CAPÍTULO 22
El tiempo profundo
Durante el siglo XVIII, el fluir de las ideas científicas se orientó a cumplir el ambicioso programa de la Revolución Científica, y se constituyó en el principio organizador del pensamiento de la Ilustración, que se proponía sistematizar y establecer una visión científica del mundo que permitiera reformar (y reconstruir) la sociedad de acuerdo con principios racionales y cuya gran manifestación política fue la Revolución Francesa de 1789.
La noción de razón fue considerada el principio general de la naturaleza; los iluministas veían al mundo como un gran mecanismo racional, gobernado por leyes y principios impersonales cuyo funcionamiento podía ser develado por medio de la filosofía mecánica y la ciencia experimental, y cuya enorme variedad podía sistematizarse a partir de la observación inteligente.
Fue durante este siglo cuando las diferentes disciplinas empezaron a adquirir un perfil propio, limando sus límites y diferenciándose y quedaron listas para su constitución definitiva y el enorme impulso que recibirían durante el siglo siguiente.
El esfuerzo de sistematización y generalización de la ciencia está bien representado por la publicación de la celebérrima Enciclopedia, o Diccionario razonado de la ciencia, de las artes y los oficios, dirigida por Denis Diderot (cuyos tomos fueron apareciendo entre 1751 y 1772), donde se pretendía reunir una Summa de todo el conocimiento humano acumulado hasta entonces, y cuyo prólogo, escrito por D’Alembert, proclamaba que las ideas de Bacon, a quien se presentaba como el promotor de todo el progreso científico (lo cual era, por supuesto, un tanto exagerado), se estaban cumpliendo.
A todo esto hay que sumar, obviamente, la idea misma de progreso científico (y de progreso en general), que como hemos venido viendo ya se manifestaba tenuemente incluso en algún pensador medieval, pero que se alzó como el eje articulador de todo el pensamiento científico a partir de este momento: la razón y el método científico irían iluminando, progresivamente, todas las zonas de la realidad que estaban aún bajo el imperio del oscurantismo y la superstición.
La clasificación del mundo natural y el concepto de especie
El siglo XVII había hecho notables esfuerzos con el objetivo de encontrar algún tipo de clasificación que superara la tradicional que se usaba desde hacía siglos anárquicamente en los bestiarios y los herbarios, y en la cual no cabía ya la avalancha de especímenes nuevos que se conocían a medida que Europa se expandía e iba afirmando su supremacía sobre el resto del mundo. ¿Pero cómo hacerlo?
Aquí jugó un papel importante el naturalista inglés John Ray (1627-1705), que en su Breve Methodus Plantarum (1682) daba la primera definición aceptable de «especie» —que hasta entonces había sido una noción intuitiva y difusa— y en su Historia de las plantas (1686-1704) hacía una descripción sistemática de todas las plantas conocidas de Europa. A diferencia de los compendios alfabéticos de naturalistas tan importantes como Gesner, en los de Ray no había criaturas fantásticas (ni unicornios, ni sirenas, ni monstruosas serpientes marinas), ya que se basaba en la observación directa, como mandaba el método experimental, y no en la recopilación bibliográfica. Justamente, fue la variedad de especímenes lo que le sugirió la conveniencia de buscar un elemento unitario, el concepto de especie, que definió como:
Un conjunto de individuos que mediante la reproducción originan individuos similares a sí mismos.
La misma definición era válida para plantas y animales y proponía una unidad sobre la cual construir un criterio de clasificación. Era un primer paso fundamental.
La polémica de la fijeza
Si el concepto de especie estaba basado en la reproducción, no es extraño que fueran los órganos de la reproducción los que sirvieran de criterio clasificatorio para el botánico sueco Carl Linneo (1707-1778), sin duda uno de los biólogos más grandes de su tiempo, a quien llamaban el «princeps botanicorum» y que en 1735 publicó su Systema Naturae. En su edición original no era más que un folleto de doce páginas, pero en su edición número 13 era ya un conjunto de tres volúmenes de 500 páginas, en cada uno en las cuales se tomaban en consideración los tres reinos de la naturaleza (animal, vegetal y mineral) y se ordenaba todo sistemáticamente en clases, órdenes, géneros y especies.
En 1749, Linneo dio un importante paso organizativo al introducir su nomenclatura binaria (en la cual cada especie es designada por dos nombres, uno para el género y otro descriptor específico), que luego aplicó sistemáticamente a miles de especies y que, sin grandes modificaciones, sigue en uso hoy en día. Así, el género sirve de denominación común a todo un grupo natural: Felis domesticus (gato), Felis catus (gato salvaje), Felis leo (león), Felis pardus (pantera), Felis tigris (tigre). El término Felis, obviamente, designa al género de los felinos.
Pero Linneo no sólo encontró una manera relativamente simple de nombrar a las especies de tal manera que fueran reconocibles por todos los naturalistas, sino que se lanzó a la caza de nuevos ejemplares desconocidos en Europa, enviando a sus discípulos por todo el mundo con el objetivo de recolectar y luego clasificar según el sistema binomial toda la naturaleza.
Si el sistema de Linneo fue eficaz y exhaustivo en el caso de las plantas, no fue tan feliz con los animales, y directamente desechable en el de los minerales (a los que también pretendió aplicar la noción de orden, género y especie).
Detrás de todo esfuerzo sistemático de clasificación, naturalmente, hay un afán de dominación: conocer es controlar. Pero además se esconde una pregunta interesante desde el punto de vista filosófico: ¿los taxones (las unidades de clasificación: especie, género, orden, familia) están en nosotros o están en la naturaleza? ¿Son reales o artificiales?
