CAPÍTULO 13
El hombre que movió al mundo
Allá en Polonia, un tipo decía
que el Sol estaba quieto,
y la Tierra se movía.
Aunque no parecía.
Aunque el Sol cruzaba el cielo
cada día.
Aunque un pájaro volaba
muy lejos de su nido
y al volver no se perdía.
Tercamente decía
ese viejo,
que la Tierra se movía.
Y no sabía
que iniciaba un viaje a las estrellas,
adonde iba a llegar,
algún lejano día.
En marzo de 1543 salió de la imprenta de Petrius, especializada en ediciones de astronomía, en Nuremberg, un libro que haría época, y que podemos, de manera arbitraria como siempre en estos casos, poner como punto de partida de la Revolución Científica: Sobre las revoluciones de las esferas celestes, del astrónomo polaco Nicolás Copérnico, que se hallaba ya en su lecho de muerte (murió, efectivamente en mayo de ese mismo año y el cuento de que recibió un ejemplar en su lecho de muerte no debe ser más que una leyenda; de todas maneras, había perdido la conciencia desde muchas semanas antes). Y ese libro encerraba un mundo, un mundo que todavía no era pero que habría de ser, porque se ofrecía una solución nueva para uno de los más antiguos desafíos de la ciencia y la filosofía: comprender cómo funciona el cielo y cómo funciona el mundo y la estructura del universo.
Nada menos.
La revolución copernicana fue, como lo sería la Revolución Francesa dos siglos y medio más tarde, el derrocamiento de un viejo orden, y la trabajosa construcción de uno nuevo, con sus flujos y reflujos propios de las revoluciones, y sus sectores radicalizados y conservadores.
El mundo se transformó: se volvió enorme, frío y sin ningún tipo de refugio donde el hombre se pudiera sentir cómodo, o al menos un poco más importante (lo cual no es malo, desde ya), pero también se convirtió en un mundo que el ser humano puede comprender, manejar y pretende dominar.
El hombre, entonces, ya no es un signo más, aunque fuera central, en la cadena del ser: se corre, deja de considerarse el único objeto de la Creación, aunque, a la vez, comprueba que es la única criatura capaz de entender lo que verdaderamente ocurre. O por lo menos tiene posibilidades de acercarse.
La Tierra cambiará de lugar definitivamente, el espacio comenzará a resultar inhóspito y desaparecerá la inmensa construcción aristotélica y las ruedas tolemaicas que durante siglos habían girado junto a la humanidad. Dios comenzará a retirarse, a permanecer en las iglesias, y dejará de visitar tan asiduamente los centros de estudios.
El mundo emergerá como un gigantesco mecanismo que funciona sin propósito alguno, regido por leyes impersonales y precisas; se unificará, y de ser un puñado de sensaciones, se transformará en orden y medida, en dato y ley. Hasta Aquiles empezará a moverse más rápidamente; es más, los hombres de la Revolución Científica podrán pensar que alcanzará a la tortuga.
No es poco para un par de siglos.
La idea de Revolución Científica, a pesar de ser aún discutida, ha arraigado rotundamente en la historia de la ciencia y se refiere a un proceso muy complejo marcado por un cambio intelectual que se produjo en los siglos XVI y XVII y dio nacimiento a la ciencia moderna. Como siempre, uno puede poner el énfasis en los elementos de ruptura o de continuidad, es una simple cuestión de sistemas de referencia. En este caso, vamos a poner el énfasis en los cambios, porque me gusta la revolución científica y porque, al fin y al cabo, la idea de revolución, o por lo menos la idea de revolución consciente, es la idea moderna por excelencia, así como la idea de permanencia era la idea medieval por excelencia.
Los antiguos modos de pensar mostraron ser inadecuados e insatisfactorios, no sólo en astronomía sino también en anatomía y química, y en todas las ciencias particulares. Los hombres del Renacimiento —y Copérnico era un hombre del Renacimiento—, aunque sólo resolvieron algunos de los nuevos problemas planteados, al menos abrieron el camino para la solución de los restantes.
Así, pues, convencionalmente, hablaremos de la Revolución Científica y, un poco porque pertenecemos a una cultura del libro y otro poco porque nos gusta, vamos a situarla entre dos libros. Es una idea cándida, ingenua, pero respeta la veneración occidental por la idea del libro, por la cultura del libro, aunque, por supuesto, se trate de fechas y mojones arbitrarios.
Esos dos libros son Sobre las revoluciones de las esferas celestes, de Copérnico, de 1543 y los Principia (Philosophiae naturalis principia matematica), de Newton, de 1687. Con este último, la ciencia moderna, la que hoy conocemos como ciencia, está ya casi completamente delineada: es una ciencia madura, como aquella manzana que al caer —dice la leyenda— inspiró la ley de gravitación, esa ley de leyes, esa piedra de toque que organiza el cosmos; una ciencia madura con un programa completo, un programa que indica qué es lo que hay que hacer y cómo hay que hacer eso que hay que hacer, una ciencia con una ontología propia que cambia una vez más las cosas que existen en el mundo y que son objeto de la atención científica. En el mundo que se crea en los Principia, se da una respuesta nueva a la vieja pregunta, que desesperaba al viejo Parménides, sobre qué es «lo que hay».
La Revolución Científica empezó por la astronomía y era natural, hasta cierto punto, que la ruptura del sistema de ideas tanto de la Antigüedad como del Medioevo, que comprometería fatalmente todo el aparato aristotélico, comenzara por los cielos. Al fin y al cabo, era la disciplina más clara y acabada. La astronomía descriptiva había acumulado observaciones suficientes y desarrollado métodos matemáticos lo bastante finos como para permitir que las hipótesis pudieran formularse claramente y comprobarse numéricamente. También era objeto de un interés particular, tanto por su viejo empleo astrológico como por su nuevo uso en navegación (aunque está bastante claro que eso sólo no habría provocado un progreso tan radical), y por las necesidades de reforma del calendario, que ya estaba totalmente retrasado respecto de los tiempos astronómicos.
Y, por otra parte, era el ámbito del conocimiento (justamente por ser claro y acabado) donde se manifestaban más evidentemente las deficiencias de una ciencia que solamente pretendía «salvar las apariencias», como era el sistema tolemaico. La astronomía era lo más parecido a un laboratorio, donde los fenómenos aparecen destilados. Otras disciplinas vendrán detrás, alimentadas por la nueva forma de mirar al mundo, como le ocurrió, por ejemplo, a la química. El mundo mágico, simbólico y sólo a medias experimental del Renacimiento dará lugar, en apenas ciento cincuenta años, a un mundo casi totalmente mecánico.
