CAPÍTULO 19

Los éxitos de la ciencia experimental

Aunque hasta ahora fuimos rastreando los pasos de la Revolución Científica, desde Copérnico a Newton, y la formación del método experimental desde Bacon hasta el compromiso de 1758, siguiendo la paulatina resolución de los problemas del movimiento terrestre y celeste como línea conductora, es obvio que la Revolución Científica no fue la obra de un puñado de grandes figuras, sino el resultado del trabajo de cientos de matemáticos y filósofos naturales que estaban empeñados en construir una nueva imagen del mundo y una nueva ciencia que lo describiera.

Así, esa línea principal que se fue trazando no fue la única en la que brilló la nueva ciencia racionalista y experimental. Si me permiten una metáfora bélica —ya que hablamos de Revolución—, alrededor de la batalla principal —o la que elegí como principal— se producían multitud de escaramuzas, para nada secundarias. La medicina, el magnetismo, el estudio de los gases y el vacío tuvieron sus propias batallas, a veces indecisas durante un tiempo, mientras el nuevo método y la nueva manera de pensar se imponían sobre todas las disciplinas, y muchas de ellas arrancaban en el camino de transformarse en «ciencia newtoniana».

Dicho todo esto, hablemos un poco de los grandes éxitos de la ciencia experimental.

William Gilbert y el magnetismo

Es difícil dar cuenta ordenadamente de los adelantos producidos en la ciencia experimental, y eso se debe, en buena medida, a que los científicos de la época todavía no trabajaban de una manera completamente metódica sino que iban probando en diferentes disciplinas y formulando teorías a veces más exitosas, a veces menos. Por eso, en algunos casos (como el que viene a continuación) se corre el riesgo de que el relato de los avances parezca una mera enumeración. Pero tengan paciencia, porque cada ladrillo que se pone es fundamental para el edificio entero.

En el año 1600 se publicó De Magnete Magneticisque Corporibus, et de Magno Magnete Tellure (Sobre el magnetismo, los cuerpos magnéticos y el gran imán que es la Tierra), De Magnete para los amigos y para nosotros, del médico inglés William Gilbert, una obra que estudiaba a fondo el fenómeno del magnetismo y que generó, por su método, el entusiasmo de Galileo y, por sus ideas, ejerció una profunda influencia en Kepler, que, como les conté cuando hablamos de él, imaginó fuerzas magnéticas entre los planetas que transformaban las órbitas circulares en elípticas. Gilbert es considerado por algunos como el primer científico moderno, clasificación un poco apresurada, pero digna de consideración.

Nació el 24 de mayo de 1544 en Colchester, al nordeste de Londres, en el seno de una familia importante de la localidad, tuvo una posición cómoda en la sociedad y no pasó en ningún caso por las difíciles situaciones que tuvieron que atravesar Kepler o Galileo por la angustia de la falta de dinero; en 1558 fue a Cambridge, donde adquirió el grado de doctor en Humanidades y en 1569 el de doctor en Medicina. Después viajó por el continente durante varios años, hasta que se estableció en Londres, donde llegó a ser miembro de la junta de gobierno del Royal College of Physicians en 1573 (que era una de las instituciones prestigiosas de la ciencia inglesa, y más tarde semirrival de la Royal Society). Gilbert fue un médico importante y de mucho éxito, y fue ocupando uno tras otro casi todos los cargos del Royal College. En 1600 se transformó en médico personal de la reina Isabel I, la misma bajo cuyo período floreció el famoso teatro inglés que tuvo como máximo exponente a Shakespeare. Cuando la reina murió, en 1603, fue nombrado médico personal por su sucesor, Jacobo I, pero falleció casi inmediatamente, el 10 de diciembre de ese mismo año.

Y así y todo, no fue en el terreno de la medicina en el que Gilbert llevó a cabo los trabajos que lo hicieron famoso sino en el de la física: durante dieciocho años se dedicó al estudio del magnetismo (y un poco al de la electricidad).

