CAPÍTULO 20

La circulación de la sangre y las nuevas polémicas biológicas

El descubrimiento de la circulación de la sangre fue un hito fantástico en la historia de la medicina y de la fisiología humana, no cabe duda. Pero como ya dijo muchas veces el volátil autor de estas páginas, la medicina verdaderamente científica (se podría decir newtoniana) sólo comenzó en el siglo XIX, cuando más o menos se resolvieron los conflictos teóricos o fueron convergiendo hacia una síntesis, cuando se mejoraron decisivamente los microscopios y cuando la química comenzó a ponerse a tiro de las necesidades médicas: recordemos que hasta el siglo XIX no hubo asepsia, ni vacunas, ni antibióticos, ni anestesia, ni rayos X hasta entrado el siglo XX, ni toda la parafernalia médica del siglo XXI, que muchos critican por ser una «medicina despersonalizada», pero que logra alcance masivo, un control de la enfermedad y una extensión de la vida que los personalizados médicos de estas épocas no lograban.

Por el momento, todo eran aprontes…

William Harvey

Había nacido en Folkestone, Kent, un condado inglés al sudeste de Londres, el 1° de abril de 1578. Fue el mayor de los siete hijos de un pequeño terrateniente y granjero. Estudió en la King’s School de Canterbury y en el Caius College de Cambridge, donde obtuvo su licenciatura en Humanidades y comenzó probablemente a estudiar medicina, pero pronto se trasladó a Padua, donde se discutía no sólo sobre el movimiento en general (recuerden que allí Galileo lograba, mediante sus experimentos empíricos y mentales, resolver el problema de la caída libre, entre otros) sino sobre el movimiento de la sangre, y donde fue discípulo de Girolamo Fabricio, que lo orientó hacia los problemas embriológicos y fisiológicos.

Se doctoró en Medicina en 1602 y tras volver a Inglaterra se casó con Elizabeth Browne. Fue un buen casamiento, ya que su esposa era la hija de un famoso médico, Lancelot Browne; el consecuente acceso directo a los círculos más prestigiosos de la profesión, sumado a sus méritos propios, naturalmente, le permitió desarrollar una exitosa carrera: en 1609 fue nombrado médico del hospital de San Bartolomé de Londres, después de haber sido elegido miembro del consejo de gobierno del College of Physicians (Colegio de Médicos) en 1607, y en 1618 llegó a ser, como lo había sido Gilbert (a quien ya mencionamos algunas veces y que será protagonista del próximo capítulo) uno de los médicos de Jacobo I. En 1630, Harvey recibió un nombramiento aún más prestigioso como médico personal del hijo de Jacobo I, Carlos I, que accedió al trono en 1625. Como recompensa por estos servicios, en 1645, a los 67 años de edad, fue nombrado director del Merton College de Oxford. Sin embargo, en 1646, cuando la guerra civil entre el rey y el Parlamento asolaba Inglaterra, Oxford cayó dentro de la esfera de influencia de las fuerzas parlamentarias, por lo que Harvey renunció a su cargo (aunque técnicamente conservó su puesto de médico real hasta que Carlos I fue decapitado en 1649) y llevó una vida tranquila hasta su muerte, el 3 de junio de 1657.

La circulación de la sangre

Parece que Harvey ya estaba en posesión de la idea de la circulación en 1616; de hecho, en unas notas manuscritas para las lecciones de anatomía que impartía en el Royal College of Physicians de Londres, decía:

La estructura del corazón demuestra que la sangre es transportada continuamente a la aorta a través de los pulmones, a la manera de una bomba para elevar agua. Mediante ligaduras, se muestra el pasaje de la sangre de las arterias a las venas. Queda por lo tanto probado que el pulso del corazón produce un movimiento circular perpetuo de la sangre.

Sin embargo, recién en 1628 publicó un pequeño libro de 72 páginas De Motu Cordi set Sanguinis in Animalibus (Sobre el movimiento del corazón y de la sangre en los animales) donde anunciaba su fabuloso descubrimiento.

Antes de Harvey, los conocimientos que se habían ido transmitiendo (y que se remontaban hasta Galeno y épocas aún anteriores) coincidían en que la sangre se fabricaba en el hígado y era transportada a través de las venas por todo el cuerpo para llevar alimento a los tejidos y se consumía totalmente en este proceso, de tal forma que se tenía que producir sangre nueva constantemente. Se consideraba que la función del sistema arterial era transportar el «espíritu vital» desde los pulmones y repartirlo por todo el cuerpo.

En 1553, el médico y teólogo español Miguel Servet explicaba en su libro Christianismi Restitutio la circulación «menor» de la sangre, en la que ésta viaja desde el lado derecho del corazón hasta el lado izquierdo del mismo, pasando por los pulmones y no a través de unos diminutos orificios de una pared que dividía el corazón, como había dicho Galeno (la circulación menor había sido sostenida o intuida también por algunos médicos árabes). Servet planteó esa conclusión y la presentó como una digresión dentro de un tratado de teología. Pero sus puntos de vista eran heréticos respecto del calvinismo teocrático que campeaba en Ginebra, donde fue encarcelado y quemado en la hoguera en 1553. También sus libros fueron quemados y sólo se salvaron tres copias de Christianismi Restitutio.

De todos modos, Servet no ejerció ninguna influencia sobre la ciencia de su época y Harvey no llegó a saber nada sobre su obra, aunque con toda seguridad sí conoció la de Realdo Colombo, rival de Vesalio, que había publicado en 1559 un tratado en el que sostenía que la sangre pasaba de la parte derecha del corazón a la izquierda a través de los pulmones. También en Padua, el médico galenista Eustaquio Rudio, en 1600, había reeditado una obra suya de 1587, donde describía la circulación menor, lo cual provocó una polémica de prioridades con Colombo. Como se ve, el tema estaba en el aire —o en la sangre— de la época.

En realidad, desde Galeno en adelante siempre se había pensado que las venas y las arterias transportaban sustancias diferentes, es decir, dos tipos de sangre.

La cosa es complicada, porque uno podría decir que el corazón está formado realmente por dos corazones en uno solo; la mitad de la derecha bombea sangre sin oxígeno hacia los pulmones, donde la sangre toma oxígeno y regresa a la mitad izquierda del corazón, que a su vez bombea la sangre oxigenada a todo el cuerpo. Uno de los puntos clave para Harvey fue la comprensión de la función de las válvulas venosas, que ya se conocían pero que fueron descriptas y estudiadas minuciosamente por su maestro en Padua, Fabricius de Acquapendente (1537-1619), en demostraciones públicas en 1579 y posteriormente en un libro con ilustraciones muy precisas publicado en 1603. Pero Fabricio no acertó a dar con la función de las mismas: pensó que lo único que hacían era frenar el flujo sanguíneo que partía del hígado para que pudiera ser absorbido por los tejidos del cuerpo.

Harvey llegó a una conclusión diferente: las válvulas imponen un flujo de dirección único, que hace que la sangre viaje por las venas únicamente hacia el corazón, de donde tiene que salir como sangre arterial y viajar a través de diminutos capilares que unen los sistemas arterial y venoso, entrando así la sangre de nuevo en las venas. Por otra parte, combatía la creencia (que venía desde Galeno) de la existencia de diminutos poros que separaban los dos ventrículos del corazón:

Aun suponiendo que el tabique tuviera poros, ¿cómo es posible que uno de los ventrículos extraiga algo del otro, dado que se contraen y se expanden simultáneamente?