En cierta forma, era natural que esto pasara: Occidente avanzaba, queriéndolo o no, y sabiéndolo o no, hacia un mundo cuantitativo, un mundo de ciudades, dinero y mercancías. Y en medio de toda esa efervescencia, Copérnico, el gran Copérnico, tuvo la audacia de sacar un ladrillo de la base que sostenía la enorme construcción que ya hemos visto. Ciento cincuenta años, nada más que ciento cincuenta años, tardaría en aparecer el gran libro de Newton y derrumbar definitivamente el edificio entero.
La astronomía en tiempos de Copérnico
A fines del siglo XV y principios del XVI, la astronomía seguía enredada en los dos grandes sistemas astronómicos de Aristóteles y de Tolomeo, pero la falta de precisión ya empezaba a resultar molesta y se manifestaba, entre otras cosas, en el atraso del calendario, que desembocaría en la reforma gregoriana de 1582.
Como sé lo fastidioso que resulta para el avisado lector volver atrás y buscar referencias anteriores, repasemos aquí brevemente lo que ya contamos: la astronomía que los griegos dejaron en herencia a Occidente.
En el siglo IV a.C. Platón exigía que todos los fenómenos celestes se explicaran como combinaciones de círculos y esferas, síntomas de la perfección, en lo que luego se conoció como «el mandato de Platón». En el marco de su concepción del mundo, describir los movimientos observables no importaba tanto como «salvar las apariencias», es decir, encontrar una combinación de esferas cualquiera que permitiera predecir los fenómenos celestes.
Cumpliendo ese «mandato», primero Eudoxo y luego Aristóteles imaginaron que los astros estaban fijos sobre esferas transparentes, todas ellas centradas en la Tierra (homocéntricas) con distintas inclinaciones y que, combinadas, describían el movimiento errático de los planetas, el Sol y la Luna. Todo el conjunto daba vueltas cada veinticuatro horas en torno de la Tierra. Aristóteles acumuló hasta 55 esferas; pero aún así, el sistema era bastante impreciso.
Había por entonces dos dificultades centrales para la astronomía. La primera era explicar los difíciles y en apariencia erráticos movimientos de los planetas, sobre todo sus retrogradaciones: cada tanto, los planetas parecían detenerse en el cielo, emprender una marcha hacia atrás, y luego retomar su camino. La segunda era el cambio de brillo que se observaba en los planetas, lo cual no podía sino explicarse por la variación de sus distancias a la Tierra (cosa en principio imposible si giraban en esferas alrededor de ella).
Pero si el sistema aristotélico era impreciso (entre otras cosas porque Aristóteles no era astrónomo, como él mismo lo admitía), no lo era el sistema tolemaico, la culminación de la astronomía griega. Claudio Tolomeo optó por un camino diferente del aristotélico para armar una descripción del mundo. En su Almagesto, resolvía las dos anomalías de la astronomía planetaria de una manera original. En primer lugar, el del movimiento retrógrado o en zigzag: supuso que los planetas se movían alrededor de la Tierra adosados a pequeñas esferas llamadas epiciclos, que a su vez tenían su centro sobre las esferas principales (deferentes). Al moverse epiciclo y deferente al mismo tiempo, se explicaba por qué se observaba que el planeta retrocedía, cuando en realidad sólo estaba completando el círculo de la esfera más pequeña. La combinación de ambos movimientos conseguía explicar los avances y retrocesos de los planetas en el cielo.
Ajustando el tamaño de los epiciclos o, si hacía falta, agregando epiciclos secundarios, Tolomeo daba cuenta de las observaciones mucho mejor que en el sistema de Aristóteles.
La segunda cuestión era el cambio de brillo de los planetas y el hecho de que se los viera moverse con velocidades diferentes. Para resolverlo, los planetas del sistema tolemaico no tenían como centro geométrico de sus órbitas perfectamente circulares a la Tierra sino al ecuante, un punto fuera de la Tierra, y giraban en torno de él con velocidad uniforme.
Si bien la Tierra estaba inmóvil, como en Aristóteles, el sistema no era estrictamente geocéntrico, ya que el centro de las órbitas estaba desplazado para explicar el cambio de brillo de los planetas. Matemáticamente funcionaba y predecía aceptablemente, pero tenía inconvenientes físicos, como por ejemplo que los epiciclos y las esferas desplazadas giraran alrededor de un punto en el que no había nada. Los epiciclos «salvaban las apariencias», es cierto, pero no eran demasiado convincentes para comprender «lo que ocurría realmente».
Por eso es lógico que, en los tiempos de Copérnico, el mecanismo tolemaico ya estuviera funcionando con dificultades después de cumplir servicios durante bastante más de un milenio. Y no se trataba solamente de su excesiva complejidad o de las dificultades que presentaba respecto de la física aristotélica: cuando los astrónomos Regiomontano y Peurbach, a fines del XV, revisaron las tablas de observaciones en vigencia, encontraron que había diferencias del orden de dos horas en los eclipses.
Y era también manifiesto el atraso que se había producido en el calendario: Julio César, en el 46 a.C. había impulsado una reforma que determinaba que la longitud del año era de 365 días y un cuarto (lo cual llevó a agregar un día al mes de febrero cada cuatro años). Pero la duración del año juliano era de once minutos más que el año astronómico real y esos once minutos se iban acumulando. Después de quince siglos, el desfasaje era de unos once días, de tal modo que la fecha de los equinoccios y solsticios, esenciales para que la Iglesia pudiera determinar la fecha de la Pascua, estaba notoriamente errada.
Cuando Copérnico estudiaba astronomía, en Cracovia, había una especie de esquizofrenia estelar: el modelo aristotélico de esferas homocéntricas lo enseñaban los naturalistas, más propensos a describir «la realidad», mientras que el de Tolomeo lo enseñaban los matemáticos, como un método de cálculo, que permitía predecir el curso de los planetas por el cielo, sin abrir juicios sobre su «realidad».
Copérnico comentará esta situación más tarde:
Unos usan sólo círculos homocéntricos; otros, excéntricos y epiciclos. Los que confían en los homocéntricos no pudieron deducir de ellos nada tan seguro que respondiera sin duda a los fenómenos. Mas los que pensaron en los excéntricos admitieron muchas cosas que parecen contravenir los primeros principios sobre la regularidad del movimiento.
Los ecuantes encerraban una idea para muchos absurda: un sistema construido partiendo de la idea de una Tierra inmóvil en el centro del mundo terminaba teniendo como centro otro lugar; u otros lugares, mejor dicho, dado que cada planeta tenía su propio ecuante. La verdad, era una manera bastante costosa de salvar las apariencias, y cuando el Papa León X invitó a Copérnico a participar de la reforma del calendario, declinó la oferta señalando que:
A los filósofos, que en otras cuestiones han estudiado tan cuidadosamente las cosas más minuciosas de ese orbe, no les consta ningún cálculo seguro sobre los movimientos de la máquina del mundo.
