CAPÍTULO 18

En busca de la certidumbre: el compromiso de 1758

El nuevo universo no salió límpido y acabado de las cabezas de Galileo o Newton. Durante todo el siglo XVII se habían hecho esfuerzos para ajustar la marcha de una nueva ciencia, ciencia que necesitaba, por supuesto, de la construcción de una nueva filosofía. Los enunciados que surgían a cada rato necesitaban ser sometidos a la constatación: ¿cómo se podía saber que los Principia decían la verdad sobre el mundo? ¿Cómo se podía saber que la ley de caída de los cuerpos de Galileo era correcta? ¿Cómo corroborar la exactitud o inexactitud de su teoría de las mareas (que dicho sea de paso era errónea, como demostró Newton)? ¿Cómo determinar que, mediante todos estos métodos nuevos, se estaba accediendo, por fin, a un conocimiento verdadero?

Y una vez determinado esto: ¿cuáles serían las herramientas que se aplicarían con legitimidad y precisión en este nuevo modo de razonar y experimentar?

Lo que estaba pasando era que todo el saber tradicional se estaba retirando, desde el primer empujón de Copérnico hasta la culminación de Newton, dejando detrás de sí un vacío en que los científicos tenían que ir tanteando, donde todas las certidumbres (reales o supuestas) adquiridas en veinte siglos iban desapareciendo una tras otra. Ante un mundo vacío de certezas, era natural que fuera una preocupación determinar la manera de evitar el error.

Por otra parte, el lugar del hombre había cambiado, o por lo menos estaba cambiando: la Reforma y las guerras de religión produjeron una fractura en la mismísima fe y la teología misma se había dividido haciendo que católicos y reformados se acusaran unos a otros de herejía; la revolución inglesa de 1649 y la ejecución del rey Carlos I, la república puritana de Cromwell, la restauración y la nueva revolución de 1688 —que entronó a María y Guillermo de Orange— destruyeron la teoría del derecho divino e inauguraron lo que sería la monarquía parlamentaria inglesa (el mismo Newton fue parlamentario); el crecimiento del capitalismo mercantil hizo retroceder las fuerzas espirituales del Renacimiento: los nuevos comerciantes de ultramar, los nuevos banqueros, los incipientes industriales construyeron (porque lo querían así) un mundo más contante y sonante y menos mágico, un mundo acorde con sus necesidades prácticas. La ciencia, obviamente, no podía ser ajena a este cambio radical de cosmovisión: se postuló, a veces de manera más tangencial y a veces de manera más directa, que debía ser reconstruida desde el principio (lo cual ya había sido demostrado por Copérnico) y que para reconstruirla había que saber cómo. Si los viejos métodos habían conducido a un sistema que se caía a pedazos, hacían falta nuevos métodos y sistemas que evitaran caer nuevamente en el error.

La consigna, entonces, quedaba flotando en el aire de una modernidad que estaba revisando y demoliendo todos los presupuestos sobre los que se asentaba el conocimiento: ¿Cuál era el método apropiado para descifrar el lenguaje del mundo, el lenguaje de las cosas, que por lo visto hablaban en murmullos que ya no se entendían? En realidad, habían cambiado de idioma, y ese nuevo idioma había que aprenderlo, pero ni siquiera se conocía su gramática. ¿Cuál sería? ¿Las matemáticas y la deducción? ¿O la observación y la inducción? Las dos grandes corrientes, la inductivista-empirista y la deductivista, convivirían celándose, incluso combatiéndose, hasta que se pudo finalmente lograr una síntesis. O, mejor dicho, un compromiso.

Francis Bacon y el programa inductivo

La verdad es que la historia de la ciencia (y la historia, en general) no proceden ordenadamente como a uno le gustaría. Y no lo hacen porque la historia «no sabe» que se está construyendo, no es un todo que tiende a un fin determinado y consciente. Un cambio de ideas tan profundo como el que se dio en el siglo XVII es, por lo tanto, confuso: no viene primero una generación de metodólogos, que deja las cosas claras como para que los Galileo y los Newton se pongan a trabajar. Nada de eso: todo funciona con la alegre, y muchas veces trágica, confusión de los asuntos humanos. Si uno se pone a escuchar, oye una confusa algarabía de voces mezcladas; unas se adelantan en el canon, otras van compases y compases atrasadas, otras cantan directamente al revés, y de repente un acorde suena mucho antes de tiempo y se pierde. En síntesis: la filosofía de la Revolución Científica se construyó paralelamente a la nueva ciencia, a veces sincrónicamente y en amigable diálogo, a veces en franca distonía.

Aquí aparece Francis Bacon (1561-1626), a quien no debemos confundir con Roger (que vivió en el siglo XIII, que fantaseó con aviones y submarinos y que puede ser considerado, con bastante justicia, si no el primero, uno de los pioneros en el intento de establecer un nuevo método científico). Francis no fue en realidad un científico, ni realizó grandes avances en ninguna disciplina, ni, en el fondo, resultó realmente revolucionario en metodología. Ni siquiera fue un filósofo propiamente dicho: fue más bien un político apropiadamente oportunista, que ocupó altos cargos —llegó a ser canciller del reino durante el reinado de Jacobo I— y hasta fue a la cárcel por haberse quedado con algunas monedas que no le pertenecían, aunque estuvo preso solamente tres días gracias a la intervención directa y explícita del rey.

