CAPÍTULO 16

El conflicto con la Iglesia

I. ESCENA INICIAL

Estamos en Roma, en una plaza frente al convento de los dominicos. De a poco van llegando artesanos, mercaderes, vendedores ambulantes, alguno que otro prelado. Suena, en el fondo, la pavana La Battaglia (que pueden escuchar poniendo simplemente «Pavana La Battaglia» en ­YouTube), que por momentos se confunde con las campanas que empiezan a doblar lentamente. Repentinamente se hace un silencio espectral y entran tres nobles romanos.

NOBLE 1: Se dice que Galileo está ante el Santo Oficio.

NOBLE 2: Nunca debió venir a Roma.

NOBLE 3: Lo obligaron, y mi alma se ensombrece; la luz de Italia se ve oculta por las nieblas de la religión.

NOBLE 1: ¡Silencio! En Roma las paredes oyen.

NOBLE 2: El Santo Oficio tiene ojos y oídos en todas partes.

NOBLE 3: El susurro se ha apoderado de las plazas y las calles.

La música sigue escuchándose de fondo. Entra un Juglar haciendo piruetas y se topa con el Relator, que ya ha tomado su posición. Los nobles, mientras tanto, escuchan.

RELATOR 1: Estamos a… ¿qué día es hoy?

JUGLAR: 22 de junio de 1633.

La música se torna más solemne.

RELATOR 1: Es verdad. Desde el amanecer me he estado preguntando qué ocurriría hoy. Toda Roma está pendiente.

JUGLAR: Y cómo no ha de estarlo.

RELATOR 1: Las campanas sonaron esta mañana recordando el evento.

JUGLAR: Sonido de bronce de las campanas, doblando por el señor Galileo.

RELATOR 1: En el subsuelo del Monasterio de los Dominicos está sesionando el tribunal de la Inquisición, el sagrado Tribunal del Santo Oficio, la organización creada por la Iglesia para vigilar por el estricto cumplimiento del dogma católico, para barrer la herejía.

JUGLAR: (Aparte) Siniestra institución.

RELATOR 1: Ha comparecido, una vez más, un hombre ya anciano, un viejo de espaldas vencidas, pero terco en su herejía.

JUGLAR: (Aparte) Un viejo de espaldas vencidas… habrase visto. Es un gran científico, conocido en toda Europa.

RELATOR 1: Viste, como corresponde, el hábito de los penitentes, de los que han osado desafiar a la Iglesia. Y el tribunal lo invita a renunciar a la absurda idea que sostiene.

JUGLAR: (Aparte) La intolerancia de siempre.

RELATOR 1: ¡Este hombre sostiene una idea ridícula, imposible! ¡Dice que la Tierra se mueve alrededor del Sol!

JUGLAR: Este relator no está muy informado.

RELATOR 1: El tribunal le mostró los instrumentos de tortura, y le sugirió —solamente le sugirió— que si no se retractaba sería quemado en la hoguera, como Giordano Bruno, hace 36 años.

Se oye, lejanamente, una voz que se va apagando.

VOZ DE GIORDANO BRUNO: Las estrellas son soles muy lejanos, de tal modo que cualquiera que estuviera allí, se creería en el centro del universo.

JUGLAR: ¡Vaya tribunal! ¡Y vaya relator!

Otra voz:

GALILEO: «Yo he sido declarado sospechoso de herejía, por haber sostenido y creído que el Sol es el centro del mundo y que permanece inmóvil y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, con el fin de apartar de la mente de todos los cristianos fieles esta fundada sospecha levantada en mi contra con justicia, maldigo y reniego de mis errores y herejías. Y juro que en el futuro no diré jamás cosas tales que puedan hacer recaer sobre mí sospechas similares…»

JUGLAR: ¿Qué dicen ustedes? ¿Hizo bien en retractarse?

RELATOR 1: Finalmente, Galileo admitió que se había equivocado y que la Tierra está absolutamente inmóvil.

JUGLAR: Pero según cuenta la leyenda, luego de retractarse, aun de rodillas ante los inquisidores, murmuró: «Y sin embargo se mueve».

Es una leyenda,

inventada siglos después.

Pero igual vale

¿No creen ustedes?

«Digo que la Tierra está quieta,

juro que lo creo,

y sin embargo se mueve».

¿No habrían hecho lo mismo?

NOBLE 1: La Tierra se mueve alrededor del Sol.

NOBLE 2: Yo he adherido al sistema de Copérnico.

NOBLE 3: He mirado a través del telescopio del señor Galileo, y he visto cuatro lunas girar alrededor de Júpiter.

GALILEO: ¡Y sin embargo se mueve! ¡Pese a quien le pese, la Tierra está en continuo movimiento!

RELATOR 1: (Se pone más solemne) Un poco terco el hombre. Íbamos a contar la historia de Galileo Galilei, el hombre que ustedes han visto retractarse de sus falsas ideas. Pero si dijo eso… habrá que tomar medidas.

JUGLAR: No me gusta este relator. ¿No habrá otro?

Entra el Relator 2. Se lo ve agotado, exhausto.

RELATOR 2 (al Juglar): He venido de Venecia a todo correr de mi caballo, pero me han detenido los guardias de los Estados Pontificios en la frontera. Me han hecho mil preguntas y me he arreglado para responderlas sin despertar sospechas. Por eso llego tarde. ¿Qué pasa?

JUGLAR: (lo mira con desconfianza) ¿Quién es usted?

RELATOR 2: Un relator apropiado para estos duros tiempos que corren.

JUGLAR: (desconfiado) Mmmm, no me fío de usted, grandísima… Señoría. ¿Viene usted de Venecia? ¿No será que lo envía el Vaticano?

RELATOR 2: ¿El Vaticano? Escuchen eso. ¡El Vaticano! Aquí están mis pasaportes que acreditan que he venido desde la República de Venecia. Y si no me creéis, escuchad: (rápido) Galileo es un héroe de la ciencia, el modelo a imitar cuando se intenta describir el trabajo de los científicos. Su obra es inmensa, y con él nació la astronomía moderna. Su mayor logro, quizás, es haber impulsado el final del vínculo entre la ciencia y la teología. Ubicó cada cosa en su lugar.

JUGLAR: Cada cosa en su lugar, cada cosa en su lugar… Me gusta este relator… a ver… a ver… ¿qué es eso?