Pregunta difícil si las hay. El asunto se arrastraba desde el siglo anterior: los partidarios de una clasificación «natural» trataban de agrupar a los seres vivos según un conjunto de rasgos, tratando de aproximarse a las agrupaciones que parece haber naturalmente en el mundo, mientras que los que defendían la clasificación artificial se basaban en la selección de un rasgo específico que se tomaba como central, o como indicador, y que siempre tenía algo de arbitrario, aunque ese rasgo estuviera relacionado con la característica más conspicua de los seres vivos, como es la reproducción.
Fue este asunto, justamente, el que enfrentó a Linneo con el gran naturalista francés Georges Louis Leclerc de Buffon (1707-1788), a quien volveremos a encontrar más tarde en este capítulo, que reclamaba una clasificación «natural».
Ray y Linneo, muy religiosos, habían estipulado el principio de la absoluta fijeza de las especies, todas creadas por Dios en el origen y que permanecían tal cual a lo largo de toda la historia del planeta:
Se cuentan tantas especies como fueron al principio creadas,
escribía Linneo, aunque más tarde debió flexibilizar esa posición, dada la cantidad de especies híbridas con que se encontraba. En 1759 ya escribía:
Puede ser que en el reino vegetal las especies pertenecientes a un mismo género no sean sino derivadas de una sola especie mediante cruzamientos. Sin embargo, ¿todas esas especies son hijas del tiempo, o el Creador, en el comienzo del mundo, ha limitado ese desarrollo a un número limitado de especies? No me atrevería a pronunciarme con certeza a este respecto.
Y en las ediciones siguientes de su Systema Naturae suprimió la afirmación de la imposibilidad de la aparición de nuevas especies.
Aunque, como vemos, incluso en manos del muy creyente Linneo la doctrina de la fijeza de las especies ofrecía algunas grietas, la obra de clasificación seguía significando, tanto para él como para Ray, comprender la naturaleza, que era una obra de Dios para gloria del género humano.
Buffon, que si bien se confesaba muy devoto católico, no parecía serlo (como bien comprendían quienes pretendían prohibir, censurar o quemar sus libros, pese a la palinodia que Buffon entonaba al estilo Osiander, prologuista fraguado de Copérnico, diciendo que lo suyo no eran más que hipótesis), concebía las especies como entidades históricas, sujetas a cambios casi evolutivos, aunque no llegó a proponer la idea de evolución. Sin embargo, su idea del cambio degenerativo, por el cual algunas especies no eran sino versiones «degeneradas» de las originales, se le parecía mucho.
Buffon era múltiple: los 36 tomos de su Historia Natural, que aparecieron a lo largo de su vida, más los ocho que se publicaron después de su muerte, trataban de todos y cada uno de los temas de la naturaleza, desde el hombre y los pájaros hasta los peces, los cetáceos y los minerales, sin olvidar la geología y la meteorología. Y, merecidamente, se convirtieron en bestsellers, rivalizando incluso con la Enciclopedia.
Buffon se sentía incómodo en el rígido corset bíblico que aceptaba perfectamente Linneo (y había aceptado Ray) y fue uno de los primeros en romper con la idea de que la Tierra tenía apenas seis mil años de antigüedad, como indicaba el Génesis, aunque conservó esa cifra para la antigüedad del hombre, que había aparecido en la última época de las siete en que dividió la historia de la Tierra.
¡Y estamos ya en el siglo XVIII! Es difícil entender cómo un relato ingenuo, escrito tanto tiempo antes de nuestra era, podía tener todavía semejante influencia en el Siglo de la Razón y de las Luces.
Pero lo cierto es que la tenía, aunque se empezaba a debilitar, en gran parte por la emergencia de otra disciplina: la geología.
La ciencia de la Tierra
El estudio de la Tierra y los fenómenos que ahora llamamos geológicos ya tenía una larga historia: la idea tradicional, que venía de la Antigüedad, era que los terremotos y los volcanes eran el resultado de vientos que circulaban por cavernas subterráneas (¿se acuerdan de la teoría de Tales, según la cual se debían al oleaje?). Por otra parte, los cambios evidentes sobre el paisaje, como el desgaste de una montaña o el lecho ya seco de un río de otro tiempo, no eran más que muestras de pequeñas modificaciones observables, pero insuficientes para creer que el mundo evolucionaba en un sentido o en otro. Plinio, en su enciclopedia, daba una explicación animista de los terremotos: según él la «Madre Tierra» protestaba contra el ataque constante de hombres ambiciosos que no intentan «buscar medicinas para curar sus enfermedades» sino simplemente extraerle oro, plata y otros metales.
Durante la Edad Media se habían confeccionado, del mismo modo que los herbarios y los bestiarios, lapidarios, donde se describía a las piedras según propiedades como el color, la textura y hasta el olor (¡el olor de una piedra!),sin contar sus propiedades mágicas. Por ejemplo, Alberto Magno, el maestro de Tomás de Aquino, había escrito en el siglo XIII De Mineralibus et Rebus Metallicis (Sobre los minerales y metales), en el que hacía un inventario bastante organizado de los minerales conocidos, aunque intercalaba sus propiedades mágicas en las descripciones. Allí describía los fósiles como petrificaciones de lo que alguna vez habían sido seres vivos y coincidía con casi todos sus antecesores en que los volcanes y los terremotos eran producidos por los vientos de vapores subterráneos. Este tipo de tratados había sido relativamente común tanto en la Edad Media como en el Renacimiento, como el De Re Metallica, del que ya hemos hablado en su momento.