Pero sí fue un pensador de la nueva ciencia que se estaba desarrollando: no sólo por su utopía La Nueva Atlántida, en la que la sociedad ideal está sustentada y guiada por el avance de las ciencias, en tanto que la religión está completamente separada de ella, sino por sus reflexiones metodológicas. Es en este punto donde abordó uno de los grandes problemas filosóficos de la ciencia, problema que sigue totalmente vigente y que representa un desafío para quienes consideran que la ciencia tiene como objetivo acercarse cada vez más a la verdad del mundo: el de la inducción.

El problema de la inducción

Así como la deducción garantiza la verdad de los resultados siempre y cuando las premisas sean verdaderas, la inducción, esto es, la generalización a partir de casos particulares, no asegura nada, y menos que menos la conservación de la verdad. Bertrand Russell lo expresó en su forma más cruda con su metáfora del «pavo inductivista». Un pavo recibe su comida un día a las nueve de la mañana. Al día siguiente ocurre lo mismo. Pasan días de calor, días de frío, días de lluvia y sigue recibiendo su comida puntualmente. Finalmente se anima a saltar a una conclusión: todos los días, a las nueve de la mañana, soy alimentado. Al día siguiente es 24 de diciembre y le cortan el cuello.

La metáfora nos obliga a plantear un interrogante: ¿en qué momento es válido generalizar a partir de los casos particulares que observamos? Esta generalización a partir de casos particulares no sólo es uno de los procedimientos importantes de la metodología que utilizan día a día los científicos, sino que es de lo que nos solemos valer en la vida cotidiana. La mayor parte de nuestros actos se desenvuelve bajo la presunción de que el mundo que nos rodea funciona inductivamente: si durante una semana, o un mes, verifico que el colectivo pasa por la puerta de mi casa entre las ocho y las ocho y cinco, supongo que siempre, salvo que ocurra algo excepcional, va a pasar a esa hora y obro en consecuencia: no salgo a esperarlo a las siete y media porque es en vano.

Para muchos de nuestros actos más cotidianos empleamos la inducción de una manera práctica: si elegimos naranjas de una pila, nos basta probar tres o cuatro y verificar que están maduras para concluir que todas las de la pila están apropiadamente maduras (aunque a esta suposición subyace la idea, de índole más deductiva que inductiva, de que las naranjas de la pila son homogéneas, más o menos todas iguales, o que provienen del mismo lote). Nadie puede sorprenderse, sin embargo, si en el conjunto que ha comprado se topa con una naranja podrida; la única manera cierta de asegurarse de la buena salud de todas las naranjas es, precisamente, examinándolas todas, cosa que si ya es de por sí difícil, es imposible en el caso en que las situaciones a evaluar son infinitas (como los planos inclinados de Galileo o los prismas de Newton).

En estos casos, al generalizar hay un salto a lo desconocido y ese salto constituye una acción no justificada lógicamente y que no da garantía de verdad, como sí la da la deducción: a nadie se le ocurriría extraer el hecho de que la suma de los ángulos internos de un triángulo es igual a dos rectos examinando triángulos particulares y generalizando a partir de allí. Aunque, reconozcámoslo, el uso y la costumbre pueden tener valor heurístico, como lo prueba el teorema de Pitágoras, algunos de cuyos casos eran usados inductivamente por egipcios y babilonios, como vimos en aquellos lejanos capítulos de la Antigüedad. Dicho lisa y llanamente: la inducción no garantiza la verdad, lo que ocurre aquí o allá, o en este momento o en aquél, no garantiza que ocurra también en lugares o momentos distintos.

Pero así y todo, resulta que la nueva ciencia necesitaba desesperadamente de la inducción, tanto como el náufrago casi ahogado que ha logrado arrastrarse hasta la playa necesita una bocanada de aire. Y la necesitaba porque los nuevos principios que empezaban a ver la luz no se intuían a partir de premisas generales, sino que se extraían de los resultados del laboratorio: Galileo haciendo rodar esferas por planos inclinados y midiendo tiempos y recorridos hasta encontrar una relación matemática —la ley de caída de los cuerpos— es un buen ejemplo de un principio extraído por inducción de una serie de experimentos. Galileo no hizo —ni podía hacer, ni era concebible— rodar todas las esferas posibles sobre todos los planos inclinados posibles (lo cual hubiese constituido una tarea infinita), aunque se cuidó de realizar e interpretar sus experimentos en las condiciones más generales imaginables. Y así y todo, el paso de esos casos particulares a la generalización seguía sin estar justificado del todo. ¿Por qué y cuándo y bajo qué condiciones lo que se hace experimentalmente puede ser elevado a la categoría de principio general? ¿Cómo puedo decidir que lo que vale para muchos casos vale para todos los casos?

Bacon, un paso atrás cronológicamente de Galileo, creyó que tenía un método inductivo válido. El objetivo era, como el de casi todos los inductivistas preocupados por garantizar la legitimidad del método, encontrar algún tipo de inducción que superara a la «inducción por simple enumeración» que ya había considerado Aristóteles, esquivando de este modo el escollo del pavo inductivista. Así, Bacon propuso una suerte de «inducción por tablas»: para descubrir la naturaleza del calor, por ejemplo, consideraba que había que hacer tablas de presencia y de ausencia y de grados diferenciales del fenómeno. Está claro que en la luz del Sol hay presencia de calor y que en la luz de la Luna no, con lo cual se demuestra que el calor no es un fenómeno asociado a la luz. Haciendo una lista exhaustiva de fenómenos en los que el calor intervenía de diferentes formas, Bacon confiaba en que se podría manifestar alguna característica presente exclusivamente en los cuerpos calientes y ausente en los fríos y pensaba que así podrían establecerse leyes generales (que él llamaba «formas»). Una regularidad sugerida por este método debía ser comprobada por medio de su aplicación a nuevas circunstancias; si operaba en estas circunstancias, quedaba confirmada.