RELATOR 2: «En cuestiones científicas, la autoridad de la opinión de mil hombres no vale ni por un destello de razón de uno solo». «El libro de la Naturaleza está escrito en caracteres matemáticos».

RELATOR 2: Galileo pidió que la religión se ocupara de cómo se va al cielo y no de cómo va el cielo.

JUGLAR: ¡Eso estuvo bien dicho!

El RELATOR 1, que ha presenciado todo este diálogo, va a quejarse al Gran Inquisidor y a denunciar al RELATOR 2. Le dice cosas al oído. Los inquisidores comentan.

INQUISIDOR 1: Esto es imposible.

INQUISIDOR 2: Terrible.

INQUISIDOR 3: Abominable.

RELATOR 1: (sigue y dice algo con voz pomposa): Yo digo las cosas como son.

INQUISIDOR 1: ¡Muy bien!

RELATOR 1: (estúpido) Yo digo las cosas como las pienso.

INQUISIDOR 1: ¡Horror! Nadie debe pensar.

INQUISIDOR 2: ¡Herejía! Nadie debe pensar por sí mismo.

INQUISIDOR 3: ¡Blasfemia! Nadie debe pensar sin que nosotros vigilemos sus pensamientos.

INQUISIDOR 1: ¡Tortúrenlo!

INQUISIDOR 2: ¡Mátenlo!

INQUISIDOR 3: ¡Quémenlo!

JUGLAR: Así le pagan su fidelidad.

INQUISIDOR 1: Manos a la obra.

Se levantan y se disponen a hacerlo. Un inquisidor se acerca al RELATOR 1 con una antorcha para quemarlo. El RELATOR1 huye.

RELATOR 2: Los inquisidores siempre quieren matar, torturar y quemar. Y aun así no consiguen nada.

JUGLAR: Guarden su fuego y torturas

los inquisidores,

que de pensar como quieran y de decir lo que quieran

nacieron libres los hombres.

Guarden su fuego y torturas,

que nacen libres los hombres.

INQUISIDOR 1: Huyó.

INQUISIDOR 2: Le temió al fuego purificador.

INQUISIDOR 3: Nos hemos quedado sin relator.

INQUISIDOR 1: Pero ¿qué nos importa? Galileo se retractó. Hemos logrado lo que queríamos. Hoy es 22 de junio de 1633, y la historia nos lo agradecerá siempre.

INQUISIDOR 2: Siempre nos lo agradecerá.

INQUISIDOR 3: Seremos venerados y respetados como héroes.

JUGLAR: Eso se llama tener visión… (Los inquisidores se retiran satisfechos. El Juglar hace una reverencia) Salud, siniestros señores.

Vuelve a sonar la pavana La Battaglia y las fanfarrias del principio. Los inquisidores se retiran. En la calle se ha juntado mucha gente.

NOBLE 1: ¡Galileo se ha retractado!

NOBLE 2: ¡Se ha retractado! Pero no por ello la Tierra dejará de moverse.

NOBLE 3: Estos siniestros personajes no podrán detener el triunfo irresistible de la ciencia y el maravilloso sistema de Copérnico.

Cada vez suena más fuerte la pavana. Se vuelven a ver las caras de los inquisidores: ahora caminan entre la multitud, que se aparta a su paso con miedo. Los inquisidores bendicen al público reunido. La gente comenta que se retractó. Se oyen murmullos: «Que nadie diga que la Tierra se mueve alrededor del Sol. ¡Que nadie lo diga ya más!». El juglar se mezcla con la multitud y se acerca a los tres nobles. Por la puerta del convento se lo ve salir a Galileo, vencido. Se detiene en la puerta y mira hacia la plaza. Todos lo miran a él, menos los inquisidores. Vuelven a doblar las campanas lentamente. La gente empieza a arrodillarse, y los inquisidores les imparten la bendición. Al pasar los inquisidores junto a los tres nobles, éstos se arrodillan. El juglar se queda ostensiblemente de pie. Ahora está todo el mundo de rodillas, excepto el juglar.

JUGLAR: Guarden su fuego y torturas

los inquisidores,

que de pensar como quieran

y de decir lo que quieran

nacieron libres los hombres.

Guarden su fuego y torturas

y guarden sus bendiciones,

que de decir lo que quieran

nacieron libres los hombres.

Los inquisidores, que están saliendo, se detienen y lo miran fijamente. Siguen doblando las campanas y suena más fuerte que nunca la pavana, mientras las palabras del Juglar se pierden en la música.

II. EL PRIMER CONFLICTO

Ya lo vimos en el capítulo anterior: 1609 significó un quiebre radical tanto para la vida del protagonista de nuestra historia como para la ciencia occidental. Ese año, Galileo dirigió el telescopio al cielo y vio lo que nunca nadie había visto. No era menor, puesto que muchas de las cosas que vio eran más que suficientes para poner en cuestión varios de los puntos centrales de la doctrina cosmológica aceptada por la Iglesia. Sin embargo, a raíz de su éxito en Roma de 1611 (recordemos que sus resultados observacionales fueron aceptados por una comisión de expertos nombrados por el mismísimo Bellarmino), y aunque todavía era precavido con respecto a lo que enviaba a la imprenta, Galileo se sintió libre de hablar más abiertamente sobre las ideas copernicanas. Ideas que, por supuesto, manifestaba desde bastante antes de decidirse a hacerlas públicas, como queda claro en una carta enviada a la Gran Duquesa Cristina Lorena de Toscana:

En las discusiones sobre fenómenos naturales, no debemos partir de la autoridad de los pasajes bíblicos, sino de la experiencia sensorial y de las necesarias demostraciones.

Lo cierto es que el copernicanismo galileano se fue haciendo cada vez más fuerte. Y no sólo eso, sino que al tiempo que se iba convirtiendo en uno de los más renombrados defensores del nuevo sistema, nuestro protagonista polemizaba y acumulaba enemigos. En 1613 escribió un pequeño libro sobre las manchas solares, publicado por la Accademia dei Lincei, en el que se atribuía la prioridad del descubrimiento, lo cual derivó en una enconada disputa con el astrónomo jesuita Christopher Scheiner, quien afirmaba haberlas visto antes que Galileo. Es posible que Scheiner tuviera razón: de hecho, el inglés Thomas Harriott y el holandés Johann Fabricius se habían adelantado a ambos en este descubrimiento.