Harvey fue cauto, y por eso retrasó la publicación. Era muy consciente de la novedad de su postura (y así lo hacía saber en la dedicatoria al rey, por supuesto, y a sus colegas médicos):

Tras investigar nueve años o más he venido confirmando mi opinión con muchas demostraciones oculares, la he venido ilustrando con razones y argumentos y la he librado de objeciones de doctísimos y meritísimos anatómicos.

Ya habían transcurrido cincuenta años desde la publicación de la Fabbrica de Vesalio, pero en algunos círculos seguía existiendo una fuerte oposición a los intentos de revisar las enseñanzas de Galeno y tenía que presentar el caso con una claridad meridiana con el fin de demostrar que la circulación de la sangre era un hecho real. Y es precisamente lo que hizo, utilizando sistemáticamente, como lo hiciera Gilbert, el método experimental.

Pero ya sabemos que con eso no alcanzaba. Harvey se valió, obviamente, de la deducción, que le sirvió para comprobar su hipótesis mediante una genial y sencilla prueba aritmética. En primer lugar, midió la capacidad del corazón y calculó la cantidad de sangre que bombeaba a las arterias por cada pulsación. Obtuvo que en cada latido bombeaba, por término medio, 4 gramos de sangre, lo cual significaba que en media hora, durante la cual se producen más de mil latidos, habrían pasado por el corazón más de 8 kg de sangre. Esa cantidad es superior a la que hay en todo el cuerpo, por lo cual es obvio que no podía ser producida por el alimento. Ergo, la cantidad que circulaba continuamente por las venas y las arterias tenía que ser mucho menor. Un razonamiento perfecto.

Harvey construyó su teoría utilizando una combinación de experimentos y observaciones. Aunque no podía ver las diminutas conexiones existentes entre las venas y las arterias, demostró que debían existir atando una cuerda (o ligadura) alrededor de un brazo. Las arterias se encuentran a mayor profundidad que las venas bajo la superficie del brazo, por lo que, aflojando ligeramente la ligadura, dejaba que la sangre fluyera a través de las arterias, mientras la cuerda seguía estando lo suficientemente apretada para evitar que la sangre retrocediera por las venas. El resultado era que las venas se hinchaban bajo la ligadura, o sea que seguían recibiendo sangre que sólo podía provenir de las arterias. Harvey indicó también que la rapidez con que los venenos podían repartirse por todo el cuerpo encajaba con la idea de que la sangre circula continuamente. Además, llamó la atención sobre el hecho de que las arterias que se encuentran cerca del corazón son más gruesas que las que están lejos de este órgano, precisamente tal como debe ser para resistir la mayor presión que se produce cerca del corazón debido a la fuerte expulsión de sangre en la acción de bombeo.

Sin embargo, al no tener clara una teoría de la respiración, no pudo dar con la función de la circulación, y en cierto modo se apoyó en las ideas tradicionales que incluían fuerzas vitales y espíritus que mantenían el cuerpo vivo. Según sus propias palabras:

Con toda probabilidad, lo que sucede en el cuerpo es que todas sus partes son alimentadas, cuidadas y aceleradas mediante la sangre, que es caliente, perfecta, vaporosa, llena de espíritu y, por decirlo así, nutritiva: en dichas partes del cuerpo se refrigera, se coagula y, al quedarse estéril, vuelve desde allí al corazón como si éste fuera la fuente o la morada del cuerpo, con el fin de recuperar su perfección, y allí, de nuevo, se funde mediante el calor natural, adquiriendo potencia y vehemencia, y desde allí se difunde otra vez por todo el cuerpo, cargada de espíritus. Por lo tanto, el corazón es el principio de la vida, el Sol del microcosmos, lo mismo que en otra proporción el Sol merece ser llamado el corazón del mundo, por cuya virtud y pulsación la sangre se mueve de manera perfecta, es convertida en vegetal y queda protegida de corromperse y supurar: y este dios doméstico y familiar cumple sus tareas para todo el cuerpo, alimentando, cuidando y haciendo crecer, siendo el fundamento de la vida y el autor de todo.

El corazón no era una mera bomba que mantiene la sangre en circulación, sino un sol en miniatura con ciertas virtudes espirituales. El que aprovecharía el hallazgo de Harvey sería Descartes, quien en su Discurso del método defendería la idea del corazón-bomba, muy de acuerdo con su filosofía mecánica y su concepción del cuerpo como una máquina.

La obra de Harvey no se aceptó sin polémica: en 1630 el médico Jacques Primirose, galenista acérrimo, dirigió contra él un fuerte alegato, y tres años después llegó un nuevo ataque del médico romano Emilio Parisano:

No todas las venas tienen válvulas, y como de un hecho particular no puede concluirse una teoría general, del hecho de que haya válvulas en ciertas venas no se puede concluir que la sangre de todas las venas vuelve al corazón.

Se trata de una crítica sensata a la inducción apresurada. A la mención que hacía Harvey de los «ruidos» cardíacos, Parisano replicaba con ironía:

Esos ruidos se oirán en Londres; en Italia no somos tan finos de oído.

Pero las pruebas de la teoría circulatoria no se limitaban a las válvulas venosas; había una pléyade de ellas. El médico holandés Bevernwik fue el primero que levantó en el continente su voz a favor de la circulación y del «circulador» (como se llamaba a Harvey), sobre cuyo trabajo se carteó con Descartes, que también era un ferviente harveyano. Poco a poco, la teoría se fue imponiendo: era, fiel al estilo de la época, un contundente golpe al plexo solar de la tradición científica de la medicina, el galenismo, que no obstante seguiría resistiendo por un buen rato.

Aunque la teoría de Harvey no fue aceptada universalmente al principio, sin embargo, a los pocos años de su muerte, gracias al microscopio, la única laguna seria que había en su argumentación quedó resuelta con el descubrimiento por Malpighi (que fue el primer italiano que resultó elegido miembro de la Royal Society) de los diminutos capilares que conectaban directamente las arterias y las venas.

Pude ver claramente que la sangre se divide y fluye a través de vasos tortuosos, y que siempre es conducida a través de pequeños tubos y distribuida por las múltiples flexiones de los vasos.

Era el eslabón perdido que faltaba para cerrar la teoría circulatoria. Unos pocos años más tarde, el microscopista holandés Anton van Leeuwen­hoek hizo de forma independiente el mismo descubrimiento.

Ahora fíjense qué curioso: los capilares no eran observables, y Harvey se atrevió a postularlos para cerrar su teoría; de manera opuesta, decidió que los poros de la membrana que dividía el corazón, puesto que no eran observables, no existían, ya que hacían incomprensible que un ventrículo pudiera extraer algo del otro, dado que se contraen y expanden al mismo tiempo. Es decir, eran teóricamente incómodos, y Harvey no vaciló en negarlos, lo cual demuestra que las ideas científicas avanzan a tropezones, y por claramente que estén delineadas en la cabeza de su o sus practicantes, siempre dejan puntos oscuros que, como en este caso, se encargan al futuro.

Harvey decidió que tenían que existir los capilares o algo parecido (una de las hipótesis que rondó por ahí es que la sangre arterial era vertida en diminutas vesículas de aire, de donde la tomaban las venas, vesículas también invisibles, de paso), y no dejó de lado su teoría porque no se los observara, del mismo modo que Copérnico dio explicaciones bastante dudosas sobre muchos aspectos de su sistema, que se aclararon después. La intuición, la empiria, la deducción, los prejuicios y los ídolos: en fin, la mezcla forma la carnadura y el andamiaje de la ciencia.