El problema era la palabra «exhaustiva»: ¿qué significaba exactamente una lista exhaustiva? Significaba muy poco, la verdad, y lo cierto es que el alcance de la inducción baconiana siguió siendo tan provisorio como el de cualquier otra inducción. Es por eso que la filosofía de la ciencia contemporánea, necesariamente, tiende a aceptar la provisoriedad de los resultados científicos. Cosa que el mismo Bacon se ocupó de analizar, digamos de paso: las tablas podían ampliarse y conducir a nuevos resultados.

La búsqueda desesperada de un método sobre el que cimentar el conocimiento está imbricada con el contexto cultural de la época. Los hombres de la Revolución Científica —y en ese sentido Bacon lo es— tratan de buscar una salida, o mejor dicho un reemplazo tanto a las creencias venidas de la Antigüedad, como a las mágico-simbólicas del Renacimiento. El mundo ya no es para ellos un todo orgánico regido por fuerzas espirituales, sino un mundo inerte sobre el cual se elaboran tablas (de tal manera que desaparezcan las «virtudes ocultas», como hará Galileo con el impetus), y en el cual hay que tomar recaudos para no caer en el error.

El error es el horror del científico y filósofo natural del siglo XVII. Para construir un sistema sólido que permita aprehender el mundo, es necesario primero deshacerse de una serie de prejuicios que obstruyen el camino del hombre hacia la verdad. Bacon distingue, en este sentido, cuatro tipos de «ídolos» que se resisten a ser derribados y que hacen que el pensamiento yerre confundido, desviándose a cada paso del sendero del conocimiento. Los ídolos de la tribu son aquellos comunes al hombre en tanto especie (por ejemplo, el tender a imaginar como estables cosas que en realidad son mudables) y requieren, por lo tanto, una revisión crítica de la naturaleza humana en general; los ídolos de la caverna dependen de las disposiciones de cada individuo (ya sean educativas, culturales o naturales); los ídolos del foro derivan del lenguaje, que crea palabras vacías para cosas inexistentes, o bien palabras confusas para cosas existentes, pervirtiendo así los razonamientos (lo cual da pie a una interesante polémica filosófica acerca de la relación entre lenguaje y pensamiento, que será una constante en la historia de la filosofía occidental); por último, los ídolos del teatro se deben a la (mala) influencia de las teorías tradicionales. La eliminación de todos ellos es la condición necesaria para la elaboración de las tablas.

A su modo, Bacon quería que la ciencia escapara de los «primeros principios» obtenidos de manera puramente racional y pretendía que se accediera a ellos por vía experimental. En realidad —tal vez porque era un poco temprano, aunque fue contemporáneo de Brahe, Kepler y Galileo— se le escapó por completo la importancia que habían de tener en la nueva ciencia las matemáticas, a las que subestimaba por ser poco experimentales y atadas a principios generales. Por las mismas razones, subestimaba la deducción. Acaso por ello su plan de innovación general de una ciencia que estaba incorporando las matemáticas a todo vapor estuvo lejos de alcanzar el impacto que él deseaba.

Así, aunque Bacon no hubiera creado la nueva ciencia que anunciaba y en la que se enfrascaría Galileo, sí reflejó el nuevo espíritu (acorde con las nuevas clases mercantiles en ascenso) que pretendía dar a la humanidad el dominio sobre las fuerzas de la naturaleza por medio de descubrimientos e inventos científicos y que manifestaba la necesidad de que la filosofía se separara de la teología. Fue el primero de una larga serie de filósofos de espíritu científico que subrayó la importancia de la inducción. El programa inductivo iniciado por Bacon fue una de las grandes fuentes del pensamiento científico moderno, fue en gran parte tomado como credo por la Royal Society y el propio Newton lo adoptaría en los Principia.

Descartes: el entronamiento de la razón y el universo mecánico

Bacon trató de eludir la filosofía tradicional, pero soslayó el papel que tendrían, por un lado, las matemáticas y, por el otro, el segundo gran método (junto con la inducción) del conocimiento científico: la deducción. Justamente por allí empezó a desarrollar su filosofía René Descartes. Si Bacon quiso edificar una política del conocimiento que permitiera construir una Nueva Atlántida regida por la ciencia (desarrollada inductivamente), Descartes se propuso un objetivo mucho más ambicioso: rehacer toda la filosofía a partir de la deducción.

Descartes nació en 1596 en la Turena francesa y sus primeros estudios le sirvieron para comprender lo poco que sabía del mundo. Pronto comenzó a considerar que el único referente firme y satisfactorio sobre el que se podía construir algo, el único capaz de dar la clave para comprender la naturaleza, era la matemática (una mirada que, como ustedes ya habrán notado, tiñe todo este proceso de la Revolución Científica: baste recordar, aquí, a Kepler o Galileo). A pesar de todo, se recibió en Derecho en la Universidad de Poitiers y luego fue a la escuela militar de Breda. En 1618 comenzó a estudiar matemáticas y mecánica, influido por el inglés Isaac Beeckman (que fue un científico de fuste, uno de los primeros en hablar de la presión atmosférica, y defensor de la existencia del vacío). Pero tuvo que interrumpir cuando se enlistó en el ejército bávaro de Mauricio de Nassau, que luchaba contra España por la liberación de los Países Bajos.

