CAPÍTULO 21

Todos los fuegos el fuego: la revolución química

Primero vino el fuego, el árbol que ardía,

la floresta incendiada que aquellos hombres monos mirarían pasmados.

Luego la quemadura y el grito:

apenas el fuego y la piel se separaron vino el relato,

la palabra dicha a viva voz

o susurrada en la larga noche prehistórica.

La práctica química tiene una larga tradición en la historia humana. En cuevas prehistóricas se han encontrado pinturas que necesitaban del uso de tinturas elaboradas; la metalurgia determinó el destino de pueblos y civilizaciones; la alfarería implicaba la transformación de los materiales; la farmacopea, desde siempre, la requirió como aliada.

Pero la química propiamente dicha es una ciencia muy joven. Hasta la Revolución Científica, en general, permaneció como saber eminentemente práctico, o como saber alquímico, es decir, como un saber adornado por fórmulas espirituales e invocaciones místicas: así floreció en el Islam, atravesó mayoritariamente la Edad Media y llegó a las puertas del siglo XVIII.

Ojo: el saber alquímico no se redujo a la mera invocación de fórmulas sacramentales para convertir los metales en oro, o encontrar el elixir de larga vida; si ésa fue en muchos casos la línea principal, también estimulaba todo tipo de prácticas laterales que fueron formando un corpus que, apenas se desataron las ataduras mágicas y místicas con el triunfo de la ciencia experimental, se armó como una nueva disciplina, que, como todas, aspiró al rigor newtoniano.

Así como la revolución en la física nació de la resolución del problema del movimiento y la ley de gravitación universal, que resolvió el problema astronómico, la constitución newtoniana de la química también giró alrededor de un problema definido.

Es lo que les voy a contar en este capítulo: de qué manera la química evolucionó hasta transformarse en una ciencia newtoniana, cuando Lavoisier resolvió el problema de la combustión.

Y es que sí, como les dije, todo empezó con el fuego.

Historia del fuego

Tomé en hueca caña la furtiva chispa, madre del fuego; lució, maestra de toda industria, comodidad grande para los hombres; y de esta suerte pago la pena de mis delitos, puesto al raso y en prisiones.

ESQUILO, Prometeo encadenado

Hace cuatrocientos mil años se encendieron las hogueras del hombre de Pekín y desde entonces el fuego fue tan esencial para el hombre que es difícil imaginarse la civilización sin él; uno puede pensar en culturas sin rueda, sin escritura, sin arado, pero no sin fuego.

También es difícil imaginar lo que significó: nuestros antepasados prehistóricos habitaban una tierra hostil, plagada de peligros y calamidades naturales. El fuego era una de ellas: cuando un rayo o la sequía incendiaban la sabana no podían hacer otra cosa que huir y temblar. Pero resulta que un día aprendieron a llevarlo a sus cavernas y conservarlo arrimando cuidadosamente ramas secas, y de repente ese azote terrorífico se convirtió en un aliado y todo fue distinto. Permitía cocinar los alimentos, defenderse de las fieras y sentarse a su alrededor; la tribu caliente y protegida por la luz podía por primera vez compartir sus historias en un lenguaje que ni siquiera existía aún.

Que el fuego se apagara —¡los desdibujados dioses del principio no lo permitieran!— podía significar el fin y la muerte de todos. Y otro día, alguien —nunca sabremos su nombre, si es que lo tenía, si es que existían los nombres— descubrió que golpeando dos piedras saltaba una chispa con la cual se podía encender un conjunto de hojas secas. En ese preciso momento, justo en ese instante, cambió el curso de la especie. Se terminó el temor de que el fuego se apagara; ahora el fuego era nuestro, era una herramienta, la herramienta más poderosa, la tecnología más potente que jamás se inventó. Ni los grandes cohetes que van a la Luna, ni los satélites artificiales, ni los sofisticados robots que arman los circuitos integrados para las computadoras pueden compararse al invento que surgió del golpe inteligente de dos piedras de sílex.

El fuego multiplicó los poderes y las habilidades: cerca de él el barro se endurecía, tornándose duro e impermeable; nacía la cerámica, las vasijas, capaces de almacenar y transportar el agua, el ánfora griega, los jarrones chinos, el arybalo incaico y el plato que tenemos en nuestra mesa. El fuego vence al metal: lo derrite y lo vuelve maleable; permite trabajar y dar la forma que uno quiera al cobre, el plomo, la plata y el oro. Y más tarde vendrían las aleaciones como el bronce y, luego, el hierro con su cohorte de instrumentos: el taller, el fuelle, el yunque y el martillo, de donde descienden directamente los altos hornos y el acero, que hoy esparcen sus productos por los cuatro rincones de la Tierra.

¿Cómo no creer que era un dios e identificarlo con el Sol, proveedor también de luz, calor y vida? Cuando aquellas tribus, hordas, grupos o lo que fueran, se transformaron en civilizaciones que construyeron ciudades, el fuego conservó ese valor ritual de haber marcado un comienzo que todos habían ya olvidado y fue recubierto por leyendas. Prometeo, el fuego olímpico, las fogatas de San Juan, el terror ante el incendio, el silencio ante el fogón del campamento.

Cuentan los tehuelches que Kóoch, «el que siempre existió», vivía entre neblinas oscuras en el punto en que el mar y el cielo se reúnen. Cansado de estar solo, un día comenzó a llorar sin parar, durante tanto tiempo que formó el mar llamado Arrok. Kóoch, sorprendido, detuvo sus lágrimas y suspiró, produciendo el viento por primera vez. Kóoch quiso ver su obra y, alzando la mano, creó una enorme chispa, el Sol, que iluminó todo a su alrededor. Luego llegaron las nubes y Kóoch quedó satisfecho.