Y que:
Vemos que muchas cosas no coinciden con los movimientos que debían seguirse de su enseñanza (de Tolomeo), ni con algunos otros movimientos, descubiertos después, aún no conocidos para él. De ahí que, incluso Plutarco, cuando habla del giro anual del Sol, dice: hasta ahora, el movimiento de los astros ha vencido la pericia de los matemáticos. En efecto, tomando como ejemplo el año, han sido evidentemente tan diversas las opiniones, que incluso muchos han desesperado de poder encontrar un cálculo seguro sobre él.
Obviamente flotaba en el aire la necesidad de una reforma de la astronomía.
Gerolamo Fracastoro, esferas y medicina
En 1538, Gerolamo Fracastoro (1478-1553), que estudió en Bolonia en el mismo tiempo que Copérnico y que probablemente fue su amigo, propuso un sistema de 79 esferas homocéntricas que no hicieron sino complicar las cosas.
Ya que estamos, vamos a hablar un poquito de Fracastoro: si bien su sistema astronómico fue un fracaso, no alcanza con decir que fue un astrónomo fallido, nada de eso. Resultó ser una figura verdaderamente importante para la historia de la medicina por haberse enfrentado de manera decidida y con solidez teórica a una enfermedad nueva y desconocida: la sífilis. No es que las plagas y epidemias fueran desconocidas o faltaran, más bien todo lo contrario: formaban parte de la vida cotidiana, y todavía debía estar vivo el recuerdo de la peste negra (1347-1353), de la cual dejó testimonio Boccaccio en su Decamerón y que había producido la muerte de un tercio de la población europea, con consecuencias políticas y económicas inmensas, ya que la falta de trabajadores impulsó un alza persistente y secular de jornales. Es interesante comparar esta situación con las epidemias más recientes para ver todo lo que se ha avanzado en el control: basta pensar, por ejemplo, en las epidemias de gripe aviar o gripe porcina de los últimos años.
La cuestión es que la epidemia de sífilis se había extendido a partir del asedio de las tropas francesas a Nápoles, entre cuyos defensores había marineros regresados de América —aunque es casi seguro, no es absolutamente seguro que la enfermedad fuera de origen americano—: era traída y llevada por las prostitutas francesas que cruzaban el frente para satisfacer a uno y a otro bando (de ahí también la denominación de «mal francés»), lo cual derivó en una catarata de libros sobre el nuevo mal.
Entre ellos y en 1530 —el año en que se supone que Copérnico terminó De Revolutionibus, aunque no accedió a publicarlo hasta trece años más tarde—, Fracastoro dio a conocer un extenso poema épico en estilo virgiliano (Syphilis sive morbus gallicus, La sífilis o el mal francés) en el que se proponía narrar el origen mítico de la enfermedad. El héroe del poema, Syphilo, era un pastor del rey de Haití que encendía la ira del dios Apolo por erigir altares prohibidos en la montaña, y la respuesta del dios era la enfermedad de la sífilis. Aunque, por suerte, después el resto de los dioses se apiadaba (ustedes saben cómo son los dioses griegos: caprichosos, crueles, conventilleros y dicharacheros, que hacen y deshacen a piacere) y creaban «el amplio y frondoso árbol que vencería la fuerza del veneno». Más allá de ese «origen mítico», Fracastoro hacía una descripción completa de la sífilis —a la cual puso nombre— y puntualizaba los dos posibles tratamientos: el mercurio o el guayaco, «árbol milagroso».
Pero no terminó allí: en 1546, como resultado de sus investigaciones, publicó De contagione et contagiosis morbis, et eorum curatione (Sobre el contagio y las enfermedades contagiosas y su curación), un verdadero clásico de la historia de la medicina. Según decía allí, la transmisión infecciosa se debía a partículas imperceptibles e invisibles, seminaria (o semillas) que se reproducían y propagaban muy rápidamente y eran capaces de penetrar en el organismo e infectarlo de tres maneras distintas: por contagio directo, mediante vehículos, o infectándolo a distancia, como la viruela o la plaga. Reconocía la naturaleza venérea de la sífilis, aunque seguía sosteniendo —y aquí se ve su lado mágico renacentista— que las semillas de contagio podían surgir de emanaciones venenosas causadas por determinadas conjunciones planetarias.
Digamos de paso que los dos tratamientos que recomendaba eran malísimos: uno por mortífero (el mercurio, cuyo uso era alentado por Paracelso) y el otro por inocuo (la madera del guayaco). La verdad es que ninguno de los dos servía para nada. Bah, el mercurio, en realidad, sí: servía para que el enfermo se sintiera espantosamente mal, con vómitos, diarrea, dolor de cabeza y se muriera más temprano que tarde, no por la enfermedad sino por el tratamiento. De ahí el dicho sobre la sífilis: una noche con Venus, toda una vida con Mercurio.
Y nada mejor que esta referencia a Venus y Mercurio para devolvernos al cielo y las complicaciones de la astronomía planetaria.
La propuesta de Fracastoro y sus 79 esferas homocéntricas no fue la única. Un humanista aristotélico menor, Giovanni Battista Amici, en un librito de 1536, elaboró un engendro parecido aunque todavía más complicado. Años antes, en 1520, el astrónomo Celio Calcagnini, quien también, parece, fue amigo de Copérnico, había sugerido que se aceptara la rotación diurna de la Tierra, ya adelantada por Nicolás de Cusa.
Y así las cosas se iban acercando al punto crucial: el movimiento de la Tierra.
La rotación terrestre
Ya había, en ese entonces, todo un corpus de hipótesis sobre la rotación de la Tierra, y es posible que el maestro de Copérnico, Domenico de Novara, pensara en el asunto.
La rotación diurna de la Tierra había sido considerada por astrónomos de la Antigüedad y en el siglo XIV había sido estudiada con una inusual profundidad por Nicolás de Oresme, con quien nos hemos encontrado ya cuando hablábamos de la escuela de Oxford y sus gráficos representando el movimiento.
El estudio del asunto por parte de Oresme fue el más detallado y agudo realizado en el período que va desde los griegos a Copérnico. Analizó una a una las objeciones (también derivadas de la Antigüedad y consideradas por el propio Tolomeo) al movimiento de la Tierra y las refutó con una notable inteligencia teórica, a tal punto que sus respuestas habrían de ser utilizadas más de un siglo después por Copérnico y Giordano Bruno.
La primera objeción era que la experiencia mostraba claramente que era el cielo el que se movía, a lo que Oresme replicaba que este movimiento era relativo. Recuerden que una de las hipótesis fundamentales de la cosmología aristotélica era que debía haber un centro del universo, un punto fijo alrededor del cual giraran las esferas celestes y que, por lo tanto, el movimiento debía ser absoluto. Oresme argumentaba contra esto que las direcciones del espacio, el movimiento, la gravedad natural y la levedad, debían ser relativos.
