CAPÍTULO 11

Un sinuoso camino hacia la Revolución Científica

Tal vez se hayan dado cuenta de que, hasta ahora, hablando del Renacimiento, hice todo el esfuerzo posible por no nombrar a Aristóteles, lo cual me obligó a verdaderos malabarismos. Lo que pasaba es que estaba un poco cansado de verlo aparecer a cada rato, y supongo que ustedes también lo estarían. Y, de hecho, lo mismo les pasaba a los propios renacentistas. Pero ahora se vuelve imposible esquivarlo porque justamente lo que vamos a ver es cómo empezó a derrumbarse el universo que Él había inventado.

De todos modos, hay que decirlo, no deja de sorprender cómo la cultura y las ideas científicas (y filosóficas, y políticas) siguieron moviéndose al compás de los flujos y reflujos de Platón y Aristóteles: platonismo durante la patrística, aristotelismo en la escolástica, neoplatonismo en el Renacimiento…, todo sigue atado a los griegos y a las idas y venidas de las traducciones e introducciones de sus libros en el torrente de la cultura occidental. Recién después de Descartes y los filósofos del siglo XVII, y especialmente Galileo, la tradición se inventará un nuevo punto de partida y podrá olvidarse un poco de Platón y Aristóteles.

Intentaré, en estas páginas, agotar el Renacimiento —si es que tal cosa es posible, y es obvio que no lo es, pero yo soy incorregible— antes de exponer el Gran Tema que pienso dejar para el próximo capítulo: la teoría del movimiento, y el modo en que siguiendo su hilo y sus avatares se produjo la gigantesca revolución científica de los siglos XVI y XVII.

Empecemos, entonces, por uno de los acontecimientos políticos y religiosos fundamentales de la época: la Reforma.

La Reforma

El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero, un fraile católico formado en la tradición agustiniana, fijó en la puerta de la Catedral del Castillo de Wittenberg, del norte de Alemania, donde había una importante universidad, una lista de 95 tesis que atacaban muy duramente a la Iglesia Católica. Corrieron como reguero de pólvora gracias a la reproducción permitida por la recientemente creada imprenta e iniciaron una verdadera fractura de la cristiandad que se prolonga hasta hoy.

El tema central de las tesis, aquel que les daba su título, era la denuncia de las indulgencias, un invento no muy elegante del papado para hacerse de algunos dinerillos extra (bastantes, en realidad): a cambio de una cierta suma se perdonaban pecados o se reducía el tiempo de permanencia en el purgatorio. Una indulgencia era un pagaré extendido contra el paraíso.

Pero a nuestro personaje no le interesaban solamente las indulgencias: convencido, como lo habían estado los humanistas algún tiempo antes, de que entre el momento de los grandes textos clásicos (en su caso, el único texto a considerar era la Biblia) y su propia época había habido poco más que un rejunte de charlatanes que se habían ocupado de distorsionar la palabra autorizada, Lutero se propuso arrancar nuevamente desde cero, olvidar a los comentadores, romper con las instituciones y establecer un contacto más directo con Dios, lo cual sólo era posible, según creía, a través de la lectura del texto desnudo y literal: de hecho, proclamó la libre interpretación de la Biblia —que el catolicismo reservaba a la Iglesia y él mismo se encargó de traducirla al alemán—. Fue publicada finalmente en 1534 y la imprenta se encargó de multiplicar los ejemplares. Ahora, cada uno podía leerla por sí mismo sin intermediaciones. Y la verdad es que, existiendo la imprenta, era imposible mantener el secretismo bíblico, más acorde con el lento circular de los manuscritos.

Fue una bomba. Y no es que el asunto fuera del todo nuevo: en realidad, durante dos siglos se habían ido produciendo disidencias en el seno de la religión que la Iglesia a veces encuadraba en órdenes, como es el caso de los franciscanos, y a veces extirpaba por el simple expediente de la hoguera o del genocidio (como fue el caso de los cátaros y los albigenses). Pero en el siglo XVI el estado de tensión religiosa era ya insoslayable, y no se podía erradicarlo así como así (suponiendo que la masacre se considere algo «así como así»…).

Había razones políticas, religiosas y hasta sexuales, si se quiere, para que se produjera semejante cisma. Sexuales… sobre esto, me gustaría decir algunas palabras. La historia del celibato sacerdotal católico es bastante sinuosa y ambigua, por cierto, pero tiene una fecha de inicio precisa: en 1074 el papa Gregorio VII establece que toda persona que desea ser ordenada debe hacer primero un voto de celibato y, en 1123, el Concilio de Letrán decreta que los matrimonios clericales no son válidos e impone la exigencia del celibato para el sacerdocio. Lo que rara vez se dice es que esa prohibición, que tiene toda la apariencia de basarse en una pura consideración ética (a saber, que el sacerdote se dedique por entero a sus feligreses), fue una de las causas de que la Iglesia Católica accediera al inmenso poder que sabemos que tiene. La prohibición del celibato coincide con la consolidación del feudalismo europeo, y esto es muy importante porque la propiedad feudal, en principio, no era hereditaria, sino que era una concesión del supremo señor feudal, el rey o el emperador, que regresaba al rey al morir el feudatario. El señor feudal, a su vez, concedía partes de su feudo a sus propios vasallos, que podían repetir el esquema y así se formaba la pirámide. Pero, como es natural, el tiempo volvió costumbre que los hijos heredaran los feudos de los padres (lo cual se consiguió a veces con sangrientas rebeliones llamadas «de los valvasores», «vasallos de los vasallos»). Ahora bien: el concesionario de un feudo no necesariamente tenía que ser una persona (del mismo modo que el feudo no necesariamente tenía que ser tierra, y podía ser un derecho de mercado o de aduana), y podía ser un ente colectivo, por ejemplo, una ciudad. O una institución, como la Iglesia Católica, que fue el principal feudatario de Europa con un treinta por ciento, se calcula, de las tierras totales.

Así las cosas, no era del interés de la Iglesia que un obispo, vasallo a su vez del rey de Francia, intentara que sus hijos (que podían o no ser eclesiásticos) heredaran el obispado que era un feudo muy concreto, con inmensas cantidades de tierras. El celibato aseguraba la unidad feudal de la Iglesia y la conservación de sus enormes riquezas, que al morir cada feudatario, obispo, arzobispo o el mismo Papa, regresaban a la institución. El celibato garantizaba que la Iglesia estuviera a salvo de esos problemas y fuera Una e Indivisible.

El tema de las indulgencias fue el puntapié inicial, pero en verdad era sólo una pequeña muestra representativa de un problema gigantesco e imposible de invisibilizar para la época: el de la corrupción eclesiástica, manifestada en la venta de cargos eclesiásticos y en la vida principesca de obispos, arzobispos y grandes dignatarios, sin excluir al Papa, ­desde ya. Es lógico que una nueva doctrina que preconizaba la vuelta a la austeridad del cristianismo primitivo, y sus sencillos valores de ahorro y trabajo, tuviera éxito.