Tiempo después Elal, un héroe dios, creó a los Chónek, los hombres, en El Chaltén y se transformó en su guía y protector. Elal comprendió que sus criaturas se sentían solas y desprotegidas y les dio el mejor regalo que se puede tener: les enseñó que golpeando dos piedras se pueden hacer chispas, madres del fuego. Nunca más los tehuelches temieron a la oscuridad ni a las heladas porque eran dueños del secreto del fuego.

Átomos de fuego

El aire, que envuelve y canta.

La tierra que germina.

El agua que fluye y lava

el pecado y la ropa.

El fuego en la muralla y en la hoguera:

cuatro elementos bastaban

para un mundo en ciernes.

Sin embargo, fue muy difícil averiguar qué es el fuego. De pronto parece una cosa viva: se mueve, se propaga, nace y se extingue. A veces, es maléfico, quema la piel y se lleva la vida; a veces es benefactor, sirve en la paz y en la guerra es un arma temible. Cambia de color: si acercamos un poco de sal al fuego de la cocina, la llama se vuelve amarilla. El carbón es difícil de encender, una hoja de papel se quema con mucha rapidez, la pólvora se enciende con un fogonazo. Para que vuele una gran roca, es necesaria la dinamita. Para que un automóvil o un avión puedan moverse hacen falta una serie de pequeñas explosiones de gasolina.

¿Hay algo en común entre esos fuegos? ¿Por qué algunas cosas se encienden y otras no? ¿Por qué se contagia? ¿Qué ocurre cuando algo se quema? ¿El fuego es algo que sale de adentro de la materia que arde?

El fuego transforma las cosas: endurece la arcilla, funde los metales, convierte la madera en cenizas y un pastizal en humo, quema la piel y consume casi por completo un trozo de carbón. ¿Cómo puede ser? No es nada fácil responder. Pero era fatal que una vez que se hubo aprendido a dominarlo, se avanzara paso a paso hasta saber qué era.

No es sorprendente que cuando los filósofos griegos decidieron comprender qué es el mundo sin recurrir a los dioses, eligieran al fuego como uno de sus componentes fundamentales. Recordarán que nuestros viejos amigos Empédocles y Aristóteles (universal y omnipresente como siempre en todas las cosas que tienen que ver con esta humana costumbre de hacer ciencia) inventaron la teoría de los cuatro elementos, cuatro sustancias, que formaban todas las demás, y el fuego fue una de ellas: las otras tres eran el aire, el agua y la tierra.

En cualquier filosofía que partiera de la existencia de los cuatro elementos, el fuego era una sustancia, un ente material. Sin embargo, era un ente material en cierto modo diferente de los otros: la tierra y el agua se pueden palpar; el aire puede respirarse y encerrarse en una vasija, pero el fuego, en cierta forma, es inasible; por alguna razón misteriosa, no se puede tener «fuego solo», si bien los pitagóricos, por su parte, pensaban que la Tierra, el Sol, la Luna y todos los planetas giraban alrededor de un gran fuego central que ocupaba el centro del universo.

La teoría de los cuatro elementos se combinó con las de quienes opinaban que todo estaba formado por partículas indivisibles, los átomos, y así se estableció que había cuatro tipos de átomos y entre ellos, naturalmente, átomos de fuego. Al quemarse, la materia cedía los átomos de fuego encerrados en ella y formaba la llama. Y si no estaba formada por ese tipo de átomos, la materia no ardía.

Ya no era un dios, sino un ente material como los demás, una de las sustancias básicas del mundo, que además tenía la rara propiedad de descomponer la materia en sus elementos más simples y básicos, como cuando arde la madera y se separan el humo y las cenizas. Toda una idea.

La alquimia medieval no modificó las cosas: heredó la teoría antigua sobre el fuego y los alquimistas estrujaron la materia para obtener átomos de fuego, combinarlos con átomos de tierra y producir oro: era la piedra filosofal, que buscaron con ahínco, encerrados en la bruma de sus laboratorios. Pero ellos mezclaban la experimentación con la especulación filosófica y religiosa, los rituales mágicos, las creencias astrológicas que asociaban los planetas con los metales y las doctrinas esotéricas reveladas por Hermes Trismegisto, que muchos años más tarde guiaría en Macondo la afanosa búsqueda de José Arcadio Buendía. O se aferraban a creencias espiritualistas, según las cuales la materia estaba de alguna manera viva y respondería al contacto de la piedra filosofal dando el oro, lo mejor de sí.

No consiguieron nada, claro está, y nada concreto quedó de aquellas aspiraciones de la alquimia. Pero a partir del Renacimiento, los alquimistas que buscaban la piedra filosofal y el elixir de larga vida se transformaron lentamente en químicos constructores de moléculas, cazadores de sustancias y fundadores de poderosas industrias.

Ya hablamos de uno de estos personajes intermedios, medio científicos, medio magos: Paracelso, del que les conté que hay quienes dicen que era solamente extravagante pero genial, que muchos lo consideran, algo exageradamente, como uno de los iniciadores de la medicina y la química modernas, pero que para mí simplemente no estaba en sus cabales. Paracelso, que aún tenía un pie, o uno y medio, o los dos en el pensamiento precientífico, tenía serias dudas sobre los cuatro elementos, los dejó «por el momento» de lado (no se animó a abandonarlos completamente, ya que la autoridad de Aristóteles era demasiado grande) y los reemplazó por tres «principios» tomados de la alquimia árabe: azufre, mercurio y sal, que según él entraban en la formación de todas las sustancias y eran portadores de sus propiedades. Desde ya, también tuvo su teoría del fuego y la combustión: lo que arde es el azufre, lo que se volatiliza y escapa en el humo es el mercurio y lo que queda como residuo es la sal. La nueva idea marcaría una época.