En un apéndice a ese mismo libro aparecían afirmaciones claras y sin ambigüedades basadas en la teoría copernicana, en las que utilizaba el ejemplo de las lunas de Júpiter para justificar su alegato. Las críticas contra Galileo empezaban a aparecer y a multiplicarse. Su copernicanismo ya era lo suficientemente escandaloso, pero, para colmo, se le iban encontrando más «delitos» graves, como ser amigo del herético veneciano Paolo Sarpi (quien, recuerden, había sido un defensor convencido y tenaz de Venecia en el conflicto con la Iglesia de Pablo V y publicaba escritos terriblemente críticos contra Roma), o cartearse con Kepler, un astrónomo protestante, o admirar a Gilbert, otro malvado hereje inglés, copernicano además, autor de un magnífico libro sobre el magnetismo del que nos habremos de ocupar.

Copernicano, amigo de protestantes y herejes, cuestionador de los jesuitas: los cargos se iban superponiendo mientras Galileo, tenaz, insistía en que la teología no interfiriera con la ciencia y que la «autoridad» de la Biblia no se entrometiera en las investigaciones científicas. Dirigiéndose a los jesuitas que se arrogaban la prioridad en el descubrimiento de las manchas solares, Galileo aseguraba que los teólogos poco tenían para decir en tales materias.

Porque ello sería como si un príncipe absoluto, a sabiendas de que puede mandar y hacerse obedecer libremente, quisiera, sin ser médico ni arquitecto, que se medicara y construyese a su antojo, con grave riesgo para la vida de los míseros enfermos y manifiesta ruina de los edificios.

Con esto bastaba. La situación de Galileo era sospechosa para una Iglesia que, atacada por varios flancos (o por lo menos, que convivía con esa sensación), estaba en pleno proceso de intentar reconstruir su poder. Pero nuestro protagonista seguía tranquilo porque confiaba en la eficacia de su alegato y en las amistades que tenía en Roma. En realidad, él no pretendía destruir la religión, sino que la Iglesia abandonara sus posiciones reaccionarias y se aggiornara, aceptando la nueva ciencia. De hecho, fue la intransigencia oscurantista y autoritaria de la Iglesia lo que transformó el conflicto en un enfrentamiento entre Fe y Razón.

En 1615, cuando estaba ya próximo a cumplir 52 años, Galileo obtuvo un permiso para ir al Vaticano a finales de año con el propósito de aclarar la situación. Lo hizo desoyendo los consejos del embajador de Toscana en Roma, quien afirmó que en ese momento, a diferencia de 1611, existía un ambiente hostil, y sugirió que otra visita no haría sino empeorar las cosas.

El 11 de diciembre de 1615, Galileo se convirtió en huésped oficial del embajador en la residencia de éste en Roma. Y así empezó todo.

Su contrincante en lo que habría de ser el primer choque era un viejo conocido: el jesuita y ahora cardenal Roberto Bellarmino, teólogo papal, y el poder detrás del trono del Papa. Bellarmino distaba mucho de ser un ignorante obtuso; por el contrario, era el teólogo más influyente de su tiempo y el mayor experto en el pensamiento de los padres de la Iglesia (según los cuales y únicamente según ellos podía interpretarse la Biblia, como había dispuesto el Concilio de Trento). Pero, no lo olvidemos, había participado de la siniestra condena de Giordano Bruno a la hoguera. Vale la pena que le dediquemos unas palabras a Bruno, triste antecedente del destino que enfrentaría Galileo.

Un trágico antecedente

La Iglesia Católica no pareció darse cuenta de la manera en que el copernicanismo enfrentaba su dogma hasta que Giordano Bruno (1548-1600) —quien, para colmo iba aún más lejos que Copérnico al entender el universo como algo infinito y con infinitos mundos— hubo explicado las consecuencias latentes en el mismo. En esa época (ya corrían los tiempos de la Contrarreforma), la Iglesia endurecía su posición en todos los ámbitos y Bruno fue sólo una de las víctimas.

Giordano Bruno nació en Nola, Italia; era hijo de un soldado profesional. A los 14 años se dirigió a la cercana Nápoles a estudiar humanidades, lógica y dialéctica, y allí encontró a un profesor llamado Colle, quien lo introdujo en el aristotelismo. La obra del griego se transformó en una especie de anti-faro para Bruno: todas sus obras se caracterizaron por su rechazo al pensamiento aristotélico.

En 1565 ingresó a un convento dominico, en donde tomó el nombre de Giordano. A poco de ingresar, sus actitudes poco ortodoxas lo hicieron sospechoso de herejía. En tiempos de Inquisición, la Iglesia hacía gala de una rigidez despiadada. Aun así, fue ordenado como sacerdote en 1572 y enseguida volvió a Nápoles para seguir estudiando teología, aunque al mismo tiempo leía obras prohibidas, como las de Erasmo. Después llevó una vida errante, abandonó la orden dominica y luego de deambular por el norte de Italia se instaló en Suiza, donde abandonó a la Iglesia Católica y se transformó en calvinista, lo que le valió un arresto y la excomunión, aunque se rehabilitó por retractación y se le permitió abandonar la ciudad para dirigirse a Francia (Toulouse y París). Siguieron Londres y Oxford, Alemania, Venecia, donde fue traicionado y denunciado a la Inquisición, y fue extraditado a Roma en 1593, donde sufrió un juicio que duró siete años. En un comienzo reconoció errores teológicos sin arrepentirse de cuestiones más filosóficas, algo que no gustó a sus jueces. Bruno se negó a retractarse por toda su obra y el papa Clemente VIII dio su veredicto: hereje impenitente. El 8 de febrero de 1600 fue sentenciado a la hoguera. Pocos días después era quemado vivo. En ese fuego ardió uno de los más audaces pensadores de su tiempo.

El sistema cosmológico de Bruno no era el más preciso de la época, por cierto, pero tenía algunas intuiciones interesantes. En sus obras sobre el universo, escritas a partir de 1584, sostenía su teoría del infinitismo esencial de la astronomía y se oponía a la visión medieval de un cosmos ordenado y finito, visión que, con modificaciones, todavía había ocupado el pensamiento de Copérnico.

