio se arrastró durante todo el siglo XVI, XVII y aun el muy racionalista siglo XVIII. Tengo el dato (no corroborado) de que la última bruja fue quemada en 1782.
Y aún hoy hay quienes se consideran brujos y brujas; delante de mí una de estas personas, en pleno siglo XXI, afirmó en un programa de televisión que era capaz de matar a una persona a la distancia. Le sugerí que me matara a mí, en vivo, lo cual hubiese representado un éxito de rating enorme y un evento único en la historia de los medios de comunicación. Pero se negó.
Los procesos culturales son lentos, lentísimos.