CAPÍTULO 24

La forma del cielo y la filosofía natural

«El siglo XVIII aspiraba a la unidad. Para quien supiera abarcarlo con una sola mirada, el universo sería un hecho único y una gran verdad», escribía D’Alembert en el «Discurso Preliminar» de la Encyclopédie. Un hecho único, un mecanismo unificado, desde ya, gracias al racionalismo y a la clasificación, que culminaron en el ordenamiento del mundo natural gracias a la nomenclatura universal de Linneo, en la puesta en marcha de la química por Lavoisier, en la elaboración de una teoría de la electricidad.

Pero al mismo tiempo el siglo XVIII fue testigo de una separación fundamental: en primer lugar, la de la ciencia y la filosofía, pero, como consecuencia de ello, la de todas las disciplinas particulares. Si antes no se concebía una rama de la ciencia sino como una parte de un sistema filosófico general, ahora cada una se arrastraba solapadamente tratando de fortalecer su impulso interno hacia la autonomía. La masa de datos científicos cosechados por la ciencia experimental había sido tan grande que el iceberg gigantesco que tenía en su base a la metafísica, como postulaba Descartes, no podía sino partirse, aunque ninguno de los que pasaron a ocuparse de los múltiples fragmentos pudiera realmente dejar de dar un vistazo en lo profundo para averiguar qué había oculto bajo el agua, buscando un empujoncito metafísico-filosófico que justificara lo que estaba haciendo. Las leyes impersonales que habían sustituido a la Fe eran las que garantizaban la capacidad de flotar del iceberg, pero el secreto de las mismas permanecía enterrado.

Aunque el siglo XVIII hipostasió la razón hasta el punto de estar próximo a perderla, como leí en algún sitio, el espíritu continuaba siendo absolutamente optimista: todo se arreglaría, todo se solucionaría. Si algo no se resolvía, sólo era cuestión de esperar: la idea de progreso, que eclosionaría con toda su furia en el siglo siguiente, se fortalecía al fragmentarse el conocimiento en especialidades. Ya no se trataba de grandes sistemas globales que luchaban entre sí, sino que las posturas empezaban a plantearse dentro de las disciplinas: vitalistas contra mecanicistas, neptunistas contra plutonistas, partidarios del fluido eléctrico único contra los que creían en las dos electricidades, sustancialistas contra cinéticos acerca de la naturaleza de la luz y el calor, defensores y detractores del flogisto.

Hubo también un doble movimiento en relación con el papel del hombre, tanto en la naturaleza como en la sociedad: si bien por un lado el universo se había sometido a la razón humana y el hombre —el individuo— había empezado a concebirse como el actor central del mundo, la sociedad y la ciencia, al mismo tiempo la percepción de su importancia real en el maremágnum de la naturaleza se debilitaba o, mejor dicho, se adecuaba a la verdadera dimensión que tiene: poca. Pero esa poca importancia no resultaba aplastante ni abrumadora, porque tenía como contrapeso a las poderosas armas de la razón triunfante: estamos en pleno tránsito del barroco al neoclasicismo.

Mientras tanto, los barcos de esclavos seguían cruzando los mares, los habitantes originarios de América morían como moscas en el fondo de las minas, y los telares de Manchester imponían al mundo sus mercancías y una nueva forma de colonialismo.

Este doble sentimiento de omnipotencia por la racionalidad alcanzada y de inferioridad por la insignificancia de la posición del hombre en la totalidad del universo empezó, como siempre ocurre, por el cielo. Los mecanicistas de la época demostraron la omnipresencia de la ley de la gravitación en todos los rincones del sistema solar y, con el eficaz instrumento del análisis matemático, lograron hacer previsibles las más lejanas consecuencias de las leyes mecánicas conocidas. Por un momento, hacia 1780, su éxito podía dejar la impresión de que la astronomía, donde todo parecía haberse vuelto calculable, estaba terminada. Los grandes teóricos como Laplace y Lagrange elaboraron ad nauseam la mecánica celeste, afinando los elementos y técnicas matemáticas legados del siglo anterior, y desarrollando nuevos métodos cuando fue necesario, en un esfuerzo verdaderamente titánico. Pero aunque algunos resultados implicaban tranquilidad —Laplace probó la estabilidad del Sistema Solar, por ejemplo—, el gigantesco caudal teórico no agregó verdaderas novedades.

Era necesario, en ese punto, alejarse un tanto de la teoría y ponerse a mirar el cielo. Y así, el nuevo impulso vendría de la astronomía observacional.

William Herschel

Herschel nació en 1738 en Hannover, que entonces era un principado electoral del Sacro Imperio Romano Germánico y que más tarde se incorporaría a Alemania. Hijo de un músico sin recursos, llegó a Inglaterra a los 18 años de edad como oboísta de las guardias hannoverianas. Como no le gustaba el servicio de las armas, ni siquiera como músico, abandonó el regimiento y después de algunos años de penurias económicas ocupó el cargo de organista de la capilla Octagon de Bath, estación termal muy de moda entonces. En ese entonces, los baños termales eran una de las terapéuticas más en boga, y seguramente no eran ni mucho más ni mucho menos efectivas que ahora. Durante dieciséis años fue organista, y daba lecciones privadas para aumentar sus ingresos, hasta que se despertó su interés, primero por la óptica y luego por la astronomía, posiblemente a partir de un libro que divulgaba el sistema newtoniano del mundo.

Fue una suerte. Herschel, primero, compró un pequeño telescopio, pero pronto no le alcanzó y se puso a construir uno más con sus propias manos. En 1774 pudo por fin contemplar el cielo con un instrumento como la gente. Lo cual tampoco le alcanzó: por el contrario, se puso a construir telescopios cada vez más grandes, tallando y puliendo centenares de espejos, hasta llegar a tener aparatos verdaderamente gigantescos para la época. En 1789, mientras una de las más radicales revoluciones de la historia humana se gestaba del otro lado del Canal de la Mancha, estaba en poder de uno de 40 pies de distancia focal, que entonces era una enormidad. Un mes después de la toma de la Bastilla, Herschel se internaba por primera vez en el cielo nocturno con su gigante de 1,20 metro de apertura.