Por supuesto que no era el primero: el análisis de las propiedades magnéticas y, sobre todo, la sorpresa ante las inexplicables virtudes de la «piedra imán», databan de antiguo, lo cual no es para nada extraño: las características de los imanes son o resultan verdaderamente extraordinarias, y ésa es la razón por la cual los chicos suelen (o solían) jugar con ellos. Además, estaban rodeados desde la Antigüedad de leyendas fabulosas, como la de la existencia de una montaña entera formada de piedra imán, que arrancaba los clavos y cuanto objeto de hierro hubiera en los barcos que osaban acercársele.

Lo cierto es que los imanes ya estaban pasablemente descriptos desde la Edad Media. En 1269, por citar sólo un caso, el estudioso Pedro de Mauricourt, el Peregrino (quien, de paso, había sido calificado por Roger Bacon como el más importante científico de su época), escribió una Epistola de magnete, donde examinaba meticulosamente las propiedades de la piedra imán y las enumeraba: dos polos distintos se atraen y dos iguales se rechazan; un imán siempre tiene dos polos, y si se lo parte no se obtienen «polos separados», sino que cada una de las partes recupera la bipolaridad. Además, había llegado a diseñar dos brújulas, una flotante y otra sobre un pivote, y presentó la primera discusión sobre la brújula en Occidente.

Pero no fue éste el libro que condujo a Gilbert a ocuparse del magnetismo sino uno un poco más contemporáneo: Magia Naturalis, de Dalla Porta, un verdadero bestseller de «ciencia» popular que mezclaba algunas pocas intuiciones verdaderamente científicas con la parafernalia inagotable de la magia renacentista. Valga, para demostrarlo, un ejemplo:

Se cree que la piedra imán produce melancolía; se la emplea para preparar brebajes de amor, se afirma que la piedra frotada con ajo pierde su poder de atracción, poder que recobra cuando se la unta con sangre de macho cabrío.

Gilbert, hombre de la Revolución Científica en ciernes, se ocupó de destruir las afirmaciones gratuitas y mágicas de Dalla Porta, usando puntillosamente y de modo sistemático el método experimental y tirando abajo todas las características fantasiosas que se les habían atribuido a los imanes. No era tan difícil, a decir verdad. El autor de Magia Naturalis decía, por ejemplo, que un trozo de hierro frotado con diamante se magnetizaba. Gilbert, por supuesto, repitió el experimento con un resultado devastador (al menos, devastador para la seriedad de Dalla Porta):

He realizado esta experiencia con setenta y cinco diamantes en presencia de varios testigos; he empleado barras de hierro y trozos de alambre, manipulándolos con sumo cuidado mientras frotaba, mediante soportes de corcho sobre agua. No obstante, nunca logré observar el fenómeno indicado por Dalla Porta.

Les cuento que no pude resistir e hice la prueba del ajo, que supuestamente quita las propiedades magnéticas, con un imán de esos que sirven para pegar en la heladera. Obtuve los mismos resultados que Gilbert, y la verdad es que, si no hubiera sido así, me habría muerto del susto. A veces no se entiende cómo creencias completamente absurdas, como la del ajo, de fácil refutación cotidiana, pudieran perdurar tanto tiempo.

Sea como fuere, ése es un resultado que obtuve con un determinado diente de ajo y un determinado imán. ¿Qué me autoriza a generalizar, como lo hizo Gilbert, a todos los stickers pegados en la heladera, y luego a todos los imanes? Aquí vemos el componente fuertemente inductivo, adelantado por Gilbert, de la ciencia moderna.

Sin embargo, con experimentación e inducción no alcanza para entender cómo se va constituyendo esa ciencia moderna. Y efectivamente, Gilbert no se quedaba en los experimentos, sino que teorizaba sobre ellos:

En el descubrimiento de cosas secretas y en la investigación de causas ocultas, se obtienen razones más poderosas mediante experimentos seguros y argumentos demostrados, que a partir de conjeturas probables y de opiniones de especuladores filosóficos. Esta obra nada afirma que no haya sido muchas veces controlado.