Poco después de que Malpighi viera los capilares, Richard Lower (1631-1691), miembro del grupo de Oxford que luego se convertiría en el núcleo de la Royal Society, demostró mediante una serie de experimentos que el color rojo de la sangre que fluye desde los pulmones y el corazón por todo el cuerpo se debía a algo contenido en el aire:

Que este color rojo se debe exclusivamente a la penetración de partículas de aire en la sangre es una cuestión que está bastante clara a partir del hecho de que, mientras la sangre se vuelve roja en su totalidad dentro de los pulmones (porque el aire se propaga por ellos a través de todas las partículas, y por lo tanto se mezcla completamente con la sangre), cuando la sangre venosa se recoge en un vaso, su superficie toma un color escarlata debido a la exposición al aire.

A partir de esta embrionaria teoría de la respiración, el grupo de Oxford comenzó a considerar la sangre como una especie de fluido mecánico que transportaba por todo el cuerpo partículas esenciales obtenidas de los alimentos y del aire. La idea encajaba cada vez mejor con la imagen cartesiana que contemplaba el cuerpo como un mecanismo, sólo conectado con el alma a través de la glándula pineal, tan arbitraria como los torbellinos…

Las ideas biológicas después de Harvey: iatroquímicos, iatromecánicos y clínicos

La aceptación de la circulación de la sangre desató toda una serie de elucubraciones que, lentamente, llevaron a una comprensión más cabal del funcionamiento del cuerpo. También desde el punto de vista práctico, del «arte de curar», tuvo como consecuencia los primeros intentos de transfusiones de sangre, que ya pueden imaginarse cómo terminaron, y poco más.

Sin embargo, la filosofía mecánica, con el envión provisto por el hallazgo de Harvey, alimentó una polémica que dividió a la «ciencia médica». Ahora voy a contarles algunos de los temas de discusión que se arrastraron hasta el siglo XIX.

Un personaje interesante de esta historia es Jan Baptiste van Helmont (1580-1644), que jugó un papel importante en la química al reconocer la multiplicidad de los gases y al boicotear la teoría de los cuatro elementos (es verdad que no hasta el fondo, ya que conservó el agua como elemento universal). Aunque para él la química era un asunto lateral: su interés fundamental era usarla para comprender el fundamento de los procesos del cuerpo humano, y es aquí donde se lo puede considerar el fundador de una teoría médica.

Para Van Helmont, los fenómenos patológicos y fisiológicos eran de naturaleza esencialmente química —y recordemos que la química no estaba separada aún de la alquimia y tampoco estaba constituida como ciencia newtoniana—, y por lo tanto todos los descubrimientos anatómicos de Vesalio y sus seguidores (y aun sus rivales, como Colombo), como la misma circulación de la sangre —una irrupción mecánica— eran fenómenos secundarios en su doctrina, que partía de una convicción central: todos los fenómenos de la materia orgánica no eran sino especies particulares de fermentación. El «fermento» portador de la energía formativa producía a partir del elemento agua una semilla y dirigía el desarrollo de la vida animal o vegetal. Por otra parte, fermentos específicos presentes en los distintos órganos constituían la base de todos los procesos del organismo, en especial seis digestiones o cocciones —no las voy a detallar— que convertían el alimento en tejido vivo. Pero además, Van Helmont mezclaba afirmaciones espiritualistas: si bien había inventado un sistema de fermentaciones puramente químicas para explicar los fenómenos fisiológicos, había superpuesto un sistema de entes inmateriales: los archaei y los subarchaei, que eran los que verdaderamente dirigían el organismo y organizaban la actividad de los fermentos.

Nacía la iatroquímica, que adquirió el carácter de un cuerpo de doctrina homogénea, en manos de Franciscus Sylvius (1614-1672), quien subsumió la obra de Van Helmont en un sistema dogmático: los procesos vitales del cuerpo son composiciones y descomposiciones que llama fermentaciones y efervescencias, y que producen, a través de una serie de transformaciones, sustancias ácidas o alcalinas. Cuando estas sustancias se encuentran en la proporción adecuada el cuerpo está sano, pero la prevalencia de una u otra provoca la penetración de sustancias perjudiciales en la sangre y rompe el equilibrio de la salud. Así, el conocimiento de los ácidos y los álcalis no solamente explicaba todos los procesos vitales, sino que también indicaba el tratamiento apropiado (esto es: exceso de ácido se compensa con remedios alcalinos y viceversa). Fíjense que detrás de este sistema podemos adivinar la antigua doctrina del equilibrio, ya sea de los humores o de los principios de Paracelso. Lo cierto es que Sylvius tuvo una enorme influencia y tanto la iatroquímica como sus obras fueron leídas y editadas hasta finales del siglo XVIII.

Los iatromecánicos, por el contrario, imaginaban al cuerpo como una máquina, al estilo cartesiano, aunque con matices: la circulación de la sangre mostraba que el corazón era una bomba; los dientes, tijeras; los huesos eran palancas accionadas por poleas que eran los músculos; el pulmón era un fuelle; las venas y el corazón conformaban un sistema hidráulico. Incluso fenómenos aparentemente poco mecánicos como la digestión se concebían como el resultado de movimientos en el estómago, que producía choques entre las partículas de los alimentos y los trituraba. Las glándulas eran filtros y retortas… Gian Alfonso Borelli (1608-1679), Giorgio Baglini (1668-1706) y Santorio (1561-1636) representaron bien esta doctrina y estudiaron bajo su «luz» los movimientos como saltar, caminar, la contracción de los músculos, e introdujeron —novedad importante— la noción de medida, incorporaron el termómetro, y Santorio vivió casi toda su vida sobre una balanza de su invención, tomando nota de las variaciones de peso debidas al sueño, a la transpiración y a cualquier otra de las variantes mecánicas del organismo.

Sin embargo, y a diferencia de los iatroquímicos, percibieron que la iatromecánica era incapaz de explicarlo todo, y se abrieron un poco (aunque no demasiado) a la química. Es natural que fueran menos dogmáticos que los iatroquímicos, ya que su sistema provenía de la física experimental, que, como ciencia constituida, estaba abierta a un examen filosófico más abarcativo.

Y, si quieren, se puede decir también que hubo una tercera línea, que podríamos clasificar o describir como «clínica», y cuyo mayor representante fue Herman Boerhaave (1668-1738), el gran sistematizador de la medicina del siglo XVIII. Boerhaave renegaba de iatroquímicos y iatromecánicos: les reprochaba haber caído en el antiguo vicio de establecer sistemas generales y deducir dogmáticamente a partir de ahí; para él, la sola fuente de conocimiento era la experiencia clínica y su recomendación era que la mejor cátedra se escuchaba junto al lecho del paciente. En cierto modo, retomaba la medicina hipocrática, con su empirismo fundamental, o mejor, con sus «estudios de caso». Lo que Boerhaave quizá no veía es que él también partía de un sistema general, en este caso de la pura experiencia clínica y de la mera inducción sobre los síntomas.

Lo cierto es que ninguno de estos sistemas, al menos por sí solo, podía producir adelantos sustanciales en el arte de curar. Solamente cuando convergieran y se complementaran iba a nacer la medicina científica. Y para eso faltaba bastante.

Pero ahí estaban, y las polémicas entre iatroquímicos, iatromecánicos y clínicos se extendieron hasta el siglo XIX. En cierto modo repetían las polémicas griegas entre escuelas dogmáticas, empíricas e hipocráticas. Es extraordinario comprobar que tantos desacuerdos y oposiciones, tan tarde como en los siglos XVII y XVIII, se remontan a los orígenes de la medicina, aunque disfrazados.