Así, de la misma forma en que a la persona que está en un barco cualquier movimiento rectilíneo respecto del barco le parecerá rectilíneo, concluyó pues que es imposible demostrar, por cualquier observación, que los cielos se mueven con movimiento diario y que la Tierra no se mueve de esa forma.
La segunda objeción, un clásico en la historia de la ciencia, era que si la Tierra giraba de Oeste a Este, habría un fuerte viento en sentido contrario. Pero Oresme replicaba que el aire y el agua giraban solidariamente junto con la Tierra. Al mismo tiempo, decían los negadores del movimiento terrestre, si efectivamente la Tierra giraba, una piedra tirada hacia arriba no caería en el mismo punto en el que había sido arrojada sino un poco al Oeste, porque la Tierra se habría movido. Oresme contestaba que
la piedra se mueve muy rápidamente hacia el Este con el aire que atraviesa, y con la masa entera de la parte inferior del universo que se mueve con movimiento diario, y de este modo vuelve al lugar de donde partió.
Aquí hablaba casi de manera explícita de la composición de movimientos, prohibida por la física aristotélica pero que ya estaba empezando a ganar adeptos, como Alberto de Sajonia, en el otoño de la Edad Media.
A la objeción de que la rotación de la Tierra destruiría la astronomía, replicaba que todos los cálculos y tablas serían los mismos. Y con respecto a las dificultades con la Biblia, Oresme pensaba que ella se conformaba como podía al lenguaje humano, tal como quedaba demostrado cuando decía que Dios se arrepentía o se encolerizaba.
En definitiva: con la rotación de la Tierra se solucionaban muchos problemas y resultaba más perfecta y sencilla que cualquier otra alternativa. Y sin embargo, Oresme no dejaba de ser un hombre de su tiempo: después de repasar todos estos argumentos, afirmaba nuevamente su convicción geostática («de hecho nunca ha habido ni habrá sino un único universo corpóreo, y ese universo es el geostático») y minimizaba la enorme potencia de su proeza intelectual tildándola de mero juego:
Todos defienden —y yo lo creo— que los cielos se mueven y no la Tierra, porque Dios fijó la Tierra de forma que no se mueve… Y así, lo que he dicho por diversión puede adquirir de este modo un valor para confundir y poner a prueba a quienes quieren usar la razón para poner en cuestión nuestra fe.
Después de razonar luminosamente (aunque sobre el movimiento de rotación de la Tierra y no sobre su movimiento orbital, que no llegó a plantear, y que seguramente ni se le ocurrió), Oresme volvía al redil de la fe y al dogma bíblico que acababa de desmantelar. El problema es que, como comprendió muy bien, ninguno de sus argumentos probaba definitivamente que la Tierra se moviera (y ésta sería la tesis que mantendrá el cardenal Bellarmino durante el primer conflicto con Galileo).
La verdad es que el movimiento de la Tierra era difícil de aceptar así como así. No sólo era negado de manera cerrada por la física aristotélica, sino que desafiaba (y sigue desafiando) abiertamente la más elemental intuición, la percepción más simple y cotidiana.
Al mismo tiempo, el sistema tolemaico era resistente y, en cierto sentido, autoinmune, ya que llevaba en sí mismo las herramientas para solucionar cualquier problema que apareciera: si había que hacer una corrección, se agregaba una rueda extra al enorme engranaje y así el modelo se protegía de cualquier medición más precisa, aunque a costa de complicarlo más y más.
Y sobre todo corría con ventaja, porque no existía ningún otro sistema alternativo. De alguna manera, se había llegado a un callejón sin salida. La cosmología geostática, apuntalada por pivotes que empezaban a cansarse después de tanto tiempo, no daba para más o no daba para mucho más. Se estaba quedando anticuada para un mundo que empezaba a verse a sí mismo como joven y pujante.
Y bueno, es aquí, justo aquí, donde Copérnico toma al toro por las astas: arranca la Tierra del centro del mundo, pone allí al Sol y construye una nueva cosmología. Y con ese solo gesto pone en marcha una revolución científica destinada a replantear y cambiar todo lo que se sabía y se pensaba sobre todas las cosas.
En el siglo III antes de Cristo, Arquímedes, a propósito de las leyes de la palanca, había dicho: «Denme un punto de apoyo y moveré el mundo». Bueno, Copérnico lo hizo. Movió el mundo. Y sin ningún punto de apoyo. O sí: sólo su audacia y su genialidad.
Pequeños avatares de un gran científico
A principios del siglo XV, una buena parte de Polonia y Prusia estaba dominada por la temible Orden de los Caballeros Teutónicos, una horrible institución teológico-militar, semejante a los Templarios, que no ahorraba crímenes y brutalidades y que llegó a ser una de las principales potencias europeas durante el siglo XIII, en el cual fueron derrotados por las tropas rusas del príncipe Alejandro Nevsky (que no sólo salvaron a la ciudad de Novgorod, «el Gran Señor Novgorod», sino que inspiraron una magnífica película de Eisenstein, Alejandro Nevsky [1938] y una no menos magnífica cantata de Prokofiev).
Así como el príncipe Nevsky en 1242, el rey polaco Vladislav II los había derrotado en 1410, y un año más tarde los nobles y brutales caballeros se comprometían a un cese de hostilidades que duró poco, ya que en 1454 se inició una nueva guerra de trece años, que culminó con la firma, en 1466, del segundo tratado de Torum, mediante el cual Polonia se anexaba dos regiones: la Pomerania oriental y la diócesis de Varmia.
Y fue justamente en Torum donde, el 19 de febrero de 1473, nació Nicolás Copérnico, en el seno de una familia acomodada. Era hijo de Nicolás Kopernik (Copernicus es la versión latinizada, y Copérnico la castellanizada), comerciante en cobre (de ahí su apellido), que se había establecido allí a finales de la década de 1450, procedente de Cracovia.
Nicolás quedó huérfano cuando tenía diez años, al morir su padre, y pasó al cuidado de su tío Lucas Waczelrode, más tarde obispo de Varmia. A los 18 años, el mismo año en que Colón partía del Puerto de Palos (un puerto de morondanga, dicho sea de paso, del que tuvo que salir porque el resto de los puertos se hallaba colmado por judíos que estaban siendo infame y siniestramente expulsados de España, puesto que ese mismo día vencía el plazo fijado por Fernando e Isabel), a los 18 años, decía, marchó a la importante Universidad de Cracovia, entonces muy prestigiosa en Europa, donde permaneció cuatro años. Era allí donde, como contaba, se enseñaban las dos versiones de la astronomía: la «real» y la puramente matemática.