En la noche del 10 de noviembre de 1619 tuvo una revelación acerca de una nueva ciencia «admirable» y se dedicó, desde entonces, a escribir un gran tratado de física, que terminó unos diez años después y que decidió no publicar cuando se enteró de la condena de Galileo y se vio a sí mismo, tan copernicano como el propio Galileo, repitiendo el funesto destino de Giordano Bruno. La época —el horno de la época— no estaba para bollos.

Luego de sus participaciones en enfrentamientos militares en Bohemia y Hungría y un tiempo en Italia, se instaló en París hasta que, en 1628, decidió asentarse en Holanda, famosa por su ambiente liberal, donde vivió durante los siguientes veinte años. En 1649, la reina Cristina de Suecia lo invitó a Estocolmo para que le diera clases y allí fue, huyendo un poco del clima enrarecido que se había producido en Holanda debido en parte a algunas controversias generadas por su obra. Lo que no calculó fue que la reina lo haría ir a las cinco de la mañana todos los días para trabajar en matemáticas, por lo que tuvo que romper con la tradición de levantarse a las once que había mantenido siempre. El frío sueco de las madrugadas terminó con él en unos pocos meses. En 1650 murió de neumonía.

Rehacer la filosofía

Los estudios, como les conté, y según él mismo cuenta, le sirvieron en un principio para darse cuenta de lo poco que comprendía del mundo:

Tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo final suele dar ingreso en el mundo de los hombres doctos, me embargaban tantas dudas y errores que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez más mi ignorancia.

Había que desechar todos los presupuestos y edificar ex nihilo —a partir de la nada—, lo cual significaba reconstruir la filosofía desde cero. Menuda tarea, por supuesto, ya que

toda la filosofía es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que proceden del tronco son todas las demás ciencias.

O sea que si de lo que se trataba era de reconstruir la filosofía, la metafísica, la física y las ciencias particulares, resultaba que había que reconstruir todo el pensamiento, hurgar hasta sus raíces más profundas y extraerlas para verificar si el árbol podía sostenerse y seguir creciendo o si, en definitiva, esas raíces estaban podridas y había que sembrar una nueva semilla.

Estaba claro que veinte siglos de ciencia habían producido un mundo que se derrumbaba preso de sus propios errores. ¿De dónde habían salido esos errores? No se debían a problemas de observación, o a un mal ajuste entre la observación y la teoría, o entre la teoría y el mundo. Para nada. El error residía en el punto de partida, ya que el mundo, el lenguaje de las cosas, es confuso y no da ninguna seguridad. La pregunta «¿cómo es la realidad?» había sido contestada dando por sentado el mundo, y los resultados —estaba a la vista— distaban de ser satisfactorios. Había que partir de algún otro lado.

Lo que Descartes intentó hacer fue justificar que se podía alcanzar un conocimiento claro y distinto del mundo, y para ello necesitó poner todo (literalmente todo) en duda y encontrar una certeza tan absolutamente cierta e inconmovible que a partir de ella se pudieran derivar, por deducciones, otras certezas igual de ciertas e inconmovibles. Si los sentidos engañan, si el razonamiento tampoco está libre del error, ¿por dónde se puede empezar a construir conocimiento?

La respuesta cartesiana es tajante: por el yo pensante. Porque yo puedo dudar de los sentidos, que han demostrado que me engañan habitualmente (como cuando veo el sorbete torcido dentro del vaso de agua), puedo dudar de la razón (que comete errores lógicos) y hasta puedo dudar de la matemática, porque puedo suponer que hay un genio maligno que hace que todos mis razonamientos, incluso los matemáticos, fallen. Es decir: cualquier objeto que caiga bajo mi pensamiento (sea empírico, sea matemático) puede ser un engaño. Esto nos llevaría al más profundo escepticismo —una corriente que, dicho sea de paso, venía siendo revitalizada en Francia desde Michel de Montaigne (1533-1592)—. Pero el escepticismo era una postura que ya no podía seducir a un hombre del siglo XVII: no era posible seguir admitiendo la imposibilidad de conocer, seguir admitiendo que el mundo excedía las posibilidades y capacidades humanas y resignarse a vivir en una confortable ignorancia. ¿Y entonces? Entonces había que buscar un nuevo punto de partida.

Mientras yo pienso, dice Descartes, puedo dudar de la empiria, de la razón y de la matemática, puedo pensar que todo lo que pienso es falso. Pero lo que no es falso, y no puedo dudar de ello, es que estoy pensando:

Hube de constatar que, aunque quisiera pensar que todo era falso, era por fuerza necesario que yo, que así pensaba, fuese algo. Y al observar que esta verdad «pienso luego soy » (cogito ergo sum) era tan firme y sólida que no eran capaces de conmoverla ni siquiera las más extravagantes hipótesis de los escépticos, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que yo buscaba.

Así, puedo estar pensando cualquier disparate, pero lo que es indudable es que estoy pensando. Y si pienso, soy, o sea: existo. Descartes ha demostrado (o ha creído demostrar) la existencia de algo absolutamente cierto y autoevidente: yo soy una cosa que piensa. A partir de ese punto de partida edificará toda su filosofía.

Porque esa cosa que piensa, si se queda en eso, termina como Parménides, o como Meliso de Samos, ya no contemplando el Ser sino contemplando el propio pensamiento, lo cual es exactamente lo que se llama solipsismo (sólo existo yo y mis pensamientos y de ahí no se puede pasar). Pero si lo que se quiere es avanzar en el conocimiento del mundo, es necesario que esa cosa que piensa pueda decir algo sobre la verdad o la falsedad de sus pensamientos.