Vitalismo y mecanicismo

Otra de las polémicas médicas (que también se remonta a la Antigüedad) es la que enfrentó a los animistas o vitalistas con los mecanicistas.

Harvey descubrió la circulación de la sangre, pero no sabía para qué la sangre circulaba, ni cuál era su función:

Resulta incierto si es para distribuir el alimento, o el calor.

Tenía en la cabeza una mezcla del mundo mágico y la naciente filosofía mecánica (que Descartes elaboraba más o menos por la misma época —la filosofía mecánica no esperó a que Descartes la formulara de forma acabada—), sobre todo porque no tenía una teoría razonable de la respiración, y estaba atrapado en las concepciones tradicionales según las cuales la respiración servía para enfriar la sangre. Y participaba en la creencia renacentista (y más antigua también) de que había «algo», distinto de la materia, o de las leyes de la física y la química (que, digamos de paso, todavía no habían sido formuladas) que mantenía las cosas, en este caso la circulación, en funcionamiento.

Las corrientes que asumieron esta postura antimecánica atravesaron la Revolución Científica: el gran sistematizador de la teoría del animismo o vitalismo fue Ernest Stahl (1660-1734), que sería el inventor de un engendro como el flogisto (del cual hablaremos en algunos capítulos), que rechazó por igual la iatroquímica y la iatromecánica, y que concibió al ser vivo como una estructura particular y distinta de cualquier otra estructura o mecanismo, y sujeto a leyes diferentes: al fin y al cabo, argumentaba, en los mecanismos no vivos los desplazamientos se producen desde afuera, al revés de los seres vivos que los generan desde su interior (aquí hay un cabo suelto: sería interesante estudiar con rigor esa definición de «afuera»). Del mismo modo, la química es impotente para explicar la fisiología del organismo: éste contiene compuestos estables que, no obstante, apenas se separan del organismo, se pudren y degradan. Entonces, ¿por qué no se descompone el organismo?

Pues porque hay un «alma» que confiere estabilidad a la materia viva y dirige los procesos que se producen en ella: el alma ha de ser el objetivo básico de los estudios médicos: el origen de las enfermedades es el mal funcionamiento del alma, que a veces relaja su vigilancia, y el médico debe ayudarla, mediante remedios suaves —aquí vemos un residuo hipocrático—, a restablecer su buen funcionamiento, y así…

Boerhaave lo llamaba «curandero metafísico». Yo creo que Stahl era un charlatán.

El animismo stahliano fue profesado por muchos e importantes médicos de la época, que introdujeron variantes, como reemplazar el «alma» por el «espíritu vital» (cuyas diferencias, vistas desde ahora, nos resultarían imposibles de reconocer). Está claro de dónde tomaba sus fuentes: si bien fue una reacción ante el excesivo materialismo de algunos iatromecánicos, conservaba muchos elementos que se remontan a Paracelso, a Van Helmont y más atrás: el pneuma, el archaeus, el alma, o cualquiera de los «espíritus» que gobernaban la organización del cuerpo y sus fermentos.

El vitalismo llegó a producir polémicas hasta bien entrado el siglo XIX, incluso en la época de Pasteur, cuando la medicina ya estaba graduándose de «ciencia newtoniana». Sin embargo, sufrió un golpe brutal cuando en 1828 Friedrich Wohler (1800-1882) logró sintetizar la urea, un compuesto orgánico (en realidad ya se había logrado obtener artificialmente un compuesto orgánico cuando en 1772 Scheele sintetizó el cianuro de potasio). Este hallazgo fue de gran importancia, ya que hasta entonces se creía que los productos orgánicos sólo se producían en el interior de seres vivos, y que la química «orgánica» y la «inorgánica» estaban separadas por un abismo que, justamente, estaba marcado por el «ánima vital».

La síntesis de Wohler fue el comienzo del fin del vitalismo, pero las teorías se resisten a morir: hizo falta un buen desarrollo no sólo de la química sino también de la mineralogía y la geología para que los principios vitalistas quedaran desterrados (o escondidos).

El vitalismo ponía, si se quiere, un límite al arte de curar: lindaba demasiado con la religión y el mundo mágico. Si la vida procede de un proceso metafísico o divino, es evidente que siempre habrá una limitación humana frente a semejantes poderes. Era una ideología completamente reaccionaria que perdura aún hoy en cierta veneración por los «sistemas médicos alternativos», que pretenden paliar las impotencias y las serias falencias de la medicina y que lo que logran, en realidad, es retrotraerla a la prehistoria.

También se puede pensar de otra manera: a pesar de su estatus newtoniano, dignamente alcanzado, y de sus fantásticos éxitos, hay todavía enormes zonas que la medicina no alcanza a cubrir, y rincones del cuerpo a los que no puede llegar. El vitalismo, o sus residuos, se nutre de situaciones en las cuales la medicina actual fracasa, del mismo modo que la medicina folklórica o tradicional cubría las horribles falencias de la medicina prenewtoniana. Pero si nos paramos en la visión moderna del progreso de la ciencia, no será de allí de donde provengan las soluciones.

Porque lo cierto es que es la medicina newtoniana la que ayudó a que se resolviera la mayoría de los problemas de salud del hombre. Para ello, fue necesaria la aparición de un nuevo instrumento que modificaría para siempre el campo de los estudios biológicos.

Los microscopistas

Así como el telescopio revolucionó la astronomía abriendo mundos nuevos, el microscopio abrió los suyos, esta vez en el terreno de lo mínimo, reafirmando, además, la utilización de aparatos que ampliaban los sentidos humanos. Aparatos que, dicho sea de paso, fueron rechazados por muchos científicos de la vieja escuela que adujeron que lo que se veía a simple vista era lo que Dios quería que se viese, argumento estúpido si los hay, pero que se apoyaba en las imperfecciones —que las había, y muchas— en los aparatos ópticos de la época. Así las cosas, hubo médicos que se resistían a utilizar el microscopio ¡a fines del siglo XVIII!

Hay un asunto que, por lo menos para mí, llama la atención. La posibilidad de fabricar lentes de aumento se conocía desde hacía bastante: recordemos a Roger Bacon, que en el siglo XIII recomendaba el uso de los anteojos. Resulta raro que llevara más de tres siglos utilizar esa propiedad de las lentes para mirar el mundo y ampliarlo. Pero lo cierto es que a nadie se le ocurrió hacerlo.

Naturalmente, los primeros aparatos eran muy primitivos, producían aberraciones cromáticas, brindaban imágenes confusas, en las que las proyecciones de lo que el científico quería ver, así como las ilusiones ópticas, jugaban un papel nada desdeñable. Algunos eran simples lupas cuidadosamente talladas, que alcanzaban muchos aumentos; otros, un mero tubo con una o dos lentes, y una placa para depositar el elemento a examinar, sin ningún dispositivo mecánico para acercar o alejar la lente: el observador sostenía el tubo y lo orientaba hacia la luz a la manera de los telescopios. Al principio, el aumento no superaba los 10 diámetros, pero paulatinamente se fueron introduciendo mejoras.

Entre los pioneros del primer grupo de grandes microscopistas —que incluía a Malpighi, quien, recordemos, había encontrado los capilares que cerraban la teoría de Harvey— se destacaron Robert Hooke y Anton van Leeuwenhoek.