Es posible conjeturar que ese éxito también se debiera a los contactos entre algunos aspectos del luteranismo y el espíritu renacentista, fundamentalmente al deseo de renovación manifestado por ambos. El hombre de la nueva religión reformada participaba, de hecho, de algunas características del Renacimiento: no necesitaba conectarse con Dios por medio de un sistema general; no necesitaba que alguien le interpretara la revelación; podía leer por sí mismo. Pero al mismo tiempo es necesario aclarar que Lutero no fue para nada un humanista; por el contrario, pensaba que el trabajo que hacían los renacentistas con los textos antiguos no difería demasiado de lo que los propios humanistas les criticaban a sus antecesores medievales. Al mismo tiempo, creía que el destino del hombre estaba marcado desde el comienzo y que nada ni nadie podía modificarlo. Esto era muy poco renacentista, como es obvio.

Yo les dije que estaba un poco cansado de nombrar a Aristóteles… Fíjense lo harto que estaba Lutero:

¿Qué son las universidades? Hasta ahora no han sido instituidas para otra cosa que para ser «gimnasios de efebos y de la gloria griega» en los cuales se lleva una vida libertina, se estudia muy poco sobre la Sagrada Escritura y la fe cristiana, y el único que allí reina es el ciego e idólatra maestro Aristóteles, por encima incluso de Cristo. Mi consejo sería que los libros de Aristóteles, que hasta ahora han sido reputados como los mejores, sean abolidos junto con todos los demás que hablan de cosas naturales, porque en ellos no es posible aprender nada de las cosas naturales ni de las espirituales… como si no tuviéramos la Sagrada Escritura, gracias a la cual somos abundantemente instruidos en todas las cosas de las cuales Aristóteles no experimentó jamás ni el más mínimo barrunto.

Con esta crítica iba muchísimo más allá que el obispo Tempier, aquel que en 1277 había prohibido las tesis aristotélicas en la Universidad de París. Lo cierto es que a pesar de la pesada atmósfera teocrática reaccionaria que se impuso al principio en las comunidades protestantes (y sirva como ejemplo Calvino en Ginebra), con su carga de pecado y culpa, lectura literal de la Biblia, especulación sobre la gracia y la predestinación y las infaltables hogueras, la Reforma en la Iglesia mostraba que una revolución que lo trastrocara todo era posible. Pronto, y en otro terreno (aunque próximo, ahora que lo pienso, ya que ambos se ocupan del cielo), habría otra.

Quizá los habitantes de la época no lo percibían así, inmersos como estaban en las persecuciones y las devastadoras guerras religiosas; la Iglesia Romana, al comprender la seria amenaza que significaba el protestantismo en cualquiera de sus variantes, lanzó la Contrarreforma y fue tan implacable como sus adversarios.

En realidad, la Reforma tenía también profundas raíces políticas: reflejaba y era un síntoma de la delantera económica que estaban sacando las ciudades comerciales e industriales del norte de Europa (Gante, Brujas, Amsterdam), o reinos como Inglaterra (que terminó, tras muchas idas y vueltas, plegándose a la religión reformada, aunque en una particular versión inglesa), frente a las potencias italianas que monopolizaban el comercio del Mediterráneo, que justamente estaba empezando a decaer a favor del Atlántico, y aun a España, que derrochaba las enormes riquezas que recibía como producto del saqueo americano en guerras puramente dinásticas y religiosas, de tal modo que ese capital terminó yendo a parar a las ciudades flamencas y hanseáticas. Es perfectamente posible, por eso, que la Reforma no hiciera sino reflejar el nuevo espíritu capitalista —con sus ideales de austeridad, ahorro, trabajo— que florecía en el norte germánico de Europa; no encontramos, allí, el dispendio principesco de la corte papal o las signore italianas.

Pero este espíritu burgués nórdico, más allá de los desafueros doctrinales de un Lutero o un Calvino, es también un espíritu de pesas y medidas, de dinero, de aparatos y ganancias, republicano en muchos casos y opuesto a las persecuciones de la Contrarreforma, que permitió convertir al norte en un lugar donde encontraron refugio pensadores aun católicos, como Descartes, Huygens, Leibniz y muchos otros, sin hablar de la ciencia inglesa.

Como suele suceder, no hay un lazo claro entre la nueva religión reformada, liberadora de la Iglesia como institución, y la Revolución Científica que habría de venir, pero de alguna manera la proliferación de corrientes creaba la sensación de multiculturalismo y, como ya les dije, introducía la idea de una reforma radical en la teología y, por extensión, en las ideas científicas.

Dejemos por un rato este difícil tema (las relaciones entre el desarrollo de la ciencia y los movimientos profundos de la sociedad son siempre complejas) y veamos un poco la manera en que el Renacimiento se enfrentó a la naturaleza.

La gran cadena del ser

Ya hemos hablado en algún momento de los toscos intentos medievales de clasificar la creación mediante bestiarios y herbarios que tenían mucho más de fantástico que de científico. Y, sin embargo, no dije nada sobre la gran cadena del ser, una metáfora que pervivió con la tenacidad de los grandes sistemas griegos (acaso porque era de origen griego) y que obstaculizó durante siglos la comprensión del hombre de su propio lugar en la naturaleza. La visión de los renacentistas, de hecho, quedó encuadrada en la tradición de la gran cadena del ser, que era el marco general que se había heredado de la Edad Media.

¿En qué consistía esta «teoría»? En el ambiente culto europeo había consenso general de que el conjunto de los seres vivos estaba ordenado en una escala jerárquica, una cadena continua y sin agujeros, que iba desde los más bajos (que en ocasiones alcanzaban a los minerales) hasta los más complejos. La posición del hombre, por supuesto, era especial: era a la vez la meta y el producto final de la creación material y el centro de toda la escala de las criaturas. El hombre estaba en el ápice de la escala de los seres materiales y en la base de los seres espirituales.

La gran cadena del ser abarcaba a toda la Creación en un ascenso ininterrumpido desde los minerales, pasando por las plantas y su alma vegetativa, los animales y su alma sensitiva y el hombre con su alma racional, que funcionaba como centro, culminación y bisagra con las criaturas espirituales hasta las jerarquías angélicas (que el seudo-Dionisio Areopagita, en el siglo VI, había clasificado en nueve círculos angélicos, en sentido creciente: ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines). Y, tal vez lo más importante, esta cadena no admitía baches, ni eslabones perdidos (de hecho, es de ahí de donde viene la expresión «eslabón perdido»).

Esta posición intermedia del hombre traía algunos inconvenientes de identidad, como diría algo más tarde el poeta Alexander Pope (1688-1744):

Él permanece en medio, duda si actuar o descansar;

Duda si considerarse un dios o una bestia;

Duda si preferir su cuerpo o su mente.