Pero no nos adelantemos. Mientras estaba en Bath, repartía su vida entre la música y la astronomía (disciplinas muy ligadas entre sí desde la Antigüedad, si recuerdan, aunque obviamente ya totalmente separadas por entonces), con la ayuda de su hermana Catherina Lucrecia (1750-1848), que funcionó como asistenta de investigación, secretaria y calculista. Hasta ahí, era un —digamos— simple astrónomo aficionado. Pero siete años después de empezar con su primer telescopio hizo un descubrimiento sensacional, que lo llevó a la fama y al conocimiento público.

Un nuevo planeta

Nuestro amigo exploraba de manera sistemática todo el cielo visible desde Inglaterra, y en el curso de esta exploración, el 13 de marzo de 1781, tropezó con un astro que no aparecía como puntual —como ocurre con las estrellas—, sino que tenía un disco discernible. La conclusión parecía servida: se trataba de un cometa, y así lo presentó seis semanas después en una memoria a la Royal Society: «Reporte de un cometa».

Sin embargo, una revisión y análisis de la órbita mostró que ésta no podía corresponder a la trayectoria de un cometa… ¿Qué era entonces? La conclusión no tardó en llegar: se trataba de un nuevo planeta del Sistema Solar, Urano.

El descubrimiento causó sensación. Hasta entonces ningún nuevo planeta se había agregado a la serie de los cinco conocidos desde la más remota Antigüedad (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno) y los merecidos honores se derramaron sobre él. Digamos, de paso, que Urano había sido visto varias veces y por diversos astrónomos, pero en todos los casos se lo había confundido con una estrella más entre las que lo circundaban. Herschel fue nombrado miembro de la Royal Society, la Universidad de Oxford le concedió el título de doctor, y el propio rey de Inglaterra lo recibió en audiencia privada, durante la cual William les mostró a él y a su corte las maravillas que se veían a través del telescopio y el astrónomo real tuvo la oportunidad de constatar, asombrado, que el instrumento casero utilizado por Herschel era indiscutiblemente mejor que el gran telescopio nacional instalado en el observatorio de Greenwich.

Semejante habilidad como constructor merecía algún tipo de reconocimiento: le dieron el cargo de «constructor de anteojos de la corte», uno de esos absurdos títulos que solían inventar las monarquías, con una pensión bastante amarreta, pero que se compensó con el hecho de que más tarde el rey habría de pagar las cuatro mil libras que costaría el gran telescopio de 40 pies del que ya les hablé, el más grande del mundo. De todos modos, con el descubrimiento de Urano a cuestas, se casó con la hija de un rico comerciante de London City, con lo cual quedó libre de cualquier preocupación material y pudo dedicarse por entero a la observación. Aunque en este caso la conexión causal fue, digamos, casi directa, no se puede generalizar mediante inducción y establecer como principio que el descubrimiento de un nuevo planeta es el camino más directo para casarse con una rica heredera.

Fue con este gran aparato que estableció su observatorio en Slough, al sur de Inglaterra, e hizo tan famosa la localidad que su presencia atraía las visitas y la curiosidad de todo el mundo. «Slough —se decía— es, de todo el globo terráqueo, el lugar en el que se realizó el mayor número de descubrimientos astronómicos». Es que el telescopio de Herschel fue, para su época, lo que el Hubble para la nuestra.

En cuanto el instrumento fue montado, enseguida atrapó nuevos objetos astronómicos del Sistema Solar: Mimas y Enceladus, dos nuevos satélites de Saturno, y Oberón y Titania, satélites de Urano.

Estrellas dobles

Pero Herschel no se limitó al Sistema Solar, sino que se enfrascó en la investigación de un fenómeno que parecía no tener explicación. Ya se sabía que muchas estrellas se desdoblaban ante el telescopio, pero se suponía que era un fenómeno debido al azar: las dos componentes estaban, por casualidad, en la misma línea visual (lo cual no era disparatado, desde ya), de modo que se trataba de un mero efecto de perspectiva. Pero Herschel encontró montones de estas estrellas —de hecho, hoy hemos podido comprobar que la mayoría de las estrellas pertenecen a sistemas dobles, triples y hasta quíntuples, como por ejemplo alfa del Centauro, la más próxima a la Tierra, que forma parte de un conjunto de cinco estrellas—, catalogó ochocientas y concluyó que:

El azar no puede explicar el frecuente fenómeno de las estrellas dobles.

Mediante mediciones ajustadísimas, comprobó que eran estrellas que giraban una alrededor de la otra, o mejor dicho alrededor de un común centro de gravedad:

Debemos admitir que estas estrellas no son solamente dobles en apariencia, sino que forman realmente sistemas binarios, cuyas componentes están íntimamente ligadas entre sí por atracción mutua.

En realidad, Herschel estaba tratando de medir la paralaje estelar, un tema pendiente desde los tiempos de Copérnico (y antes aún), en lo cual fracasó. Pero lo cierto es que se trataba de la primera y sensacional prueba de que las leyes de Newton se cumplían más allá del Sistema Solar: la Gran Ley de Gravitación mostraba su potencia realmente universal.

La cosa no terminó ahí. Ya Halley había observado que las «estrellas fijas» —cuatro por lo menos— no eran tan fijas, sino que tenían un movimiento propio; Herschel confirmó las mediciones de Halley pero, además, conjeturó, como ya lo habían hecho muchos otros, que el Sol no podía ser la excepción. Se trataba de una idea que había sido adelantada por varios astrónomos pero que sólo él consiguió probar y lo hizo, como suelen hacerse las comprobaciones geniales, mediante un sencillo procedimiento: la observación cuidadosa (y también milimétrica, desde ya) le mostró que los astros aparentemente se separaban en una dirección del cielo, mientras que en la dirección opuesta tendían a acercarse. Este comportamiento sólo podía ser reflejo del desplazamiento de nuestro propio Sistema Solar, del mismo modo que cuando caminamos en un bosque o entre una multitud los árboles o las personas en el sentido de nuestro movimiento parecen separarse, mientras que hacia atrás parecen compactarse.