Hooke parece estar en todo, y en realidad no es que parezca, sino que verdaderamente estuvo en todo. Recordemos, por ejemplo, que en gran parte gracias a él Newton encontró el camino hacia la ley de gravedad. Pero su trabajo no se agota allí: participó activamente de la reconstrucción de Londres después del incendio de 1666 y formuló la Ley de Elasticidad, por mencionar sólo algunas cosas. Notarán que soy un ferviente partidario de la revalorización de Hooke, que se da en la historia de la ciencia por estos días. Fue un espíritu universal, uno de los más notables de su tiempo, y me parece justo rescatar su figura opacada por el odio tenaz de Newton.

El asunto es que Hooke construyó su propio microscopio y mejoró mucho el aparato, introduciendo cambios en cuanto a iluminación, platinas y métodos de aproximación, y se dedicó a poner bajo las lentes todo lo que le caía en las manos, desde las plumas de las aves hasta las puntas de los alfileres. Analizando un pedazo de corcho, concluyó que era similar al de un panal de abejas y, por su semejanza con las celdas de los panales, llamó «células» a los poros, un término que se mantendría hasta la actualidad para definir cada una de las más pequeñas unidades funcionales de la materia viva. En realidad, no se puede decir o no tiene mucho sentido decir que Hooke «descubrió» las células en el sentido moderno. Vio una red de agujeros en el corcho, pero el nombre quedó.

En 1665 publicó su libro Micrographia, que fue el primer tratado sobre el tema, donde describía y dibujaba desde el ojo de una mosca hasta las escamas de los peces… y sostienen las malas lenguas que fue justamente este libro el que atrajo a Newton hacia el estudio de la luz, que culminaría en su Óptica y en la consecuente polémica.

Al mismo tiempo, en Holanda, había también un extraordinario microscopista autodidacta —en el sentido de que no había recibido formación académica, aunque al fin y al cabo todos eran autodidactas frente al nuevo aparato— que realizaría por sí mismo una larga y profunda exploración de lo invisible.

Anton van Leeuwenhoek había nacido en la ciudad de Delft en 1632, y no tuvo formación científica alguna. Terminado el colegio, se internó como aprendiz en una tienda de telas en Amsterdam y se sintió definitivamente atraído por las lupas que se utilizaban para analizar la calidad de los tejidos. Ese interés habría de cambiar el curso de su vida.

Efectivamente, su pasión desde entonces fueron los microscopios y las lupas con las que trabajaba habitualmente, y a lo largo de su vida no hubo nada capaz de alejarlo de su notable hobbie. Además, se convirtió en un experto fabricante de estos aparatos, y se dice que logró alcanzar hasta 500 aumentos.

Por supuesto, como todo este primer grupo de microscopistas clásicos, hizo pasar por debajo de sus lentes todo lo que se le cruzó por el camino. Era un observador tenaz y paciente, que compartía los descubrimientos con sus vecinos y que, poco a poco, se fue ganando una fama bien merecida.

De hecho, en 1673 su fama llegó a Inglaterra: un renombrado médico holandés (Regnier de Graaf, que había —digamos de paso— descubierto los folículos de Graaf en el útero, que durante ciento cincuenta años fueron tomados por los óvulos femeninos) le envió una carta a Henry Oldenburg, secretario de la Royal Society de Londres, para contarle que en Holanda un tipo estaba descubriendo un mundo increíble a través de las lentes de microscopios fabricados por él mismo.

Por ese entonces, Holanda e Inglaterra se encontraban en una enconada batalla comercial por los tesoros de las Indias Orientales, lo cual no impidió que se desarrollara un ámbito de colaboración científica. Leeuwenhoek le escribía a Oldenburg en holandés, el único idioma que sabía, y el representante de la Royal Society se encargaba de traducir esas cartas y publicarlas en las Philosophical Transactions. Leeuwenhoek vio de todo, y entre lo que vio están los glóbulos rojos circulando a través de los capilares de la oreja de un conejo; unos organismos en la saliva humana que llamó animálculos —y que nosotros llamamos protozoos—, y, en el sarro de sus dientes, una bacteria.

Pero una de sus grandes superhazañas de observación, que en cierto modo iniciaría la historia de la microbiología, fue encontrar el fantástico micromundo que se desarrollaba en una pequeña gotita de agua. Leeuwenhoek puso en remojo algunos granos de pimienta durante tres semanas, luego tomó una muestra y la enfocó con el microscopio. El resultado lo narra él mismo en una carta de 1676:

Al observar por casualidad el agua vi en ella, con gran asombro, un número increíble de pequeños animálculos (animalillos) de distinta índole. Algunos de entre ellos eran tres o cuatro veces más largos que anchos. Estas criaturas estaban dotadas delante de la cabeza de patas extraordinariamente cortas y finas (aunque soy incapaz de distinguir una cabeza, denomino así a la parte que siempre iba adelante cuando se movían). El segundo tipo de animálculo formaba un óvalo perfecto. También había un tercer tipo que excedía en número a los dos anteriores. Eran animalillos con cola como los que he señalado que había en el agua de lluvia. El cuarto tipo de animalillos era increíblemente pequeño; tan pequeño que si se pusiesen en fila, cien de esos animales diminutos no llegarían a alcanzar la longitud de un grano de arena gruesa. Y de ser así, un millón de tales criaturas vivas difícilmente alcanzarían el volumen de uno de esos granos.

Parecía demasiado fantasioso; esta vez, la Royal Society recibió el informe con cierto escepticismo y le encargó, por supuesto a Hooke —¿a quién si no?— que realizara públicamente la experiencia para verificar las observaciones de Leeuwenhoek. Así lo hizo Hooke con su habitual genio y diligencia, y el agua se llenó de «animálculos». Leeuwenhoek fue la primera y única persona en la historia de la Royal Society en ser invitada a formar parte de ella sin tener ningún tipo de formación académica.

La significación teórica de sus descubrimientos no fue comprendida hasta mucho tiempo después, y generó en un principio trabajos mucho más literarios que científicos, basados en la idea de nuevos mundos en donde nosotros no seríamos más que pequeños «animálculos» invisibles, sólo perceptibles a través de lentes inmensas.

Pero sus observaciones merecían adquirir trascendencia científica: trabajando a tientas y en la oscuridad, Leeuwenhoek se había topado con las bacterias, había visto los glóbulos rojos, algunos protozoos y otras cosas que más tarde se considerarían encuadradas en nuevos reinos.

Sin embargo, su descubrimiento más espectacular fue el de los espermatozoides.

En noviembre de 1677, Leeuwenhoek envió una carta al presidente de la Royal Society informándole de su nuevo hallazgo. La historia había sido más o menos la siguiente: un estudiante de medicina le había contado que había puesto en el microscopio el semen de un enfermo de gonorrea y que había observado cómo se revolvían en él un grupo de animalillos (engendrados, según decía, por la putrefacción).

Leeuwenhoek, en un acto heroico de sacrificio por la ciencia, obtuvo una muestra de su propio semen (desde ya se ocupó muy bien de aclarar que no había sido obtenido «por medios pecaminosos», signifique esto lo que signifique) y lo colocó bajo su lente implacable.

He visto una multitud de animálculos vivientes, más de 1.000, moviéndose en el volumen de un grano de arena,

escribió.

Ovistas y espermatistas

La embriología sufrió una revolución. Hasta ese entonces, predominaba la teoría epigenética (que había sido acuñada por Aristóteles y fortalecida por Harvey y Descartes), que sostenía que el embrión se desarrollaba a partir de material indiferenciado y que los órganos iban apareciendo sucesivamente en el curso del crecimiento. El semen funcionaba como una especie de «vapor fertilizante». Pero con la irrupción del microscopio todo cambió.