Los renacentistas no podían evitar tener sus problemas con una cadena así: la asignación de un lugar fijo al hombre en la escala de los seres no era del todo cómoda para quienes, más bien, esperaban una plena libertad de acción. Acaso por eso La Oración sobre la dignidad del hombre del gran humanista Pico Della Mirandola, uno de los documentos más representativos de la época, ensayaba una reinterpretación de la cadena del ser para adecuarla al pensamiento renacentista: el hombre, ahora, se convierte en un eslabón móvil en esa estructura rígida. Según Pico, en el momento de la creación, Dios dijo:

Oh, Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado.

Este tema de la cadena del ser, sea en su versión medieval o en su versión aggiornata en beneficio de la movilidad del hombre, era un verdadero problema para los estudios biológicos, que se manifestaba seriamente cuando había que intentar encontrar los parecidos, por ejemplo, entre el hombre y una piedra. Es cierto que se recurría a los eslabones perdidos que eran, de algún modo, como los elementos de la tabla periódica que predijo Mendeleiev antes de que aparecieran, pero la multiplicación de huecos en la cadena resultaba poco creíble. Y planteaba, si se quiere, un problema teológico: si Dios había creado todas las plantas, animales y minerales, en seis días, y al mismo tiempo, ¿cómo se justificaban los casos notorios de falta de transición? ¿Por qué había huecos? La pregunta ya no podía responderse fácilmente diciendo que se trataba de un misterio en una época en la que se filtraba la idea de un mundo explicable por medio de la razón.

El desarrollo de las «ciencias de la naturaleza»

La cadena del ser había sido útil o funcional al menos en las épocas en que toda clasificación biológica se refería a herbarios y bestiarios más o menos fantásticos, ordenados por orden alfabético, o por necesidades de la farmacopea, pero la introducción de nuevas plantas americanas, y la necesidad de unificar las nomenclaturas de las diversas regiones de Europa, ahora conectadas por la imprenta, ponían en jaque el sistema entero y requerían nuevos estándares de clasificación. Lo que ocurría es que no se disponía de un criterio claro y rector, como sería la idea de especie más tarde, concepto que todavía era muy confuso en una época que ni siquiera separaba con total claridad los tres reinos: mineral, vegetal y animal.

Así y todo, hubiese sido raro que no se produjera ningún desarrollo, teniendo en cuenta que a cada rato aparecían nuevas especies americanas, y entre ellas el maíz, el tabaco y la papa, nada menos, que despertaban la curiosidad de todo el mundo. Acaso el más importante de los naturalistas haya sido Konrad Gesner (1516-1565), un autodidacta pobre y vagabundo nacido en el seno de una familia también pobre de Zurich. Este Gesner tenía cierta tendencia a la clasificación: entre 1545 y 1555, por ejemplo, se propuso compilar un catálogo de todos los escritos producidos en griego, latín y hebreo a lo largo de la historia de la humanidad, y llegó a los 1.800 autores. Pero lo más interesante es que, inspirado por algún pasaje de Plinio, Gesner intentó hacer con los animales lo mismo que había hecho con los textos clásicos: compilar en un solo trabajo un milenio y medio de historia, hacer un catálogo completo de todos los animales conocidos hasta el momento.

Su Historia Animalium es una gigantesca compilación, pero no deja de ser un híbrido: tiene bastante de los bestiarios medievales (tal vez la figura más extravagante sea una serpiente marina de 90 metros de largo) pero también novedades interesantes, como la primera descripción de la caza de una ballena. La obra de Gesner fue traducida al inglés y circuló mucho en el siglo XVII, convirtiéndose, si me perdonan el anacronismo, en un verdadero bestseller en el que, al lado de las ilustraciones de animales más precisas que se habían realizado hasta el momento, se discutía si el veneno de la Gorgona era emitido por el aliento o por los ojos.

Es difícil medir la importancia de la obra de Gesner y hasta hay quienes dicen que fue el padre de la zoología moderna. Sea como fuere, lo cierto es que testimoniaba una curiosidad inmensa por un campo en el que se presentaban novedades a cada rato y demostraba que el sistema de clasificación aristotélico era decididamente insuficiente e incompleto. De algún modo, puede decirse que inició un camino, o que retomó un camino, que habrían de seguir los grandes sistematizadores de la naturaleza.

Pero además, Gesner inauguró un nuevo concepto de la naturaleza: explícitamente señalaba que no constituía una amenaza, sino un entorno a explorar y disfrutar. Comprensiblemente, la naturaleza había sido, a lo largo de los siglos, reverenciada y temida como una fuerza poderosa y hostil. Terremotos, inundaciones, sequías, ciclones: las montañas (que más tarde serían el punto clave de la geología) eran lugares donde se instalaba el terror, y donde moraban trasgos, diablos y el mismo Demonio; eran el lugar de lo temible, como bien quedó documentado en los cuentos populares.

Pero Gesner se le animó a la naturaleza y no se conformó con las cosas escritas por sus antepasados: como sus colegas renacentistas, como el propio Petrarca, cuya carta sobre el ascenso al monte Ventoux es una especie de manifiesto del comienzo del Renacimiento, Gesner destacó la necesidad de internarse uno mismo en la naturaleza y extraer de allí las conclusiones:

Si deseáis ampliar vuestro campo de visión, dirigid la mirada a vuestro alrededor y contemplad todas las cosas que hay a lo largo y a lo ancho. En ningún otro lugar se encuentra tal variedad en tan reducido espacio como en una montaña.

Es decir, puro realismo y empirismo, que se vería reflejado también en otra de las «disciplinas» que comenzaba a desarrollarse por entonces: la mineralogía. El estudio de los minerales se apoyó en las Summas medievales sobre el tema, y los Lapidarius, en especial el de Alberto Magno (circa 1200-1280), que escribió De minerallibus et rebus metalliques libri quinque, reeditado en Colonia en 1569. Algunos «físicos» de la época, sin embargo, se especializaron, y así como el Renacimiento generó ingenieros, artilleros y exploradores naturales, generó también una lista de geólogos (o proto-geólogos, si ustedes quieren), y sus respectivos tratados, de los cuales el más importante es el De Re Metallica, de Georgius Agricola (1494-1555) en el cual se describen minuciosamente, gracias al trabajo realizado en las minas, algunos minerales y algunos procesos químicos como, por ejemplo, la separación del oro de la plata.

Agricola, un alquimista alemán, puede considerarse el primer minerólogo moderno y, también, un predecesor de la medicina y la higiene del trabajo, ya que catalogó las enfermedades de los mineros al pie del pozo, y denunció la frecuencia de los traumatismos, la senilidad precoz y la mortalidad prematura. Sólo se pueden imaginar con espanto las condiciones de trabajo en las minas, que, sin embargo, serían superadas en horror durante la primera fase de la revolución industrial.