Bruno iba en realidad más allá, ya que ni siquiera otorgaba un rol fundamental al Sol, que, según él, se trataba simplemente de otra estrella. Al mismo tiempo, negaba de manera radical cualquier excepcionalidad de la Tierra, el Sol, o los lugares aristotélicos; en su concepción todos los lugares del universo eran equivalentes, y el universo era un receptáculo de los fenómenos, una concepción parecida a la de los atomistas, que consideraban al espacio vacío como el lugar donde se movían los átomos. Esta idea del cosmos como receptáculo será la que triunfe con la Revolución Científica. Él pensaba que el universo estaba poblado por infinitos «mundos» semejantes al nuestro.

Hay un único espacio general, una única y vasta inmensidad que podemos libremente denominar vacío: en él hay innumerables globos como éste en el que vivimos y crecemos.

Los argumentos clásicos contra el movimiento de la Tierra —los de los vientos, las nubes, los pájaros— no valen nada, explicaba Bruno, porque el aire que rodea la Tierra (si ésta se mueve) es arrastrado por el movimiento mismo del planeta. El argumento de la piedra arrojada desde lo alto que cae verticalmente en lugar de hacerlo en forma oblicua, decía Bruno, se realiza en la Tierra; ahora bien,

todas las cosas que se encuentran en la superficie de la Tierra se mueven con ella,

y se mueven respecto de la Tierra exactamente igual que si ésta estuviera en reposo.

Si Bruno hubiera ido un «porqué» más lejos, habría llegado a acariciar la inercia. Tal vez si no lo hubieran llevado a la hoguera, habría dado el paso que le faltaba.

En el universo de Bruno no puede haber lugares privilegiados ni direcciones determinadas dada su esencia infinita. De esta manera, «arriba» y «abajo» no son más que nociones relativas, y en cuanto a la de «centro del mundo», carece ya plenamente de sentido.

Aquí Bruno propone una nueva ruptura con el sentido común. La equivalencia de todos los puntos transforma al espacio en un lugar puramente geométrico. Para los contemporáneos de Bruno, su visión del universo infinito resultaba enteramente gratuita, sin fundamentación en los datos astronómicos y mucho menos aceptable —en tanto iba aún más lejos— todavía que el sistema de Copérnico que defendía.

Giordano Bruno no fue, probablemente, un gran científico en el estricto sentido de la palabra, pero sí un visionario que adivinó mundos y vio más lejos que sus contemporáneos. El 17 de febrero de 2000 se le rindió homenaje, haciendo el mismo recorrido que él hizo cuatrocientos años antes hacia el Campo dei Fiori, en Roma, en donde fue quemado.

Pero los muertos no resucitan.

Volvemos a Galileo, Roma, 1616

Esta digresión imprescindible nos alejó un poco de nuestro tema. Estábamos hablando de Bellarmino, el experto teólogo que protagonizó el primer episodio tenso de Galileo con la Iglesia. La posición del cardenal frente al copernicanismo era, digamos, «neutral», mientras el copernicanismo lo fuera también, esto es, mientras se presentara como un sistema ficcional, destinado a «salvar las apariencias», sin pretensiones de realismo.

No era original en esto: seguía la línea propuesta por Osiander en el prólogo fraguado al libro de Copérnico. Una interpretación realista resultaba un escándalo.

Lo cierto es que la interpretación ficcional de los sistemas del mundo le permitía a la Iglesia tener la última palabra en un tema tan importante. Pero Galileo, como ya vimos, pensaba todo lo contrario, y no se limitó a pensarlo sino a declamarlo, a publicarlo, a hacer propaganda, a intentar convencer al resto, desplegando una verdadera actividad proselitista a favor de la teoría heliocéntrica (interpretada en clave realista, claro está) en conferencias que daba en palacios y salones.

La actividad de agitación de Galileo ganó la calle, por así decirlo, y se discutía popularmente, como conté que parece haber ocurrido en los primeros tiempos después de la publicación del Revolutionibus. Pero esa discusión no podía sino implicar una reinterpretación de la Biblia, o de algunos pasajes (como el dichoso en que Josué manda detenerse al Sol), lo cual resultaba inadmisible para la Iglesia de la Contrarreforma. De a poco, en Roma se iban dando cuenta del riesgo real que significaba aceptar cualquier propuesta que oliera a copernicanismo.

Fue así que el 19 de febrero de 1616 Bellarmino convocó a once expertos en teología de la Inquisición, que necesitaron solamente cuatro días para determinar la «falsedad» de estas dos proposiciones:

a) «El Sol es el centro del mundo.»

b) «La Tierra se mueve toda de por sí, además, con movimiento d­iurno.»

La primera era «filosóficamente necia, absurda y formalmente herética»; la segunda, igual desde el punto de vista de la filosofía y además errónea en relación con la fe.

Estaba todo dado: quienes defendían una doctrina herética debían comparecer ante el tribunal. Pablo V dio entonces instrucciones a Bellarmino para que citara a Galileo y le impusiera verbalmente el abandono de las opiniones censuradas sobre las que había emitido su juicio la comisión: de ser cuestionada por Galileo la advertencia verbal, el comisario de la Inquisición procedería a reiterarla de manera formal en presencia de notario y testigos y, de negarse Galileo también a esta requisitoria formal, debía ser encarcelado.

Galileo fue citado el 16 de febrero en la residencia de Bellarmino, donde estaban, además, el comisario de la Inquisición y otros prelados y un notario. No es seguro lo que pasó allí, y las versiones varían. Es verosímil la que cuenta que, al entrar Galileo, Bellarmino se le acercó y le dijo por lo bajo quiénes estaban presentes y le dijo también que aceptara sin reparos la admonición verbal, ya que la situación estaba… complicada, digamos. Galileo, que sabía perfectamente quiénes eran los que estaban allí y sabía la poca simpatía que despertaba entre ellos, se apresuró a aceptar.

En ese momento intervinieron los inquisidores, que no estaban dispuestos a que Galileo se les escapara, pero Bellarmino sacó a Galileo de la sala antes de que se firmara documento alguno. Esto no impidió que la Inquisición depositara en el registro oficial un acta redactada presumiblemente por el notario, pero que está sin firma y donde no figuran firmas de testigos:

Ante mí y los testigos, continuando presente el señor Cardenal (Bellarmino), el citado Galileo recibió del mencionado Comisario orden rigurosa, en nombre de Su Santidad el Papa y de toda la Congregación del Santo Oficio, para que abandonase por completo dicha opinión de que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la Tierra se mueve; y que no prosiga en modo alguno enseñándola, sosteniéndola ni defendiéndola, ya sea verbalmente o por escrito; de lo contrario el Santo Oficio adoptaría otros procedimientos; cuyo requerimiento el dicho Galileo acató y prometió obedecer.