Cosa que haría las delicias de Galileo, que empezaba a aplicar el mismo método a la mecánica.

Como buen científico al filo de la Modernidad, Gilbert no podía despreocuparse del método. A «aquellos filósofos que discursean basándose en unos pocos experimentos vagos y no concluyentes», les recomendaba, dado que «es fácil cometer equivocaciones y errores en ausencia de experimentos fiables»

manejar los objetos con cuidado, con destreza y habilidad, no con descuido o con torpeza; cuando un experimento fracasa, no permitamos que en su ignorancia condenen nuestros descubrimientos, porque no hay nada en estos libros que no haya sido investigado, y realizado una y otra vez, y repetido ante nuestros ojos.

Utilizando este método cuidadoso, Gilbert seguía muy de cerca a Petrus Peregrinus y probaba y confirmaba resultados adelantados por él unos siglos antes, como la atracción y la repulsión de los polos magnéticos y la bipolaridad permanente de un imán, independientemente de cuántas veces se lo divida. Comprobó también que la acción magnética atravesaba láminas de madera y metal, mostró que una aguja no aumentaba de peso al ser imantada y concluye que la imantación «es una propiedad imponderable, una virtud» del imán, inscribiéndose en la línea renacentista: recordemos que la misma palabra, «virtud», era utilizada para describir esa cosa imponderable (por inexistente) que era el impetus, agente del movimiento. Si hubiese sido plenamente moderno (es decir: newtoniano), Gilbert hubiera dicho que sobre la naturaleza de la fuerza magnética no se formulan hipótesis, pero faltaba mucho para la famosa frase de Don Isaac, que en realidad ni siquiera había nacido. Su demostración de que los imanes calentados a altas temperaturas pierden sus virtudes magnéticas lo llevó a conjeturar algo sobre esa «naturaleza»: supuso que el magnetismo se debe a un ordenamiento (¿de los corpúsculos?) del metal imantado, que es destruido por la temperatura:

Convulsionado por el calor, el hierro toma una forma confusa y perturbada, de manera que no es más atraído por el imán y pierde su fuerza de atracción, cualquiera sea la manera como la adquirió.

Aquí asomaba también la teoría corpuscular de la materia, de la que fue un fuerte defensor, y del calor, que era concebido como una agitación de los átomos. También, en una línea que más tarde se llamará newtoniana, mostró que los imanes no sólo actúan a distancia, sino que son capaces de imantar a distancia, conclusión que sería rechazada por Descartes, quien diría, como pueden sospechar, que la «virtud magnética» era transportada por sus insulsos y arbitrarios torbellinos.

Petrus Peregrinus, después de rechazar la existencia de grandes minas de piedra imán en los polos, atribuía el origen del magnetismo a los cielos, encargados de orientar la brújula; Gilbert se apartó de esta línea de pensamiento y concibió a la Tierra como un gran imán, aunque el hecho de que no pudiera distinguir los polos magnéticos de los geográficos le impidió explicar fenómenos como la declinación de la brújula, y supuso que el magnetismo se confunde con el «alma de la materia».

Petrus Peregrinus afirma que la dirección de la aguja está dada por los polos celestes. Cardano opinaba que la estrella en la cola de la Osa Mayor engendraba las oscilaciones de la brújula… Así es la costumbre del ser humano, cosas cercanas le parecen despreciables, las lejanas le parecen caras y son el objeto de su nostalgia.