Otro personaje que intervino en el asunto fue Van Helmont, de quien ya hablamos en el capítulo anterior, que tampoco creía mucho en los cuatro elementos. Bueno, en realidad, creía en uno solo de ellos: el agua y, en consecuencia, negó materialidad al fuego, aunque desde ya apoyaba la antigua convicción de que el fuego separaba la materia compuesta en elementos simples. Este caballero tuvo sus cosas: inventó la palabra «gas», tomándola, según algunos, del griego chaos, y según otros, por su semejanza fonética con la palabra alemana geist (espíritu). Además, aunque no fue el primero en reconocer la multiplicidad de las sustancias gaseosas, sí fue el primero en describir diferentes gases (empezando por el dióxido de carbono) de forma clara (aunque, curiosamente, creía que era imposible encerrarlos en recipientes):

Los gases son tan diferentes entre sí como los cuerpos de los que provienen.

Y creyó que existía un disolvente universal, llamado alcahesto, capaz de conseguir que cualquier sustancia volviera al agua original. En cuanto a la llama, aseguraba que no era otra cosa que un gas incandescente, un vapor encendido, un gas al rojo vivo, de la misma manera que el hierro se pone al rojo vivo si se calienta mucho y que el fuego era un agente, un mero accidente de la materia. Aquí había una idea interesante, algo nuevo.

Pero ya estaba en funciones la Revolución Científica. Y eso era más nuevo todavía.

El fuego resiste a la Revolución Científica

La Revolución Científica dio vuelta todo: el universo múltiple de los magos, el universo irreparable de los metafísicos, el universo teologal de los medievales y el universo cerrado de Aristóteles saltaron en pedazos y la inmensa y multiforme maquinaria de los antiguos y los medievales fue reducida a ruinas no siempre gloriosas. El mundo se transformó en un gigantesco mecanismo gobernado por leyes simples y sometido al método experimental.

Pero además, la Revolución Científica fue también una revolución conceptual, un cambio de actitud que partía de una sencilla convicción: ese mecanismo se podía comprender. No era cuestión de sentarse y esperar a que se manifestara o revelara, sino que había que ir hacia él, experimentar con él, mirar con precisión lo que ocurría, reproducirlo en el laboratorio.

La materia y el misterio de la combustión, sin embargo, resistían. En medio de la avalancha de transformaciones y descubrimientos, en pleno siglo XVII, Robert Boyle (1627-1691), a quien muchos consideran el padre de la química moderna, revisó cuidadosamente todos los conceptos químicos, entonces bastante nebulosos (su libro The Skeptical Chemist se considera, con justicia, fundacional) y rechazó aquellas ideas que fueran confusas, al mejor estilo cartesiano.

Los químicos, hasta ahora, se han dejado guiar por principios estrechos sin alcance superior alguno. Yo trato de partir de un punto de vista completamente distinto, pues considero la química no como lo haría un médico, o un alquimista, sino como debe hacerlo un filósofo.

Se debían eliminar todos los términos y conceptos que no estuvieran claramente definidos, y no debía aceptarse ninguna teoría que no estuviera avalada por pruebas experimentales, «únicas de las que se puede esperar el progreso de una verdadera ciencia».

Desde ya, descreyó de los cuatro elementos, arguyendo que no había ninguna prueba de que lo fueran y de los tres principios de Paracelso:

Me gustaría saber cómo se llegaría a descomponer el oro en azufre, en mercurio y sal. Yo me haría cargo del costo de la operación.

Aunque Boyle era un hombre rico, nadie aceptó el desafío. Y ya que de dudar se trataba, dudó también de la milenaria convicción de que el fuego descomponía la materia en sustancias simples:

Creer que el fuego reduce los cuerpos a sus ingredientes elementales es desconocer el hecho experimental de que la combustión da origen a productos nuevos, que en su mayoría son de naturaleza compuesta.

Boyle tenía una nueva e interesante herramienta para investigar la naturaleza del fuego: la bomba de vacío, de reciente invención, y con ella comprobó que en el vacío las cosas (aun un cuerpo tan inflamable como el azufre) no ardían, y por lo tanto subrayó la importancia del aire para la combustión.

En realidad, la importancia del aire era un hecho conocido ya por los alquimistas y que en cierto modo intuye cualquiera que sopla para avivar la brasa de un fogón, el herrero armonioso que se apura con el fuelle porque está pasando el señor Georg Friedrich Haendel o el espectador impotente que ve cómo el viento extiende el incendio incontrolable de un bosque. Pero la bomba de vacío corroboró de manera irrefutable que, sin aire, no había fuego.

Era una pista importante, aunque Boyle no la siguió hasta el final. Fue demasiado cauto en relación con el fuego, y aunque descreyó de que fuera un elemento, e incluso de su carácter material, también habló de «partículas de fuego».

Las investigaciones de Boyle y de su continuador, el gran Robert Hooke, insinuaban una línea que se aproximaba al secreto del fuego y a la construcción de una química de tipo newtoniano, acorde con los tiempos que corrían, pero no prosperó, porque de repente apareció una explicación, una teoría general que parecía resolver el problema de la combustión de una vez por todas.