Esta acta (que durante mucho tiempo se consideró una falsificación) sería usada como pieza clave en el segundo acto del conflicto, durante el proceso de 1633.

Luego de este episodio, como es lógico, comenzaron a propagarse rumores de que Galileo había sido castigado, de que se lo había declarado culpable y que se lo había obligado a abjurar de sus creencias y a hacer penitencia delante de la Inquisición.

No era así: Galileo regresó a su alojamiento en la embajada, obtuvo una entrevista con el Papa (lo cual era desde ya tranquilizador) e incluso un escrito de Bellarmino, firmado de su puño y letra, donde éste negaba que Galileo se hubiera retractado y certificaba que solamente se le había prohibido a Galileo defender o sostener el copernicanismo, por ser éste contrario a la Escritura. Es importante que en este texto no apareciera ningún problema respecto de la enseñanza, lo cual es consecuente con la posición de Bellarmino, que consideraba, como ya dijimos, que mientras se enseñara como si fuera ficcional, no había problemas.

Galileo entonces regresó a Florencia y en cierto modo dio por terminado el episodio.

Un contemporáneo no demasiado afecto a Galileo escribió:

Las disputas del señor Galileo se han disuelto en humo de alquimia, puesto que el Santo Oficio ha declarado que mantener tal opinión es disentir manifiestamente de los dogmas infalibles de la Iglesia. De manera que, por fin, nos vemos ahora de nuevo seguros en una Tierra sólida, y ya no tenemos que volar con ella, como hormigas que se arrastran por la superficie de un globo.

El 5 de marzo sería dado a conocer un decreto por el cual se incluían dentro del Index de libros prohibidos todos aquellos que defendieran la realidad del movimiento de la Tierra. El libro de Copérnico fue «suspendido» hasta ser «corregido» y se lo liberó cuatro años más tarde con pequeñas modificaciones, aunque la versión original se mantuvo prohibida durante doscientos años.

Pero Galileo, que había salido relativamente bien parado y con mínimos daños de esta primera escaramuza, no estaba dispuesto a abandonar la guerra.

De hecho, en 1618 volvió a pelearse con los jesuitas por cuestiones científicas: en este caso, se trataba de la naturaleza de tres cometas que aparecieron ese año. Los religiosos, que habían adoptado el sistema mixto de Tycho Brahe, ubicaron las trayectorias entre la Luna y el Sol, en una órbita no circular. Galileo, por su parte, creyó que una órbita no circular amenazaba el sistema de Copérnico (cosa que no se entiende del todo, teniendo en cuenta que ya se habían difundido las dos primeras leyes de Kepler, leyes que, dicho sea de paso, Galileo jamás tomó en cuenta) y ensayó una teoría completamente fantástica sobre la generación de los cometas en la atmósfera como mezcla de vapores y de luz solar. Era una posición insostenible, pero a la cual se aferró, atacando duramente a sus contrincantes (que eran buenos astrónomos). Dicha postura no hizo sino enardecer el antagonismo hacia él que mantenía la poderosa orden a la que pertenecían. Más allá de lo disparatado de su teoría, lo cierto es que Galileo se enconó con los jesuitas por ser representantes de un modo de pensamiento teológico aplicado a las ciencias naturales, lo cual sirvió para que empezara a exponer (o continuara exponiendo, mejor dicho) cuestiones metodológicas y teóricas de una importancia fundamental para la historia de la ciencia. Es en este contexto que escribe uno de sus párrafos más famosos:

La filosofía está escrita en este vasto libro que continuamente se abre ante nuestros ojos (me refiero al universo), el cual sin embargo no se puede entender si antes no se ha aprendido a entender su lengua y a conocer el alfabeto en el que está escrito. Y está escrito en el lenguaje de las matemáticas, siendo sus caracteres triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible comprender una sola palabra; sin ellos sólo se conseguirá vagar por un oscuro laberinto.

Las matemáticas eran la sintaxis del mundo y, luego del primer juicio, las cosas estaban relativamente tranquilas. Relativamente tranquilas.

III. INTERMEDIO

JUGLAR: Dos mundos, dos mundos

el de arriba puro

el de abajo corrupto.

Arriba éter cristalino

abajo mineral sucio.

Aire tierra, fuego y agua

arriba todo se mueve

en un perfecto círculo

abajo todo se mezcla

y la tierra está inmóvil

en el centro del mundo.

¿Cómo es que los pájaros no salen volando?

¿Y cómo es que la luna no se queda atrás?

¿Y cómo puede ser que no nos demos cuenta?

HOMBRE: Se mueve el pez en el mar.

Se mueve el ave en el viento

Y el viento

Es aire en movimiento

Nada está quieto

Salvo mi corazón.

JUGLAR: (Y el volcán

¡rataplán!)

MUJER: Vuela el pájaro en el aire

juega la luz en la nieve

por el espacio vacío

la tierra también se mueve.

NIÑO: Se mueve el mar en el mar

donde relumbran los peces

y se agita entre las flores

el colibrí, que no duerme.

Y en la montaña el arroyo

y en los pastos la serpiente.

HOMBRE: Cae el águila de pronto

sobre la presa inocente

y en el espacio vacío

también la tierra se mueve.

JUGLAR: Y el volcán

¡rataplán!

HOMBRE: La tierra parece quieta

palacio de grandes torres

donde sólo el viento turbio

sabe agitar los faroles.

Ya relumbra en la alameda

la espesa quietud del cobre

y las mujeres cetrinas

con vestiduras de hombre

que cuentan en las esquinas

el dinero de los pobres.

MUJER: La Tierra parece inmóvil,

serena como una torre

Como un árbol o una vela

Cuando no hay viento que sople.

GALILEO: Y sin embargo se mueve.

JUGLAR: Señores inquisidores,

policías, represores

del pensamiento que vuela.

Tristes guardianes del éter,

oigan lo que digo yo.

La tierra se está moviendo

les guste a ustedes o no.

Vayan con su dios pequeño

que vigila noche y día.

Rataplán plan plan.

¿Qué puede el pequeño dios Contra Galileo? ¿Qué puede?

Rataplán plan plan.