Pero el siglo XVII introduciría novedades: algunos naturalistas ya miraban los minerales (y el mundo) con los ojos de la nueva ciencia y comenzaban a notar las relaciones que se podían establecer entre distintos tipos de rocas. El danés Nicolás Steno (1638-1686), por ejemplo, estableció dos principios geológicos básicos: primero, que las rocas sedimentarias, es decir, las que se forman por acumulación de sedimentos y que, sometidas a procesos físicos y químicos, resultan en un material de cierta consistencia, se disponen en forma horizontal y, segundo, que las rocas más nuevas están puestas sobre las rocas más antiguas. Los estratos se disponen de la misma manera que sucesivas capas de pintura, con las más viejas debajo. Los principios de Steno permitieron a los mineros de los siglos XVII y el temprano XVIII establecer relaciones temporales entre los tipos de rocas, incluso aquellas que estaban distantes entre sí.
El problema de los fósiles
Pero además, Steno avanzó sobre uno de los puntos conflictivos de la geología: los fósiles. En efecto, admitió que los fósiles que había encontrado en distintas rocas eran testigos de un episodio remoto que no se encontraba en las Escrituras. No todos lo aceptaban, naturalmente, y muchos preferían verlos como producto de misteriosas fuerzas que operaban dentro de las rocas. Edward Lhwyd (1660-1709), por ejemplo, que era el responsable de catalogar la colección de fósiles de un museo vecino a la Universidad de Oxford, concluyó que eran meros objetos naturales que debían ser clasificados junto con otros productos de la «madre tierra». Parecido pensaba otro contemporáneo, el médico y naturalista Martin Lister (1683-1712), quien aseguró que esa suerte de caracoles que suelen encontrarse como impresos sobre algunas lajas (amonites), aunque superficialmente parecieran un caracol, no guardaban ninguna relación con los moluscos vivos, ya que, argumentaba, no se habían encontrado animales vivos con esa forma:
No existe tal cosa como conchas petrificadas sino que esas conchillas que parecen berberechos son sólo lo que parecen, piedras de un estilo particular y nunca fueron parte de ningún animal.
Fue Robert Hooke, otra vez, quien hizo los mayores esfuerzos por aplicar el método científico para determinar el origen de los fósiles. En su Micrographia postuló que tenían un origen orgánico después de usar el microscopio para comparar la estructura de bosques fósiles y vivientes:
Esta madera petrificada se empapó con agua petrificante que luego se fue apropiando de las partículas pedregosas de esa agua que la permeaba y esas partículas fueron transportadas por el fluido y se quedaron no sólo en los poros microscópicos, sino también en los intersticios que, mirados por el microscopio, parecen más sólidos.
Palabras más, palabras menos, lo que estaba diciendo era que los minerales del agua se metían en los recovecos del elemento orgánico ocupando su lugar y solidificándose lentamente.
Hooke suponía que de la falta de equivalentes vivos de algunos de esos fósiles se podía deducir que las especies en algunos casos se extinguían e incluso, con un poco más de audacia, aseguraba:
Ha habido muchas otras especies de criaturas en eras previas de las cuales no quedan ejemplos en el presente; y no sería raro también suponer que existen muchas otras nuevas, que no existían en el comienzo.
Dios no tenía nada que ver con el asunto y la naturaleza se reinventaba a sí misma sin ayuda de nadie. E incluso fue más lejos: los fósiles de tipo marino encontrados en las montañas probaban que éstas alguna vez habían estado sumergidas y que eran
probablemente el efecto de un gigantesco terremoto.
Las cosas se iban encaminando. Y no sólo con el asunto de los fósiles.
También fue por entonces que se resolvió otro de los temas que venían arrastrándose desde hacía siglos: el de la procedencia de los ríos. El consenso generalizado hasta entonces era que el origen estaba en grandes depósitos de agua subterráneos. Pero en 1674 el francés Pierre Perrault (1611-1680) publicó Sobre el origen de los manantiales, donde demostraba que el agua que llovía en toda la región de París bastaba y sobraba para producir el caudal del Sena. Su estudio fue confirmado por otros posteriores y poco a poco se desvaneció la idea de que los ríos surgían del interior de napas subterráneas.
El origen de las montañas, por su parte, seguía siendo un enigma. Para algunos todavía era posible sostener que la actual estructura de la superficie de la Tierra era esencialmente la misma que la que había sido originariamente creada por Dios. Pero otros investigadores estaban más inclinados a creer que las montañas en realidad estaban formadas por un proceso natural desde el tiempo del Arca de Noé. En esa área en particular faltaba mucho por averiguar, pero el Diluvio y el Arca de Noé, todavía en el siglo XVII, eran artículo de fe.
El Arca de Noé
En abril de 1997 se inició en Australia un curioso juicio en el que un destacado científico, el profesor Ian Plimer, jefe del Departamento de Ciencias de la Universidad de Melbourne, demandó a un autotitulado «doctor» Allen Roberts por haber pedido fondos para buscar el Arca de Noé en la cumbre del monte Ararat, en Turquía, acusándolo de defraudación pública y de abusar de la ingenuidad de la gente.
El solo hecho de que el «doctor» Allen Roberts haya recolectado jugosos fondos demuestra que la creencia en el Arca de Noé y el Diluvio Universal todavía tiene sus adeptos. Pero no tiene el menor asidero meteorológico: en realidad, toda el agua existente en el planeta sería insuficiente para cubrir ya no los más altos montes, sino simples colinas, muchísimo más modestas, y ni qué hablar de un monte como el monte Ararat.
Y sin embargo, el 2 de junio de 1997, dos meses después de iniciado el juicio en Australia, el juez falló —aunque parezca mentira— a favor del buscador del Arca de Noé. Se preocupó de dejar bien aclarado que el asunto del Arca era una farsa, pero concluyó que Allen Roberts no había violado leyes comerciales, como sostenía Plimer, lo cual hasta podía ser cierto.
Nostalgias del Diluvio
Aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo y las cataratas de los cielos fueron abiertas sobre la Tierra y hubo lluvia sobre la Tierra cuarenta días y cuarenta noches. Y las aguas prevalecieron mucho en extremo sobre la Tierra y todos los montes altos que había debajo de la Tierra fueron cubiertos.