¿Cómo hacerlo? Por empezar, distinguiendo entre los pensamientos: los hay oscuros y confusos, por un lado, y claros y distintos por el otro. La manera de alcanzar los últimos, que son los únicos que valen, es seguir a rajatabla cuatro reglas metódicas. La primera aconseja poner en duda, sistemáticamente, todo saber establecido (resuena, aquí, el eco de los ídolos del teatro de Bacon); la segunda, dividir los problemas en otros menores más manipulables; la tercera indica que una vez que se tienen esas pequeñas partes solucionadas hay que usarlas como peldaños de una escalera que permita ascender hacia la comprensión de lo más complejo, y la cuarta es la de siempre corroborar que, en cada paso de nuestro razonamiento, no se haya pasado nada por alto.

Hay una quinta regla, que Descartes obviamente no explicita como metodológica (y que en realidad no lo es), y que es la de no levantarse nunca antes de las once de la mañana. Pero justamente la violación de esta regla en Estocolmo, como ya les conté, le costó la vida.

Digresiones aparte, gracias a estas reglas —que en el fondo no eran tan originales, ya que muchos filósofos desde la Antigüedad habían hablado del análisis y la síntesis— enunciadas en el famoso Discurso del Método, Descartes llega a la certeza del yo pensante. Pero, como venía diciéndoles, lo que hay que legitimar es el conocimiento que ese yo tiene del mundo. El yo está repleto de ideas, algunas que crea él mismo de manera más o menos arbitraria (ideas artificiales), algunas que le vienen de su confrontación con la empiria (ideas adventicias) y algunas que lo constituyen en tanto que sujeto (ideas innatas). Lo que tiene que hacer Descartes para escapar del solipsismo es mostrar que esas ideas que se generan dentro de nosotros no son meros caprichos sin sentido, sino que tienen alguna razón de ser. ¿Cómo lograrlo? Examinando cuidadosamente las ideas.

Y efectivamente, en su exploración de las ideas que tiene «esa cosa que piensa», se topa con una idea muy especial: la de una sustancia

infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente y por la cual yo mismo y todas las demás cosas que existen (si es que de verdad existen cosas) hemos sido creados y producidos.

Esa idea no es otra que la idea de Dios. Y la idea de Dios tiene que venir de algún lado… ¿y de dónde podría venir si no es de una sustancia que, efectivamente, posea los rasgos de infinitud, eternidad, independencia, omnisciencia? ¿Cómo podría yo mismo haberme creado la idea de un ser con todos esos rasgos? La existencia de la idea de Dios en mi cabeza (o en la cabeza de Descartes, para ser más precisos) prueba que Dios existe, y esta prueba le permite escapar del laberinto aparentemente sin salida del yo.

Y esto es esencial, porque si ese ser infinitamente bondadoso rige el destino del mundo, es evidente que no puede permitir que el genio maligno me engañe del todo. Me garantiza que en tanto yo opte por las ideas claras y distintas y respete las cuatro reglas del método, no caeré en el error. ¿Y cuáles son las ideas claras y distintas por antonomasia? Las ideas matemáticas, las geométricas. Queda así legitimado el conocimiento matemático. Y, por lo tanto, el mundo que surja de este razonamiento será un mundo basado en la geometría, un mundo de pura extensión, que Descartes identifica con la materia.

La naturaleza de la materia o del cuerpo tomado en general no consiste en ser una cosa dura, pesada, coloreada o que incide en nuestros sentidos de alguna otra forma, sino sólo en que es una sustancia extensa en longitud, anchura y profundidad (…), su naturaleza consiste sólo en esto: es una sustancia que posee extensión.

Y además de la extensión, otros dos atributos geométricos: la figura y el movimiento.

Habrán notado que en toda esta construcción cartesiana no hay ninguna apelación empírica. Él no dice: se observa esto o aquello y entonces… No, él razona como si su metafísica fuera una geometría, y haciéndolo de este modo construye el trípode yo-Dios-mundo por medios puramente mentales, racionales. Esto ya nos da una pista del rumbo que tomará su física. Porque… ¿qué es lo no empírico en la física? Lo que funciona de manera racional, el mecanismo. El mundo cartesiano será, pues, un enorme mecanismo donde las esferas pueden rodar sobre los planos inclinados y se puede despreciar el fenómeno secundario del rozamiento.

Nada más lejos de la inducción baconiana, que trataba de buscar regularidades a partir de la empiria.

Física cartesiana

La imaginación y la sensibilidad, siempre y cuando estuvieran bien utilizadas (es decir, siempre y cuando respetaran a pie juntillas las reglas del método) tenían que conducirnos a razonamientos confiables acerca del mundo material. Estos «razonamientos confiables», a decir verdad, no fueron para nada felices, aunque la influencia que tuvo el sistema cartesiano en la cultura francesa fue enorme. Pongamos, por ejemplo, la opinión que emitía tras devorar la obra de Galileo en unas horas:

Todo (lo que éste dice) de la velocidad de los cuerpos que caen en el vacío, etc., está construido sin fundamento, pues antes habría tenido que determinar qué es el peso, y si hubiera sabido la verdad, habría sabido que el peso en el vacío es nulo.