La doctrina del flogisto

Cuando el buen señor Johann Joachim Becher (1635-1682) publicó en 1669 su Physica subterranea, no sospechó que estaba preparando el terreno para una teoría de alcance universal. No creía en los cuatro elementos aristotélicos, que estaban de capa caída, pero sí en dos de ellos: el agua y la «tierra», o mejor dicho tres tipos de tierra; una de ellas, la «tierra combustible», se liberaba en la combustión en forma de gas a través del fuego y dejaba atrás las cenizas (o una cal en el caso de los metales). Respecto del fuego, Becher seguía la línea de Van Helmont: el fuego era el agente universal de las transformaciones, que descomponía materiales complejos en compuestos simples que lógicamente (como las cenizas) resultarían incombustibles, ya que no les quedaba tierra combustible que quemar.

No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que las tres tierras de Becher eran apenas una especie de disfraz casi explícito de los tres principios de Paracelso. Pero resultó que uno de los discípulos de Becher, Georg Ernest Stahl, aquel vitalista acérrimo del que hablamos en el capítulo 18, tomó las ideas de su maestro y las transformó en una teoría general de la combustión y en el espinazo de la química de aquel entonces. A la tierra que Becher había llamado «combustible», la llamó «flogisto» (del griego, que significa «quemado» o «llama») y le asignó el supremo y noble propósito de ser el eje, la clave, el agente y el sostén de la combustión. Y mucho más.

El flogisto era un «principio», una sustancia a medio camino entre la materialidad y la metafísica, pero que aseguraba el funcionamiento químico del mundo. La combustión, según Stahl, era simple: quemarse era simplemente dejar escapar el flogisto oculto en el cuerpo que se quemaba y que como un humo invisible se mezclaba con el aire. Todos los cuerpos capaces de arder contienen flogisto y lo entregan al quemarse. En el momento de la combustión, el flogisto rompe su unión con los cuerpos y se escapa; la pérdida de flogisto explica el cambio de propiedades de los cuerpos quemados: la madera, al perder su flogisto, produce carbón. Indudablemente, era una idea simple y atractiva.

La verdad es que este flogisto del amigo Stahl era medio raro: ni líquido, ni sólido ni gaseoso, era invisible, estaba oculto y en principio no podía ser aislado porque siempre estaba combinado; en cierta forma se parecía al alcahesto, aquel disolvente universal que había imaginado Van Helmont, capaz de lograr que cualquiera de las sustancias volviera al agua original y que, obviamente, no podía ser retenido en ningún recipiente. El flogisto tenía un olorcito metafísico que no pegaba del todo con su carácter material.

Pero, raro o no, el flogisto explicaba casi todos los hechos conocidos entonces sobre la combustión. Quemarse era perder flogisto. La combustión obviamente terminaba al agotarse el flogisto del combustible. La importancia del aire en el asunto se debía a que el aire ponía en movimiento las partículas de flogisto y, dado que ese movimiento es bastante rápido, el flogisto se desprendía. En una campana cerrada de vidrio, la llama se apagaba después de un tiempo, porque un volumen determinado de aire podía absorber una cierta cantidad de flogisto y no más y cuando el aire se saturaba de flogisto (se flogistizaba), la combustión cesaba. Y respecto del vacío, obviamente nada podía arder, ya que… ¿a quién podría entregarle su flogisto?

Además, Stahl dixit, había un ciclo del flogisto en la naturaleza: era atraído por el aire atmosférico y luego era reabsorbido por las plantas, como lo probaban las propiedades combustibles de la madera. Al quemarse ésta, devuelve su flogisto, que pasa nuevamente al aire. El ciclo del flogisto era el lazo principal entre los tres reinos naturales.

A mediados del siglo XVIII, la doctrina del flogisto, que no implicaba grandes rupturas ni con la física aristotélica ni con las teorías en boga de la materia, era ampliamente aceptada y el misterio de la combustión parecía resuelto. El mismísimo Kant la alabó en su Crítica de la Razón Pura como «una de las grandes conquistas del espíritu humano». No era una teoría aislada, una explicación particular de un fenómeno particular: era un sistema completo alrededor del cual se organizó la química, flogistizada de arriba abajo.

Una consecuencia inesperada —en realidad un «daño colateral»— fue la resurrección de la ya obsoleta teoría de los cuatro elementos de Aristóteles. La química del flogisto, tal como la inició Stahl, era atomística, pero los átomos eran incognoscibles y sólo se manifestaban en las propiedades que conferían a las mezclas, mientras que el nivel esencial de las interpretaciones químicas seguía dado por los cuatro elementos aristotélicos.

Se reconocerá sin duda con asombro que actualmente admitimos como principios de todos los compuestos los cuatro elementos: el fuego, el agua, el aire y la tierra, que Aristóteles había designado como tales mucho antes de que se tuvieran los conocimientos químicos necesarios para comprobar la verdad de esta afirmación. En efecto, sea cual fuere la forma en que descompongamos los cuerpos, siempre obtenemos estas sustancias; constituyen el colofón del análisis químico,

se aseguraba bajo la entrada «Principios», en el diccionario de química de Pierre Joseph Maquer publicado ¡en 1766!

Las cosas, sin embargo, seguían su curso y la química, aunque flogistizada, dio sus grandes investigadores: Black, Scheele, Cavendish. Y Priestley.

Henry Cavendish (1731-1810), que fue uno de los grandes químicos del siglo XVIII, era un tipo extravagante: aristócrata, padecía una misantropía tan severa que sus sirvientes apenas lo veían para servirle la comida. Un compañero de la Royal Society de Londres (el único lugar en el que se codeaba con otra gente desde la precoz edad de 21 años) decía que le había escuchado decir menos palabras en su vida que a cualquier otra persona, «sin excluir a los monjes de La Trapa», que son monjes que hacen voto de silencio.