Los primeros estudios microscópicos habían llevado a varios observadores a formular la curiosa teoría ovista: el óvulo femenino contenía en potencia todo el ser futuro pero en una reducción microscópica: dentro del óvulo (en realidad, como les dije antes, no eran los óvulos sino los folículos de Graaf; los óvulos fueron vistos al microscopio recién en 1828) el desarrollo era, simplemente, un despliegue de algo ya preexistente.

Los ovistas eran preformistas. Sostenían que todas las generaciones humanas se encontraban, en tamaños constantemente decrecientes y encajadas unas en otras, como mamushkas rusas en los ovarios de Eva en el mismísimo Paraíso Terrenal.

Era una hipótesis que tenía ciertas ventajas sobre la epigénesis. En primer lugar, superaba el problema de la creación de «novedades» al suponer que, en realidad, nada se generaba sino que se desenvolvía. La hipótesis, por si fuera poco, ampliaba el campo de influencia de Dios y reducía el de la naturaleza: la cópula apenas infundía un soplo vital (aura seminalis) a las gónadas femeninas, que contenían en sí mismas generaciones y generaciones de hombres y mujeres creados por Dios y colocados en los ovarios de la mujer original. No se trataba de una doctrina disparatada —bueno, no completamente disparatada—: entre sus defensores estuvieron algunos de los más prestigiosos científicos de la época hasta el siglo XIX. Además, se desarrolló en una época constreñida por la cronología bíblica: en esa época aún no se había descubierto la pasmosa antigüedad de la Tierra y se pensaba que tenía apenas 6.000 años de edad, de modo que las generaciones que tenían que estar contenidas no eran tantas.

Marcello Malpighi dedicó una parte importante de su tiempo al estudio del embrión, especialmente, a partir del huevo de gallina fecundado. Pero Malpighi, que como observador era excepcional, no era un buen teórico: creía que el embrión existía en el huevo incluso antes de que la gallina lo incubara y, dado que la observación, en especial con aquellos microscopios, dependía mucho de lo que uno quería observar, aseguró haber visto el embrión bien formado en un huevo no incubado. Lo único que le faltaba era crecer.

Jan Swammerdam (1637-1680), otro de los grandes microscopistas, fue un tenaz defensor del ovismo. En sus minuciosos estudios de los insectos llegó, en algún momento, a ocuparse de la metamorfosis. Mediante pacientes observaciones, había logrado detectar los órganos de la crisálida enrollada en la larva de la mariposa e incluso había logrado hacer salir de la crisálida, hundiéndola en alcohol, la mariposa ya formada.

Su conclusión era predecible: la mariposa está encajada en la crisálida, que a su vez está encajada en la larva. Entonces, los huevos de mariposa encierran mariposas completamente preformadas que, a su vez, encierran otras mariposas más chiquitas pero igualmente preformadas, y así sucesivamente.

Las teorías preformistas fueron bien vistas por la Iglesia: al fin y al cabo, según ellas, en la sucesión de las generaciones no se producían «novedades», sino un simple desarrollo de seres vivos presentes ya en el Jardín del Edén. Que la naturaleza no produjera «novedades» dejaba cualquier iniciativa en manos de Dios.

Sin embargo, las cosas no serían fáciles para la teoría ovista: el descubrimiento de los espermatozoides por Leeuwenhoek echó por tierra la hipótesis de que el semen aportaba al huevo algo inmaterial. Era un poco difícil pasar por alto la importancia que esos «animálculos» debían tener en la fecundación. Lo cual no significó un rechazo tajante del preformismo sino todo lo contrario: si los ovarios podían contener generaciones y generaciones de hombrecitos, ¿por qué no habrían de ser los espermatozoides los que alojaran a la humanidad entera?

Leeuwenhoek mismo fue el precursor del animalculismo (o espermatismo), la nueva doctrina preformista que mudaba a los homúnculos desde los ovarios hacia los espermatozoides y a la cual adhirieron personalidades de la talla de Leibniz o Boerhaave (quien decía que el semen masculino contenía «los rudimentos del futuro cuerpo humano»). Incluso algunos aseguraron haber visto, dentro del espermatozoide, la cabeza, el tronco y los miembros de la infinitesimal personita (en cuyos espermatozoides había otras personitas más chicas y así sucesivamente). En realidad no eran exactamente «soñadores»: como tantas veces, se vio lo que se quería ver.

La gran polémica entre animalculistas y ovistas se extendió hasta fines del siglo XVIII, y culminó con una derrota de ambas en beneficio de la epigénesis, gracias a los estudios de Caspar Friedrich Wolf (1734-1794) y de Kart Ernest von Baer (1792-1876), que armados con microscopios potentes pudieron ver que el óvulo (y los espermatozoides) se presentaban como un continuo uniforme, que se iba diferenciando a lo largo del crecimiento del embrión.

Von Baer, que fue el primero en «ver» los óvulos de mamíferos y el óvulo femenino en 1828, describió la progresiva evolución del embrión a partir de ese continuo indiferenciado, y la forma en que, en distintas etapas, iban apareciendo los diferentes órganos. La epigénesis triunfaba y tanto el ovismo como el animalculismo estaban muertos, a pesar de que recién a fines del siglo XIX se demostró que la fecundación exigía la unión del óvulo y el espermatozoide, y que no fue hasta principios del siglo XX cuando se dilucidó el mecanismo de la ovulación.

La generación espontánea

¿No ves que todo tipo de cuerpos que se corrompen con el paso del tiempo y con el calor enervante se convierten en pequeños animales? Vete también, entierra los toros elegidos tras haberlos sacrificado: de sus entrañas putrefactas por todas partes nacen abejas que recolectan las flores, las cuales, a la manera de sus progenitores, cultivan los campos, se dedican al trabajo y se esfuerzan por el futuro; un caballo guerrero cubierto de tierra es el origen del avispón; si le quitas a un cangrejo de la costa sus pinzas huecas y pones el resto bajo tierra, de la parte sepultada saldrá un escorpión. El lodo tiene las semillas que hacen nacer las verdes ranas y no es un cachorro lo que la osa ha producido en su reciente parto, sino carne apenas viva: la madre, lamiendo, la moldea en miembros. Hay quienes creen que, cuando la espina dorsal se ha corrompido en un sepulcro cerrado, la médula humana se convierte en serpiente.

OVIDIO, Las Metamorfosis

Los dioses solían nacer de manera extravagante, como Minerva de la cabeza de Júpiter, o de la espuma del mar, como Venus, o de piedras, o de soplidos apropiadamente dados sobre barro, árboles o animales o simplemente de la Nada (de la cual el glorioso Parménides predicaba que nada podía provenir): los dioses nacían del deseo, nacían míticamente, lo cual, hasta cierto punto, era natural, ya que los dioses eran mitos, a veces cálidos y a veces terribles y a veces las dos cosas: todos ellos, en última instancia habían brotado de la imaginación y el terror humanos.

¿Pero de dónde nacían los innumerables animales y animalitos, en especial los insectos que poblaban la tierra y que parecían materializarse ex nihilo en las aguas corrompidas de las últimas lluvias o en la carne abandonada al calor y que se pudría infructuosamente?

La doctrina de la generación espontánea fue la respuesta a ese abundante misterio que excedía, tal vez, lo que se podía pensar por entonces, y que seguramente una observación más cuidadosa hubiera revelado como lo que verdaderamente era: un mito, como los que se desarrollaban entre las nieblas del Olimpo y se llevaban con ellos ciudades enteras como la anhelada Troya y Micenas, la dorada.