Así, pudo anunciar en 1805 que el Sol y todo el Sistema Solar se dirigen hacia un punto situado en la constelación de Hércules (el llamado «apex solar»). Y noten una cosa: en todo este razonamiento, desde Halley a Herschel, se ve que la idea de que el Sol es una estrella como las demás está completamente naturalizada.

La galaxia

Planetas, estrellas, satélites: el increíble panorama no detuvo a Herschel. El paso siguiente era averiguar la estructura general del universo.

Por supuesto, no fue el primero en plantearse el problema. A lo largo del siglo XVIII, Thomas Wright (1711-1786), Immanuel Kant (1724-1804) y Johann Heinrich Lambert (1728-1777) ya habían formulado hipótesis. Kant, en su Allgemeine Naturgeschichte, opinaba que el universo estelar, cuyo límite aparente constituye la Vía Láctea, consistía en un sistema achatado comprendido entre dos planos paralelos y relativamente próximos, del cual el Sol ocuparía más o menos el centro: un universo- isla. No era una idea arbitraria: basta observar el cielo nocturno (en lo posible lejos de las ciudades y otras fuentes de luz, pero entonces había muy poca contaminación luminosa) para ver que las estrellas parecen acumularse en una franja achatada (la Vía Láctea).

Wright expresó sus conjeturas en una original Theory or New Hypothesis of Universe (1750), llegando a conclusiones semejantes a las de Kant. Lambert, por su parte, sostenía en 1761 que cada estrella sería un Sol rodeado por planetas, constituyendo un sistema de primer orden; cada sol, al igual que el nuestro, pertenecería a un conjunto compuesto por un millón y medio de estrellas que circulan en torno de un centro común de gravedad y forman un sistema de segundo orden; a su vez, un gran número de estos conjuntos forman la Vía Láctea, sistema de tercer orden constituido por un disco de espesor relativamente pequeño. Y era posible que el conjunto de vías lácteas formara un sistema de cuarto orden. Mientras tanto, Wright tenía una extraña intuición, que les cuento en un recuadro.

Herschel también estaba preocupado por el tema:

El conocimiento de la construcción del cielo ha sido siempre el supremo objeto de mis estudios,

escribió en 1811.

Las especulaciones de Kant, Lambert o Wright eran razonables —muy razonables en realidad—, aunque su única base empírica era la observación, a simple vista, del hecho de que las estrellas se apiñaban en una franja estrecha.

Herschel trató de fundamentar esta hipótesis mediante una exploración más minuciosa del cielo, contando el número de estrellas que pasaban en un tiempo dado por el campo visual de su telescopio, y deduciendo estadísticamente la densidad estelar. El proyecto le llevó treinta años y, como obviamente, no pudo observar todo el cielo con su telescopio, que sólo abarcaba 1/830.000 de la bóveda celeste, tuvo que limitarse a un muestreo.

Pero el asunto es que llegó a resultados muy parecidos a los predichos por Kant y Lambert: la galaxia es una inmensa aglomeración heterogénea de estrellas, con la forma de un disco muy aplanado, con dos ejes desiguales. En 1818, Herschel admitió que sus medios no eran suficientes para dilucidar la proporción entre los dos ejes y vaticinó que la determinación del verdadero tamaño de la galaxia tendría que esperar a nuevas generaciones de astrónomos y telescopios más potentes, como efectivamente ocurrió.

Entre tanto, había observado un tipo de objetos que parecían bastante misteriosos, y que centrarían la discusión astronómica durante todo el siglo XIX. Y es que en la naturaleza de estos objetos estaba la clave de la arquitectura del universo.

Las nebulosas y la teoría del universo-isla

Estos objetos eran las nebulosas, grandes (o medianas) manchas blanquecinas y difusas. Ya se conocía un centenar de objetos de ese tipo: la nebulosa de Andrómeda (porque se ubica en esa constelación) había sido observada, a simple vista, por los astrónomos árabes; las nubes de Magallanes, como su nombre lo delata, habían sido vistas en el sur por el gran navegante; en 1610 se había descubierto la de Orión; en 1665, la de Sagitario; Halley en 1714 enumeró seis y, por último, el francés Messier (1730-1817) incluyó cien en su famoso catálogo. Herschel elevó el número a 2.300.

El problema es que no se tenía la menor idea de lo que eran. Nuestro protagonista consiguió resolver en estrellas algunas de ellas y generalizó un tanto apresuradamente, diciendo que todas las nebulosas eran aglomerados estelares, de modo tal que cualquiera podría descomponerse en estrellas si se tuvieran instrumentos de observación lo suficientemente poderosos. Pero si no podían descomponerse en estrellas objetos tan grandes, es que sus distancias debían ser descomunales, superando con creces los bordes de la Vía Láctea. Se trataba, entonces, de enjambres estelares semejantes a la Vía Láctea que flotaban en el espacio lejos, muy lejos de ella. Eran otras galaxias, otros universos-isla. Así, en 1785, Herschel creyó haber demostrado lo que Thomas Wright y el mismísimo Kant habían intuido: la multiplicidad de las galaxias, la inquietante pluralidad de los mundos.

No duraría demasiado. Después de un tiempo, cambió de postura: tras observar que algunas de ellas eran efectivamente masas de gas difuso, decidió que se trataba de objetos internos de la galaxia.

La discusión se arrastraría durante todo el siglo XIX y se resolvería recién en la segunda década del siglo XX.

Herschel murió en 1822, a los 84 años de edad, y dejó tras de sí un universo mucho más rico y completo que aquel con el que se había encontrado. Gracias a él, las estrellas dejaron de verse como cuerpos celestes de naturaleza enigmática para convertirse definitivamente en soles comparables con el astro central de nuestro sistema. Ninguna de ellas es fija; todas, incluso el Sol, se desplazan en el espacio galáctico. Miles son en realidad astros gemelos, sistemas giratorios cuyos movimientos obedecen a la férrea Ley de Newton. Además, muchas se reúnen en enormes cúmulos que forman nuevas unidades físicas. La distancia, aunque enorme, ya no es la misma para todas.

Más allá de las estrellas brillantes y cercanas se abren inmensos campos estelares con débil luminosidad aparente, cuyo conjunto, entremezclado con masas gaseosas, constituye el disco achatado de la galaxia, nuestro universo-isla.