Estos primeros mineralogistas integraban su historia en la historia universal, partiendo de las épocas de la Naturaleza marcadas por el Génesis, y reconocían, como los magos del Renacimiento, tres planos: el espiritual, el astral y el elemental.

El plano espiritual poblaba el interior de la Tierra de demonios y figuras mitológicas de toda laya, en general demoníacas, que manipulaban los minerales, como los Kobolts (que dieron su nombre al cobalto), o los Nicles, guardianes del níquel, entre muchos otros. El plano astral, que fue rechazado por Agricola, garantizaba la armonía entre el macro y el microcosmos, y describía la acción de los astros sobre la generación de los minerales, y las fuerzas cósmicas que regían la evolución de éstos en el seno de la Tierra (recordemos que Aristóteles atribuía el origen de los metales a la influencia del sol sobre los vapores subterráneos). Es interesante ver que aún hoy se atribuye a los metales y a las gemas poderes sanadores que se derivan de aquellas creencias… de hace mil años. Por último, en el plano elemental se incluía la acción de los cuatro elementos, pero si por una parte muchos recurrían a los viejos sistemas griegos, gente como Agricola o Palissy buscaba una explicación más natural. El primero, por ejemplo, no se quedó en Plinio u otros griegos, sino que hizo una clasificación de los terremotos en la que ya pueden reconocerse elementos actuales. También se ocupó de los volcanes, cuya universalidad había sido establecida por los viajeros, en especial los españoles, que habían soportado violentas erupciones en América, atribuidas, más o menos, a fuegos escondidos bajo tierra que una u otra causa hacía aflorar: estas teorías del fuego subterráneo perdurarían hasta que la geología se consolidara en el siglo XVII (y aún después).

Una curiosidad que no puedo resistirme a registrar aquí es que, por ese entonces, se produjeron también algunas de las más antiguas memorias sobre «tecnologías petrolíferas»: Pierre Belon (1517-1564) y el propio Agricola reconocieron que la nafta reemplazaba al aceite de las lámparas en Sicilia, en la India, en Etiopía, y que los campesinos de Sajonia la utilizaban para hacer marchas de antorchas nupciales.

Y después estaba el asunto de los fósiles, sobre los cuales la discusión era viejísima. Agricola restauró el significado original de la palabra, a saber, cualquier cosa que se extraiga de la tierra (del latín fossa). Ninguno de los minerólogos de entonces podía dejar de reconocer el parecido con elementos vivos, o por lo menos orgánicos, de muchos de ellos; algunos pensaban que se trataba de «peces petrificados», de animales sobrevivientes del Diluvio, o atribuían su existencia a causas más o menos legendarias o fantásticas, cuando no recurrían a la vieja historia de que eran «juegos de la naturaleza» que adoptaba curiosas formas.

Otros, sin embargo, como Leonardo, Bocaccio, Gesner y muchos más, reconocieron la verdadera naturaleza de los fósiles, que ya era conocida por los autores griegos pero que había sido olvidada, e incluso hubo quienes trataron de integrarlos en el sistema zoológico de la época (de todos modos pobre e incipiente). El tema se arrastraría trabajosamente, y era lógico: la todopoderosa gran cadena del ser, que no distinguía tajantemente entre lo orgánico y lo inorgánico sino que más bien enfatizaba la continuidad, no era de gran ayuda.

Lo que es evidente es que todas estas nuevas clasificaciones y avances, aunque respetando más o menos la cosmovisión tradicional, muestran un intento de reconstrucción del mundo mineral y natural con una marcada inclinación por el realismo aristotélico. Y esta inclinación al realismo golpearía en todos los campos: valga, como ejemplo, la medicina.

La lección de anatomía

La verdad es que la medicina no experimentó grandes desarrollos en este período (ya saben que, para mí, la medicina científica recién arranca en el siglo XIX), salvo quizá por la introducción de medicinas minerales o químicas por los paracelsianos, quienes dieron origen a una línea de pensamiento que ya les he mencionado: la de los iatroquímicos, escuela que sugería el uso de sustancias químicas para la curación de enfermedades y que, por lo tanto, polemizó fuertemente con los herboristas durante muchísimo tiempo. Hay que decir que estos iatroquímicos, si bien son considerados por algunos como los precursores de la medicina actual, usaban elementos tales como el mercurio de una manera temeraria e imprudente, por decirlo elegantemente.

Pero donde sí hubo un desarrollo importante fue en el terreno de la anatomía. Era lógico: la nueva percepción naturalista y la invención de la perspectiva, de la que ya les hablaré en un rato, conducían a un realismo pictórico desconocido en los siglos medievales y al que no iba a escapar el cuerpo humano, que podía ahora ser observado detenidamente gracias a las disecciones que se practicaban en las universidades (o de manera privada, cuando se podía obtener, por medios no del todo sanctos, algún cadáver).

Si admitimos —cosa bastante dudosa— que la medicina occidental está fundada en la anatomía, debemos prestar especial atención a la obra de Vesalio, creador, por así decirlo, del pensamiento anatómico en el sentido moderno, que consiste en el esfuerzo por explicar todos los fenómenos fisiológicos y patológicos en base a la forma interna del organismo, a relaciones estructurales conocidas y estudiadas por medio de la disección.

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LA LECCIÓN DE ANATOMÍA

Hasta el año 1300 no se diseccionaron cuerpos humanos con el fin de aprender anatomía (que en griego significa «cortar»; recordemos que «tomo» significa parte): hay que pensar que se trataba en cierto modo de una práctica repugnante; no habiendo refrigeración, había que hacerlo a las apuradas para adelantarse a la descomposición del cuerpo, y rara vez los médicos «universitarios» accedían a intervenir con sus propias manos: normalmente, la disección se limitaba a la lectura de Galeno por parte del profesor, mientras un barbero cirujano enterraba las manos en el barro (en el cuerpo, mejor dicho) y enseñaba los distintos rasgos descriptos en el texto. En caso de discrepancia, se optaba por lo que estaba escrito y se coincidía en que el cadáver estaba equivocado. Tan tarde como 1632, Rembrandt daba a conocer La lección de anatomía, un cuadro encargado por el gremio de los cirujanos en el que se retrataba una de las «clases públicas» que Nicolaes Tulp daba cuando, una vez al año, se le permitía diseccionar un cadáver, siempre y cuando fuera de un criminal ejecutado. Si se detienen en la imagen, verán que ninguno de los discípulos observa los músculos del brazo que están a la vista: ¡todos posan su mirada en el libro!

Acaso por el cambio de perspectiva que representó, si hubiera que fijar una fecha de inicio para el estudio anatómico moderno, esa fecha sería 1543, annus mirabilis porque no sólo vio la publicación del Humanis corporis fabrica de Vesalio sino, lo que es muchísimo más importante, del De revolutionibus orbium coelestium, el libro de Copérnico que habría de cambiar para siempre la cosmovisión occidental y que sería el puntapié inicial de la Revolución Científica. Pero ya tendremos tiempo de hablar de eso; centrémonos ahora en la fábrica corporal humana que describió Vesalio.