IV. EL SEGUNDO PROCESO

Los actores del segundo proceso a Galileo serían otros: Bellarmino había muerto en 1621 y el papa Pablo V en 1623. Galileo vio su oportunidad cuando asumió como Papa con el nombre de Urbano VIII el cardenal Maffeo Barberini, un hombre que se consideraba a sí mismo un renacentista ilustrado, amigo de las artes y las ciencias, que había admirado la Francia de Enrique IV, donde se había conseguido por una vez imponer la paz religiosa y no la paz de los cementerios, como era usual en aquella época y como lo sigue siendo, al menos más de lo que uno querría, ahora y que, vale decirlo, era un verdadero admirador de Galileo, a tal punto que le había dedicado un poema unos pocos años antes.

La dedicatoria de Il saggiatore (El ensayador), el libro que fue el resultado de la polémica de 1618 con los jesuitas (y en el que se exponen algunas de las más exquisitas reflexiones sobre la ciencia de nuestro autor), fue dirigida, como era de esperarse, al nuevo Papa; los miembros de la Accademia dei Lincei, por su parte, incorporaron al sobrino del Papa, Francesco Barberini, que luego sería nombrado cardenal por su tío y que integraría el tribunal que juzgaría a Galileo en 1633.

Nuestro protagonista se entrevistó entonces con el flamante Urbano VIII, quien declaró públicamente que no se opondría a la publicación de nuevos libros de Galileo sobre la cuestión copernicana siempre que (¡otra vez!) se lo considerara como un sistema ficcional. Mientras tanto, celebraba las pullas que Galileo dedicaba a los jesuitas en el Saggiatore («se partía de risa»), que era la comidilla de Roma, ciudad en la que Galileo ya era considerado un nuevo Cristóbal Colón o un nuevo Prometeo.

Lo cierto es que Galileo creyó percibir un ambiente favorable, y se puso a redactar la gran obra que venía prometiendo desde el Sidereus Nuncius: un libro en el que se proponía comparar los dos grandes sistemas del mundo (el tolemaico y el copernicano) para exhibir claramente sus ventajas y desventajas.

El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo fue escrito entre 1624 y 1630, año en que viajó a Roma para entregar el manuscrito y fue recibido amablemente por el Papa, a quien expuso las líneas generales del libro. Finalmente, el trabajo recibió la aprobación de la censura y se publicó en 1632: su repercusión fue grande y las alabanzas unánimes. Todo parecía ir de la mejor manera. Pero se estaba cebando una bomba de tiempo que estallaría casi en seguida.

El diálogo

El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (llamado habitualmente el Diálogo) quedó terminado en noviembre de 1629. Como su título indica, adoptó la forma de un debate imaginario entre dos personas: Salviati (defensor del sistema copernicano) y Simplicio (que daba argumentos a favor del sistema de Tolomeo). La utilización de un diálogo de este tipo era un recurso tradicional, que se remontaba a los antiguos griegos y, en principio, ofrecía un modo claro de enseñar teorías no convencionales (o, en este caso, heréticas), sin que el autor tuviera que aprobarlas al pie de la letra.

Sin embargo, Galileo no siguió exactamente esta tradición. Había existido en la realidad un Filippo Salviati, amigo íntimo de Galileo, que había muerto en 1614 y, al elegir este nombre para el interlocutor copernicano, Galileo se acercaba peligrosamente a identificarse explícitamente él mismo con aquella visión del universo. También había existido un Simplicio (en realidad Simplicius), un hombre de la Grecia antigua que había escrito un comentario sobre la obra de Aristóteles, por lo que se podía alegar que este nombre era adecuado para el defensor de Tolomeo (y de Aristóteles) en el Diálogo. El nombre sugiere, por otra parte, que sólo un simple podía creer que el sistema de Tolomeo era correcto.

La tercera voz en este libro era la que aportaba Sagredo, llamado así por otro viejo amigo de Galileo, Gianfrancesco Sagredo, que había fallecido en 1620. Se suponía que Sagredo era un comentarista imparcial, que escuchaba el debate entre Salviati y Simplicio, planteando cuestiones para que fueran debatidas. Pero este personaje tendía cada vez más a apoyar a Salviati frente a Simplicio, por la fortaleza de sus argumentos.

El Diálogo es un verdadero manifiesto copernicano «para todo público», donde Galileo niega la dicotomía entre mundo terrestre y celeste, afirma que es erróneo atribuir a los cielos y a la tierra movimientos naturales distintos (circulares para uno y rectilíneos para la otra) y analiza los últimos descubrimientos astronómicos, considerándolos incompatibles con la cosmología aristotélica: la Luna es opaca como las piedras, y la Tierra la ilumina al reflejar sobre ella la luz recibida del Sol; la misma materia existe en todas partes, y en suma la misma física es aplicable a los cielos y a la tierra; el éter no es más un elemento; la Tierra, desde ya, está en movimiento pese a la percepción cotidiana. Para demostrar esto último, refuta los argumentos tradicionales respecto del movimiento terrestre, y usa el famoso ejemplo del barco que se desliza en un mar calmo. Todas las cosas del barco participan de su movimiento, y la piedra que cae del mástil tiene movimientos compuestos que no interfieren entre sí, situación prohibida por la filosofía peripatética.

Cuando Simplicio sostiene que no puede «ver» la trayectoria curvilínea, se le pone el ejemplo de una caminata nocturna en la que la Luna parece desplazarse por arriba de los techos, cosa que evidentemente es una apariencia que «evidentemente nos engañaría si no interviniera la razón».

Alcanza con todo esto para darse cuenta de que el Diálogo era una verdadera bomba y no tardó en despertar la furia de los enemigos de Galileo: apenas cuatro meses después de su publicación se efectuaron reuniones de teólogos que querían prohibirlo y el censor de la Iglesia pidió al inquisidor de Florencia que secuestrara los ejemplares que pudiera ubicar.

Además, se sugirió a Su Santidad que Galileo había escrito deliberadamente para dar a entender que el propio Urbano VIII era un simple, lo cual, por supuesto, enfureció al Papa, quien más tarde diría sobre Galileo: «No temía burlarse de mí».