Cavendish aisló cantidades enormes de nuevas sustancias, trabajó en electricidad y magnetismo y fue el primero, mediante un ingenioso experimento de muchísima precisión, en medir la fuerza de gravedad en un laboratorio.

El asunto es que, hurgueteando y experimentando, se topó con un gas que provenía de la reacción entre ácidos y metales, mucho menos denso que el aire, que ardía si se le aplicaba una llama: supuso que este «aire inflamable» —era el hidrógeno— provenía de los metales, y pensó que había logrado aislar el escurridizo flogisto (aunque el flogisto no se podía aislar, porque hubiera sido como aislar la libertad o la justicia en un tubo de ensayo).

Luego hizo arder una mezcla de aire y «aire inflamable» en un recipiente y observó que se acumulaba humedad en las paredes… La conclusión fue conmovedora: ¡había obtenido la síntesis del agua como una mezcla de dos gases! ¡El agua no era un elemento en sí mismo, sino que era un compuesto de dos gases! ¡Se derribaba estrepitosamente el enorme edificio teórico que se había construido sobre los cuatro elementos aristotélicos! Si el agua estaba compuesta de dos gases diferentes, los elementos podían ser muchos más.

Naturalmente, Cavendish no dudó del flogisto, y explicó su hallazgo del agua en términos flogísticos, como un político que esgrime una teoría obsoleta y se resiste a cambiar: llegó a la conclusión de que el agua debía ser un compuesto de aire puro y flogisto. En realidad, Cavendish creía que el hidrógeno era flogisto puro.

Priestley encuentra un nuevo y sorprendente gas

Joseph Priestley (1733-1804) era, como Cavendish, inglés, librepensador en cuestiones de religión y ortodoxo en química, flogicista a muerte, sacerdote y uno de los mayores cazadores de sustancias, en especial gases, de todo el siglo XVIII.

En 1767, vivía al lado de una fábrica de cerveza y comenzó a interesarse en el fenómeno de la efervescencia que producía el llamado «aire fijo» (dióxido de carbono), un gas descubierto y aislado por Black. Experimentando incansablemente con él, descubrió un montón de gases más, que pudo describir para su mayor gloria y honor. Pero fue el 1° de agosto de 1774 cuando alcanzó la inmortalidad (y algo más).

Con una lupa que concentraba los rayos del Sol, calentó un poco de óxido de mercurio dentro de una campana de vidrio herméticamente cerrada y al abrirla encontró un «aire», un gas sin olor. Cuando introdujo una vela encendida en ese «aire» notó que la llama se avivaba. Evidentemente había obtenido un gas nuevo (el mismo que, aunque él no lo supiera, había aislado Scheele).

Era obvio que si ese nuevo gas hacía arder muy bien una vela o permitía vivir a un ratón, estaba «ansioso» por tomar el flogisto (como un papel por absorber el agua), mucho más ansioso que el aire común, como si careciera por completo de flogisto. Esto es, estaba deflogisticado, y así lo llamó: «aire deflogisticado». Priestley estaba orgulloso de su descubrimiento; después de respirar «su» aire deflogisticado, contaba:

Mi pecho se sintió particularmente ligero por un tiempo… quién sabrá, pero, en un tiempo este aire puede transformarse en un lujoso artículo de moda. Hasta este momento sólo dos ratones y yo hemos tenido el privilegio de respirarlo.

Priestley era un verdadero militante, casi un guerrillero del flogisto, que en ese entonces imperaba sin opositores, por lo menos visibles, y no era para extrañarse. A nadie se le había ocurrido ninguna otra teoría que explicara tantas cosas; el flogisto ponía en contacto los tres reinos naturales y revelaba el ciclo de nacimiento y muerte de la naturaleza; no era solamente el agente de la combustión y el fuego, el que había transformado al hombre prehistórico en el hombre poderoso del siglo dieciocho, sino que era el portador de las principales cualidades químicas: una sal combinada con el flogisto, daba un álcali; un ácido universal con el flogisto, daba un ácido nítrico. Era, como la luz, el magnetismo o la electricidad, uno de los agentes imponderables y esenciales del mundo. La civilización entera estaba sostenida por andamiajes de flogisto. Todo encajaba: ¿cómo no iba a reinar sin cuestionamientos? Y además, el flogisto develaba el misterio del fuego y la combustión: era lo que todos estaban esperando desde el momento en que por primera vez el metal se fundió para fabricar una espada o un arado.

Un punto débil: el enigma de la calcinación de los metales

Sin embargo, la gran síntesis del flogisto, la coronación de la química que había instaurado Stahl, que había develado los misterios del fuego y que había producido su mejor joya en el aire deflogisticado de Priestley, en el que cualquiera podía respirar de manera exquisita, tenía algunos puntos flojos y uno de los más serios era el problema de la calcinación de los metales. A muy altas temperaturas, un metal también se quema y deja como residuo una cal, cambiando naturalmente su aspecto. Hasta ahí no había nada raro, ya que era obvio que si el metal perdía su flogisto, sus propiedades se tenían que alterar. Pero lo que sí resultaba más que raro, rarísimo, era que, después de perder su flogisto, los metales aumentaran de peso.

¿Cómo era posible?