Pero mientras Herschel retomaba con fuerza la idea observacional en astronomía, fiel al compromiso de 1758 que combinaba racionalismo y empirismo, y construía un mapa del cielo infinitamente más rico que el que existía hasta entonces, dejando igualmente muchos cables sueltos para que se agarraran de ellos las generaciones sucesivas, aquí, en la Tierra, se producía un sacudón político, social y conceptual, que también marcaría y determinaría los tiempos por venir y que era el resultado del larvado madurar del racionalismo a lo largo del siglo XVIII: la Revolución Francesa.

Wright y los agujeros negros

Todo campo gravitatorio tiene lo que se llama una «velocidad de escape», que es la velocidad mínima inicial que debe tener un móvil para no entrar en órbita alrededor del astro que lo produce. Así, por ejemplo, si yo quisiera lanzar un cohete para que llegara hasta Marte, debería hacerlo con una velocidad inicial de 11,2 km/s, por segundo (40.320 km/h) o más; en caso contrario, o bien caería a la Tierra por influjo de la acción gravitatoria, o bien quedaría orbitando como la Luna.

Pues bien: Wright, conociendo  la velocidad de la luz, y considerando, como lo hacía Newton, que la luz es un chorro de corpúsculos (recordemos que estaba en plena vigencia la oposición entre la teoría ondulatoria y la corpuscular), calculó que si en la naturaleza existieran realmente cuerpos cuya densidad no fuera menor que la del Sol, y cuyos diámetros fueran más de 500 veces el diámetro del Sol, la «velocidad de escape» sería mayor que la de la luz, de modo que ésta no podría zafar del campo gravitatorio y llegar hasta nosotros. Por lo tanto, el objeto nos resultaría invisible —un agujero negro (desde ya que Wright no usó esta denominación)—, aunque podríamos inferir su existencia mediante cualesquiera cuerpos luminosos que estuvieran girando en órbitas en torno de ellos. De hecho, es así como los astrónomos deducen actualmente la existencia de los agujeros negros. Una idea extraña para el siglo XVIII, aunque como ven muy sencilla. Suficientemente sencilla como para que otro astrónomo, Laplace, diera también con ella.

Un sacudón político: la Revolución Francesa

Aunque no sea un hecho científico, la Revolución Francesa, por su intento de construcción de una sociedad racional basada en principios abstractos y geométricos, por su elevación de la razón a cuestión de Estado, es la perfecta culminación política de la línea racionalista francesa del siglo XVIII, además de ser un hito político mayor en toda la historia humana.

No empezó, como se suele creer, el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla, que se ha convertido en su símbolo emblemático. Fue antes: desde el 5 de mayo de ese año habían estado reunidos los Estados Generales, una antigua institución de origen medieval que congregaba a representantes de los tres estados —la nobleza, el clero y el estado llano (burguesía)— y cuyo objetivo era apoyar o mostrar la aquiescencia de la nación ante determinadas medidas del trono y, en general, aceptar el impuesto —todas, o casi todas las asambleas medievales tenían el objetivo de convalidar el impuesto—, según el viejo principio de que «no hay impuesto sin representación».

Las asambleas tendrían distintos derroteros históricos: mientras que los parlamentos ingleses, después de siglos de prueba y error (bien de acuerdo con el espíritu empirista inglés), se habían convertido en poderes permanentes, los Estados Generales franceses habían tendido a desvanecerse, y de hecho cada (rara) vez que eran convocados, y no hacían exactamente lo que la monarquía requería, se los disolvía por el simple expediente de descolgar las tapicerías de las salas de deliberación.

En este caso, las cosas serían distintas: los Estados Generales de 1789 habían sido precedidos por una intensa campaña política que inundó Francia de panfletos. Los principales reclamos eran una constitución, el impuesto consentido por el voto, carreras abiertas a los talentos, igualdad de derechos del estado llano, la periodicidad de la convocatoria. Además, el estado llano tendría doble representación.

El trastorno financiero que había forzado el llamado a los Estados Generales no era irremediable: no eran (como se suele creer) los gastos de la corte los principales culpables del descalabro económico; el déficit sólo se había hecho irremontable por la imposibilidad de imponer el impuesto a las clases ricas, nobleza y clero, y por el altísimo costo de sostener un ejército permanente… Nadie pensaba, ni siquiera soñaba, con la posibilidad remota de cuestionar a la monarquía, nadie podría haber adivinado lo que después pasaría.

La Asamblea no se reunió en París sino en Versalles, lugar que el rey consideraba más seguro. El día de la inauguración hubo un discurso vago del trono, en el que no se habló del voto por cabeza ni de la periodicidad; todos, sin embargo, se separaron al grito de «¡Viva el Rey!».

Los distintos estados se mandaron embajadores; el estado llano invitó a los dos estados restantes (el clero y la nobleza) a unirse con él. Algunos diputados sueltos de los estados privilegiados respondieron: con ellos, el 17 de junio, el estado llano se proclamó Asamblea Nacional y decidió que, el día en que se disolviera, cesaría en toda Francia la percepción de impuestos que no hubieran sido votados por ella. Los diputados retomaban el viejo principio: no hay impuesto sin representación. Era una medida audaz, que marcaba el ritmo de los tiempos en curso.

Vistas las circunstancias, el 23 de junio Luis XVI quiso cerrar la Asamblea; el estado llano resistió, y el rey terminó por ceder. «¿Quieren quedarse? Y bueno, foûtre, que se queden», se cuenta que dijo. Y a continuación «ordenó» la reunión de los tres órdenes. Pero el 11 de julio, un nuevo tour de force en la Corte impuso al partido de la reina, María Antonieta, duro e intransigente, y destituyó al ministro de Hacienda, Necker. Un día más tarde, la noticia llegó a París. El pueblo temía un golpe de Estado y la ciudad se llenó de rumores. El pan escaseaba. El 13 de julio, el pueblo saqueó las armerías, trató de forzar los arsenales, sacó del Palacio de los Inválidos veintiocho mil fusiles y cinco cañones y, habiéndose enterado de que los depósitos de pólvora habían sido trasladados a la Bastilla, empezó a concentrarse a su alrededor. Comenzaba la jornada del 14 de julio y la toma de la Bastilla mostró que la revolución iba en serio.