Además de notar que aquí sobrevive un fuerte rescoldo sustancialista (hay que saber qué es el peso, cosa que no preocupaba en absoluto a Galileo), es importante que recordemos que, para Descartes, el vacío, por definición, no podía existir: dado que el espacio mismo era consustancial con la materia, el universo estaba constituido por un plenum, un lleno total de materia sutil, de éter, que, a lo sumo, presentaba diferentes densidades en toda su superficie. Lo cual permitía explicar muchos fenómenos, como por ejemplo el peso: si un cuerpo tenía menos materia que el aire que lo rodeaba, ese exceso de materia que se encontraba en el cielo producía una presión sobre el cuerpo hacia el centro de la tierra, es decir: el peso. Esta teoría del peso, que no se derivaba de ninguna fuente experimental sino del puro intelecto, parece algo débil y efectivamente lo era, lo que no fue obstáculo para que, sobre todo los franceses, la tomaran al pie de la letra.

El movimiento también se explicaba desde su teoría del plenum. Tal como lo había expuesto Galileo, el movimiento cartesiano era relativo: «es» sólo en relación con otro objeto en reposo. Un cuerpo no cambia su estado de movimiento (o de reposo) si no es porque choca con otro cuerpo y estos choques producen movimientos rectilíneos. Es una hipótesis no muy lejana a la de la inercia: los cuerpos siguen en movimiento rectilíneo a menos que algo varíe ese estado. Ahora bien: ¿cuál es el motor que inicia el movimiento?

Por su omnipotencia, Dios ha creado la materia con el movimiento y el reposo, y conservado ahora en el Universo, por su concurso ordinario, tanto movimiento y tanto reposo como puso en él al crearlo.

Así, la inercia cartesiana distingue entre el movimiento y el reposo, más o menos al mismo tiempo que Galileo demostraba que no hay distinción entre el movimiento rectilíneo y uniforme y el reposo. Por otra parte, la cantidad de movimiento total que Dios había impreso al mundo en sus orígenes pasaba de un objeto a otro pero se mantenía constante siempre. Algunos cuerpos se detenían al entrar en contacto con otro, pero su movimiento pasaba a estos últimos que comenzaban así a moverse: aquí muchos leen un antecedente del principio mecánico de conservación de la cantidad de movimiento (la cantidad de movimiento de un móvil es el producto de su masa por su velocidad).

El universo cartesiano, lleno de una materia sutil, estaba regido por el principio de conservación del movimiento y el principio de inercia, con los cuales, con una buena dosis de voluntad, y muchísima pero muchísima imaginación, se «explicaba» todo, incluso los movimientos planetarios. Porque el éter cartesiano no se limitaba a llenar, como una mera presencia ontológica que tranquilizaba conciencias con horror al vacío. Nada de eso: el éter era activo. El postulado del cual partía Descartes, a saber, que la fuerza no puede transmitirse sino por la presión o el impacto (esto es, sólo por contacto y nunca por acción a distancia, piedra del escándalo y núcleo de las críticas racionalistas a la gravitación newtoniana) forzaba al éter cartesiano a la acción, formando torbellinos o vórtices que arrastraban a los cuerpos, generando el movimiento y transportando las acciones a distancia, ya fuera la gravitación, ya fuera la luz, o el magnetismo. Descartes sacó al éter de su pereza ontológica y lo obligó a trabajar: puesto que no había acción a distancia, alguien debía transportar lo transportable, y el éter se encargó de ello, convirtiéndose, en el sistema de Descartes, en la fuerza activa más potente del universo, aunque desde ya era imposible saber de qué estaba hecho o qué clase de cosa era.

Los torbellinos eran, al mismo tiempo, los que mantenían el movimiento de los planetas, aunque su inventor nunca se preocupó de ver si se ajustaban a las leyes de Kepler sobre el movimiento planetario. Lo cual era una clara muestra de que su mundo era una deducción mental, un mundo puramente geométrico, extraído de principios metafísicos, y sin recurrencia al experimento.

El cartesianismo tuvo un impacto muy grande en la ciencia francesa y europea; fue el punto de resistencia a la mecánica newtoniana y bien avanzado el siglo XVII nada menos que Euler y Bernoulli basaron su teoría del magnetismo en los torbellinos cartesianos. Pero era una física más bien cualitativa, que no permitía predecir nada en el alegre caos de torbellinos de éter. En realidad, todo este sistema era un disparate grandioso, un dislate de dimensiones aristotélicas. Pero estaba sostenido por la autoridad de Descartes y su inmenso prestigio.

Obviamente, no todo el mundo estaba conforme con el imperialismo cartesiano. Huygens (1629-1695), de quien ya hemos dicho algo, escribió:

Descartes, que me parece que estaba celoso de la fama de Galileo, tenía la ambición de ser considerado el autor de una nueva filosofía, que se enseñara en las universidades en lugar del aristotelismo.

Pero fue Newton quien, tras estudiar la teoría, la destruyó sin demasiadas complicaciones y matemáticamente, convirtiéndose en aquello que, según Huygens, Descartes estaba buscando. Primero en el segundo libro de los Principia, y luego en el Escolio general.

La hipótesis de los vórtices se ve acosada por muchas dificultades.

Y después, en un párrafo letal, termina:

Las revoluciones del Sol y de los planetas en torno de sus ejes, que deberían concordar con los movimientos de los vórtices, discrepan de todas estas proporciones. Los movimientos de los cometas no pueden explicarse por los vórtices. Los cometas se desplazan con movimientos muy excéntricos, cosa que no podría ocurrir si no se suprimen los vórtices.

El hombre máquina

Otro rasgo del mecanismo de Descartes está dado por su concepción de los animales como máquinas, una suma de pequeños relojitos y mecanismos gobernados enteramente por las leyes de la física y exentos de sentido o conciencia (excepto los hombres, claro, que sí la tienen). Según él, estos animales/máquina, que poseían una complejidad mucho mayor que la que jamás podría producir el hombre, no sentían dolor.