GÉNESIS
Naturalmente, la idea del diluvio, así como estaba, no podía resistir: puesto que la superficie de nuestro planeta es, aproximadamente, de 432 millones de kilómetros cuadrados, si lloviera toda el agua contenida en la atmósfera (alrededor de un millón trescientos mil millones de litros, o 13.000 kilómetros cúbicos) sin quedar ni una gota, ni una molécula —hecho, desde ya, harto improbable—, la Tierra quedaría cubierta con una capa de menos de tres centímetros de espesor, que no sólo no taparía los altos montes sino ni siquiera los bajos pastos de este mundo.
Lo curioso es que este sencillo cálculo se realizó ya en el siglo XVII, y estuvo a cargo del reverendo Thomas Burnett (1635-1715), un prominente clérigo anglicano, que más tarde llegaría a ser capellán privado del rey Guillermo III de Inglaterra, y que entre 1681 y 1689 publicó, en cuatro tomos, La Sacra Teoría de la Tierra.
La historia es notable. Burnett, que se guiaba fielmente por la Biblia, pero desconfiaba de la literalidad, partió de esa sensata observación: no había manera de que el diluvio universal hubiera cubierto toda la Tierra. Con los datos asequibles en la época y mediante una sencilla cuenta, mostró que el agua que podía haber llovido en cuarenta días y cuarenta noches era insignificante desde el punto de vista pluviométrico. Y además, ¿adónde había ido a parar el agua después? Burnett llegó a la conclusión de que el Diluvio Universal no había sido posible, por lo menos a partir de la lluvia.
Pero, incapaz de renunciar al Diluvio, llegó a una notable conclusión: si el desastre no había caído de los cielos era porque había irrumpido desde la profundidad. Tomando una vieja idea de Descartes, conjeturó que en el momento de la Creación la Tierra era una esfera perfecta y paradisíaca, cubierta por una corteza de materia sólida, lisa y sin rasgos, con los océanos fluyendo por debajo de ella. La inundación, según Burnett, ocurrió cuando la corteza se partió, colapsando en fragmentos que se hundieron en el agua. Los pedazos irregulares del caparazón original constituyen el relieve de la Tierra que observamos hoy, sólo las ruinas de lo que fue.
En verdad, la Sacra Teoría de Burnett, aunque llamó la atención del mismísimo Newton, no tuvo demasiado éxito, aunque ésa es ya otra historia. Lo cierto es que, venido de arriba o venido de abajo, el Diluvio Universal empezó a hacer agua (como corresponde a un diluvio) ya en el siglo XVII.
Pero renunciar a una creencia tan ancestral era difícil: el Diluvio, como todos los mitos, resistió y, ante la perspectiva de desaparecer, recurrió al último y gran recurso que tienen los mitos: transformarse. Y así fue que se transformó en la bella teoría del océano en retirada.
La teoría del océano en retirada
De alguna manera, el extravagante planteo de Burnett demostraba que el diluvio no era viable, y se transformó gradualmente en la idea de que, después de la Creación, todo el planeta había estado cubierto por un inmenso océano que, gradualmente, se había ido retirando y despejando la tierra firme: este océano primitivo tenía disueltos los minerales que, al depositarse, formaron las rocas, las montañas y todo lo demás.
El autor de la idea original había sido el gran filósofo y científico alemán Gottfried Leibniz (1646-1716) y poco a poco se fue convirtiendo en el sustituto más popular del Diluvio Universal, por lo menos entre los geólogos. Conservaba una ligazón un poco forzada con el relato bíblico, pero casi todas las explicaciones que se dieron sobre el origen de la Tierra durante el siglo XVIII seguían las grandes líneas de esta idea: un gran océano originario que retrocedía paulatinamente. La obra de Leibniz, Protagea, donde exponía su teoría, se publicó a mediados del XVIII, muchos años después de su muerte, y la explicación no era meramente mítica, sino que parecía resolver con las herramientas de la nueva ciencia algunos enigmas.
Un poco más radical fue el diplomático francés Benoît de Maillet (1656-1738) en un libro que circuló de modo clandestino desde principios del siglo XVII hasta la muerte de su autor. Consistía en un diálogo entre un filósofo indio y un misionero francés acerca de la disminución del mar, la formación de la Tierra, el origen de los hombres y animales y otros curiosos temas relacionados con la historia natural y la filosofía. De Maillet imaginaba una Tierra inmensamente antigua y no hacía referencias a diluvio ni Dios alguno. Pero sí aseguraba que los registros egipcios de los niveles de agua del Nilo eran evidencia de una declinación en el nivel del mar, ya en tiempos históricos, y que si se extendía en el tiempo llevaba a suponer que alguna vez toda la superficie había estado cubierta por agua.
Un gran océano que se retiraba: la imagen no estaba nada mal y era intrínsecamente bella. Aún hoy conserva un inmenso poder de seducción: el agua primordial recuperaba la vieja idea de Tales de Mileto o el mar eterno e inaccesible del pensamiento hindú, donde nadaban las primitivas tortugas que sostenían el mundo; el mar, objeto y fruto de reverencia y terror, que abandonaba, como un inmenso animal, en cierta forma vivo, regiones que serían, andando el tiempo, nuestro hogar.
El mar originario en retirada no era sólo una fantasía producto de la necesidad bíblica. Nada de eso: fue una teoría muy seria y que parecía explicar algunos enigmas. Uno de ellos era, por ejemplo, la existencia de fósiles marinos en lo alto de las montañas; otro, que el Mar Báltico se hiciera cada vez menos profundo (aunque, en realidad, era una consecuencia del fin de las eras glaciales: la superficie del norte europeo estaba aún en ascenso luego de liberarse del peso del hielo).