El 4 de agosto se abolieron los privilegios feudales y eclesiásticos y el 26 de ese mismo mes la Asamblea proclamó los derechos del hombre y el ciudadano

para todos los hombres, para todos los tiempos, para todas las naciones.

Era la más pura manera de enunciar, en forma de ley geométrica, un principio político, que respondía la búsqueda de unidad característica del siglo.

Increíblemente, el viejo orden se había derrumbado por completo en el curso de unos pocos meses, aunque no se vislumbrara en qué iba a consistir el nuevo.

El 14 de julio, en Versalles, el rey de Francia se dedicó a la caza durante todo el día; luego, fatigado, se fue a acostar. El 15 por la mañana el duque de Liancourt lo despertó y le relató los acontecimientos de París. «¿Es una revuelta?», preguntó Luis XVI. «No, majestad —contestó el duque—, es una revolución.»

Una nueva manera de medir

Mientras la Revolución empezaba a desplegar su violenta dinámica, que culminaría en el Terror de Robespierre, se retomaba un viejo sueño de la Academia Francesa de Ciencias: basar los sistemas de medida en un estándar permanente.

En 1790, la Asamblea Constituyente (sucesora de la Asamblea Nacional) aprobó la propuesta de Talleyrand de que se estudiara un sistema de nuevas unidades de pesas y medidas que sirviera para todas las naciones. Muy a la francesa, se decidió adoptar como unidad de longitud una diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y el Ecuador medida sobre el meridiano que cruza París (¡obviamente!): tal medida es el metro, con múltiplos y submúltiplos contados en el sistema decimal, del cual derivan también las unidades de área, volumen y peso. Los astrónomos Méchain y Delambre fueron los encargados de medir el extenso arco de meridiano entre Dunkerque y Barcelona, empresa científica larga y penosa que coincidió con los más turbulentos años de la Revolución: la Asamblea Constituyente dio paso a la Legislativa, y ésta a la Convención, con lo cual Francia se transformaba en república. Luis XVI y María Antonieta subieron al cadalso. Empezaba el Terror, que devoró, como Saturno, a sus propios hijos: cayó Danton y empezó la breve dictadura de Robespierre, que llegó a entronizar a la diosa Razón, y declarar un extraño culto del «Ser Supremo» como religión oficial de Francia.

Robespierre fue apresado el IX de Termidor del año III (27 de julio de 1794: recordemos que la Revolución, para marcar su carácter radicalmente novedoso, había impuesto un calendario propio, también decimal, que destronaba toda resonancia cristiana) y guillotinado un día después. El Directorio que lo sucedió, y más tarde el Consulado, prepararon el camino del Imperio.

En medio de todo este barullo político, las operaciones geodésicas, que habían sido iniciadas en 1792, sólo pudieron ser terminadas en 1798, superando las más imprevistas vicisitudes (Delambre acusado de realista, Méchain detenido en España como espía). No obstante, ya antes de esa fecha, el 7 de abril de 1795 (o el 18 Germinal del año III de la Revolución) se promulgó la ley que introdujo el sistema métrico. El nuevo orden necesitaba una nueva manera de medir el mundo y la imponía por decreto. «Para todos los hombres, para todos los tiempos, para todas las naciones».

Ulteriores perfeccionamientos de los instrumentos geodésicos revelaron que el metro patrón, obtenido con tan grandes sacrificios y conservado bajo la forma de una barra de platino en los Archives de Paris, no era sino una unidad convencional, en realidad separado por dos milésimas de milímetro de la magnitud que sirviera de base para su definición. Se fabricó una barra de platino e iridio, que fue depositada en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas de Sevres, cerca de París. Sobre la barra se grabaron dos finísimas marcas: la distancia entre esas dos marcas definía el metro.

Este metro patrón sobrevivió a la República, al Imperio, y a la Restauración que se produjo cuando Napoleón fue definitivamente derrotado en Waterloo y ascendió al trono Luis XVIII. En verdad, el metro reinó indiscutido durante casi doscientos años.

Pero en 1983, en la Conferencia Internacional de Pesas y Medidas, en París, fue derrocado y redefinido como «la distancia recorrida por la luz en el vacío durante 1/299.792.458 de segundo». Así, la unidad de longitud queda subordinada a la unidad de tiempo, bajo la férrea vigilancia de una de las constantes universales: la velocidad de la luz en el vacío, que según la teoría de la relatividad de Einstein es la misma desde cualquier sistema de referencia posible en el universo.

Dista de ser una curiosidad. Las ansias de universalidad de quienes quisieron basar el sistema de medidas en las dimensiones de la Tierra (y, no lo olvidemos, en el meridiano de París) cedió al anhelo cósmico de una época que considera haber descifrado una de las claves maestras de la naturaleza, y a la que el estándar del siglo XVIII le parece arbitrario: el metro debe ser definido en función de algo verdaderamente universal, como lo es la velocidad de la luz en el vacío.

No por ello, sin embargo, el metro histórico deja de servir aun a sus finalidades, y justifica las célebres palabras de Napoleón que, no obstante haber sido hostil a la innovación, al referirse al libro de Delambre, La base du systeme métrique décimal de 1806, donde se resumen los trabajos de los dos grandes geodestas, manifestó: «Las conquistas serán olvidadas, pero el sistema métrico pasará a los siglos venideros».

La filosofía de la naturaleza

Mientras en Francia se producía la que fue probablemente la revolución política más importante de la historia, una revolución a todas luces racionalista o que pretendió mostrarse como la conclusión política de la filosofía racional, en Alemania se desarrollaba un sistema filosófico que se alejaba de la ciencia experimental, y que modificaba la concepción del racionalismo. Los fundadores de esta rama —los Naturphilosophen— se ilusionaron con alcanzar la meta de conseguir la unidad con la naturaleza mediante especulaciones derivadas de principios filosóficos y metafísicos generales, muy lejos del espíritu de la ciencia experimental que se estaba desarrollando tanto en Francia como en Inglaterra. Trataron, por ello, de fundamentar un esquema de tipo espiritual, con la pretensión de descubrir la estructura del mundo natural merced a una «intuición intelectual», y llegaron a ejercer una enorme influencia.