Los hombres, a diferencia de los otros animales, poseían un alma, cuyo contacto con el cuerpo se producía en la glándula pineal (una afirmación discutible si las hay). Esta diferencia era esencial y alejaba totalmente la vida animal de la vida humana y creaba una oposición entre las conductas mecánicas y las razonables.

La vida no era más que un fluido, que iba del corazón al cerebro en la sangre y de allí al resto del cuerpo para dirigir las funciones vitales. La biología misma, para Descartes, era una rama de la mecánica: los organismos vivos eran, en última instancia, pequeños fenómenos físicos acumulados.

Es por eso que Descartes acogió con entusiasmo el libro de William Harvey (1578-1657) Movimiento del corazón y la sangre en animales de 1628, en el que se explicaba la circulación de la sangre, y siempre tuvo la esperanza de hacer algún descubrimiento importante en ese campo científico.

Este dualismo cuerpo y alma permitió algunas situaciones algo drásticas, como la que vivió el más famoso seguidor de Descartes, Malebranche, cuando, caminando por la Rue Saint Jacques, pateó a una perra embarazada y, frente a las críticas de sus compañeros, respondió que más valía ocuparse del dolor humano, el verdadero dolor, y no del de una máquina inconsciente que no sabía lo que hacía sino que simplemente respondía a estímulos.

La filosofía de Descartes, muy poco generosa con los animales (más que poco generosa, más bien siniestra) justificaba los experimentos de vivisección, que entonces se practicaban a rolete.

La geometría analítica

Si la física de Descartes era insatisfactoria, como vimos que demostró Newton, sus matemáticas fueron, en cambio, espléndidas, geniales. Hay cierta coherencia profunda en este asunto: al fin y al cabo, no es para extrañarse que de una posición tan metafísicamente racional las matemáticas dieran mejores resultados que la física. Las matemáticas eran uno de los pocos saberes antiguos que Descartes respetaba, aunque lo encontraba terriblemente incompleto y caótico por no haber sido nunca enmarcado en una metodología clara, en una justificación teórica válida. Por eso se propuso crear una matemática general más amplia y coherente, y que fuera modelo de todas las otras ciencias.

Su creación, la geometría analítica, cuya invención comparte con el gran matemático francés Pierre Fermat (1601-1665), fue una verdadera revolución: le permitió transformar los problemas geométricos en algebraicos.

Su método, que expuso en el libro Geometría de 1638, se puede resumir brevemente y con notación moderna: mediante dos ejes de coordenadas, asociaba a cada punto geométrico un par de números. Lo cual le permitía encontrar las relaciones algebraicas que cumplen los puntos de una curva, y obtener una ecuación que la representa. Así, por ejemplo, una figura geométrica puede expresarse con la notación y= f(x).

Descartes estaba más que orgulloso de su descubrimiento, que había elaborado prácticamente de cero, y se vanagloriaba públicamente de haberlo hecho. Y lo cierto es que había motivos para envanecerse: la geometría analítica cerraba una brecha que se había abierto en la matemática griega, que deliberadamente había separado los dos campos. El álgebra y las matemáticas se transformaron en brújulas que permitieron guiarse mejor a quienes transitaban por la geometría.

La geometría analítica es una creación realmente impresionante, que marca un antes y un después, que fue mucho más productiva que sus devaneos sobre la materia sutil, y que permitió el surgimiento del cálculo diferencial e integral. Geometría analítica y cálculo infinitesimal serán el lenguaje matemático que hablará la nueva ciencia.

Conclusión cartesiana

Los filósofos no necesariamente son buenos científicos y Descartes no lo fue: su contribución consistió, fundamentalmente, en la concepción de un mundo mecánico; el resto de sus aportes a la ciencia (salvando la genialidad de la geometría analítica) fueron mínimos, e incluso reaccionarios, en un momento en que casi todos los científicos (incluyéndolo a él mismo) estaban imbuidos de la idea de progreso.

Tampoco es verdad que Descartes no hiciera experimentos: los hizo en óptica, terreno donde dedujo la ley de la refracción, y también en mecánica, donde experimentó con el choque, deduciendo una serie de leyes, casi exclusivamente falsas. También tuvo intuiciones importantes en relación con el origen de la Tierra (imaginó que era una estrella como el Sol que se había enfriado, o un trozo del Sol que se había desprendido y también enfriado), y sobre la estructura interna de nuestro planeta.

Descartes, salvando las diferencias, recuerda un poco a Aristóteles, que planteaba bien los problemas, pero los resolvía con elementos traídos de los pelos. Por eso lo más valioso de Descartes no era la forma en la que encontraba leyes —generalmente erróneas— sobre el mundo, sino su vocación por sintetizar los problemas en un número reducido de conceptos que se pudieran manejar y su concepción de un mundo mecánico, vacío de fantasmas (aunque no de materia), lo que resultó un estímulo invalorable para la ciencia moderna.

Avatares y conflictos

La más importante de las instituciones científicas del siglo XVII, la Royal Society, adoptó explícitamente el programa baconiano; sin embargo, sus miembros más conspicuos, y científicos de primer orden como Boyle o Hooke, si bien no dejaban de ser empiristas, eran plenamente conscientes de que la confección de tablas y la acumulación de datos sin un pensamiento rector y organizador (¿qué datos buscar y considerar?, ¿qué datos excluir?), no llevaba a ninguna parte. Pero una postura como la cartesiana les resultaba imposible, y no sólo por las falacias de su física, por ejemplo respecto del vacío (que Boyle y Hooke producían con sus bombas neumáticas), o la acción a distancia (que producía el sacro horror de los cartesianos) sino porque no podían aceptar que la física, la química, y la ciencia positiva en general, se derivaran de una metafísica, que debía, eso sí, parecerles uno de los temibles «ídolos» de sir Francis que justamente se debían evitar.