El resultado fue que se constituyó una comisión papal para investigar el asunto. Revisando en los archivos en busca de algo que pudieran encontrar sobre Galileo, los jesuitas dieron con lo que parecía ser una prueba condenatoria: las actas no firmadas de la reunión de 1616, aquella de la que había participado Bellarmino, donde se decía que Galileo había recibido instrucciones de abstenerse de «sostener, defender y enseñar» la teoría copernicana del universo. Ésta fue la prueba decisiva que hizo que Urbano VIII llamara a Galileo a Roma para someterlo a un juicio por herejía.

Es cierto que Galileo actuó con exceso de confianza, pero a simple vista la situación así lo permitía. Lo grave fue que el mismísimo Papa, movido por intrigas palaciegas, traicionó a Galileo y se pasó al bando de sus enemigos: en septiembre, el inquisidor de Florencia hizo llamar a Galileo y lo conminó a que se presentara en Roma.

Galileo trató de retrasarlo, pero en enero de 1633, año trágico, se lo intimó amenazándolo con hacerlo llevar por la fuerza, sin que el Gran Duque de Toscana hiciera una defensa enérgica. Finalmente llegó a la embajada de Toscana en Roma el 13 de febrero de 1633, dos días antes de cumplir 69 años, para iniciar una verdadera ordalía.

Galileo era «culpable»

El 12 de abril se presentó ante los jueces. En los procesos de la Inquisición, de infame memoria, el acusado ignoraba los cargos, no tenía abogado defensor y se lo consideraba culpable a menos que pudiera probar su inocencia (sin contar las horrendas torturas que se aplicaban para obtener confesiones).

Pero este caso era complicado para la Inquisición, ya que el Diálogo se había publicado con autorización eclesiástica y el acta de 1616 no tenía gran valor, pues carecía de firma de testigos.

La Iglesia quería demostrar que Galileo había desobedecido la orden del Papa de no enseñar el sistema copernicano en ningún caso. Pero las actas no firmadas correspondientes a la reunión de 1616, en las que supuestamente se le prohibía a Galileo enseñar el sistema copernicano, quedaron sin valor cuando Galileo presentó el documento firmado que el cardenal Bellarmino había escrito de su puño y letra, en el que se establecía que Galileo no podría «ni sostener, ni defender» aquellas teorías. No se decía nada de enseñar. Era una buena primera treta, pero no podía durar mucho: había que hacer verdaderos malabares argumentativos para sostener que el diálogo no era una defensa o un sostén del sistema copernicano, y de hecho en cierto momento, desesperado por la falta de argumentos, Galileo sostuvo la ridícula hipótesis de que el tratado estaba destinado a demostrar que los supuestos de Copérnico eran inconcluyentes, cosa que era a todas luces mentira. Así terminó el primer tramo del interrogatorio.

El problema es que Galileo era indudablemente «culpable» (de un «delito» por cierto imperdonable para la Iglesia: la disidencia intelectual) y poco podía decir a su favor. Era cierto que había defendido y sostenido el sistema copernicano desde la prohibición y era muy fácil de demostrar. Había un libro publicado, un libro que poco pie daba a las ambigüedades, y todo el mundo sabía sobre el copernicanismo galileano. No podía engañar a nadie.

En junio el proceso se reanudó con nuevos interrogatorios y finalmente Galileo terminó por reconocer todo lo que se le pedía, con lo cual se lo consideró confeso de las acusaciones en su contra, y se lo conminó a decir toda la verdad, amenazándolo con la tortura (y no es arbitrario pensar que pueden haberle mostrado los instrumentos de tortura con una explicación de sus efectos para que, amablemente, confesara más rápido).

Durante el interrogatorio, el acusado respondió que no adhería a la doctrina condenada:

Hace mucho tiempo, yo era indiferente y consideraba ambas opiniones, la de Tolomeo y la de Copérnico, como un tema abierto a la discusión en la medida en que cualquiera de ellas podía ser verdad en la naturaleza. Pero después de dicho decreto, convencido de la sabiduría de las autoridades, dejé de dudar y sostuve, y aún sostengo, como la más verdadera e indiscutible, la opinión de Tolomeo, es decir, la estabilidad de la Tierra y el movimiento del Sol.

Galileo admitía haber sido copernicano hasta que se lo prohibieron. Así firmó y recitó su retractación definitiva:

Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de Florencia, a la edad de 70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, (…) juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia.

Pero, como, después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me comunicó que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di a la imprenta un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución, soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, (…) con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre.

Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633.

Yo, Galileo Galilei, he abjurado por propia voluntad.

La condena fue la prisión de por vida. Primero se le conmutó por un arresto domiciliario en la embajada de Toscana en Roma; luego pasó a estar bajo la custodia del arzobispo de Siena (que simpatizaba con él) y finalmente todo quedó en el confinamiento en su propio domicilio cerca de Arcetri, desde principios de 1634. La vigilancia no fue demasiado estricta: en su aislamiento, Galileo recibía visitas, se carteaba con múltiples científicos europeos y, lo que es más importante, tuvo tiempo de terminar el más importante de todos sus libros, Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas (denominado habitualmente Dos nuevas ciencias), que recopilaba todos sus trabajos sobre mecánica, inercia y péndulos y describía su concepción del método científico, aplicando el tratamiento matemático a temas cuyo estudio hasta entonces había sido prerrogativa de los filósofos. El manuscrito se sacó clandestinamente de Italia y Louis Elzevier lo imprimió en Leiden en 1638. En sus últimos años, se quedó completamente ciego y le escribió a un amigo:

Ay de mí, Señor mío… Galileo, vuestro servidor está, completa e irreparablemente ciego. ¡Cuánto dolor! ¡¡Cuánta injusticia!! Ese cielo, ese mundo y ese universo que yo, con maravillosas y claras demostraciones, había ampliado cien y mil veces más allá de cuanto vieron todos los sabios de la historia, ahora se ha vuelto diminuto, se ha restringido hasta un punto que no es mayor que el espacio que ocupa mi persona.

Galileo murió en Arcetri mientras dormía durante la noche de 8 al 9 de enero de 1642, unas pocas semanas antes del día en que habría cumplido 78 años.

Balance: los dos juicios

El proceso a Galileo fue fuente de inspiración de obras de teatro y fuente también de ríos de tinta: durante el papado de Karol Wojtyla (Juan Pablo II), finalmente se reivindicó a Galileo, «solamente» cuatrocientos y pico de años después, y ahora hasta se publican los documentos de ese grandioso papelón que pasó la Iglesia (y que no terminó en tragedia debido a la razonable actitud de Galileo al retractarse y salvar su cuerpo de la tortura y su vida de la hoguera).