Pero a los 22 su tío lo mandó llamar: uno de los canónigos del capítulo de Frauenburg estaba a punto de morir, y por una curiosa reglamentación, si lo hacía en un mes par, el obispo designaba a su reemplazante (si no, lo designaba el Papa). El obispo Lucas quería el puesto para su sobrino, lo cual le aseguraría el sustento de por vida (lo que se llama, literalmente, una canonjía). Pero Nicolás no tuvo suerte: el canónigo se murió en septiembre, un mes impar, y se quedó sin su puesto. Mientras esperaba otra oportunidad, se fue a Italia, donde permaneció diez años.
Allí, siguiendo los pasos de su tío, se inscribió en la Universidad de Bolonia para estudiar filosofía, derecho, matemáticas, astronomía, griego y quizás un poco de pintura. Su profesor de astronomía fue Domenico Maria de Novara, astrónomo prestigiosísimo, a quien ayudó en tareas observacionales (unos años después, Rhetico —quien jugaría un papel importantísimo en la vida de Copérnico— dirá que «más que un alumno era un colaborador») como, por ejemplo, la observación del ocultamiento por parte de la Luna de la estrella Aldebarán, en la constelación de Tauro, que más tarde utilizaría en su gran obra.
En 1497 se murió otro de los canónigos del capítulo de Frauenburg, pero éste tuvo la gentileza de hacerlo en un mes par (agosto), con lo cual su tío pudo conseguir la canonjía. Sin embargo, Nicolás se quedó en Italia. En 1500 estuvo en Roma, donde según Rhetico dio conferencias sobre matemáticas (astronomía) ante un vasto público de estudiantes y un grupo de grandes hombres y expertos de esta rama del conocimiento. Aunque es difícil creerle a Rhetico al pie de la letra, ya que se supone que, como admirador incondicional de su maestro, tendería a exagerar cualquier detalle en su favor.
En 1501 vencía su permiso para ausentarse de Frauenburg, pero por lo visto Nicolás estaba decidido a prolongar su estancia italiana, así que regresó, consiguió una prórroga y se inscribió en la escuela de medicina, justamente renombrada, de la Universidad de Padua, donde estudiaría pocos años más tarde Vesalio. Sin embargo —y es muy extraño—, se graduó en Ferrara, en derecho. En cuanto a la medicina, aunque concluyó los estudios, no se graduó. En 1506, el «Doctor Nicholaus» volvió a Frauenburg y ya no volvió a viajar, salvo por cortos trayectos. En esa ciudad se comportó como un buen renacentista: incursionó en la teoría económica (enunciando lo que se conoce hoy como «Ley de Gresham»: la mala moneda reemplaza a la buena, a propósito de un proyecto de reforma monetaria) y, sin ser graduado, fue bastante apreciado como médico.
En 1514, el mismo año en que declinó la oferta del Papa para reformar el calendario, redactó una primera versión de su teoría llamada Commentariolus (Breve comentario), que no publicó pero hizo circular en forma manuscrita. Mientras, trabajaba en el manuscrito de De Revolutionibus, que terminó hacia 1530, aunque durante largos años no dio señales de querer publicarla.
Con la difusión del Commentariolus, la noticia de que el doctor Nicolás Copérnico estaba elaborando una teoría heliocéntrica del mundo se desparramaba lenta pero persistentemente, al tiempo que su fama crecía. En 1533, el propio papa Clemente VII se hizo explicar el nuevo sistema, y tres años más tarde recibió una carta del cardenal Von Schonberg, confidente del Papa siguiente, Pablo III (a quien dedicaría más tarde su libro), donde se lo instaba a divulgar su nueva teoría del universo, pero Copérnico no dio señales de hacerle caso.
Sin embargo, en 1539 recibió una visita inesperada: un joven y entusiasta profesor de matemáticas y astronomía de la Universidad de Wittenberg, Georg Joachim von Lauchen, cuyo apodo era Rheticus (por la ciudad en la que había nacido, Rhaetia), quería escuchar una versión del nuevo sistema de primera mano.
Rheticus no sólo era protestante, sino que procedía de la misma cuna del protestantismo, allí donde Lutero había publicado sus famosas tesis. También era allí donde el mismo Lutero había dicho que
Algunos han prestado atención a un astrólogo advenedizo que se esfuerza por demostrar que es la Tierra la que gira y no el cielo. Este loco anhela trastrocar por completo la ciencia de la astronomía, pero las Sagradas Escrituras nos enseñan que Josué ordenó al Sol, y no a la Tierra, que se detuviera.
Lo cual no fue, sin embargo, un inconveniente para obtener el permiso de viajar a una diócesis católica, con objeto de conocer a Copérnico, también católico. Rheticus se sumergió en el estudio del manuscrito de De Revolutionibus, y en diez semanas completó la Narratio Prima, un resumen del original que se publicó en Danzig un año más tarde, tuvo varias reediciones y una excelente recepción.
Rheticus, entonces, redobló su presión sobre su maestro para lograr que completara y publicara el dichoso libro. En 1542, el manuscrito estaba listo para la imprenta, de donde salió un año más tarde, en 1543. No se sabe si Copérnico llegó a ver el libro impreso, pues murió ese mismo año. Se cuenta que fue en su lecho de muerte, en 1543, que recibió un ejemplar del libro, pero de poco habría servido, ya que había perdido la conciencia hacía tiempo.
Sería lindo poner ahora: «y entonces empezó otra historia».
Pero no fue así.
O por lo menos, no fue del todo así.
El nuevo sistema
Probablemente fue en Italia donde Copérnico se convenció de que los problemas de la astronomía no tenían otra solución que un cambio radical hacia una teoría heliocéntrica y que no alcanzaba con introducir la rotación diurna, sino también el movimiento orbital, que ya era otro cantar. Buscó antecedentes de un modelo similar, y encontró que Cicerón hablaba de Hicetas de Siracusa (siglo V a.C.) y su convicción de que la Tierra se movía; se topó con que los pitagóricos ya lo habían postulado (aunque, como recordarán, el sistema de los pitagóricos como Filolao, no hacía que la Tierra girara en torno del Sol, sino que todos los cuerpos celestes, incluidos la Tierra y el Sol, giraran en torno de un «fuego central», en un sistema absolutamente fantasioso y sin fundamento observacional) y con que Heráclides Póntico (siglo IV a.C.) también había afirmado que la Tierra giraba.
Y así… empecé yo también a pensar que la Tierra se movía.