El filósofo por excelencia que la inspiró fue el poskantiano Friedrich Schelling (1775-1854), que formuló un principio de la

identidad del espíritu en nosotros y de la naturaleza fuera de nosotros.

Dado que, para él, «la naturaleza es espíritu visible y el espíritu naturaleza invisible», era necesario sumergirse en el propio espíritu para descubrir la verdadera estructura de la naturaleza, en la cual se distinguían tres estratos: en primer lugar, la materia, que da lugar a la actividad de tres fuerzas (atracción, repulsión y gravedad, síntesis de las dos primeras); en segundo lugar, la electricidad, el magnetismo y la actividad química, que tienen por nexo común a la luz; por último, la vida, que se manifiesta mediante la reproducción, la irritabilidad y la sensibilidad. En los tres estratos regía el principio de la polaridad: la atracción era contrabalanceada por la repulsión; el magnetismo positivo por el negativo; la electricidad de un signo por la de signo contrario; la acidez por la alcalinidad. Así se posibilitaba el equilibrio en el mundo natural.

Otro representante típico de este movimiento, y seguramente el más famoso, fue Johann Wolfgang Goethe (1749-1832), que prestigió, con su fama, la idea central de la Naturphilosophie: la unidad del conjunto de los seres vivos (en un gesto que recuerda a la Gran Cadena del Ser). Las categorías de reino, clase, orden, familia, género habían sido armadas por Dios según un plan general único, del cual las formas de los seres eran distintas modificaciones. Todos los animales eran vistos, así, meramente como encarnaciones del arquetipo animal único, del mismo modo que las plantas no eran sino variaciones de una protoplanta. Goethe creyó haber encontrado en el reino animal una prueba para su hipótesis al verificar que el cráneo humano poseía también el hueso intermaxilar que, si bien ya había sido visto por el propio Vesalio, se usaba hasta ese momento como criterio de separación de los hombres y los monos.

Obviamente, Goethe no era el único que pensaba así. Una teoría parecida fue formulada y desarrollada por el médico Lorenz Oken (1779-1851), profesor en Jena, que en el afán de encontrar analogías universales no vaciló en asimilar el reino animal en su integralidad a un único animal, cuyos distintos órganos corresponderían a diferentes especies. Por su parte, Christian Gottfried Nees von Esenbeck (1776-1858), profesor de botánica en Bonn, asimiló todo el mundo vegetal a una sola hoja.

Como podrán sospechar, la filosofía natural, en la que predominan analogías forzadas y desempeña un papel no desdeñable el misticismo del número, no aportó grandes cosas a la ciencia positiva, aunque sí tuvo algunas derivaciones curiosas.

Una de ellas, que vimos en el capítulo anterior, fue el descubrimiento de la relación entre electricidad y magnetismo por parte de Oersted, que estaba buscando una fuerza única, y que derivaría luego en la fructífera teoría de campos.

Otra derivación importante fue la que produjo en Francia, al ser pasada por el tamiz del racionalismo. Conozcamos a Geoffroy Saint-Hilaire.

Saint-Hilaire: los arquetipos

Etienne Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844) fue, sin lugar a dudas, uno de los naturalistas más notables de su época. Había estudiado mineralogía antes de dedicarse a la anatomía de los vertebrados, pero su vocación se decidió cuando a los 22 años fue nombrado profesor de zoología en el recientemente fundado Museo Nacional de Historia Natural, cuyas colecciones le suministraron abundante material para sus estudios comparados de morfología animal. Más tarde acompañó, junto al grupo de científicos, a Napoleón en su campaña a Egipto, donde estudió los animales del Nilo; también estuvo en España y su trabajo se interrumpió recién en 1840, cuando se quedó ciego.

Saint-Hilaire publicó centenares de monografías sobre montones de problemas de anatomía comparada, taxonomía, paleontología y teratología —el estudio anatómico de los monstruos, como cabras de dos cabezas y lindezas por el estilo—; fue sin duda el primero en emprender el estudio sistemático de las deformaciones monstruosas y el primero en advertir la riqueza de informaciones que esta nueva disciplina podía ofrecer a la anatomía comparada.

Pero su interés principal, y el que es importante para nosotros, fue suministrar pruebas empíricas de la doctrina de la unidad del plan estructural de los seres vivos (lo cual le valió el elogio del propio Goethe): mediante una afinada y cuidadosa descripción morfológica, Saint-Hilaire se proponía establecer correlaciones y correspondencias que permitieran reducir la diversidad aparente de formas a la realidad de un tipo único. Esto podía verificarse, por ejemplo, observando que los cuerpos del mono, de un hombre, de un elefante, de un pájaro y de un pez estaban formados por un cierto número de partes colocadas, unas con respecto de las otras, en idéntico orden.

La caja de resonancia del mono aullador que confiere a este animal una voz estridente no es sino un abultamiento del hueso hioides; la bolsa de las hembras de los mamíferos marsupiales es un profundo repliegue de la piel; la trompa del elefante, una prolongación excesiva de la nariz; el cuerno del rinoceronte, un cúmulo considerable de pelos, etcétera. Así, por variadas que parezcan las formas, se revelan como órganos comunes a todos.

La multiplicidad de las formas del reino orgánico era producto del crecimiento desigual o diferenciado de elementos estructuralmente iguales.

Le es suficiente a la naturaleza cambiar algunas de las proporciones de los órganos para ajustarlos a sus nuevas funciones o para extender o restringir sus aplicaciones.

Lo importante de todo esto es que la hipótesis de un arquetipo único implica un origen común, sugiere que las especies han sufrido transformaciones en el curso del pasado y conduce como por un tubo a una teoría de la evolución. De hecho, Saint-Hilaire adhirió a un transformismo radical y adoptó una variante de la teoría de la evolución que Lamarck había enunciado en 1809 y de la cual ya hablaremos.