Y si la Tierra era un gran imán… ¿por qué no habrían de serlo los demás planetas? Esto muestra que sus intereses incluyeron la astronomía, y que era un decidido copernicano que veía a los planetas como similares a la Tierra y sostenía que era el juego de las fuerzas magnéticas el que los mantenía en sus órbitas. Pero, además, mostró lo fácil que es explicar la precesión de los equinoccios desde el sistema copernicano, sugirió que las estrellas están situadas a diferentes distancias de la Tierra y no todas adheridas a una esfera de cristal, como ya lo habían hecho Thomas Digges y Giordano Bruno, y que podrían ser cuerpos celestes similares al Sol rodeados por las órbitas de sus propios planetas habitables.

Su investigación sobre la electricidad producida frotando con seda objetos hechos de sustancias como el ámbar o el cristal fue menos completa que su estudio sobre el magnetismo, pero determinó que la electricidad y el magnetismo eran fenómenos distintos, lo cual no es poca cosa (de hecho, acuñó la palabra «eléctrico» en este contexto), aunque recién más de un siglo después el físico francés Charles Du Fay (1698-1739) descubriría que existen dos clases de carga eléctrica, que se comportan en cierto modo como polos magnéticos, por el hecho de que las cargas del mismo tipo se repelen entre sí, mientras que las cargas opuestas se atraen. En realidad no es así, y no hay «dos electricidades», como veremos cuando suene la «hora eléctrica» y se prendan las luces respectivas.

Sus investigaciones fueron tan minuciosas y precisas que no hubo ninguna novedad importante en el terreno del magnetismo durante dos siglos, hasta los trabajos de Michael Faraday, lo cual lo convierte no sólo en un gran científico sino también en un ineludible precursor.

La Royal Society y las primeras academias

Ya dije varias veces que la ciencia es, por definición, pública, y que se forma por el trabajo colectivo de muchas personas interesadas en descifrar el mundo. En estos siglos que estamos revisando, y que constituyen el punto de inicio de la ciencia tal como la conocemos hoy, fue central un nuevo modelo de institución que permitía agrupar personas que tenían mucha curiosidad y el deseo de investigar la naturaleza de las cosas.

La primera fue la Accademia dei Lincei (Academia de los Linces) de Roma, cuyo nombre se inspiró en la aguda mirada de ese felino. Fue fundada en 1603 por cuatro jóvenes. Uno de ellos, Federico Cesi, de 18 años (1585-1630), era el hijo del Duque de Acquasparta. Entre los otros tres, apenas mayores que Cesi, había un médico holandés. Al grupo le gustaba ocultar sus encuentros detrás de un velo de misterio que se les volvió en contra y alimentó las sospechas de familiares y autoridades. En 1604, el miembro holandés fue expulsado de Roma por ocultismo y el grupo se desmembró, aunque la correspondencia continuó y por este medio también siguieron con el programa que se habían propuesto.

Hacia 1610, la academia se había recuperado y estaba en lento crecimiento. En 1611 se sumó Galileo Galilei, lo que estimuló aún más su importancia. En 1625, el número de miembros había llegado a 32. Durante los encuentros se discutían cuestiones científicas, administrativas, y se decidía sobre eventuales publicaciones, entre las que estuvieron las obras galileanas Storia e dimostrazioni intorno alle macchie solari (1613) e Il Saggiatore (1623).

A pesar de estos éxitos, cuando murió Cesi, en 1630, la academia se diluyó una vez más. Su posición se venía debilitando desde 1616, cuando apoyó el copernicanismo de Galileo. A pesar de todo, la tradición sobrevivió por un tiempo en la Accademia del Cimento (del experimento) en Florencia, de inspiración galileana, y que tuvo el patrocinio y sostén de los Medici: su mismo nombre indicaba su orientación: el experimento era la prueba de fuego que debían pasar las teorías científicas, y su lema era «provando e riprovando», esto es, experimentando y rechazando la teoría que no pase la prueba experimental. Los científicos del Cimento se ocuparon de experiencias relacionadas con todos los campos de la física, propiedades de líquidos y sólidos, magnetismo y electricidad; la parte más importante de sus publicaciones se relaciona con la presión atmosférica y mediciones de la temperatura. Fueron ellos los que hicieron los famosos experimentos sobre el vacío, que llevaron, tras muchas idas y vueltas, a la resolución de este viejo problema.