En cuanto a la teoría heliocéntrica en sí, hasta donde se sabe hoy, fue concebida por primera vez por Aristarco de Samos (320-250 a.C.), a quien curiosamente no nombra. Sobre este asunto tengo un curioso dato, que leí alguna vez y que no he podido después ubicar, pero lo cuento con todas las precauciones del caso: en el primer manuscrito del De Revolutionibus, Aristarco aparece tachado por mano del propio Copérnico. La memoria es falible, y puede ser que haya sido en alguna versión del Commentariolus (también puede ser una ilusión, un recuerdo falso), pero en cierto modo encaja, porque, dada la revisión de textos clásicos que hizo nuestro astrónomo, es realmente imposible que no hubiera leído sobre Aristarco. El misterio es por qué no lo puso como antecedente.
Sea como fuere, las ideas centrales del nuevo sistema aparecían en el primer libro de los seis que componen De Revolutionibus, aunque ya habían sido adelantadas en el Commentariolus y la Narratio Prima.
1) El centro de la Tierra no es el centro del universo, lo es solamente de la gravedad, y de la órbita de la Luna.
2) Todos los planetas se mueven alrededor del Sol como su centro y, por lo tanto, ése es el centro del universo.
3) La distancia de la Tierra al Sol es imperceptible frente a la altura del firmamento.
4) Lo que aparece como movimiento del firmamento no depende de un movimiento del firmamento mismo, sino del movimiento de la Tierra. La Tierra, junto con los elementos que están a su alrededor, cumple una rotación completa alrededor de sus polos en su movimiento diario, mientras el firmamento inmóvil y los cielos altísimos no experimentan variación alguna.
5) Lo que aparece como movimiento del Sol no deriva de un movimiento de éste, sino del movimiento de la Tierra y de nuestra esfera, con la cual giramos alrededor del Sol como todos los otros planetas. Además, la Tierra tiene más de un movimiento.
6) El aparente movimiento retrógrado y directo de los planetas no deriva de un movimiento de ellos sino del de la Tierra. Así, el movimiento de la Tierra por sí solo es suficiente para explicar tan diferentes desigualdades aparentes de los cielos.
Salvo por el «pequeño detalle» del movimiento de la Tierra, se explicaban de una manera relativamente sencilla muchos fenómenos.
• Por empezar, se explicaba el movimiento en zigzag o retrógrado de manera natural (y, digámoslo, realista) sin usar epiciclos. Puesto que la Tierra y el resto de los planetas se movían a velocidades diferentes, el movimiento retrógrado se debía al hecho de que a veces la Tierra se adelantaba y a veces se atrasaba respecto de ellos.
• Se explicaba también de manera natural que Mercurio y Venus siempre se observaran en las inmediaciones del Sol. Esto, que era una anomalía en el sistema tolemaico y se justificaba de una manera totalmente ad hoc y enrevesada, en el sistema copernicano es absolutamente lógico: se observaban siempre cerca del Sol porque, efectivamente, giraban más cerca del Sol que la Tierra.
• Además se podían —cosa que el sistema tolemaico no permitía, ya que estaba basado en ángulos— calcular las distancias de los planetas al Sol en función de la distancia de la Tierra al Sol y, de hecho, Copérnico dio una tabla completa y bastante exacta.
• Se determinaba con gran exactitud el tiempo necesario para que cada planeta diera una vuelta completa.
• Se liberaba a la astronomía de los dichosos ecuantes y, por lo tanto, de muchos dolores de cabeza.
• Los planetas se movían todos en torno de un mismo centro (el centro de la órbita de la Tierra), mientras que, en el sistema de Tolomeo, cada planeta tenía su órbita alrededor de su propio ecuante, que se calculaba independientemente de los demás.
Pero no todo era color de rosa en el sistema copernicano.
Las dificultades
No es verdad que el sistema copernicano apareciera de repente para explicar todo. Se podían hacer objeciones de todo tipo a la teoría de Copérnico, y algunas de ellas bastante serias.
Por empezar, era necesario comprender por qué funcionaba ese nuevo mecanismo de relojería ahora alrededor del Sol, cuál era el impulso que lo hacía mover. Estaba el primer motor de Aristóteles, pero no parecía un arreglo del todo convincente… ¿cómo hacía el primer motor para imprimir la rotación a la esfera de la Luna, centrada en la Tierra? Y además, el movimiento circular y perfecto, según Aristóteles, estaba reservado exclusivamente al cielo. Asignárselo a la Tierra era cometer un pecado de leso aristotelismo, ya que el estado natural de la Tierra era el reposo. La respuesta de Copérnico era que una esfera tendía por sí sola a girar…, ¿era convincente? Muy poco.
Después estaba el asunto de la composición de los planetas. Si la Tierra era «un planeta más»… ¿Marte también estaba hecho de rocas y no de éter? ¿Y las estrellas? ¿De qué material estaban hechas las estrellas? El éter comenzaba a resquebrajarse y la sagrada e intocable distinción entre espacio sublunar y supralunar estaba amenazada.
Y todavía había más cosas que aclarar. Por ejemplo, por qué una piedra caía hacia la Tierra si ya no era el centro del universo. Copérnico hizo algunos malabarismos: los cuerpos no caen hacia el centro del mundo, sostuvo, y la gravedad no es sino la tendencia natural de las partes de un todo que han sido separadas de ese todo, a volver a él.
Así, los cuerpos terrestres no intentaban al fin y al cabo acercarse al «centro del mundo» (el Sol) para descansar en él, sino que tendían hacia su «todo»: la Tierra. Tampoco ésta era lo que se dice una explicación muy convincente: ¿cómo sabía cada cuerpo cuál era su «todo»? Si tuviéramos en la mano un pedazo lunar y lo soltáramos, ¿saldría disparado hasta la Luna? Naturalmente, nadie planteó esto: era inconcebible aún la frase «tener en la mano un pedazo lunar». Los tiempos han cambiado…
Y, además, estaba la gravísima falta de observación de paralaje estelar, de la cual ya hemos hablado en algún momento: cuando un objeto se observa desde dos puntos diferentes, tiene que verse ligeramente corrido respecto del fondo por el cambio de perspectiva. Pero las estrellas, observadas desde los dos extremos de la órbita terrestre, no mostraban ningún tipo de paralaje.
Copérnico arguyó sensatamente que estaban demasiado lejos como para que el fenómeno fuera apreciable y agrandó el radio del universo a unos 2.000 radios terrestres, que son unos 12.400 millones de kilómetros. En realidad, nuestro amigo se quedó bastante corto, muy corto: es apenas un cuarto de la distancia entre el Sol y Mercurio, su planeta más cercano. Pero Copérnico no podía tener la más remota idea del tamaño del universo, aunque escribió que, «comparada con la distancia a las estrellas, la Tierra es como un punto». Copérnico tenía razón en que el problema de la ausencia de paralaje se debía a la distancia de las estrellas, pero su respuesta era puramente especulativa y con eso no alcanzaba.