Esta historia de la calcinación de los metales y el aumento de peso era conocida desde hacía mucho tiempo. Lo habían informado algunos alquimistas, e incluso se había intentado explicarlo, ya que contradecía la antiquísima idea de que el fuego descomponía la materia. Según algunos, los átomos de fuego se fijaban sobre el metal al quemarse y para otros el fuego arrancaba las partículas más livianas del metal y así lo tornaba más pesado (no hay que olvidarse de que el aristotelismo diferenciaba pesadez y liviandad, y así los átomos de fuego eran como globos más livianos que el aire enquistados en la materia que, cuando se soltaban y subían, la hacían más pesada).

Desde ya, el misterio no escapó a la minuciosa atención de Boyle, que estudió el fenómeno con la meticulosidad de siempre: calcinó estaño en un recipiente cerrado; pesó el estaño antes y después de quemarse y lo mismo con el recipiente. Al abrir el recipiente, oyó al aire entrar precipitadamente.

Si Boyle hubiera podido leer este libro, seguramente habría prestado más atención a ese sonido. Pero faltaba mucho para que este libro se publicara y el hecho se le escapó. Y es que la ciencia funciona así: un pequeño descuido, o la imprudencia de no leer el libro adecuado, impide un gran descubrimiento que los científicos tienen delante de sus narices. Tampoco se le ocurrió a Boyle pesar el recipiente con el estaño adentro antes y después de la calcinación y supuso que el aumento de peso era debido a una sustancia que el metal sacaba del fuego y que había atravesado las paredes de la retorta.

Robert Hooke, que fue su ayudante, interpretó la combustión de manera diferente: supuso que en el aire había algo, una sustancia que poseía la propiedad de disolver todos los cuerpos combustibles si eran calentados suficientemente y, por lo tanto, el fuego era un mero fenómeno accidental.

Hubo un químico, John Mayow (1645-1679) que fue más allá: demostró que no es el aire sino un constituyente del aire el que alimenta la combustión, al que llamó «espíritu nitroaéreo». Mezclado con nitro (nitrato de potasio), observó, un cuerpo se quema en el vacío y el «espíritu del nitro» sirve de alimento al fuego. Para que un cuerpo pueda arder, decía, no alcanza con que tenga partículas combustibles, sino que hace falta que éstas entren en contacto con el espíritu nitro-aéreo que existe en el aire.

Mirado desde la teoría del flogisto, el aumento de peso era problemático: aseguraba que, al quemarse, los metales se separan en sus elementos más simples: cal y flogisto. ¿Pero cómo podía ser que los metales al perder flogisto ganaran peso? Stahl supuso que la pérdida del flogisto dejaba «huecos» en la materia que el aire comprimía y así todo se volvía más pesado… El argumento era verdaderamente flojo: confundía peso y densidad, ya que si el aire comprime, la materia se vuelve más densa, pero no más pesada.

Algunos seguidores de Stahl, como suele suceder, fueron más allá de su maestro y propusieron una solución arriesgada, arriesgadísima: ya que las teorías de Aristóteles y el asunto de los cuatro elementos estaban otra vez en boga (¡en pleno siglo XVIII!), concluyeron que el flogisto tenía en su naturaleza ir hacia arriba (como el fuego del que era parte) y por lo tanto le quitaba peso al objeto que era su lastre. Esto es… ¡el flogisto tenía peso negativo!

Era una explicación un tanto descabellada, pero la verdad es que los flogicistas no estaban muy alarmados por la cuestión de los metales, ni el problema les quitaba el sueño: suponían que en algún momento se encontraría la explicación, del mismo modo que los copernicanos imaginaban que tarde o temprano se arreglarían las dificultades físicas del sistema heliocéntrico.

Otro problema del flogisto era su inmaterialidad, su carácter casi metafísico. ¿Pero acaso no lo eran la luz, el magnetismo o la electricidad (que ya estaban dando vueltas en el aire de la época)… y hasta la propia fuerza de gravitación? Ya se resolvería.

Pero en realidad el mayor problema, el problema fundamental que debía afrontar el flogisto, era que no existía.

El que enfrentó decididamente al flogisto y lo derrotó fue Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794), que lo envió adondequiera que van a parar las sustancias que no existen.

Lavoisier decide revolucionar la química

Nada se crea ni en las operaciones del arte, ni de la naturaleza, y se puede elevar a la categoría de principio que en todo proceso hay una cantidad igual de materia antes y después del mismo… Sobre este postulado se funda todo el arte de hacer experiencias en química.

LAVOISIER, Tratado de química, 1789

El padre de Antoine Laurent Lavoisier, un rico abogado preocupado por la educación de su hijo, lo envió a un excelente colegio donde estudió matemáticas, astronomía, química y botánica, se empapó de una ideología razonablemente liberal y se convirtió en un verdadero intelectual del Siglo de las Luces, un caballero de buena posición y con la ideología de la Ilustración a flor de piel, lo cual lo llevó a apoyar la Revolución Francesa, por lo menos en sus inicios. A los 22 años, con un ensayo sobre la mejor manera de iluminar las calles de París, recibió una medalla de oro de la Académie des sciences y a los 25 lo aceptaron como miembro gracias a un trabajo sobre el análisis de la pureza del agua de París.

Pero lo importante del experimento no era, en realidad, la pureza del agua. Resulta que desde hacía siglos los alquimistas y luego los químicos (incluyendo al propio Boyle) habían comprobado que si se calentaba agua largo tiempo en un recipiente hasta que se evaporaba del todo, era posible juntar un fondo terroso, lo que mostraba que el agua se podía transformar, por lo menos en parte, en tierra.