De cualquier manera, la mera recolección de datos obviamente no bastaba y era necesario usar las armas de la deducción: ¿pero cómo usarlas sin caer en la idolatría y el error? ¿Cómo solucionar el dilema?

Muy a la inglesa, pragmáticamente y mediante un compromiso.

El compromiso de 1687

Tanto el inductivismo baconiano como el racionalismo de Descartes coincidían en proponer el progreso de la ciencia y en aconsejar el manejo de saberes prácticos para el progreso de la humanidad, pero aparentemente había una oposición irreductible en la fundamentación de un método que permitiera dar carta de ciudadanía a la verdad en la nueva ciencia. Bacon quiso construir una nueva sociedad basada en esa nueva ciencia, Descartes pretendió reconstruir el mundo basándose en la razón geométrica, pero ni uno ni otro parecían fundamentar suficientemente la física newtoniana. Aunque Newton, en su primera regla del método, parecía optar muy directamente por la postura baconiana:

Las proposiciones obtenidas por inducción a partir de los fenómenos han de ser tenidas, en filosofía experimental, por verdaderas o exactas o muy aproximadamente, hasta que aparezcan otros fenómenos que las hagan o más exactas, o expuestas a excepciones.

Pero Newton no explicaba qué era lo que lo autorizaba a realizar la inducción. O sea que aparentemente seguíamos estancados en el mismo problema de la generalización injustificada.

Pero hete aquí que no es así. Los Principia, que señalaron el camino en tantos aspectos, también lo señalaron metodológicamente al dar una pauta que justificaba el uso de la inducción. Y esa pauta, aunque no explícitamente, implica un a priori, una petición de principios de tipo cartesiano.

Por empezar, el núcleo de la construcción newtoniana no son los datos, sino que su núcleo son los fenómenos, y de los fenómenos se extraen los datos. Pero para poder generalizar un fenómeno, como la ley de caída de los cuerpos, digamos, que en la naturaleza tal como la vemos es confusa y se produce de maneras completamente distintas, hay que desechar las razones circunstanciales que diferencian una ocurrencia del fenómeno de las otras: hay que destilarlo.

¿Pero cómo hacerlo? Pues creando un lugar especial, donde se pueda percibir el fenómeno con la mayor generalidad posible, y ese lugar es el laboratorio. En el laboratorio no se examina el fenómeno tal como lo vemos en el mundo, sino que se lo produce en condiciones ideales, de tal manera que aparezca como claro y distinto eliminando (mediante una acción racional, o experimento mental) los elementos secundarios como el rozamiento, por ejemplo, o las imperfecciones de los aparatos. El laboratorio, mediante esta operación racional, queda disgregado del espacio empírico engañoso: el laboratorio es un trozo del espacio isotrópico sobre el cual transcurre el tiempo matemático.

Pero como el espacio es isotrópico, es decir, todos los puntos son equivalentes en todas direcciones, así como todos los instantes de tiempo matemático, pasados o futuros, son equivalentes, el fenómeno producido de esta manera es representativo del mismo fenómeno producido en cualquier otro lugar o tiempo (del mismo que una naranja es representativa de todas las naranjas si sabemos a priori que son todas homogéneas, como los puntos geométricos y los instantes de tiempo matemático). El péndulo no oscila geométricamente en ese momento, sino en todos los momentos, y en todos los lugares. ¿Por qué habría de variar?

Ahora bien: la isotropía del espacio y el tiempo no es algo que se deduzca de la empiria, sino que se trata de un a priori metafísico, aunque diferente, muy parecido al a priori geométrico de Descartes. Claro que ahora el espacio no es consustancial con la materia, puede existir por sí mismo, es autónomo y previo, es un receptáculo donde se desarrollan los fenómenos, y claro está, puede estar vacío.

La acción a distancia, el punto más débil de la física newtoniana, que no encajaba para nada con el precepto cartesiano de la acción cuerpo a cuerpo, quedaría pendiente hasta el compromiso de 1758. Es decir, el método que sale de los Principia es inductivo, pero en condiciones especiales que exigen un compromiso racional a priori.

El compromiso de 1758

La vuelta del cometa Halley marcó el triunfo en gran escala (¡astronómica!) de la ciencia newtoniana, y una terrible demostración de la fuerza y la potencia pavorosa de la Ley de Gravitación Universal, y aunque los vórtices cartesianos todavía persistirían, un poco por tradición y un poco por nacionalismo —eran vórtices franceses, al fin y al cabo—, paulatinamente, el compromiso inglés de 1687 y los Principia se fueron extendiendo a toda la ciencia europea: la acción a distancia, el vacío, los corpúsculos, los átomos, irrumpieron en el mundo mecánico de Descartes, ahora colonizado por el espacio y tiempo geométricos de Newton y por la acción a distancia de una fuerza, como la gravedad, de cuya naturaleza no se sabe nada, y sobre la cual «no se formulan hipótesis».

Pero además, la ciencia newtoniana representaba todo un «programa», una indicación que mostraba cómo proceder con lo que se sabe y cómo abordar lo que no se sabe. La Revolución Científica culminaba con un método y una forma de hacer ciencia que se extendería a todas las disciplinas, cuya mayor aspiración sería, desde entonces, acceder a un conocimiento tan sólido como el que había conseguido Sir Isaac.