L’Académie des sciences de Francia tiene su origen en un proyecto de Jean Baptiste Colbert (1619-1683), ministro de Finanzas de Luis XIV, de crear una academia general en la que reunir a los científicos de la época. Ya existía la tradición de reuniones de savants —sabios o filósofos—, desde hacía décadas, en torno de un mecenas que los financiara. En 1666, Colbert convocó a un grupo de estos savants en la biblioteca del rey. Durante los primeros treinta años, las actividades fueron relativamente informales. Recién en 1699, Luis XIV les dio su primer reglamento para la ahora llamada Académie royale y mudó a sus setenta miembros al edificio del Louvre. Desde allí contribuyó al movimiento científico del siglo XVIII por medio de publicaciones y del poder que le daban las consultas del rey acerca de temas específicos. Esta institución fue cerrada en 1793, en tiempos de la Revolución Francesa, cuando algunos de sus miembros —como Lavoisier— fueron guillotinados.

Dos años más tarde se formó un Institut national des sciences et des arts, y en 1816 L’Académie des sciences recuperó su autonomía que, con algunas variaciones, éxitos y fracasos se mantiene hasta la actualidad.

Pero sin duda la más importante, por lo menos en lo referente al siglo XVII, es la Royal Society, que empezó a funcionar alrededor de 1645, cuando un grupo de científicos de la época se propuso utilizar e intercambiar experimentos y saberes a fin de aumentar sus conocimientos. Entre sus fundadores se cuentan nombres que harían historia (de la ciencia), como el de Robert Boyle o Robert Hooke. Boyle se refería en sus cartas a ese grupo de científicos como «el colegio invisible».

El grupo se reunió en el Gresham College hasta el año 1658, cuando tuvo que ocultarse de los soldados (del Parlamento). En 1660, cuando se produjo la Restauración y Carlos II Estuardo retornó a Londres, volvieron a hacerse las reuniones, que se hicieron más formales y el rey se involucró más en el funcionamiento de la institución. En 1662, en una ceremonia dirigida por el rey, se la bautizó oficialmente como Royal Society y se le dio un estatuto (aunque no financiación).

El número de miembros escaló rápidamente gracias a grandes nombres como el mismo Isaac Newton, quien se incorporó en 1672. Lo cierto es que pertenecer a la Royal Society se convirtió en una de las modas de la Restauración, hasta el punto de que mucha gente alejada, o con poco interés en la ciencia, pasó a formar parte de ella, basándose en una curiosa cláusula mediante la cual todo miembro de la nobleza con rango superior al de barón era automáticamente admitido.

Cláusula rara pero pragmática: al fin y al cabo, esa nobleza podía aportar financiación, y se parece a lo que hacen algunas sociedades hoy en día, cuando nombran a empresarios o ricos industriales en puestos honoríficos. En 1665 se inició la publicación de las Philosophical transactions, la revista científica más antigua de las que aún permanecen hoy.

La Royal Society adoptó oficialmente el ideario baconiano, tanto en la idea clave de la ciencia como capaz de modificar la naturaleza, como en la base inductivista de la metodología científica (a diferencia de la Académie francesa, que fue obviamente cartesiana) y la práctica del experimento y la experiencia como fundamental criterio de verdad. Incluso muchos creyeron ver en la Royal Society una materialización del ideal baconiano de la Nueva Atlántida, con la academia como la Casa de la Sabiduría: así, incluso, se la describe en la Historia de la Royal Society de Thomas Spratt (1667). Era un disparate, sin duda, pero es posible que este baconianismo exagerado también tuviera sentido político, y que el culto a Bacon, ministro de Carlos I, el ejecutado padre del entonces rey, encubriera espurios intereses monetarios: a diferencia de la Casa de la Sabiduría, la Royal Society era una institución privada, que necesitaba autofinanciarse, y así puede ser que el culto baconiano fuera sólo una fachada; al fin y al cabo, los miembros más conspicuos de la Sociedad, y científicos de primer orden como Boyle o el enorme Robert Hooke, si bien no dejaban de ser empiristas, eran plenamente conscientes de que necesitaban una buena dosis de filosofía mecánica.