Lavoisier realizó la prueba pesando con precisión el agua, la tierra que quedaba y —genial— el recipiente en el que se hacía el proceso. Tras calentar todo durante varias horas comprobó que el peso de la «tierra» que había quedado luego de que el agua se hubiera evaporado ¡era exactamente igual que el que había perdido el recipiente! Es decir que la supuesta «tierra» no provenía del agua sino del recipiente. Conclusión: el agua no se transforma en tierra.

En realidad, había logrado algo mucho más importante que destruir una creencia milenaria (que ese mismo año había destruido también Scheele); el experimento daba un golpe formidable a la hipótesis de la transmutación, pero, quizás más importante aún, daba un paso decisivo hacia el principio general, el eje sobre el que armaría todo su sistema y revolucionaría la química, dándole un carácter newtoniano: el principio de conservación de la materia. Tomó el concepto newtoniano de masa que el gran Isaac había definido, un tanto confusamente, como «cantidad de materia», la midió por su peso y estableció que nada podía surgir de la nada:

La materia puede cambiar de forma, pero el peso total de la materia implicada en una reacción química sigue siendo el mismo.

Esto es: las cosas se transforman pero no desaparecen ni aparecen de la nada; la materia, aquello que tiene masa y por ende peso, no podía crearse ex nihilo, sólo podía provenir de transformaciones de la materia misma, y de ahí en adelante, las cosas girarían alrededor de la balanza. No es que la balanza no se hubiera usado antes; tanto Boyle como Van Helmont se habían valido de ellas y lo mismo Black, Scheele y casi obsesivamente Cavendish. La habían usado, sí, pero no habían hecho de ella y, por ende, de la masa y de su conservación, el principio fundamental de su sistema. Pero ahora Lavoisier clavaba el pivote sobre el cual levantaría su edificio, el concepto de masa invariante, medida por su peso, una idea y una metodología absolutamente newtonianas.

El mismo año del experimento de la balanza, ¡ay!, compró acciones en la Ferme Générale, una compañía privada responsable de cobrar los impuestos al tabaco, con las grandes ganancias que parecen acompañar durante todas las épocas a las empresas privadas que se hacen cargo de los servicios públicos.

Las acciones (que más tarde le costarían la cabeza, literalmente, tras la Revolución, ya que la empresa era un símbolo del abuso del poder y se había ganado el odio de buena parte de la sociedad) le permitieron vivir de rentas, comprar los mejores dispositivos para experimentación disponibles en su tiempo y montar un laboratorio que fue famoso y visitado por los químicos de toda Europa. Se casó con Marie-Anne Paulze (de sólo 14 años), quien fue su mejor ayudante a lo largo de su vida (y que después de su muerte se volvió a casar con otro científico, el excéntrico Conde Rumford, con quien vivió una especie de telenovela mexicana avant la lettre).

Lavoisier tenía algo del espíritu meticuloso y obsesivo de Tycho Brahe; así como el gran astrónomo danés se había puesto a revisar las observaciones tradicionales con su astronomía de precisión, desde 1773 Lavoisier se dedicó a repetir los experimentos químicos tradicionales en forma estricta, para determinar cuánto de los resultados que se habían obtenido anteriormente se debían simplemente a errores en las mediciones o en los procedimientos. Pero, además, era muy consciente de lo que hacía y de lo que quería: resolver el problema de la combustión y producir una revolución en la química. El 20 de febrero de 1773, fecha histórica, lo asentó explícitamente en su diario:

La importancia del fin propuesto me ha animado a emprender todo este trabajo que parece destinado a producir una revolución en la química.

Se resuelve el problema de la combustión

El flogisto es un deus ex machina de los metafísicos; un ente que aparentemente todo explica y que en realidad no explica nada.

LAVOISIER

A Lavoisier no podía gustarle el flogisto. Una sustancia imposible de aislar, que al abandonar los cuerpos les agregaba peso y que por lo tanto era pasible de tener peso negativo (como sostenía el químico Guyton de Morveau), no encajaba con su concepto de la masa como aquello que tiene peso. El «peso negativo del flogisto», desde ese punto de vista, era un disparate, y si los metales aumentaban de peso, algo se les debía agregar al ser calcinados.

Lavoisier no era un intuitivo como Kepler, ni alguien que borra sus huellas y muestra sólo los resultados, como Newton; por el contrario, avanzó paso a paso: para empezar, comprobó que no sólo los metales aumentaban de peso al quemarse, sino también el azufre y el fósforo. También repitió el experimento que un siglo antes había hecho Boyle. Calentó un trozo de estaño en un balón herméticamente cerrado, pero esta vez, sí, pesó cuidadosamente el conjunto antes y después de la calcinación. El peso no varió y, por lo tanto, concluyó, nada había entrado atravesando las paredes de la retorta, como había creído Boyle.

Al abrir el balón el aire entró y, ahora sí, aumentó el peso del conjunto. Lavoisier se convenció de que el aumento de peso experimentado se debía a que el metal había tomado cierta cantidad de aire para transformarse en cal y no que liberaba flogisto; era una idea que ya lo rondaba desde hacía un par de años.

Y es que así como Kepler había roto con la obsesión circular, Lavoisier estaba rompiendo de una vez por todas con la idea tradicional enquistada desde los orígenes, la que había sido formulada por Aristóteles y aceptada por los alquimistas, la que hasta el gran Boyle había terminado por suscribir, la que había impedido comprender el fenómeno de la combustión: esto es, que la combustión era algo que provenía de adentro del cuerpo que se quemaba. Lavoisier encaró el problema de una manera opuesta: el principio de la combustión estaba fuera del cuerpo combustible, que no liberaba ni átomos de fuego, ni tierra combustible, ni flogisto ni nada.