Vesalio (1514-1564) había recibido una excelente educación clásica en su Bruselas natal y más tarde había estudiado Medicina en París, Lovaina y Padua, en cuyo ambiente liberal se practicaba la disección humana desde hacía tiempo. Incluso se cuenta que los jueces retrasaban las ejecuciones para que los médicos pudieran acceder a los cadáveres en las mejores condiciones posibles.

El efecto de la experiencia directa, a partir de 1539, fue inmediato: durante su curso en Bolonia invocó la autopsia como única autoridad, haciendo a un lado la anatomía tradicional de Galeno (quien, según descubrió, no había hecho otra cosa que aplicar a la anatomía de los hombres sus observaciones zoológicas). Al mismo tiempo, añadió láminas a sus estudios, cosa que por cierto no se acostumbraba y que ahora se veía inmensamente facilitada por la imprenta.

Vesalio estaba frente a un desafío enorme: había que ajustar toda la anatomía de Galeno. En tres años, preparó el nuevo atlas del «microcosmos»: en más de setecientas páginas y con unas trescientas ilustraciones (hechas por alumnos de la escuela de Tiziano), nuestro autor describió íntegramente el cuerpo humano y obtuvo un éxito inmediato, aunque, como es de esperarse, fue duramente criticado por los galenistas. En especial por Jacobus Sylvius (1478-1555), que había sido su maestro, y que, aunque reconocidísimo como profesor, creía hasta tal punto en Galeno que, cuando encontraba alguna discrepancia entre lo que se veía y la descripción del gran médico griego, sostenía que el cuerpo humano debía haber cambiado desde aquellos tiempos remotos.

A pesar de los anacronismos de Sylvius, Vesalio fue el responsable de imponer dos ideas nuevas que serían claves para el desarrollo de la «medicina biológica»: por una parte, colocó a la anatomía como base de la medicina, cuestión atisbada también por Leonardo; por la otra, introdujo la importante innovación de agregar láminas a los textos, iniciando así la anatomía gráfica.

Pero más allá de todo el esfuerzo que Vesalio y sus discípulos hicieron para que arrancara la anatomía (en apenas medio siglo sus obras se impusieron en todas las universidades de Europa), no por ello la medicina ganó el estatus de disciplina científica. Acuérdense de que, cuando digo «científica», no necesariamente me refiero a una disciplina puramente especulativa sino a una en la cual las decisiones que se toman tengan sustento en alguna base teórica sólidamente establecida. Y la medicina real de esa época distaba mucho de tener una base sólida; por el contrario, seguía siendo puramente empírica, como podrán verificar a través del personaje que les voy a presentar ahora.

Pólvora y aceite hirviendo

Fue la invención de la pólvora, más que los descubrimientos anatómicos, lo que impulsó la cirugía en el programa renacentista: la guerra fue siempre un terreno fértil para esa práctica, que no recibió un impulso como el que Vesalio le dio a la anatomía, pero que no obstante tuvo su gran reformador.

Ya en el siglo XIII se encuentran indicaciones sobre mezclas de salitre, azufre y carbón (componentes de la pólvora) en escritos orientales y en otros de Roger Bacon, y se le atribuye a Alberto Magno una receta sobre pólvora explosiva, pero el uso efectivo de la pólvora para impulsar proyectiles se instrumentó recién en el siglo XIV: Petrarca ya conocía el uso de la artillería; alrededor de 1330 empiezan a aparecer indicios que hacen suponer que en las batallas se utilizaban verdaderas armas de fuego; en 1405 aparece un tratado de la guerra en el que se estudia el uso de bombardas y, lo que me resulta más interesante, una figura en la que un caballero sostiene un globo en forma de dragón. Lo notable es que, como se lee en el manuscrito, el dragón se mantenía elevado en el aire gracias al aire caliente que producía una pequeña lámpara que se introducía en su boca… ¡cuatrocientos años antes de los hermanos Montgolfier!

Así como Vesalio terminó siendo médico del emperador Carlos V, el rey de Francia, Francisco I, tuvo a su propio gran médico: Ambrosio Paré (1510-1590), el más grande cirujano del Renacimiento, famoso en toda Europa.

Empezó como barbero-cirujano hasta que viajó a París, abandonó los cortes de pelo, se sumergió en la cirugía y se alistó como cirujano militar de los ejércitos franceses, en guerra permanente. Estuvo treinta años desempeñándose en esa posición, de los cuales —ya viejo— dejó un detallado recuento en sus Viajes por países diversos (escrito, dicho sea de paso, para contestar al ataque dirigido contra él por el decano de la Universidad de París, una muestra de la rivalidad entre médicos y cirujanos). El decano no podía tolerar que un «simple barbero» estuviera escribiendo un libro que no sólo trataba sobre cirugía, sino sobre la plaga y otras enfermedades. Ambrosio le contestó con ironía, y su respuesta es interesante porque tiene un fuerte trasfondo epistemológico:

¿Quieres enseñarme cirugía tú, pequeño maestro, que nunca has salido de tu gabinete? La cirugía se aprende con los ojos y las manos. Tú, mi pequeño maestro, no sabes más que hablar y hablar en una cátedra.

Frente al saber teorético y libresco del «pequeño maestro», útil para otras cuestiones, Paré se posicionaba como portador de otro saber: el empírico, el que otorga la experiencia.

Vale la pena glosar algunos fragmentos de sus Viajes… que nos darán una visión de la medicina de la época. Veamos, por ejemplo, su primera experiencia en Turín, donde, afirma, encontró el camino del aprendizaje del arte de la cirugía:

En un establo donde pensábamos guardar nuestros caballos, encontramos cuatro soldados muertos y tres moribundos apoyados en la pared. No veían, ni oían, ni hablaban y sus ropas estaban quemadas por la pólvora. Mientras los contemplaba, sintiendo gran piedad por ellos, llegó un viejo soldado que me preguntó si había manera de curarlos. Yo dije que no, y entonces él se les acercó y les cortó la garganta. Le dije que era un villano: me contestó que él le pedía a Dios que, si se veía en una circunstancia igual, alguien hiciera lo mismo por él, y no lo dejara arrastrarse en la agonía y la miseria.

Y esta otra: el famosísimo médico y cirujano Giovanni Da Vigo (1450-1525) había sostenido la extraña y arbitraria teoría de que las heridas producidas por las armas de fuego estaban envenenadas, de manera que debían ser tratadas con aceite hirviente; además, en las amputaciones, para detener la hemorragia de las arterias, había prescripto el hierro candente, indicaciones corrientes entre los médicos en la primera mitad del siglo XVI.