Los animales que actualmente viven descienden, por una serie de ininterrumpidas generaciones, de animales perdidos del mundo antediluviano.

La verdad es que Geoffroy fue el creador de una amplia síntesis pero no siempre reconoció los alcances de sus hipótesis y, sobre todo, no fijó de manera demasiado sensata los límites de validez de sus deducciones. Extendiendo el valor de su plan morfológico a la totalidad del reino animal, llegó a comparar el esqueleto de un artrópodo con la columna vertebral de un vertebrado, no vacilando en sostener que el insecto vive dentro de su «columna vertebral», mientras que el mamífero vive alrededor de ella. Pasando luego de lo general a lo particular, trató de homologar cada elemento del cuerpo del insecto con un elemento del cuerpo del vertebrado. Tales conclusiones, unidas a sus convicciones transformistas, levantaron la oposición de Cuvier, cuyo sistema taxonómico y la creencia en la inmutabilidad de las especies se oponían a las concepciones de su antiguo amigo.

Cuvier

Lo vamos a llamar simplemente Cuvier por economía, ya que su nombre completo era Georges Leopold Chrétien Frédéric Dagobert, y fue nombrado barón de Cuvier (1769-1832) por Luis XVIII. Sus padres vivían en Montbéliard, ciudad que pertenecía entonces al Ducado de Wurtemberg, de manera que recibió su formación básica en Alemania. Como suele ocurrir —o se suele decir— fue un niño precoz, que a los trece años ya había estudiado muchos tomos de la Histoire naturelle de Buffon. Atraído por las ciencias naturales, al egresar del colegio desechó la posibilidad de desempeñar una función en la administración pública y prefirió el cargo de preceptor en una familia aristocrática de Normandía, con la cual permaneció seis años. Completó de forma autodidacta su formación científica, parte de la cual consistía en emprender, a orillas del Canal de la Mancha, el estudio de la fauna marina, disecando moluscos, estrellas de mar y otros animales, y dibujando cuanto veía con una precisión tal que, cuando sus dibujos cayeron en manos del naturalista y agrónomo abate Tessier, éste se los hizo llegar a Geoffroy Saint-Hilaire, que inmediatamente lo invitó a irse a París.

Venga usted para desempeñar entre nosotros el papel de un segundo Linneo, legislador de la Historia Natural

le escribió Saint-Hilaire. Ante semejante convocatoria, no podía negarse: en París se impuso rápidamente, fue nombrado profesor en el Collège de France y luego en el Museo.

La sagacidad de sus investigaciones en anatomía comparada, su capacidad de sintetizar y de sistematizar y, más aún, su casi legendaria habilidad para reconstruir, sobre la base de pocos fragmentos fósiles, esqueletos completos de los grandes mamíferos de la Era Terciaria le valieron una fama muy superior a la del propio Buffon, igualada en su época solamente por la de Linneo, y le dieron una autoridad tal que durante más de tres decenios dominó la biología francesa. Murió a los 63 años, víctima de la epidemia de cólera que en 1832 azotó Europa, y en particular la capital de Francia.

El punto central de su concepción biológica era de indudable factura aristotélica: consideraba a Aristóteles el mayor naturalista de todos los tiempos y, siguiendo su doctrina, aseguraba que el rasgo esencial de los seres vivos era la forma:

No es la sustancia vegetal o animal la que permite a la especie manifestarse, sino su forma. Probablemente no hay dos hombres o dos robles cuyas sustancias tengan sus componentes en la misma proporción. Además, estos componentes se transforman sin cesar, circulando más bien en el espacio que acostumbramos designar «forma». En pocos años, no quedará probablemente ni uno de los átomos que constituye actualmente nuestro cuerpo, tan sólo la forma persiste y se multiplica, trasmitida por la misteriosa virtud de la reproducción a una interminable serie de individuos.

En su magistral exposición de la anatomía comparada publicada entre 1800 y 1805 (Leçons d’anatomie comparée) intervenían tanto los elementos morfológicos como los fisiológicos, y se trataba al hombre en pie de igualdad con todas las demás especies: el sistema circulatorio de una sanguijuela no era un objeto de estudio menos importante que el sistema vascular humano.

El método comparativo con el que trabajaba podía ser eficiente si y sólo si se daba por presupuesta la vigencia de un principio general. Este principio era la célebre ley de la correlación de las partes:

Todo ser organizado constituye un conjunto, un sistema único y cerrado cuyas partes se corresponden mutuamente, cooperando en una actividad definida, unitaria y conjunta del cuerpo. Ninguna parte puede cambiar sin que cambien las demás; por consiguiente cada parte —tomada separadamente— determina todas las otras.

La estrecha interdependencia de las partes de la organización animal permitía, por ejemplo, determinar cómo debía ser en un pájaro la disposición de huesos como la clavícula y el esternón (que intervienen en el vuelo) a partir de las formas que presentaban sus plumas, e, inversamente, de la forma de tales huesos podían sacarse conclusiones acerca de la forma de las plumas. La influencia mutua que ejercían entre sí las funciones y los órganos permitía deducir relaciones con certeza matemática.

Así como la ecuación de una curva implica todas sus propiedades, y al tomar separadamente cada propiedad como base de una ecuación particular se reencontraría la ecuación original, de análoga manera el biólogo que poseyera racionalmente las leyes de la anatomía orgánica podría mediante las uñas, los omóplatos, los fémures y todos los demás huesos tomados separadamente reconstruir todo el animal.