En realidad absorbía algo. Algo que estaba en el aire, o que era una parte del aire. Lavoisier no estaba seguro. Primero pensó que era el «aire fijo» de Black, sin poder demostrarlo. Y entonces, en octubre de 1774 recibió una visita en París.

Era, ni más ni menos que John Priestley, el gran químico inglés del flogisto, que le habló entusiastamente de su «aire deflogisticado en el cual una llama arde mucho mejor que en el aire común». Un gas que avivaba la llama, un gas que la alimentaba… era justamente lo que Lavoisier estaba esperando y no es raro que intuyera inmediatamente que era ése el componente del aire con el que se combinaban los metales durante la combustión.

Naturalmente, primero corroboró el descubrimiento de Priestley y luego comprobó que, tras el proceso de calcinación, en la retorta ya no había más «aire deflogisticado», que había sido absorbido por el metal durante la combustión y que sólo quedaba un «aire fétido» (que llamó ázoe y que hoy llamamos nitrógeno), incapaz de mantener la combustión.

El principio que se une a los metales durante la calcinación, que aumenta su peso y que es parte constituyente de la cal, es nada menos que la parte más saludable y pura del aire, que luego de combinarse con un metal, puede liberarse de nuevo con posterioridad,

escribió en 1778. Había que buscar un nombre para esta nueva sustancia, un nombre que reemplazara al de «aire deflogisticado» y que no contuviera resabios del flogisto.

Y Lavoisier eligió una palabra que proviene del griego y significa «hacedor de ácidos»: oxígeno.

La verdad es que en eso se equivocó, porque puede haber ácidos independientemente del oxígeno, pero no tiene demasiada importancia. El misterio de la combustión estaba resuelto y de ahí en adelante para el flogisto fue el comienzo del fin: exhalaba sus últimas bocanadas. No le quedaba oxígeno, si es que tal cosa hubiera sido posible.

El flogisto se defiende

El flogisto luchó por su vida con tenacidad tolemaica. Del mismo modo que las esferas cristalinas habían resistido un tiempo los golpes de ­Tycho Brahe, del mismo modo que los torbellinos de Descartes trataron de aguantar los embates de la teoría de la gravitación, el flogisto no se resignaba a su propia inexistencia.

Lavoisier abrió el fuego: en 1786 publicó un artículo llamado «Reflexiones sobre el flogisto» en el que declaraba la guerra:

Si todo se explica en química de una forma satisfactoria sin recurrir al flogisto, basta para que sea infinitamente probable que este principio no exista; que sea un ente hipotético, una suposición gratuita: y, en efecto, es un principio de buena lógica el no multiplicar los entes sin necesidad. Quizás hubiera podido atenerme a estas pruebas negativas y contentarme con haber probado que los fenómenos se explican mejor sin flogisto que con flogisto, pero ya es hora de que me manifieste de un modo más preciso y más formal sobre una opinión que considero como un error funesto para la química y que creo que ha retardado considerablemente su progreso por la mala manera de filosofar que introdujo en ella.

Evidentemente, había aprendido mucho de Ockham pero también de Newton: buscaba un puñado de reglas simples y coherentes que explicaran al mundo basándose en axiomas mecanicistas y pusieran los rieles para la ciencia moderna, que avanzaba como un torrente.

Por eso, a pesar de la oposición de titanes de la química como ­Priestley o Cavendish, cada vez más científicos abandonaron al flogisto, cuyos seguidores desaparecieron poco a poco, aunque se mantuvieron, hasta comienzos del XIX, focos de resistencia tenaz, sobre todo en Alemania. El mismísimo Lamarck, que más tarde elaboraría la primera teoría coherente de la evolución, fue un gran defensor del flogisto.

Un punto a favor de Lavoisier era la claridad de sus explicaciones, basadas fundamentalmente en el principio de conservación de la materia y en fórmulas relativamente simples. Pero lo más probable es que los argumentos de poco sirvieran para convencer. Porque, como decía el físico Max Planck, «una teoría científica nueva no triunfa convenciendo a sus adversarios y haciéndoles ver la luz, sino más bien porque sus opositores finalmente acaban muriéndose».

El fin de Lavoisier y el flogisto

Es tiempo de conducir a la química a una rigurosa manera de razonar.

LAVOISIER

El fin del flogisto señaló el comienzo de la química moderna en serio y su constitución como ciencia newtoniana. Lavoisier no se conformó con haber develado el secreto de la combustión: reformó completamente la nomenclatura química, que adquirió el aspecto actual, y en 1789 su Traité élémentaire de chimie fue la culminación de su obra. Al comenzar la Revolución, participó en la comisión convocada en 1790 que establecería el sistema métrico decimal. Pero su pertenencia a la odiada Ferme Générale, que fue abolida en 1791, lo hizo sospechoso y tuvo que abandonar todos sus trabajos para el Estado.

Cuando comenzó el Terror, en 1793, se cerró la Academia de Ciencias y a finales de ese año un edicto ordenó la detención de todos los fermiers. El 8 de mayo de 1794 lo guillotinaron junto a sus colegas en la Place de la Révolution, la actual Place de la Concorde. Su cadáver fue arrojado a una fosa común.

Es famosa la frase que (dicen) pronunció Laplace: «Llevó unos segundos cortar esa cabeza y harán falta cien años para producir otra así».

Hace cuatrocientos mil años se habían encendido las hogueras del hombre de Pekín, iniciando una nueva época y planteando el misterio del fuego y la combustión. Ahora, el fuego y la fortaleza de la química habían caído en manos de la ciencia newtoniana.