Paré empezó a tratar a los heridos de guerra como se solía hacer en esos tiempos: quemando las heridas con aceite hirviendo. El problema es que pudo hacer eso hasta que se le terminó su provisión de aceite; a partir de ese momento, tuvo que aplicarles a los soldados cuyas partes heridas aún no habían sido puestas a freír un ungüento de huevo, aceite de rosas y trementina. Esa noche no pudo dormir, cuenta, temiendo que a la mañana fuera a encontrar a esos pacientes muertos. Pero, para su gran sorpresa, encontró que los que habían sido tratados con ungüento casi no sentían dolor, mientras que los que habían sido tratados con aceite hirviendo

tenían fiebre, un agudo dolor e hinchazón en sus heridas. Así descubrí que la pólvora no era un veneno.

Paré rechazaba la teoría basándose en una situación experimental y, en consecuencia, resolvía

no tratar nunca más cruelmente con aceite hirviendo a los heridos por armas.

La fuente fundamental, ahora, era la empiria y no la autoridad:

Así es como aprendí cómo tratar este tipo de enfermedades, no de los libros.

Al terminar la guerra con Alemania, escribía:

Regresé a París con un caballero cuya pierna había cortado, que me dijo que la había sacado barata, al no ser detenida la hemorragia mediante un hierro candente.

Y contaba de qué manera las ligaduras de arterias suplantaban al cauterio (el hierro candente para detener las hemorragias en las amputaciones). Es increíble, pero todavía en el siglo XIX se utilizaban las quemaduras con hierros al rojo para desinfectar las heridas; muy tarde en el siglo XIX, y antes de Pasteur, la mordedura de un perro rabioso se «curaba» aplicando un hierro al rojo sobre la herida… Y qué decir de las amputaciones, que se hacían con instrumentos verdaderamente estremecedores.

Es una práctica que hoy sólo se utiliza en situaciones extremísimas (y, desde ya, con otros métodos), pero las ciudades medievales y renacentistas, e incluso modernas, estaban repletas de mendigos a los que les faltaban piernas, brazos, ojos, que se amputaban por cualquier cosa. Esto sin contar, desde luego, las amputaciones «judiciales», que incluían cortes de orejas o narices, por ejemplo. Uno se alegra de vivir, médicamente hablando, en el siglo XXI.

Para ver hasta qué punto llegaba el empirismo de Paré, una historia más amable, de la época de su primera campaña: un muchacho se había quemado malamente en gran parte del cuerpo con aceite hirviendo. Paré se apresuró a dirigirse a la farmacia para retirar las acostumbradas sustancias refrescantes, y allí encontró a una vieja curandera, quien le aconsejó poner sobre las quemaduras cebollas cocidas con un poco de sal. Siguiendo su consejo, obtuvo la salvación del muchacho, lo cual demuestra que en épocas en que la medicina «científica» o «biológica» poco y nada podía hacer, era la medicina popular la que muchas veces tiraba un cable de salvación. Sin embargo, la cosa no era tan simple: Galeno había calificado a las cebollas como «calurosas», y, por lo tanto, no podían servir para curar una herida caliente. Paré, uomo senza lettere, no podía contradecir a Galeno así nomás, así que decidió que las cebollas eran calientes, sí, pero «en potencia», mientras que «en acto eran húmedas». Apenas una manipulación de la teoría para adecuarla a la contundente empiria.

Después de 1559, dejó las campañas y se estableció en París, donde conoció a Vesalio, enviado desde Bruselas por Felipe II de España, para tratar al rey Enrique II, gravemente herido en un ojo, a quien no pudieron salvar. Más tarde tuvo algunos problemas, como cuando el sucesor de Enrique, Francisco II, murió de una enfermedad del oído, y él fue acusado de verter en ese oído un veneno por orden de la Reina Madre, Catalina de Médici, que provenía de la Florencia de los venenos y las conspiraciones, justamente como hizo Claudio, el tío de Hamlet, con su hermano y padre del príncipe.

Se cuenta que el día de la terrible matanza de San Bartolomé, el 22 de agosto de 1572, en París, cuando los católicos pasaron a cuchillo a todos los protestantes que pudieron encontrar, el propio rey, entonces Carlos IX, le dio refugio en sus aposentos privados, ya que se lo creía hugonote (protestante). Puede ser verdad o no; tampoco se sabe si Paré era católico o protestante, lo cual no tiene la más mínima importancia, pero es una buena muestra de intolerancia renacentista.

Más allá de todos los errores y disparates, que fueron muchos, la medicina avanzaba (¿avanzaba?) por la vía observacional y realista. Así, persistía la división entre lo que hemos llamado «medicina biológica» y el «arte de curar»: la primera se acumulaba gracias a los esfuerzos de gente como Vesalio, pero el arte de curar se alimentaba de la empiria de gente como Paré. Los biólogos descubrían cosas, pero no sabían qué hacer con ellas (era una situación parecida a la de los médicos de Alejandría); sus teorías sobre el cuerpo seguían siendo fantásticas y, si conseguían «grandes curaciones», era simplemente porque tenían suerte, o porque aplicaban remedios inocuos (que permitían, en los casos en que esto era posible, que el cuerpo se curara a sí mismo; lo cual, al fin y al cabo, era un precepto del arte de curar hipocrático), o porque se apoyaban en la medicina popular. Allí donde intervenían supuestas razones fisiológicas, como en el caso de las sangrías, los hierros al rojo o el aceite hirviendo, los resultados solían ser catastróficos.

Si quieren tener una idea de la imagen que daban los médicos por aquel entonces (no tan lejano, por cierto), escuchen a Leonardo:

Procurad conservar la salud y lo conseguiréis en la medida en que os mantengáis apartados de los médicos, porque sus drogas constituyen una trampa de alquimia, que produce menos medicina que los libros que hay sobre ellas.

O al poeta español Quevedo (1580-1645), que narra las hazañas del pretendiente médico de Ángela de Mondragón:

Él es un médico honrado,

Por la gracia del Señor,

Que tiene muy buenas letras

en el cambio y el bolsón.

Quien os lo pintó cobarde

No lo conoce y mintió,

Que ha muerto más hombres vivos

Que mató el Cid campeador.

En entrando en una casa

Tiene tal reputación

Que luego dicen los niños:

«Dios perdone al que murió».

...............................................

No come por engordar,

Ni por el dulce sabor,

Sino por matar la hambre

Que es matar su inclinación.

.................................................

Casaos con él y jamás

De viuda tendréis pasión

Que nunca la misma muerte

Se oyó decir que murió.

Si lo hacéis, a Dios le ruego

Que gocéis con bendición;

Pero si no, que vos libre

De conocer al dotor.

Con eso me parece que queda más o menos claro en qué estado estaba la medicina renacentista. Abandonémosla por un rato y hablemos un poco de los conejos.

¿De los conejos?

Sí.