Otra vez hay que remontarse al eterno y muchas veces infinito Aristóteles, que no iba a dejar de lado una especulación sobre el nacimiento de los insectos y otros animales minúsculos. Así, escribió que las moscas, los gusanos y otros animales pequeños se originaban espontáneamente, sin proceso de gestación, en el agua putrefacta: nacían sin progenitores, eran hijos de la descomposición y, por supuesto, ellos mismos no procreaban. Si uno lo piensa, era injusto con los pobres bichos, ya que padecían de orfandad congénita y ni entonces ni ahora hay seguridad social para los animales.

Según las observaciones que se podían hacer en la época, la teoría tenía su base empírica, digamos: Aristóteles veía que, de un balde de agua estancada, de repente surgían insectos, aunque una observación más cuidadosa, y sobre todo algún experimento, podían haber revertido el asunto. Recordemos una vez más la diferencia entre observación y experimento: la primera es una colección de datos recogidos tal y como se dan en la naturaleza por observaciones reiteradas, mientras que el experimento es un fenómeno generado o aislado en el laboratorio.

Un microscopio habría resuelto rápidamente la cuestión, pero Aristóteles no tenía microscopios, ni siquiera una lupa. Lo que sí tenía eran ciertos preconceptos que no le jugaban a favor: su creencia de que los animales «inferiores» como los insectos no tenían órganos internos diferenciados era un aliciente para creer en la imposibilidad de una reproducción similar a la del hombre.

Y así nació la teoría de la generación espontánea: la vida saliendo de la nada en determinados contextos. Por supuesto, la Edad Media no puso en duda los dichos de El Filósofo, y durante la Revolución Científica la doctrina se mantuvo: Harvey, por ejemplo, era un firme partidario de ella.

Van Helmont propuso, por su parte, algunas curiosas recetas:

Las criaturas tales como los piojos, garrapatas, pulgas y gusanos son nuestros huéspedes y vecinos, pero nacen de nuestras entrañas y excrementos. Porque si colocamos ropa interior llena de sudor junto con trigo en un recipiente de boca ancha, al cabo de 21 días el olor cambia y penetra a través de las cáscaras del trigo, cambiando el trigo en ratones. Pero lo más notable es que estos ratones son de ambos sexos y se pueden cruzar con ratones que hayan surgido de manera normal.

Otra más:

El agua de la fuente más pura, colocada en un recipiente impregnado por el aroma de un fermento, se enmohece y engendra gusanos. Los olores que se elevan desde el fondo de los pantanos producen ranas, babosas, sanguijuelas, hierbas… Hagan un agujero en un ladrillo, introduzcan [allí] albahaca triturada, coloquen un segundo ladrillo sobre el primero de modo de cubrir totalmente el agujero, expongan los dos ladrillos al sol y, al cabo de algunos días, el olor de la albahaca, actuando como fermento, transformará [a la hierba] en verdaderos escorpiones.

El microscopio no sólo no terminó con el asunto de la generación espontánea, sino que la doctrina tuvo una larga, larga vida, en gran parte por la desconfianza que despertaba la introducción del nuevo aparato.

Pero con desconfianzas y errores medievales está amasada la ciencia moderna y la cuestión es que, en algún momento, los artefactos desplegaron y pusieron a la vista de todos (o por lo menos, de todos los que quisieran) dos mundos nuevos: uno gigantesco, descomunal e inabarcable y el otro, diminuto e invisible, y hasta cierto punto más raro.

El primer golpe que sacudiría peligrosamente la doctrina de la generación espontánea y la haría perder el equilibrio lo asestó un médico y filósofo florentino llamado Francesco Redi (1626-1697). Por medio de una serie de sencillos experimentos, Redi demostró que de la carne en putrefacción no surgían gusanos si se la protegía con una gasa.

En otra de sus experiencias, preparó ocho frascos que contenían varias clases de carne y cerró herméticamente cuatro de ellos, dejando abiertos los demás. En todos los frascos la carne se descompuso y se pudrió, pero sólo aparecieron larvas en los frascos abiertos, donde las moscas habían podido posarse y depositar sus huevos. En los frascos cerrados no pasó nada. Su conclusión fue rotunda: los gusanos, las larvas de las moscas, no eran descendientes directos de la putrefacción, sino que se originaban en los huevos de los insectos.

Su conclusión fue publicada en la Esperienze intorno alla generazione degli insetti (Experiencia en torno de la generación de los insectos), un libro en forma de carta que se convirtió en la primera refutación empírica de la doctrina.

De aquí comencé a dudar si todos los gusanos de la carne sólo derivaran de las simientes de las moscas y no de las mismas carnes podridas, y más me confirmaba en mi duda cuando en todas las generaciones de moscas por mí criadas, siempre vi posarse sobre las carnes, antes de que se agusanaran, moscas de la misma especie que aquellas que después nacieron. La carne, las plantas y otras cosas susceptibles de descomposición no desempeñan ningún otro papel ni cumplen otra función en la generación de los insectos que preparar un lugar apropiado o nido en el cual, en el momento de la procreación, el gusano, los huevos u otra semilla del gusano son depositados e incubados por los animales, y en este nido, los gusanos, cuando nacen, encuentran comida suficiente para alimentarse en abundancia.

Sin embargo, Redi no fue lo suficientemente drástico en sus creencias como para acabar del todo con la historia ésta, que venía secundada por un séquito de varios siglos y de múltiples pensadores: aunque se atrevió a negar la generación espontánea en la carne podrida, admitía que los insectos que se formaban en los robles eran un producto directo de la fuerza vital del árbol (el error provenía, probablemente, de un resto de vitalismo y de la falta de microscopio para optimizar sus observaciones: Marcello Malpighi sería el encargado de mostrarle su falencia interpretativa).

La historia continuó en Holanda y su protagonista local fue Swammerdam, aquel partidario del ovismo, cuyo interés por las ciencias naturales se le había despertado gracias a su colección de curiosidades anatómicas de su padre farmacéutico.

Meticuloso naturalista y médico, Swammerdam se dedicó pacientemente al estudio de la anatomía de los insectos aprovechando las facilidades (y obviando las dificultades) de los nuevos microscopios caseros. En 1669 compiló los resultados de sus trabajos en una Historia Insectorum Generalis (Historia general de los insectos), en la que ofreció dibujos y descripciones sin comparación para la época, obtenidos gracias a su ingenio en la fabricación de herramientas para tratar objetos diminutos y a su inigualable paciencia.

Swammerdam se obsesionó con los insectos y llevó adelante sus investigaciones con una tenacidad y un apasionamiento propios del más intenso de los amores; sus escritos, de hecho, se parecen bastante más a una colección epistolar de dos amantes que a un sistemático informe de los resultados de sus experiencias científicas.

Los más finos detalles de los cuadros de Apeles son groseras vigas comparados con la finura con que la naturaleza creó los órganos de los insectos. Los encajes más finos debidos a la mano del hombre no soportan la comparación con la tráquea de un insecto. ¿Dónde encontrar un arte que pueda emular en finura a estos órganos? ¿Dónde un espíritu que pueda describirlos? ¿Dónde la perseverancia capaz de penetrar en sus partes más minúsculas?

se preguntaba Swammerdam en su estudio de un tipo de escarabajo. Y agregaba:

Como los órganos de los insectos no son menos complejos en estructura y no sirven en menor acierto a sus finalidades que los del hombre, es imposible admitir que los insectos sean engendrados por la descomposición de la materia inerte.