El más grande de los teóricos del océano en retirada fue Abraham Gottlob Werner (1749-1817), profesor de la Escuela de Minería de Freiburg en Alemania, adonde afluían estudiantes de toda Europa ansiosos de escucharlo.
Werner observó que algunas rocas se habían formado en el mar y generalizó alegremente, atribuyendo este origen a todas las rocas. Entonces, pensó, cuando el gran océano antiguo se retiró, las rocas más antiguas quedaron expuestas al aire y sobre ellas se acumularon nuevas rocas, producto de la erosión, que se instalaron en capas sucesivas, formando las montañas y todos los accidentes geológicos. El poder de la teoría de Werner residía en que era funcional a las observaciones y permitía deducir mucha información útil a la hora de explotar las minas y saber qué mineral era probable encontrar debajo de determinada capa geológica. El principio de superposición de estratos —según el cual las rocas más jóvenes se depositan sobre las viejas— estaba bien explicado y, por otro lado, era bastante lógico. Por principio, cada tipo de mineral pertenecía a una época particular.
La teoría del océano en retirada era hermosa, pero tenía, en realidad, algunos puntos muy débiles: por empezar, no quedaba claro de dónde había salido ese océano original, ni a dónde iba a parar el agua sobrante a medida que el océano retrocedía dejando en descubierto la tierra firme. Y segundo —y fatal— no explicaba —o explicaba mal— la existencia de los volcanes.
Werner no se conmovió mucho por estos argumentos. Respecto del destino final del agua, argüía:
Yo soy un geólogo y de ningún modo un cosmólogo como para especular sobre eso. La evidencia en la baja del nivel del mar está en las rocas, y yo sólo interpreto la evidencia lo mejor que puedo.
Y con respecto a los volcanes…, la verdad es que Werner los despreciaba un poco: pensaba que eran fenómenos modernos y aislados y creía que las erupciones se debían a la combustión subterránea de capas de hulla en las cercanías.
Sin embargo, fueron los propios discípulos de Werner quienes demostraron que había volcanes muy antiguos, que muchas de las montañas de ahora eran volcanes extinguidos y que, como si esto fuera poco, la lava que salía de los volcanes no era muy distinta de las rocas que según Werner sólo podían originarse en el mar.
Aunque estaba equivocada, la teoría de Werner ayudó muchísimo a comprender nuestro planeta: organizó los datos geológicos del momento sobre las rocas, y las grandes eras y períodos que reconocemos actualmente.
La idea, además, tenía otros seguidores ilustres, como el mismísimo Buffon. Para nuestro personaje, la Tierra se había desprendido del Sol por el golpe de un cometa y estaba enfriándose lentamente. En el interior había aún roca fundida y la superficie no era más que la parte que se había enfriado por el paso del tiempo. Las montañas de granito representaban las únicas partes de la corteza originariamente solidificada que todavía se podían ver, mientras que las demás habían sido cubiertas por material depositado en épocas posteriores. Tan pronto como la corteza se enfrió lo suficiente, comenzó a caer una lluvia de agua casi en estado de ebullición; esa lluvia había cubierto todo o casi todo formando un vasto océano hirviente habitado por seres marinos que murieron cuando el agua se enfrió. De allí provenían los fósiles que todavía se podían encontrar en las laderas de las montañas. Los volcanes, a su vez, eran el resultado de la actividad química que había comenzado hacía muy poco tiempo, al principio de los tiempos modernos. En su libro Las épocas de la naturaleza, sostenía la existencia de siete períodos que se podían asociar, muy oportunamente, con los siete días de la creación.
Buffon se esforzó por hacer coincidir su teoría geológica con las ideas sobre el reino animal que expuso en su monumental Historia Natural. Lo que quedaba claro era la necesidad de alguna hipótesis orgánica que uniera geología, fósiles, largos períodos de tiempo, vida y evolución. Pero aún faltaba para que semejante ambición se viera concretada.
Palabras más palabras menos, en las primeras décadas del siglo pasado la teoría del océano que se retiraba, dolorosamente herida, se retiraba de a poco, dejándonos sólo la nostalgia de aquel mar originario, mientras la atención —y la imaginación— se desplazaban hacia el fuego.
Los fuegos infernales
La Tierra es un gran mecanismo, sin atisbos de comienzo ni final.
JAMES HUTTON, 1795
La teoría del océano en retirada fue calma y gentil y un poco triste: había tenido la serena belleza del clasicismo. La nueva teoría, acorde con la estética romántica, era densa y nerviosa; irrumpió como un sturm und drang de la geología y reemplazó al agua amable por los fuegos infernales y la acción de los volcanes. Neptuno fue destronado por Plutón, el dios del mundo subterráneo y rey de los infiernos; al fin y al cabo, los volcanes siempre habían estado ligados al infierno en el imaginario colectivo.
Los plutonistas negaban que el océano se retirara; es más, negaban que hubiera existido jamás un gran océano universal, y negaban que el agua fuera la fuente del cambio, acaso porque negaban que existiera una fuente del cambio. Aceptaban la idea, muy en boga, que ya habían considerado Descartes, Leibniz y Buffon, de que la Tierra era el resultado de una inmensa masa de fuego —desprendida probablemente del Sol— que se enfriaba paulatinamente; el centro de la Tierra continuaba siendo para ellos una inmensa fuente de calor y de allí venía el impulso geológico: la tierra firme no era otra cosa que roca fundida que se había abierto paso desde el mundo subterráneo y luego se había enfriado. Los plutonistas transformaron los volcanes en la fuerza principal que mantenía las cosas en marcha.