Pero una postura como la cartesiana les resultaba imposible, y no sólo por las falacias de la física cartesiana, por ejemplo respecto del vacío (que Boyle y Hooke producían con sus bombas neumáticas), o la acción a distancia, que producía el sacro horror de los cartesianos a ultranza, sino porque no podían aceptar que la física, la química, y la ciencia positiva en general se derivaran de una metafísica, que debía, eso sí, parecerles uno de los temibles «ídolos» de Sir Francis, que justamente se debían evitar.

El triunfo del vacío

La existencia o no del vacío, o su mera posibilidad lógica, había atravesado los siglos. Como les conté al principio, el increíble Aristóteles rechazaba el vacío por cuestiones filosóficas y lógicas: puesto que el medio es el encargado de retrasar el movimiento, el vacío permitiría una velocidad infinita, lo cual conduciría a aceptar que un móvil pudiera estar en dos lugares simultáneamente. La escuela atomista, por su parte, había postulado el vacío, donde se movían libremente los átomos, para sacar a la ciencia del callejón sin salida en el que la había metido Parménides, con su Ser inmóvil que lo llenaba todo uniformemente y no permitía pensar en nada que no fuera él. La postulación de la existencia del vacío por parte de los atomistas constituía, para Aristóteles, razón suficiente para rechazar de plano su teoría. Dos mil años después, el asunto no estaba todavía resuelto.

Es interesante seguir el itinerario de esta cuestión, que era una de las tantas grandes dicotomías u oposiciones que arrastraba la ciencia desde la Antigüedad, junto a la de la observación o la teoría, la finitud o infinitud, los átomos o el continuum y tantas otras.

La enorme autoridad de Aristóteles había oscurecido la idea de vacío, aunque muchos medievales pudieron pensar en su posibilidad: al fin y al cabo, si Dios era omnipotente, podía crear un vacío si se le daba la gana; era más poderoso que Aristóteles, al fin de cuentas.

No obstante, predominaba la idea aristotélica de que «la naturaleza odia el vacío»: el horror vacui, nombre que le dieron algunos pensadores medievales escolásticos, que era necesario para explicar un ejemplo cotidiano y obvio como el de la ventosa: una vez apretada contra una superficie no puede volver a su forma original porque esto supondría generar vacío y, como tal cosa es imposible, la ventosa permanece entonces adherida a la superficie sobre la que se apretó. Es lógico; equivocado pero lógico. Lo mismo se puede decir de un fuelle al que se trata de abrir mientras se tapa su boca de entrada. Evidentemente, estas imposibilidades indicaban que la naturaleza odia el vacío como, con otras palabras, sostenía Aristóteles, e incluso Platón. Este tipo de evidencias sirvieron en la Edad Media como argumento definitivo.

Eso, los medievales; pero sin ir muy lejos el propio Descartes, como les conté en el capítulo pasado, negó su posibilidad —sin usar ningún elemento divino— al identificar materia y extensión (un atributo que no podía existir por separado, es decir, espacio puro). La cuestión no era menor, porque lo que se estaba discutiendo en realidad era la estructura del espacio (y de rebote, del tiempo): si podía haber vacío, también podía haber espacio puro, y el espacio puro, anterior a la materia y a los fenómenos que en él acontecieran, era el que ansiosamente necesitaba la nueva ciencia, la que se forjó recién con los Principia de Newton.