El sistema conservaba muchos rasgos del anterior, lo cual no contribuye a hacérnoslo —ahora— simpático: sobre todo, se conservaban las esferas y, aunque la última de ellas dejaba de moverse, seguía siendo un caparazón que cerraba el universo. Así y todo, Copérnico parecía hacer algunos avances confusos hacia la idea del espacio infinito.
Pero dicen que fuera del cielo no hay ningún cuerpo, ni lugar, ni vacío, ni en absoluto nada por donde pueda extenderse el cielo. Pero si el cielo fuera infinito y sólo fuera finito en su concavidad interior, quizá con más fuerza se confirmaría que fuera del cielo no hay nada, puesto que cualquier cosa estaría en él, sea cual fuere la magnitud que ocupara, pero el cielo estaría inmóvil.
Es confuso, no hay duda, pero algo es.
Por otro lado, para cumplir con la exigencia de movimiento uniforme, se vio obligado, nuevamente, a descentrar las órbitas: el verdadero centro del sistema no estaba en el Sol sino en el centro de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, que no coincidía con el Sol propiamente dicho y que, por eso, se parecía bastante a los ecuantes tolemaicos.
Además, para ajustar el sistema y hacerlo más permeable a las observaciones, echó mano de las herramientas tradicionales: los epiciclos de los que justamente quería librarse. Al final se encontró con que necesitaba al menos 36 círculos para «salvar las apariencias»; no era una mejora decisiva (en la cantidad de círculos) respecto de los 40 promedio que se utilizaban en los sistemas que provenían de Tolomeo. Por supuesto, el problema era que las órbitas de los planetas no son circulares sino elípticas, pero hacía falta casi un siglo para que a alguien se le ocurriera semejante solución.
Para ganar cuatro esferas, habrán pensado muchos, y para toparnos con ecuantes disfrazados, no hacía falta reformar todo y armar tanto lío.
Por si fuera poco, Copérnico le agregó a la Tierra un tercer movimiento, el de trepidación, con el objeto de mantener el eje de rotación fijo, movimiento que, según se demostró, era inexistente, además de innecesario.
Y también estaba el asunto de la Luna: ¿por qué razón, entre todos los astros que giraban alrededor del Sol, sólo uno tenía la notable ocurrencia de hacerlo alrededor de la Tierra? ¿Y por qué la Tierra no la dejaba atrás en su raudo volar por el espacio?
Copérnico dejaba una multitud de problemas por resolver. Pero la marcha de la ciencia es así, y los científicos ensayan respuestas con los recursos que tienen a mano; no saben (o quizá sí saben) que más adelante, en el territorio que se atrevieron, con mejor o peor fortuna, a explorar, están las herramientas que permitirán prender el fuego mediante el golpe inteligente de dos piedras de sílex.
El prólogo fraguado
Por más que no explicara todo, que tuviera parches, y que conservara muchos rasgos que ya olían a rancio, el sistema heliocéntrico estaba ahí, completo y contundente. La nueva teoría era suficientemente audaz como para temer las iras religiosas. Sin embargo, la reacción eclesiástica fue mínima y aún menor entre los católicos que entre los protestantes. Lutero sí se horrorizó: ya vimos lo que dijo, y Melanchton, su brazo derecho, declaró que era una vergüenza y un verdadero escándalo presentar al público opiniones tan descabelladas.
Por el lado romano, sin embargo, no hubo problemas; al poder eclesiástico el libro no le pareció grave. Estaba dedicado al papa Pablo III y el propio Copérnico era canónigo y hombre de la Iglesia. Recién en 1616, casi ochenta años más tarde, la teoría heliocéntrica sería considerada herética y De Revolutionibus puesto en el Index de libros prohibidos. Todo esto gatillado por la propaganda que le estaba haciendo Galileo, y que llevó a su primer choque con el poder romano.
Pero había un pequeño detalle: en la edición de De Revolutionibus, y sin que Copérnico lo supiera, «se deslizó» un prólogo que presentaba al sistema como absolutamente especulativo y sin pretensiones de describir la realidad. El autor del fraude —como más tarde denunciaría Kepler— fue Osiander (1498-1552), un teólogo protestante de Wittenberg, que decía, entre otras cosas por el estilo:
No es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles. Alcanza con que provean un cálculo conforme a las observaciones. No son por fuerza verdaderas y ni siquiera probables. No se las expone para convencer a nadie de que sean verdaderas, sino tan sólo para facilitar el cálculo.
O sea: el sistema era simplemente ficcional, sólo un método de cálculo. Mientras no se creyera que la teoría heliocéntrica era «real», no habría problemas. Dicho sea de paso, esto me hace acordar un poco a la actitud de muchos científicos actuales, que bajo el argumento de que lo que postulan son «modelos» de la realidad evitan a toda costa emitir opinión sobre la realidad de esos modelos.
La verdad es que no hay que condenar de buenas a primeras al pobre Osiander, que probablemente obró de buena fe, ya fuera porque creía en lo que decía, ya porque trataba de proteger a Copérnico de los disgustos y problemas de enfrentar a la Iglesia, como más tarde comprobaría Galileo.
Pero basta con leer los primeros capítulos para comprender que Copérnico en ningún momento dudó de la «realidad» de su propuesta, aunque sabiendo que era por completo antiintuitiva. Establecía una cosmología radicalmente distanciada del sentido común: todo aquello que vemos con claridad es aparente y es sólo reflejo de otras cosas que sí son verdaderas. Lo verdadero es algo más profundo, que es tan real como las piedras. Es un realismo platónico-pitagórico, cuya inspiración explícitamente declaraba. Incluso, entre los argumentos para que el Sol estuviera en el centro, citaba fuentes herméticas como el propio Hermes Trismegisto:
Y en medio de todo permanece el Sol. Pues ¿quién en este bellísimo templo pondría esta lámpara en otro lugar mejor desde el que pudiera iluminar todo? Y no sin razón, unos le llaman «lámpara del mundo», otros «mente», otros «rector». Trismegisto le llamó «dios visible».
Éste es el único ejemplo en De Revolutionibus en que se incluye el mundo mágico-simbólico del Renacimiento.
El movimiento del Sol y de los cielos es aparente, solamente una ilusión, como el hecho de que la Tierra y el cielo se junten en el horizonte. ¡La Tierra se mueve contra todo lo que indican nuestros sentidos! Aquí queda marcada una de las características que tendrá la ciencia que surja de la Revolución Científica: se trata de una construcción contra la inducción ingenua, el sentido común y la experiencia sensible, por lo menos la inmediata, que Tartaglia ya había desechado al descreer de lo que decían los cañoneros sobre la trayectoria de las balas. El sentido común, por lo menos en su versión inmediata, engaña; la verdadera realidad está escondida bajo la complejidad de los fenómenos del mundo.