Naturalmente, esto descartaba cualquier conexión con el Diluvio Universal y desafiaba toda la historia bíblica, lo cual despertó no pocas resistencias y escándalos. Cuando Transactions, de la Royal Society de Edimburgo, publicó, en 1788, la nueva teoría, su autor, James Hutton (1726-1797), fue acusado de ateo, de negar la evidencia de la Creación presente en las rocas y de ignorar la historia del diluvio catastrófico.
En realidad no era así: Hutton era un caballero del Iluminismo escocés, contemporáneo y amigo de James Watt (el inventor de la máquina de vapor) y Adam Smith (el primer gran teórico de la economía capitalista). A Hutton no lo satisfacía la teoría del océano en retirada porque, en cierto modo, le resultaba demasiado estática: implicaba que la erosión, tarde o temprano, terminaría arrastrando toda la tierra firme al fondo del mar y de ninguna manera podía aceptar que el Creador fuera a convertir la superficie terrestre en un lugar inhabitable. Pensaba que debía haber un mecanismo de regeneración y elevación de la corteza que compensara el ciclo de erosión, un mecanismo mediante el cual surgieran permanentemente rocas nuevas desde el mundo subterráneo, equilibrando la erosión y transformando el planeta en una perpetua máquina en movimiento, creada por la perfección divina. El resultado era un sistema siempre renovable.
El sistema que propuso era simple y razonable. Por un lado, el viento, la lluvia y demás desgastan las montañas y los estratos caen en las tierras bajas hasta llegar al mar. Por el otro lado, el sedimento que se acumula en el fondo del océano se hunde por su propio peso y los sedimentos más bajos se funden, circulan y finalmente surgen nuevamente a través de los volcanes. Las erupciones volcánicas eran una prueba de que el centro del planeta estaba formado por roca fundida. También se podía imaginar que esa lava no siempre llegaba a la superficie, sino que a veces empujaba la costra fría de los continentes hacia arriba, se enfriaba y formaba capas de granito y basalto, tipos de roca muy dura, lo que a su vez generaba elevaciones que tarde o temprano armaban verdaderas cadenas montañosas en un ciclo uniforme y permanente. De esta manera, Hutton describía el planeta como una máquina en movimiento perpetuo que se reciclaba a sí misma constantemente.
Muy pronto se demostró que Hutton tenía razón o por lo menos buena parte de razón y que rocas como el granito (que según Werner sólo podían haberse originado en el mar) eran de origen volcánico: con experimentos en altos hornos, el químico James Hall ofreció la prueba de que el granito se solidificaba a partir de un estado líquido.
Aunque finalmente perdieron la batalla, los neptunistas, partidarios del océano en retirada, se resistieron. Y es que no sólo se estaban enfrentando el agua calma contra los fuegos infernales, o dos teorías geológicas. Los neptunistas perdían la batalla, pero quedaba sobre el campo, tanto para unos como para otros, el que era el aspecto fundamental de la discusión: el tiempo.
Hutton pensaba que los procesos de formación de las rocas en realidad se daban en ciclos regulares. Su teoría era la base del «uniformismo» moderno, que indicaba que los mismos procesos que habían formado la superficie terrestre seguían en acción y eran constantes. Para Hutton en particular, sus observaciones encajaban con la idea de eternidad que resumió con su frase más conocida:
El resultado, por lo tanto, de este análisis físico es que no vemos vestigios de un comienzo ni atisbo de final.
Era el opuesto de cualquiera de las versiones que asignaban un lugar primordial a los cambios bruscos o en un solo sentido (como un diluvio universal o una Tierra muy caliente al principio, o incluso el océano en retirada, que había existido una sola vez), versiones a las que se caracterizaba bajo el título muy general de «catastrofistas», es decir, que creían que había un fenómeno de magnitudes inusuales que repentinamente cambiaba la configuración del planeta. Las distintas versiones de uniformismo y catastrofismo se enfrentarían por bastante tiempo.
Uniformismo
Del lado del uniformismo más radicalizado estaba Charles Lyell (1795-1875), quien sostenía que los procesos de sedimentación, erosión y cambio geológico eran extremadamente lentos y que así habían sido a lo largo de la historia. Su libro, Principios de geología, cuyo primer tomo se publicó en 1830, inicia para muchos la geología moderna. Adhería sin fanatismos exagerados a la teoría de Hutton. De hecho, es probable que Lyell reivindicara a Hutton más de lo que le hubiera gustado, como forma de enfrentar la posición catastrofista generalmente asociada con el diluvio universal, con el océano en retirada y, por lo tanto, con la religión.
Como evidencia de sus afirmaciones, Lyell utilizaba las pruebas existentes de sucesivos ascensos y descensos en el nivel de la costa mediterránea desde los tiempos de los romanos. Su ejemplo más conocido eran las columnas del Templo de Serapis en Puzzuolo, cerca de Nápoles, Italia, construidas en el siglo I antes de Cristo. Sobre ellas había marcas que habían dejado sucesivos ascensos y descensos en el nivel del agua. Si en sólo un par de miles de años se podían encontrar semejantes variaciones, en unos pocos millones se podía justificar la existencia de cadenas montañosas completas.
Lo mismo podía decirse de las pruebas que Humboldt había traído de Chile donde, según se calculaba, un terremoto había logrado elevar casi dos metros una franja de tierra de cien kilómetros de largo. Lyell postulaba que alcanzaba con sumar estas pequeñas catástrofes para dar cuenta de fenómenos mucho más grandes.
El argumento era sólido: el tiempo era más importante que la fuerza. El de Lyell es un aporte nada menor, puesto que la fuerza del tiempo permite comprender muchas cosas que van más allá de la escala humana observable y da el puntapié inicial para pensar en las escalas de tiempo reales que necesita la vida para poder aparecer y la evolución para poder actuar.