El experimento clásico para demostrar el horror al vacío de la naturaleza era el que se observaba con las bombas de succión, tubos en los que se genera el vacío en la parte de arriba y por los cuales el agua sube desde un pozo: al hacerse el vacío en el caño de la bomba, el agua se precipitaba a llenarlo.

El problema era que la naturaleza parecía tenerle horror al vacío pero no tanto: si el caño de succión era suficientemente largo, a los 10 metros, aproximadamente, el agua dejaba de ascender y allí se quedaba, sin precipitarse para nada a llenar la parte superior del caño. Los poceros lo sabían muy bien.

Y fue uno de ellos el que resolvió consultar al propio Galileo, que ensayó una explicación de por qué el agua no se elevaba más allá de esa medida y adoptó una solución intermedia: la ruptura de la barra de agua era comparable con la ruptura de una barra de cualquier material que se estira más allá de sus posibilidades. La columna de agua, en determinado momento, vence su resistencia interna y se queda ahí. La explicación era floja, ya que no resolvía la cuestión de fondo: si el agua dejaba de subir, ¿qué es lo que había entre la columna de agua y la parte superior del caño?

Ya por entonces había quienes aventuraban otra explicación: el elevarse de la columna de agua no se debía al horror al vacío ni a nada de índole metafísica sino, sencillamente, a la presión del aire sobre el agua, que, al no encontrar resistencia dentro del tubo, subía por él, hasta que el peso de la columna dentro del caño equilibraba la presión ejercida por el aire.

Así se lo hizo saber en una carta del 26 de octubre de 1630 un joven filósofo, Baliani, a Galileo (y también Isaac Beeckman, el que fuera maestro de Descartes lo había sostenido), pero Galileo no le hizo caso.

El tema del peso del aire estaba literalmente en el aire.

Pero en Roma, mientras tanto, se discutía y se experimentaba. La Accademia del Cimento montó un tubo de más de diez metros, rematado por una esfera de vidrio, de donde se extrajo el aire y se selló la esfera: el agua, obediente, subió hasta los diez metros y allí se quedó.

Gasparo Berti, admirador y seguidor de Galileo, decidió reproducir el fenómeno en su propia casa, y el resultado fue el que todos esperaban: el agua se elevaba hasta los diez metros y no iba más allá, no llegaba a llenar la esfera de cristal… El misterio seguía en pie: ¿qué quedaba en la esfera, que había sido cerrada herméticamente? Berti sostuvo que se trataba de un espacio vacío, pero el jesuita Atanasius Kircher, fiel a la escolástica, lo negó y sostuvo que había entrado aire. Los cartesianos, por su parte, sostenían que no había vacío sino «materia sutil» que había entrado atravesando el vidrio. Esta historia de la materia sutil era una idea muy confusa, y servía para «explicar», digamos, un montón de fenómenos, pero no tenía el más mínimo contenido experimental.

Kircher, entonces, hizo un experimento ingenioso y, según creía, crucial: logró instalar una campanilla dentro de la esfera de cristal, y la accionó mediante un imán; dado que todos los presentes pudieron escuchar el sonido, no podía ser vacío lo que había en el interior de la esfera, lo cual cerraba el problema para él, aunque no para los partidarios del vacío: al fin y al cabo, la esfera podía no estar tan herméticamente sellada, y el aire podía haberse filtrado, o haber quedado algo de él. O sea que el experimento no era tan crucial, y esto es algo que pasa a menudo con los así llamados «experimentos cruciales»: sólo convencen en principio a los que ya están convencidos.