El primer asalto de 1616 no terminó en nada concreto; el de 1633 ya fue otra cosa: la Iglesia se había pronunciado abiertamente contra la astronomía heliocéntrica y era herejía ya no sólo enseñarla sino creer en ella, y se le exigió a Galileo no sólo arrepentirse de haber creído en ella, sino hacerlo «sinceramente»: una siniestra farsa que sólo por un pelo no terminó de la manera más horrible (como había sido el caso de Giordano Bruno) gracias a la lucidez de Galileo. Desde ya, fue una de las tantas siniestras muestras de intolerancia de la Iglesia Católica, que rechazó y prohibió el sistema que sólo medio siglo más tarde se consagraría de manera irrefutable con la obra de Newton. En verdad, en 1616, la Iglesia estaba fundamentalmente preocupada por controlar cómo se enseñaba la realidad; en 1633, ante los fracasos de la Contrarreforma, ya estaba preocupada por controlar cómo era la realidad.

Pero hay algo más sobre el juicio a Galileo: por un lado está el papelón de condenar la teoría copernicana, una teoría ya adornada por las tres leyes de Kepler y que estaba siendo aceptada en Inglaterra y Holanda, por poner un par de ejemplos, y que en poco tiempo más se vería coronada de manera definitiva por Newton; Galileo tenía razón frente a lo retrógrado de la postura papal. Sí. Pero… ¿y si Galileo hubiera estado equivocado, qué? ¿En ese caso la intolerancia hubiera tenido su costado razonable o disculpable?

Al fin y al cabo, la idea de libertad de pensamiento es relativamente nueva: se remonta no mucho más allá de la Revolución Francesa. ¿Es legítimo condenar un acto de intolerancia del siglo XVII con los parámetros actuales? ¿No es una falacia juzgar hechos pasados con valores presentes? ¿Puede uno horrorizarse ex post de la represión en una época que ni soñaba con la libertad de pensamiento como un derecho? ¿O de la recurrencia a la tortura, cuando ésta era parte legal de los procesos judiciales y faltaba bastante para que se publicara el alegato Dei delitti e delle pene, de Beccaria, que cambió el pensamiento jurídico?

Yo creo que decididamente sí: es difícil tomar aquellos horrores como simplemente epocales; al fin y al cabo, si se utilizaban eran precisamente porque se los consideraba horrores, inseparables del castigo. Además, no eran para nada universales: Holanda, en gran medida Inglaterra, y hasta la República de Venecia (por no hablar de Toscana, donde Galileo era ampliamente aceptado) tenían hacia el pensamiento actitudes muy distintas (no así hacia la tortura en los procesos judiciales, aunque, vale la pena recordar, el mismo derecho romano prohibía la tortura —a los ciudadanos, claro está; los demás podían ser torturados libremente—). Por otra parte, no está de más recordar que el pensamiento intolerante es bastante más actual de lo que uno desearía.

Así pues, hay dos juicios a Galileo: uno es el científico; el otro es la represión a la disidencia y la discordancia: el primero no hace sino volver más nítido, más repudiable y más repugnante el segundo. Del primero, el Vaticano se retractó. Del segundo, no.

Y seguramente, mientras el juicio a Galileo se desarrollaba, muchos infelices eran torturados y languidecían en los calabozos de la Inquisición, esperando que los ataran a la pira donde serían quemados.

VI. FINAL

Relator: La última leyenda. Una leyenda, y esta vez no inventada por Viviani, sino forjada un siglo y medio después. Cuenta que después de recitar su retractación, Galileo murmuró por lo bajo «eppur si mouve» («y sin embargo se mueve»). Claro está que no cometió semejante acto de rebeldía, que podría haberle costado nada menos que la hoguera. Pero a los fines dramáticos, la aceptaremos para este final.

Juglar: Para entonces, su fama era inmensa, y era alabado en toda Europa. Sus libros, que estaban prohibidos, corrían por los ambientes académicos de Inglaterra y Francia y se leían en las nuevas sociedades científicas que acababan de nacer, como las de Londres y San Petersburgo.

Ahora sabemos que el mundo que el hombre creyó presidir desde la Tierra no existe: vivimos en una pequeña geografía de un pequeño planeta, insignificante respecto de la estrella alrededor de la cual giramos. Esta estrella es una más entre cientos de miles de millones de estrellas que forman la galaxia, que es una más de las cien mil millones de galaxias que pueblan el Universo.

Y todo empezó esa oscura noche de Pisa de 1610, cuando el ojo curioso de Galileo, oculto detrás de un telescopio casi de juguete, lo apuntó por primera vez al cielo estrellado y destruyó los relatos míticos y las filosofías antiguas.

Entran inquisidores y guardias.

Su eco puede escucharse tenuemente en una noche sin Luna, cuando el cielo muestra todo su esplendor de estrellas y galaxias. Entonces, en medio del campo, rodeado sólo por el abrumador silencio de la noche, se puede sentir una mirada que aún sigue activa.

Es la mirada de alguien que solo, amparado por la razón, se enfrentó con todo el mundo.

Es la mirada de Galileo.

Los guardias aprisionan al juglar, lo atan y lo arrastran hasta la pira, donde el verdugo lo ata. Lo queman.

Es la mirada de Galileo.

Un inquisidor le da la bendición al juglar.

Es la mirada de Galileo.

Ahora está todo iluminado por la luz rojiza del fuego. La pira donde se quema el juglar crece. Pero se escucha cada vez más fuerte el grito:

Juglar: Es la mirada de Galileo, y una voz que susurra: «¡Y sin embargo se mueve!».

El fuego poco a poco se va apagando; en la pira se ve el cuerpo carbonizado del juglar. Se ha hecho la oscuridad más absoluta, y brillan las estrellas. Sale la Luna. La gente se aleja de la hoguera cabizbaja. Se oye un murmullo general.

Señores inquisidores

policías, represores

del pensamiento que vuela,

de la razón que no duerme.

Oigan lo que digo yo:

la tierra se está moviendo

les guste a ustedes o no.

Vayan con su dios pequeño.

Perdonen vuestras mercedes.

No va a dejar de moverse

porque lo digan ustedes.

Perdonen vuestras mercedes.

No va a funcionar el mundo

como lo digan ustedes.

Y cae el telón.