Conejos y ecuaciones

En algún momento mencioné a Fibonacci (1170-1250), que había nacido en el norte de África, viajado extensamente por el Islam y que en el siglo XIII contribuyó decisivamente a la introducción de los números arábigos, que simplificaron la notación y permitieron aligerar y llevar más fácilmente las contabilidades (habilidad cara a la burguesía creciente) aunque, de todos modos, convivieron mucho tiempo con la numeración romana, más pesada y difícil para los cálculos.

La cosa es que Fibonacci condensó todo el saber aritmético de su época en su Liber Abaci, en cuya tercera sección aparecen los conejos. El problema es el siguiente: un hombre pone una pareja de conejos en un lugar cerrado, ¿cuántos pares de conejos pueden crearse a partir de esa pareja inicial en un año, si cada mes cada pareja engendra una nueva pareja, que se hace fértil a partir del segundo mes? Resolviendo este problema, Fibonacci se encontró con una serie que describía la proliferación de los conejos: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34…

Noten que cada número es la suma de los dos precedentes. Lo curioso es que la serie de Fibonacci aparece en numerosos sectores de las matemáticas, y anche de la naturaleza misma (como por ejemplo la espiral de ciertos caracoles, las flores del girasol o las falanges de nuestros dedos) y tiene una serie de propiedades suculentas, de las cuales la no menos importante es que el cociente de dos términos consecutivos converge al famoso «número de oro» que fascinó a los renacentistas.

Además de esta curiosidad, Fibonacci, en su libro, encaraba las matemáticas con un sentido técnico operativo (renacentista avant la lettre, influido por las matemáticas árabes) y además exponía las cuestiones matemáticas en forma de problemas a resolver: ésta sería la forma en que los tratados de matemáticas funcionarían en adelante. Y aún más: los problemas y los desafíos saltarían de los libros y se convertirían (en especial durante el quattrocento) en verdaderos torneos públicos (se me ocurre que parecidos a las olimpíadas matemáticas de ahora) sobre la base de cuestiones propuestas, bastante difíciles por cierto. Estos torneos a veces asumían proporciones espectaculares, e intervenía en ellos un número enorme de personas completamente alejadas de la matemática, más interesadas en gozar del boato desplegado y de las peleas, a veces duras, entre los contendientes. Cuenta un cronista de la época que los torneos devenían a veces en verdaderas mascaradas: los partidarios de los dos bandos adversos marchaban hacia el lugar de la discusión con gran pompa, precedidos de heraldos y con gran despliegue de banderas; al vencedor se rendían luego los honores del triunfo, que a veces consistía en un premio en efectivo formado mediante el aporte de los concurrentes.

Y así, con el planteo público de desafíos que los matemáticos se hacían unos a otros, y la resolución pública, se fueron resolviendo los principales problemas algebraicos de la época, que consistían en encontrar la solución de ecuaciones cada vez más complejas.

La solución de la ecuación de primer grado, en la que la incógnita está elevada a la primera potencia (ax + b= 0), se conocía ya desde los tiempos de los babilónicos, y son ecuaciones que uno resuelve a cada momento en la vida diaria: si nos venden en oferta 6 objetos por una cantidad c, ¿qué precio estamos pagando por cada objeto?

6x=c

Diofanto y los matemáticos árabes ya habían resuelto la ecuación de segundo grado (en la que la incógnita aparece elevada al cuadrado): ax²+ bx + c = 0. En el transcurso del quattrocento se resolvieron las de tercero, gracias a Tartaglia (ax³+ bx² + cx + d = 0) y las de cuarto, gracias a Ferrari (ax⁴ + bx³ + cx² + dx + e = 0). Y ahí paró la cosa: no hubo esfuerzo que pudiera resolver la ecuación de quinto grado, que se transformó en un problema insoluble como la cuadratura del círculo, y que protagonizaría una trágica y romántica historia de amor y de muerte unos siglos más tarde.

Pero además de estas hazañas algebraicas, los matemáticos renacentistas desarrollaron y simplificaron la notación, lo cual también era parte del esquema técnico-operativo-experimental: se introdujeron los símbolos +, -, x, ÷ (de suma, resta, producto y división); poco a poco fueron aceptándose como «verdaderos» los números negativos y, en el álgebra de Bombelli (1572), se aceptan los imaginarios (es decir, las raíces cuadradas de los números negativos).

Al mismo tiempo que los métodos del álgebra se hacían más potentes, también, paralelamente, alcanzaban mayor fortaleza simbólica. En gran parte por la obra del matemático francés Viète (1540-1603) los símbolos algebraicos empezaron a pensarse de otra manera: una expresión como a+b dejaba de imaginarse sólo como una representación de números ausentes o desconocidos, para alcanzar el estatus de una expresión simbólica autónoma, con la cual era más que lícito operar. Es un cambio radical en la manera de tratar los objetos matemáticos y, así, el álgebra ganaba tanto en operatividad como en abstracción.

Les voy a poner un ejemplo para que se entienda esta cuestión. Uno puede hacer un gráfico de, digamos, la evolución de las temperaturas medias a lo largo del año y puede imaginarse esa curva simplemente como la relación entre fechas y temperaturas, pero también puede verla como curva, y analizar sus propiedades independientemente de las relaciones que represente. Bueno, algo así hizo Viète, dándoles a las letras del álgebra un valor simbólico propio, independiente del referente. El álgebra adquiría así su estructura abstracta, que tantos resultados daría.

También fue por esa época cuando apareció una formidable herramienta de cálculo, los logaritmos, que hasta hace poco fueron la pesadilla de los estudiantes secundarios pero que significaron un enorme alivio para quienes se veían obligados a realizar cálculos fastidiosos y difíciles: los logaritmos fueron la herramienta de cálculo más importante hasta la llegada de la calculadora de bolsillo y la regla de cálculo logarítmica puede considerarse una verdadera computadora (hoy abandonada).

Bueno, empezamos con una pareja de conejos, cuyos nombres, si es que los tenían, no registró la historia, y terminamos con los logaritmos. Y ahora vamos a hablar del descubrimiento geométrico más importante de la época: la perspectiva.

La primavera de Botticelli

El descubrimiento de la perspectiva, es decir, de la representación tridimensional sobre una superficie, se desarrolló a mediados del siglo XV, bajo la influencia del gran pintor Piero della Francesca, que la transformó de una mera técnica en una teoría matemática (o geométrica, mejor dicho).

La perspectiva no sólo renovó completamente el arte, produciendo algo irreductible a la representación medieval (y aún antigua, que tanto atraía a los humanistas), sino que reflejó las nuevas formas en que empezaban a percibirse dos intuiciones básicas: el espacio y el tiempo.