Magnoti, un amigo de Berti, buscó para repetir el experimento la ayuda de Evangelista Torricelli (1608-1647), un físico y matemático italiano que había sido aceptado como discípulo del mismísimo Galileo, pero sugirió hacerlo con agua de mar, lo que permitía, puesto que el agua de mar es más pesada, usar tubos más cortos y más fáciles de conseguir. Viviani, por su parte, sugirió el mercurio, con lo cual bastaba con un tubo de vidrio de un metro. Acostumbrados a los grandes experimentos de hoy, ya sea el Supercolisionador de hadrones —la «Máquina de Dios»— o las sondas que se envían a Marte, no podemos imaginar adecuadamente las dificultades de esta gente para conseguir aparatos apropiados, aun los más simples, como tubos de vidrio. Aunque, si se lo piensa bien, las dificultades de quienes llevaron adelante el experimento que está en marcha tras el bosón de Higgs para conseguir los abultados presupuestos que necesitaban no fueron precisamente leves. Nada cambia tanto.

Finalmente, el 11 de junio de 1644, dos años después de la muerte de Galileo, Torricelli comunicó que, efectivamente, no sólo había vacío en la parte superior del tubo, sino que, además, éste se debía a la presión del aire exterior.

Torricelli no volvió a referirse al asunto, ya que todavía era peligroso enfrentarse al apolillado escolasticismo de la Iglesia (habían pasado apenas diez años del juicio a Galileo), pero se encargó de que se enterara el padre Mersenne, que era una especie de conmutador central de la chismografía científica de la época. Bastaba que el padre Mersenne se enterara de algo para que se enteraran todos: al fin y al cabo, las reuniones de científicos en su celda fueron el embrión de la Academia Francesa.

Mersenne, como era de esperar, voló (es un decir, fue obviamente por tierra) a Italia, donde presenció una repetición del experimento del mercurio, y al volver a Francia habló del asunto a Pierre Petit Pascal, ingeniero y consejero real, y padre del famoso Blaise, que reprodujo el experimento, obteniendo idénticos resultados.

Naturalmente, ni los escolásticos ni los cartesianos se convencieron: para los primeros, el espacio vacío estaba lleno de vapores de mercurio; para los cartesianos, de materia sutil.

Pascal diseñó un experimento vistoso para refutar a los escolásticos: hizo llenar un tubo de agua y otro de vino (tinto), preguntando a los asistentes cuál creían que iba a alcanzar mayor altura. La respuesta general fue que sería el agua, ya que el vino, más volátil, dejaría emanar más vapores. Sucedió lo contrario: el vino se elevó unos cuantos centímetros por encima del agua.

Luego de esto, Pascal realizó los famosos experimentos del monte Puy de Dome para refutar las tesis cartesianas, que él veía como un nuevo aristotelismo (y en cierto modo tenía razón). Midió allí la columna de mercurio a diferentes alturas sobre el nivel del mar, y pudo comprobar que cuanto más se ascendía, más bajaba la columna: la idea de presión atmosférica estaba en marcha (de hecho, Pascal había inventado el barómetro).

El fantasma del vacío recorría Europa: en Magdeburgo, Alemania, Otto von Guericke hizo la famosa experiencia pública de los hemisferios. Juntó dos esferas metálicas huecas de 500 litros de capacidad, hizo el vacío en ellas, y luego probó que no alcanzaba con ocho caballos de cada lado para separarlas. Cuando se dejaba entrar el aire, por el contrario, hacía falta una fuerza mínima.

En tanto, en la Royal Society, Boyle y Hooke diseñaron una bomba neumática que permitía obtener vacíos más fácilmente, y gracias a la cual —cuenta Newton en los Principia— pudo verse a la pluma y la piedra caer simultáneamente, como sostenía la ley de Galileo.

El triunfo del vacío tiene una doble significación: por empezar, mostró cómo un experimento en la línea inductiva podía destronar una teoría derivada de una concepción y sistema metafísico, tanto en el caso de Aristóteles como en el de Descartes, que había durado siglos. Por el otro, fortalecía la teoría del espacio absoluto y previo, y la de los atomistas, que Newton también adoptó y que permitiría el compromiso de 1687.

El vacío había triunfado.

Pero tendría, siglos más tarde, nuevos, divertidos y vistosos avatares.