Un golpe duro para la doctrina: el pequeño cuerpo de los insectos revelaba una cadena de órganos tan intrincada como la de los hombres, y era difícil pensar que estructuras tan complicadas surgieran de la nada. Para colmo de males, no sólo no eran productos de la descomposición sino que eran agentes de la misma.

Sin embargo, todavía quedaba algo por explicar: ¿qué decir de los invisibles microorganismos que había visto Van Leeuwenhoek? Un caldo en apariencia estéril, después de un tiempo, hervía de ellos: ¿no significaba, esta vez sí, que habían aparecido por generación espontánea?

La incógnita se resolvió casi un siglo después, gracias al naturalista Lazzaro Spallanzani (1719-1799), que había dado clases en distintas universidades italianas y había visitado Nápoles mientras el Vesubio estaba en erupción (de lo cual no se puede concluir que visitar el Vesubio en erupción sea garantía de un descubrimiento científico).

Spallanzani hirvió diversas soluciones durante períodos que oscilaban entre los tres cuartos de hora y la hora y media, para que fueran realmente estériles, las cerró herméticamente en frascos y comprobó que en esos frascos no aparecían microorganismos por más tiempo que esperara.

Era en verdad un problema práctico: en las pruebas anteriores la hermeticidad no había sido suficiente y, por lo tanto, los frascos no eran suficientemente estériles como para que los microorganismos no se desarrollaran.

Lejos estuvo Spallanzani de imaginar que este experimento teórico tendría alguna vez una importancia práctica en el terreno de la conservación de alimentos y mucho menos que tendría una inmediata aplicación militar y remataría en los alimentos enlatados.

Los partidarios de la generación espontánea adujeron que el prolongado calentamiento había ejercido su acción de dos maneras: alterando las «moléculas orgánicas», y disminuyendo por lo tanto su fuerza vegetativa, y tornando inutilizable el aire contenido en el frasco para las funciones vitales. La cuestión seguía en pie.

Homero refuta la generación espontánea

Si leemos a Homero, veremos que en un pasaje, y varios siglos antes que Aristóteles, se acercó increíblemente a lo que los renacentistas pensarían después. En la Ilíada, el poema épico que relata «la cólera del pélida Aquiles» en la Guerra de Troya, hay una referencia a la idea de que la putrefacción origina vida: en el canto XIX, cuando Aquiles se entera de la muerte de su amigo y escudero Patroclo, golpeado por la tristeza, le dice a su madre, la diosa Tetis:

Mucho me temo que en tanto me voy a combatir, vengando a Patroclo, y le preparo honrosos funerales, las moscas penetren por las heridas de su cuerpo, engendren gusanos y lo corrompan.

Es decir: para Aquiles, y por lo tanto para Homero, los gusanos no se generan de la propia putrefacción del cadáver, como propondría más tarde la doctrina de la generación espontánea, sino que son engendrados por otros bichos que, atraídos por la carne en descomposición, penetran en ella y dejan sus huevos.

El fin de la generación espontánea

Los siglos de lucha de la generación espontánea no se acabarían silenciosamente, sino que tendrían como epílogo una gigantesca controversia científica (digna de la escandalosa historia milenaria que llevaba a cuestas) que enfrentó al descubridor de la infección microbiana, el gran químico francés Louis Pasteur (1822-1895) —y fíjense que ya estamos en el siglo XIX—, y al último de los grandes partidarios de la doctrina aristotélica: el naturalista francés Félix Archimède Pouchet (1800-1872).

Los estudios de Pasteur sobre la fermentación lo habían llevado a determinar que los orígenes de la putrefacción se debían a la acción de determinados gérmenes, diminutos organismos que atacaban las proteínas de los alimentos. Era imposible ignorar, a esta altura del partido, el tema del origen de esos gérmenes. ¿De dónde salían? ¿Era posible que, siendo ellos mismos agentes de la putrefacción, fueran producto de ella? ¿Eran, efectivamente, producto de una generación espontánea?

Había un vasto grupo, liderado por Pouchet, que aseguraba que sí, mientras que Pasteur sostenía incansablemente que la cuestión era un poco más compleja.

La generación espontánea no produce seres adultos, procede de la misma manera que la generación sexual que, como todos sabemos, es inicialmente un acto completamente espontáneo mediante el cual se unen en un órgano especial los elementos primitivos de un organismo,

argüía don Pouchet. Fue entonces que intervino la Académie des sciences de París, que, para poner paños fríos al asunto y terminar de una vez por todas con la aparentemente irresoluble polémica, ofreció una recompensa de 2.500 francos a quien pudiera

arrojar luz sobre la cuestión de la generación espontánea.

Pasteur aceptó el desafío y logró doblegar a todos sus adversarios en la última famosa contienda que generó la ya por entonces vetusta teoría. En un verdadero duelo público de experimentos y contraexperimentos, Pasteur se propuso demostrar que el aire era el vehículo que transportaba a los microorganismos vivos.

Filtró el aire inspirándolo a través de un tubo en el cual había intercalado un pedazo de algodón cuyas fibras detenían las partículas sólidas. Al disolver el algodón en una mezcla de alcohol y éter, las partículas retenidas se depositaban en el fondo y luego, cuando se las introducía en infusiones orgánicas previamente calentadas, los microbios comenzaban a multiplicarse.

En otro de los experimentos, Pasteur colocó un caldo esterilizado en una serie de tubos con diferentes formas, diseñados especialmente para permitir el movimiento del aire pero impedir la circulación del polvo que acarreaba consigo los indeseados gérmenes. El líquido, como era de esperarse (o como nosotros ahora sabemos que ellos deberían haber esperado), permaneció cristalino por meses.

Socarronamente, Pasteur solía decir:

Prefiero creer que la vida proviene de la vida antes de que viene del polvo.

También pudo mostrar, mediante experiencias igualmente ingeniosas y sencillas, que las sustancias fermentables expuestas al aire permanecen estériles siempre y cuando se limpie de gérmenes el aire en suspensión.

Pouchet había sido derrotado definitivamente, pero la antigua (y ya por entonces destronada) teoría aún conservaba un postrer aliento. Faltaba la última batalla, que se libraría en 1876 y que marcaría su fin definitivo…

Ese año, H. Charlton Bastian, un patólogo inglés, publicó un grueso volumen en el que se aportaban nuevas observaciones a favor de la generación espontánea. En uno de sus experimentos, había calentado orina ácida por encima de la temperatura de ebullición (en torno a los 110°). Esta orina, cuando se la resguardaba del aire, permanecía clara y, al parecer, estéril. Sin embargo, cuando se introducía una solución de potasa, procurando que la orina siguiera resguardada del aire, al cabo de diez horas «hervía» de bacterias vivas.

Pasteur no se amilanó —la verdad, no era momento de tirar tanto esfuerzo por la borda— y logró solucionar el nuevo enigma demostrando la existencia de bacterias resistentes a temperaturas incluso superiores a los 100 grados.

Y así fue cómo Pasteur acabó de una vez por todas y para siempre con la historia ésa, e inició un nuevo camino que habría de sentar las bases para la esterilización y la antisepsia, claves de la medicina moderna.

Pero si hay algo que verdaderamente impresiona es que la doctrina echada a rodar por Aristóteles en el siglo IV a.C. sobreviviera hasta 1876: hay ideas científicas que son persistentes y se resisten a morir. Un poco como tantas ciudades modernas que conservan sus cascos históricos, o las ruinas de los asentamientos antiguos que los precedieron.