Desde esta perspectiva, las montañas se desgastan y aplanan, mientras que en otra parte (o en la misma, ya que una montaña que se levanta al mismo tiempo se desgasta) surge una nueva en un eterno equilibrio. Era razonable, y por otro lado este tipo de ejemplos dejaba abierta la puerta a un consenso y transformaba todo en una cuestión de perspectiva y gradientes.
Según Lyell, era un error suponer que entre un estrato rocoso y el siguiente había una continuidad temporal necesaria. Podía ocurrir que se formara una capa, luego un cambio en el clima la erosionara por completo y se depositara otra capa sin que quedara registro del tiempo intermedio. De esta manera, los fósiles encontrados en un estrato y el siguiente podían tener millones de años de diferencia que justificaran la falta de continuidad entre ambos. Las catástrofes se podían verificar en casos puntuales, pero de ninguna manera como regla de transformación.
La posición de Lyell era sólida, pero en su esfuerzo argumentativo por descartar de plano a los catastrofistas se privó a sí mismo de la posibilidad de creer que en algún momento las cosas pudieran haber sido distintas. De hecho, llegó a sostener que los fósiles no eran evidencia de un cambio evolutivo, sino que las especies habían sido más o menos siempre las mismas: quería negar toda posibilidad de linealidad y acumulación en la flecha del tiempo. La ferviente oposición de Lyell a la teoría de la evolución de Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), de la que ya tendremos ocasión de hablar, produjo el efecto paradójico de generar interés por la hipótesis lamarckiana, e inspirar incluso a Charles Darwin, quien se llevaría la obra del gran geólogo durante su largo viaje por los mares del sur, en el cual elaboró las bases de su teoría de la evolución por selección natural.
El libro de Lyell fue un hito geológico y buena parte de los catastrofistas abandonó las posturas más radicales respecto de la virulencia de los cambios. La discusión se centró, desde entonces, más bien en si había una linealidad global en el cambio de las condiciones de la Tierra originaria o si se trataba de ciclos iguales e infinitos. Los catastrofistas «aggiornados» estaban convencidos de que las condiciones en los comienzos del planeta habían sido más extremas y los cambios en ella se habían dado en forma más repentina. Así fue que buena parte de ambos bandos se dedicó a cuestiones de índole práctica, tales como determinar la antigüedad de los distintos estratos rocosos.
Como sea, los geólogos salieron a registrar estratos en busca de marcas homogéneas, intentando luego ponerlas en relación con aquellos estratos que estaban por encima y por debajo. Distintos personajes nombraron sus propios períodos en los que se especializaron, generando en algunos casos ridículas disputas académicas por dar más importancia a su campo específico (una costumbre que, por otro lado, sigue viva en la actualidad y no sólo en la geología). Ya en 1840 existía un consenso razonable acerca de los diferentes períodos geológicos (más o menos como son aceptados hoy: primario, secundario, terciario, cuaternario), lo cual tendría, entre otros, el mérito de confirmar a Darwin en su teoría de la evolución.
Los dos supuestos «bandos» de la geología se dedicaron en buena medida a estudiar cómo se acumulaban los cambios y lo que veían no era tan distinto. Mientras tanto, quedaban afuera las preguntas más controvertidas: ¿Cómo se habían producido esos cambios? ¿Cómo era el planeta en aquel origen? ¿Cómo se había alterado la disposición de las rocas una vez que se habían formado?
El tiempo profundo
La discusión entre neptunistas y plutonistas fue áspera, salió del ámbito científico y ganó la literatura: no les digo que se discutiera en las calles, pero grandes poetas como Goethe se vieron involucrados en ella.
Y es que en realidad, como les dije un poco antes, lo que se estaba discutiendo era algo esencial para la cultura humana. Cada gran teoría presenta una cosmovisión, una manera de mirar el mundo: la teoría del océano en retirada mostraba un planeta terminado desde el principio, que podía, mal que bien —más mal que bien, pero bueno— encajarse en la historia bíblica de la Creación y el Diluvio Universal, mientras que el plutonismo, que imaginaba a la Tierra como una máquina en perpetuo movimiento y renovación, exigía, con la mejor buena voluntad, muchos millones de años para la historia de nuestro planeta.
La eternidad asusta tanto hacia atrás como hacia adelante y la gente, que estaba acostumbrada a pensar en un mundo recientemente creado, necesitaba —ella también— tiempo para procesar estas ideas y acostumbrarse a lo que de veras se estaba descubriendo: el tiempo profundo.
El «tiempo profundo»… parece raro, pero no hay otra manera de describirlo. Por debajo de nuestro tiempo cotidiano que medimos en días y años, por debajo del tiempo histórico que medimos en siglos, se desarrollan procesos lentos, increíblemente lentos, que sólo pueden notarse después de millones de años.
Tanto Hutton como Lyell demostraban que a lo largo de la historia de nuestro planeta los mecanismos de cambio eran muy graduales, y que —sobre todo— eran los mismos que en el presente y actuaban con el mismo ritmo: los ríos cavaban sus cañadones a través de los siglos; las rocas eran moldeadas por la lluvia a través de los milenios; las montañas se elevaban con paciencia exasperante, por acción del fuego; la corteza ascendía sin que lo notáramos, y una cordillera podía tardar millones de años en formarse.
Era una verdadera revolución conceptual: de pronto, tras el rudo golpe de enterarse de que habitaban un planeta que no estaba en el centro del universo, los hombres del siglo XIX descubrían que su tiempo, el tiempo de sus vidas, prácticamente no contaba en la inmensidad de los tiempos geológicos; descubrían que los ríos y los océanos, las montañas y los volcanes eran más importantes y más antiguos que ellos, que sus culturas y civilizaciones.