La anatomía podía actuar del mismo modo que la mecánica celeste, que, anclada en el análisis matemático y en la ley de Newton (y con una confianza ilimitada en el determinismo), podía reconstruir toda la trayectoria de un astro a partir de algunas observaciones astronómicas. Así, guiado por su ley de correlación, Cuvier lograba, sobre la base de un reducido número de fragmentos —algunos dientes y trozos de huesos—, reconstruir el esqueleto completo de un animal. El éxito más impresionante lo obtuvo, como es de esperar, en el terreno de los fósiles, que constituían una prueba convincente de que la fauna del pasado había conocido especies de las cuales el reino animal del presente no ofrecía ya representantes. Cuenta Cuvier:

Me encontraba en la situación de un hombre que había recibido fragmentos mutilados e incompletos de algunos centenares de esqueletos: restos de veinte grupos distintos de animales. Era preciso que cada hueso encontrase su vecino con el cual estaba unido en el cuerpo del animal vivo. Tuve que efectuar, pues, casi una resurrección, sin disponer no obstante de la todopoderosa trompeta de la Providencia. Pero las inmutables leyes prescriptas a los organismos vivos la reemplazaban. Por orden de la anatomía comparada, cada hueso, e incluso cada fragmento de hueso, iba a ocupar su puesto. No encuentro palabras adecuadas para describir mi alegría al comprobar cómo las características previstas a partir de un fragmento emergen sucesivamente: los pies se encuadran a lo anunciado por los dientes, y los dientes concuerdan con lo anunciado por los pies. Los huesos de las piernas, del muslo, todos aquellos que debían formar las extremidades, se ensamblan perfectamente en la estructura que he imaginado con anticipación. En una palabra, cada una de las especies renace, por así decirlo, sobre la base de uno solo de sus elementos.

Mediante este mecanismo, Cuvier logró evocar el aspecto de muchas especies extinguidas, reconstituyendo los esqueletos completos de sus representantes desaparecidos: sólo por nombrar algunas, el Paleotherium magnuni, un paquidermo del tamaño del caballo y con pies provistos de tres dedos; el Anoplotherium commune, que se ubica entre los paquidermos y los rumiantes; el Pterodactylus, un dinosaurio volador, o el Megatherium, un perezoso del tamaño del rinoceronte, cuyo primer ejemplar había sido desenterrado en 1787 por el dominico Manuel Torres de las barrancas del río Luján (Argentina) y que después de reconstruirlo y dibujarlo, lo encajonó y envió a Madrid.

En su trabajo Recherches sur les ossements fossiles, de 1812, presentó el estudio de 168 especies de vertebrados fósiles, de las cuales 49 eran descriptas por primera vez. Con todos estos esfuerzos, Cuvier lograba unificar y sistematizar la paleontología, que hasta entonces no era más que una colección de hallazgos más o menos inconexos y con frecuencia mal interpretados, convirtiéndola en una ciencia propiamente dicha. Al mismo tiempo, en contra de muchos naturalistas de la época y sin ser geólogo, señalaba el papel complementario que incumbía a la paleontología y a la geología en la difícil tarea de establecer un esquema cronológico de la historia natural.

Obviamente, no se le escapó el hecho de que cuanto más antiguas eran las capas geológicas en las que se indagaba, tanto menos se parecían los fósiles a las formas actuales, lo cual podría haberlo llevado a abrazar las ideas transformistas que estaban cobrando fuerza y que defendía enfáticamente Saint-Hilaire. Sin embargo, permaneció atado a la doctrina de la fijeza de las especies, ya fuera por sus convicciones religiosas —era un protestante ortodoxo— o porque, como argumentaba, no se encontraban fósiles con características intermedias entre las de la fauna del pasado y de la fauna actual, de lo cual concluyó que los animales fósiles no habían dejado descendientes y que las especies del pasado eran tan inmutables como lo eran las del presente, idea en cierto modo razonable, aunque poco imaginativa.

Cuvier no estaba siendo arbitrario o, por lo menos, no del todo. Entre las dos teorías opuestas, daba preferencia a la que estimaba, con razón en su época, menos especulativa, menos cargada de elementos hipotéticos. Sin embargo, había un punto verdaderamente flojo en el fijismo: la extinción masiva de especies. ¿Cómo era posible que tantas especies hubieran desaparecido por completo desde el origen de los tiempos? Para explicarlo, Cuvier pergeñó su teoría de los cataclismos. La Tierra había sido sacudida en el pasado por tres catástrofes de escala planetaria (la última había sido nada menos que el Diluvio) que habían causado enormes estragos entre los seres vivos, aunque ninguna había llegado a destruirlos a todos: siempre había quedado alguna región que había logrado escapar del desastre y cuyos habitantes se habían encargado de repoblar el mundo. Pero tres catástrofes parecían poco para una extinción tan masiva. Hubo un discípulo que elevó el número a 27 y otros que llegaron a sostener que, tras algunos de los cataclismos, la nueva fauna y flora había sido creada nuevamente, desde cero, por Dios.

Los estudios de anatomía comparada y su éxito para interpretar restos fósiles condujeron a Cuvier a una clasificación natural de los animales: tomando el conjunto de la forma y las funciones de los órganos y eligiendo como criterios sistemáticos primordiales, por un lado, el cerebro y la médula espinal —que gobiernan las funciones animales— y, por el otro, los aparatos circulatorio y respiratorio —que dirigen la vida vegetativa— distinguió cuatro tipos:

1) Vertebrados, con esqueleto axial y cavidad medular.

2) Mollusca, con sistema nervioso compacto en masas separadas.

3) Articulata, con sistema nervioso consistente en dos cuerdas ventrales; evidencian además la transición del aparato circulatorio vascular de los tipos anteriores hacia el sistema traqueal.

4) Radiata, sin sistema nervioso ni circulatorio; efectúan las funciones animales y vegetativas en forma rudimentaria, y se caracterizan por una estructura con simetría radiada.

Cada uno de estos grandes tipos contaba con subdivisiones, de modo que se llegaba a categorías cada vez menores: clases, órdenes, géneros y especies. Lo interesante de todo esto es que los cuatro tipos, para Cuvier, poseían la misma realidad material que los propios organismos individuales que formaban parte de la clase; cada uno correspondía a un plan de la naturaleza, a un pensamiento único del creador, y por lo tanto entre esas cuatro formas estructurales no había transición posible que permitiera insinuar la idea de una escala evolutiva de los seres vivos.

Fueron estas convicciones las que motivaron, en 1830, la resonante controversia que sostuvo con quien había sido su maestro y amigo en París, Geoffroy Saint-Hilaire, y de la que hablaremos en el próximo capítulo, ya que la polémica, por debajo de los detalles sobre el parecido entre mamíferos y pulpos (en lo cual Cuvier tenía toda la razón), ponía en juego la idea biológica central del siglo XIX: la teoría de la evolución.