El espacio percibido por el hombre medieval suele ser, como el tiempo, despojado de medida, no métrico (ni geométrico, por supuesto); ya hemos charlado un poco sobre eso. Y se ve muy bien en los cuadros medievales o, mejor dicho, en los frescos, ya que el objeto «cuadro», tal como lo concebimos nosotros, como algo que se cuelga de la pared y que no forma parte de la pared misma, nace con el Renacimiento. El espacio pictórico está determinado por lo que ocurre adentro de los cuadros. El fenómeno, el tema pictórico, determina el espacio donde está ocurriendo. Fíjense en el cuadro de Giotto: el fondo, el volumen, está de alguna manera contorneando a las figuras, pero nada más.

Lo que ocurre allí es lo que podríamos llamar el fenómeno, la anécdota, el motivo del cuadro o el fresco, el hecho. Y el espacio no es autónomo, se cierra sobre el fenómeno, se adapta al fenómeno, no existe sino para él, no existe fuera de él; por su parte, la decoración es icónica: las plantas o animales son apenas signaturas que apoyan la anécdota religiosa.

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LA RESURRECCIÓN DE SAN LÁZARO, DE GIOTTO

Lázaro resucita: ése es el fenómeno. Pero ese fenómeno delimita el espacio: atrás no hay nada, hay un telón, en cierto modo convencional que envuelve lo que está ocurriendo. Del mismo modo, los personajes no tienen edad, son figuras a través de las cuales no transcurre el tiempo.

Pero el ascenso de la nueva vida ciudadana y burguesa impone un cambio porque predispone a la geometrización, y a la vida geométrica (comprendo que esta última expresión es una exageración mía, pero me gusta). La primavera, de Botticelli, uno de los cuadros más emblemáticos del quattrocento italiano, ya nos muestra un panorama por completo distinto al de la pintura medieval. Todo lo que ocurre en el cuadro, todos los «fenómenos» tienen un carácter simbólico: la escena representa un rito pagano, tan caro a los renacentistas. Los personajes (en general tomados de la realidad) están caracterizados como dioses griegos (Mercurio, Venus, las Gracias), casi desnudos y en su tamaño natural, y con un complejo simbolismo filosófico que requiere un hondo conocimiento de cultura renacentista para interpretarlo. Pero si miran las figuras van a ver que el trabajo ya no es icónico sino realista: un buen ejemplo es el rostro de Giuliano de Médici (hermano de Lorenzo el Magnífico), el personaje a la izquierda: es un verdadero retrato.

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LA PRIMAVERA, DE BOTICELLI

Botticelli no usa aquí plenamente la perspectiva, pero el fondo ya no es inerte y los detalles están tratados con mucho cuidado. Y el motivo del cuadro no es religioso sino humano, muy humano, aunque revestido con ropajes mitológicos y clásicos. Y no pretende ningún contenido moral: ese contenido moral está reemplazado por la búsqueda de la belleza de las formas per se, por la belleza misma.

En cambio, en el conocidísimo retrato del matrimonio Arnolfini (1434), de Jan van Eyck (1390-1441), el espacio está bien delimitado por la perspectiva: es una habitación en un lugar muy bien señalado. Pero al ser geométrico, también es previo: hay un escenario donde después (es un después ontológico; no quiere decir que la acción concreta se haya llevado a cabo después) el pintor coloca los sucesos. Podría haber puesto uno más o uno menos, sin modificar necesariamente el escenario.

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Aquí hay, además de espacio, tiempo percibido: los personajes tienen edad, se trata de un matrimonio burgués, cuya situación podemos ubicar en el tiempo. El Renacimiento, y más fuertemente aún el Barroco, transforman la idea de la precedencia del fenómeno sobre el espacio en una precedencia del espacio y, yo agregaría, el tiempo, sobre los fenómenos.

Vivir geométricamente: la silla vacía

Pero esa manera de ver y percibir el espacio (y el tiempo) es justamente la construcción de la gran Revolución Científica de los siglos XVI y XVII. Lo que hace esta última es agarrar todos los fenómenos de lo físico, todos los fenómenos del mundo y establecer: primero, están el espacio y el tiempo. Newton lo va a enunciar con toda claridad en sus Principios matemáticos de filosofía natural, de 1687, que son la piedra basal de toda la ciencia moderna: hay un espacio y ese espacio es anterior a todo. Antes que nada, antes de que ocurra el primer fenómeno, existe el universo y, dentro del universo, dentro del espacio, ocurren los fenómenos. El espacio es un receptáculo independiente y previo a lo que ocurra en él.

Así funciona en cierta medida nuestra percepción moderna: miramos una silla y no pensamos que la silla se constituye en tanto silla en el momento en que alguien se sienta en ella. La silla es previa, la silla para sentarse está allí, vacía, independientemente de que yo la use o no. En cambio, si percibiéramos el mundo como una playa y nos sentáramos en la arena, veríamos que la arena se adapta a «nuestro sentarnos», digamos, y se forma una especie de silla, pero esa silla sí empieza a existir después de que nos sentamos y en tanto nos sentamos. Y después de un tiempo, se borra. En esa playa, el espacio es plástico, se adapta al fenómeno, que en este caso es el acto de sentarse, y no hay silla independiente de ese fenómeno.

Hay un ejemplo muy claro de cómo funciona el manejo del espacio: el teatro. El teatro medieval y renacentista, en general, es un teatro itinerante: un grupo de juglares o actores recorre el mundo y, luego, en un determinado sitio, arma un tinglado y representa su obra. Cuando levantan todo y se van, no queda un escenario vacío, no queda nada, porque el espacio teatral sin fenómeno teatral carece de sentido. Pero en una obra moderna, el escenario puede quedar vacío, porque el espacio escénico es anterior al fenómeno escénico; los actores se ubican en ese espacio que ya estaba.

Lo mismo pensarán los científicos de la Revolución: lo que está ahí, en el mundo, está ahí. Los planetas están ahí, las estrellas están ahí, las plantas y los animales están ahí, aun las cosas más difíciles, más complicadas de interpretar, como la fuerza de gravitación, están ahí. Hay un realismo implícito y una objetividad metodológica; el mundo es el mundo y yo soy yo, yo y mis instrumentos de medición, que me permiten capturarlo.

La geometrización del espacio (y del tiempo) disuelve el espeso mundo medieval, borrando los «lugares naturales», borrando también las signaturas (que habían bajado a la tierra, transformándose en magia y acción) y, a la larga, borrando las diferencias entre cielo y tierra, entre macro y microcosmos, sometiendo a ambos a una geometría, a una teoría, y a una ontología únicas.

Porque, aunque resulte increíble, en medio de toda esta mezcolanza, que por momentos parece no tener ningún hilo conductor, que mezcla las excentricidades de Paracelso con la técnica (e incluso el hermetismo) de Leonardo, el humanismo con la caza de brujas, estaba naciendo un orden sólido, un orden que conduciría a una nueva etapa para el pensamiento científico, tan importante como lo fue la irrupción del pensamiento griego en el siglo VI a.C.