Pero entonces, para poder experimentar con esa verdadera realidad y con los verdaderos fenómenos, hace falta un lugar especial y donde los fenómenos profundos aparezcan destilados (como hará Galileo con sus bolas rodando por planos inclinados).
Y ese lugar será el laboratorio, un préstamo tomado de los alquimistas. Pero el laboratorio moderno no es, como el alquímico, un espacio donde se manifiestan las fuerzas místicas y herméticas que gobiernan la materia, sino un lugar donde reina la geometría pura y dura, y donde los fenómenos revelan su estructura matemática.
Aunque se propugne el método experimental, la vieja idea de que los sentidos engañan será más fuerte que nunca y el divorcio entre «lo que es» y «lo que se ve» alejará a la ciencia del público, fenómeno que se constata aún hoy, cinco siglos después.
El libro no fue un bestseller
Las revoluciones era un libro difícil. Tuvo una sola reedición y si bien no se lo leía mucho, tal vez por su complejidad, se sabía de su existencia y su influencia era grande. En 1551, Erasmus Reinhold (1511-1553), también de Wittenberg, recalculó las tablas astronómicas sobre la base de la teoría heliocéntrica, y publicó las Tablas Prusianas, que aunque tampoco eran demasiado precisas, se usaron para reformar el calendario en 1582 y seguían ampliando la brecha por la que fluía la Revolución Científica.
Algunos tomaron la teoría como un modelo matemático sin asidero físico, siguiendo el camino propuesto por Osiander, en lo que se llamó «la interpretación de Wittenberg», que volveremos a encontrar en pleno siglo XX cuando hablemos de la mecánica cuántica: una interpretación puramente instrumentalista, que no hace afirmaciones sobre la existencia de los términos postulados por la teoría.
Otros, en cambio, consideraban que Copérnico era «el nuevo Tolomeo», como el inglés Thomas Digges (1546-1596), que explicaba por qué a muchos les costaba aceptarlo: Puesto que el mundo ha arrastrado durante tanto tiempo la opinión de la estabilidad de la Tierra, la contraria tiene que resultar ahora muy inaccesible.
William Gilbert, iniciador del estudio del magnetismo, adhirió con fervor. Lo mismo que Giordano Bruno, que rompió con las esferas y proclamó un mundo infinito, donde las estrellas no eran sino soles lejanos y casi sin vestigios de metafísica, y que fue condenado a la hoguera y asesinado por la Inquisición en el año 1600.
Y aunque en todo el siglo XV prácticamente no se publicó ninguna obra en defensa del copernicanismo, hay un dato curioso: parece que se discutía popularmente en las calles de Florencia. En 1552 (apenas diez años después de la publicación), el escritor y satirista Antón Francesco Doni (1513-1574) escribió y publicó un interesante diálogo entre dos hombres del pueblo, que trata de cuestiones cosmológicas, y que muestra que el copernicanismo formaba parte de las conversaciones populares, que en las noches de verano sostenía la gente del popolo minuto, sentada en los mármoles de la catedral florentina.
Y también se difundía entre nuevas generaciones de astrónomos como Kepler o Galileo. En el proceso, el sistema se fue enriqueciendo y transformando, mientras se ajustaba para encontrar las respuestas que faltaban.
Elogio de Copérnico y despedida provisoria
El sistema que surgía de Las revoluciones no se había liberado del todo de los lastres de la astronomía tradicional. Copérnico conservó las esferas de cristal y sería Tycho Brahe quien rompería con esa limitación. Conservó el movimiento estrictamente circular que exigía Platón y sería la tarea de Kepler introducir las órbitas elípticas. No pudo dar una explicación totalmente convincente de por qué las cosas no salían volando por el aire al moverse la Tierra, y Galileo tuvo que tomarse el trabajo de encontrar una respuesta. En cierta forma, su obra fue un constructo, a veces algo forzado, y llevó los esfuerzos de un siglo y medio resolver las dificultades que planteaba.
Tampoco fue el primero en atribuir movimientos a la Tierra; ya lo habían hecho en la Antigüedad Aristarco de Samos o los pitagóricos Filolao y Heráclides Póntico. La rotación terrestre, por su parte, había sido propuesta, entre otros, por Nicolás de Cusa y analizada a fondo por Nicolás de Oresme.
Y sin embargo, fue él solo quien, pese a las imperfecciones, construyó el primer sistema heliocéntrico completo, coherente; quien movió al mundo de su lugar fosilizado en el centro del sistema, lo lanzó a través del espacio y armó, con todos sus errores y dificultades, una estructura coherente y tenaz, capaz de competir con Tolomeo. Fue él quien realizó un esfuerzo intelectual tan enorme, que el término «revolución copernicana» quedó acuñado para describir cualquier cambio de fondo en las concepciones del mundo.
No es posible pensar que Copérnico no comprendiera las consecuencias de la reforma que había emprendido, la cantidad de cosas establecidas con las que rompía, la manera en que alteraba la cosmovisión y la imposibilidad de una vuelta atrás. Tenía que sospechar que estaba sacando el ladrillo de abajo de la enorme construcción aristotélico-tolemaica. Y una vez hecho, era sólo cuestión de tiempo que el edificio entero se derrumbara.
La hazaña de Copérnico no fue solamente una revolución astronómica, sino una revolución filosófica y cultural. Mover a la Tierra es algo que trasciende lo puramente astronómico. Si la Tierra no está en el centro del mundo, tampoco se entiende por qué tiene que estar en el centro de la creación. Y si es un planeta como los demás, no se entiende por qué debería estar compuesta por elementos diferentes: los dos mundos (sublunar y supralunar), tan tajantemente separados durante dos mil años, empezaban a mezclarse.
Es interesante que en medio del humanismo, que trasladaba la atención del cielo a la tierra, Copérnico produjera un desplazamiento tan brutal de los intereses humanos en la lista de prioridades del universo.
Copérnico descentró al hombre, le dio una primera pauta de su poca importancia; una Tierra equivalente al resto de los planetas es una Tierra mucho más laica y secular. Copérnico nos hace ser lo que somos, seres perdidos en un universo tan vasto que no podemos siquiera imaginar, pero sí intentar comprender. Copérnico nos enseñó a todos que una revolución completa es posible, nos mostró el poder de la mente humana, capaz de dar vuelta de un saque dos mil años de tradición y ver más allá de lo que ven nuestros ojos. Copérnico está en la base misma de todas nuestras ideas sobre el mundo, es el pilar sobre el que se apoya la modernidad.
Su intento fue desmesurado, una utopía astronómica superior a sus fuerzas (y a las de la época), que necesitó ciento cincuenta años para concretarse. Dediquemos un admirado y cariñoso recuerdo a uno de los pensadores y científicos más grandes de la historia.