Pero no un poco más antiguos, como los dioses de las viejas mitologías, o incluso el Dios cristiano; no: mucho, pero mucho más antiguos, tanto que resultaba difícil de creer. Los nuevos dioses, las fuerzas que lentamente moldeaban la Tierra, trabajaban en escalas que nada tenían que ver con ellos y al lado de las cuales sus propias maneras de percibir el tiempo significaban demasiado poco. El tiempo profundo, el tiempo verdadero de la Tierra, parecía reducirnos a la nada; especialmente, si el pasado había sido eterno, si —como proclamaban los uniformistas— la Tierra era una máquina sin principio ni final.
La resistencia fue tanta que en 1890 — ¡1890!—, cuando el historiador César Cantú escribió su monumental Historia del Mundo, no lo podía aceptar:
Desde que el saber se rebeló contra Dios, apeló a la ciencia más antigua y a la más moderna para desmentir el relato de Moisés, pero, interrogadas la astronomía y la geología, con leal conciencia y más vastos conocimientos, dispusieron en su favor, y hoy los seis días son, pues, seis edades de la Tierra, cuya duración no es dado al hombre calcular, pero que dejaron de sí huellas en el globo. Queda pues confirmada con los progresos de la ciencia la narración de Moisés, que no da al hombre más de siete a ocho mil años de antigüedad, y es una maravilla, para quien lee el Génesis, su concordancia con los más recientes adelantos de la ciencia.
La edad de la Tierra
Pero a todo esto, el asunto de la edad de la Tierra empezó, también, a estar sobre el tapete. Tradicionalmente, se estimaba según la interpretación literal de la Biblia. El cálculo se hacía siguiendo paso a paso las palabras del Génesis, donde se detallan todas las generaciones, desde Adán a Jesús, y oscilaba, según el teólogo o el científico de que se tratara, entre los cuatro mil y los seis mil años. En 1650, el arzobispo James Ussher, del Trinity College de Dublín, concluyó que la Tierra (y el universo) habían empezado a las seis de la tarde del sábado 22 de octubre del año 4004 a.C. y su contemporáneo John Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, discrepó sutilmente, proponiendo el año 3928 a.C. El mismísimo Newton dedicó buena parte de su tiempo a calcular el momento exacto de la Creación, que situaba alrededor de aquellas fechas.
La precisión (rayana en la ridiculez) con que se intentaba medir los tiempos para hacerlos acordar con las Escrituras estaba en el aire de una época que todavía no se había metido de lleno en el vendaval ilustrado. Por poner sólo algunos ejemplos, el geólogo alemán Johann Scheuchzer (1672-1733) afirmaba que la aparición de coníferas en los estratos de carbón demostraba que el Diluvio había tenido lugar en el mes de mayo, mientras que, desde Inglaterra, el astrónomo W. Whiston discrepaba cuando, en 1708, aseguraba que había comenzado un miércoles 28 de noviembre. Allí mismo, un célebre predicador, John Wesley (1703-1791), enseñaba que los volcanes y los terremotos no existían antes del «pecado original».
Pero este tipo de especulaciones ya no pegaban con la Ilustración: la época retomaba el precepto del viejo Tales y exigía explicar el mundo mediante mecanismos naturales.
El primero que se atrevió a arriesgar una cifra fue Buffon, de quien ya les hablé, siguiendo la hipótesis de que la Tierra se había formado a partir de un pedazo que se había desprendido del Sol. Buffon decidió estimar el tiempo que habría tardado una esfera del tamaño de la Tierra en enfriarse hasta alcanzar su temperatura real, y así llegó a la conclusión de que tenía setenta mil años de edad. Para ser exactos, 74.832 años. La cifra produjo una conmoción: era difícil creer que la Tierra fuera tan espantosamente vieja (y en realidad, cuentan las malas lenguas, Buffon había especulado con la espantosa cifra de tres millones de años, pero finalmente optó por dejar de lado algo tan inaceptable).
Sin embargo, para la Geología de Lyell, cuya hipótesis central era que los procesos de sedimentación, erosión y cambio geológico eran extremadamente lentos y que así habían sido a lo largo de toda la historia del planeta, los setenta y cinco mil años de Buffon resultaban una miseria. Inspirado por esta obra, el geólogo John Philips (1800-1874), basándose en el estudio de los estratos rocosos, estimó la edad de la corteza terrestre en nada menos que noventa y seis millones de años.
Era un verdadero océano de tiempo, pero ya se dibujaba en el horizonte la teoría de la evolución, y era obvio que los procesos de transformación de las especies requerían esos grandes períodos. En 1863, el gran físico escocés William Thompson (1824-1907), conocido como Lord Kelvin, retomando la idea de Buffon —la Tierra como una bola incandescente que se enfriaba de a poco—, y afinando los cálculos, confirmó la cifra de Philips: noventa y ocho millones de años. Con reservas: Kelvin admitía que el cálculo era sólo aproximado. Y establecía como edad mínima para la Tierra veinte millones de años. Y como edad máxima, ¡nada menos que doscientos millones!
¿Era mucho? ¿Era poco? ¿Cómo podía saberse? Hacia fines de siglo, el inglés John Joly (1857-1933) trató de evaluar la edad de los océanos mediante su contenido en sal —una idea que había propuesto Halley ya en el siglo XVII— y también la estimó alrededor de noventa y noventa y nueve millones de años, digamos cien, que se convirtieron casi en un artículo de fe, y los científicos se aferraron con uñas y dientes a esa cifra. ¡Cien millones de años!
Pero, aunque parezca monstruoso, era poco: hacia principios del siglo XX el geólogo inglés Arthur Holmes (1890-1965), utilizando los métodos radiactivos que acababan de descubrirse, hizo una estimación de mil seiscientos millones años de edad.
Parecía una barbaridad, y sin embargo todavía era poco. El mismo Holmes, más tarde, mejoró las técnicas de datación, y elevó la edad de la Tierra a cuatro mil quinientos millones de años, la cifra que manejamos hoy.